domingo, 7 de febrero de 1999

Matata Mingui


Nadie sabe de verdad lo que es África hasta que no ha vivido —si es que vive para contarlo— una matata mingui, que es como se dice jaleo del carajo en lingala, o sea, en una de las lenguas locales que hablan allí. Cuando eso ocurre, lo que sale en la tele no sirve ni remotamente para hacerse idea. Cuando de verdad se monta un pifostio africano, o sea, una merienda de negros de color, y mis primos se ponen hasta arriba de cerveza, o de banga, o de lo que tengan a mano, y luego echan mano de la escopeta y del machete —les encantan esos machetes grandes y afilados que sirven para chapear la selva y para amputar al prójimo—, esas escenas que vemos de niños agonizando de hambre con los buitres preguntando quién da la vez son un paraíso de buenas maneras comparado con la que se lía. Aquello es, para que se hagan idea, como si cinco mil hooligans ingleses desesperados de la vida confundieran un bar de Benidorm con una carnicería, y cada uno estuviera dispuesto a cortarse su propio filete.

Les juro por mis muertos más frescos que el arriba firmante ha tenido miedo muchas veces a lo largo de su puta vida, sobre todo cuando se ganaba el pan a tanto el fiambre para el telediario; pero en pocas ocasiones conocí tan de cerca el canguelo como cuando en África tuve enfrente a unos cuantos fulanos dando traspiés con el casco al revés, el blanco de los ojos amarillo, una botella de cerveza en una mano y un Kalashnikov en la otra, preguntándome qué se te ha perdido por aquí, blanco cabrón. Allí, la kale borroka que se montan los jarrais de doce años con lanzagranadas —en África también se lleva mucho eso de las tribus, y las chiquilladas, y lo de ellos y nosotros— es la leche. Todavía siento sudores fríos cuando recuerdo algunos ratos: aquel fulano con un viejo subfusil Sten y unas ray-ban puestas, que tenían la etiqueta del precio todavía pegada en mitad del cristal, cuando dijo que me quitara los zapatos y me volviera de espaldas, por ejemplo; o el grupo de mozambiqueños fumados hasta el tuétano, discutiendo entre ellos en portugués cómo iban a machetearnos a mi cámara Paco Custodio y a mí, reservándose vivo a Nacho, el técnico de sonido, porque era jovencito, y tenía los ojos azules y el culito tierno. En África, resumiendo, aprendí un par de cosas. Entre ellas, que allí la vida humana no vale una mierda, y que las mujeres, monjas incluidas, cuando las violan diez o quince tíos uno detrás de otro, primero gritan y luego se resignan.

Y hoy resulta que, con toda esa información previa que con mucho gusto quisiera no tener, leo en un periódico que de nuevo hay pajarraca en África, y que en mitad de ese zipizape sigue habiendo, como siempre hubo, un puñado de curas y de monjas con dos cojones que siguen a pie de obra, y que se niegan a ser evacuados, y que desaparecen, y vuelven a aparecer, y desaparecen de nuevo en las zonas más peligrosas de la movida, haciendo aquello para lo que fueron allí: ayudar a otros seres humanos aunque sepan que eso no va a cambiar nada; dejarse la salud, la piel y la vida por aquello en lo que creen, sea una fe o sea una idea. Y leo esas informaciones y no puedo evitar ponerles rostros de gente a la que conocí, que a lo mejor en algún caso es la misma. Curas y monjas que a veces ni lo parecen, con los pelos largos, y las barbas, y las camisetas de heavy metal, que se la juegan un día sí y otro también en sus misiones y en sus hospitales, ayudando a nacer, ayudando a vivir, ayudando a morir a su gente, a sus hermanos, sin abandonarlos ni cuando amenaza el más horrible final. Ayudando, en resumen, al hombre a salvarse no en el hipotético reino de los cielos —que eso viene luego— sino aquí, en el jodido valle de lágrimas, en la tierra. Cogiendo en sus manos otras manos escuálidas o ensangrentadas, inclinando la cabeza para murmurar unas palabras de consuelo; o si se tercia, después y por ese orden, una oración, por eso, cuando a veces leo o escucho las mezquinas gilipolleces de monseñor Setién, monseñor Carles, el arzobispo de las Chimbambas, o el papa Wojtila y su enfermiza obsesión porque no forniquemos ni abortemos, siempre me digo: tranquilo, Arturín, no te cabrees, no blasfemes, piensa en los otros. Piensa en todos los que viste erguidos y serenos en mitad de la sangre y la locura. Piensa en los curas y monjas que siguen dispuestos a dejarse hacer pedazos, ellos y ellas, por dar testimonio de que también son posibles la dignidad y la vergüenza bajo el signo de la cruz.

7 de febrero de 1999

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