domingo, 25 de julio de 1999

Una caza sin cuartel


La vela enemiga se ve mejor ahora que, el sol está alto. Es fácil reconocerla: el aparejo de un queche que el viento, levante de ocho o diez nudos, permite llevar con todo el trapo arriba, amurado a babor. La marejada fuerte y molesta del amanecer ha disminuido, y ahora podemos ver su casco. Con los prismáticos alcanzo a distinguir la bandera: roja, la Union Jack en un ángulo. Un inglés. El corazón me late aprisa, pues desde que descubrimos la vela al alba, cuando se deslizaba sigilosamente por el freu de Tabarca y nosotros aguardábamos al acecho, fondeados en tres brazas de agua, sin luces, las velas aferradas, y camuflados ante la línea oscura de la isla, intuí que podía ser inglés. En esas fechas y entre semana, la mayor parte de los veleros que bajan para doblar hacia el sur la punta de Palos y navegan de noche sin resguardarse en los puertos o fondeaderos próximos, son extranjeros: holandeses, algún francés. E ingleses. Y a mi tripulación y a mí nos encanta cazar ingleses.

Nuestro velero es rápido. No es un regatero nervioso, ni lleva velas de competición, y la vela spinakker está prohibida a bordo con pena de pasar por la quilla a quien la mencione, porque es presuntuosa, incómoda y asesina. El nuestro es un sólido crucero de altura con casco de líneas muy rápidas, un sloop, aparejado de cúter con trinquete afilada como un cuchillo, y en vez de una mayor enrollable arbola una buena y clásica vela grande con tres fajas de rizos. Tampoco mi dotación viste calzado náutico de diseño, pantalones hasta la rodilla ni polos de marca con emblemas publicitarios: son chicas duras que llevan tejanos descoloridos, con navajas en un bolsillo de atrás, y tienen los nudillos y las rodillas llenos de cicatrices, y los bíceps endurecidos por los winches. Tipas peligrosas en tierra, vengativas en las cacerías, crueles y duras en los abordajes.

Y así, poco a poco, cable a cable vamos dando caza a la presa. El viento ha refrescado un poco cerrándose quince grados hacia la proa, y ahora es un estesureste que pone seis nudos y medio en la corredera. Mando cazar el génova y largar un poco la escota de la mayor, y ganamos medio nudo más. El barco navega ahora a un descuartelar, con el agua espumeando a lo largo de la banda de estribor, y la presa está cada vez más cerca. La tensión se siente de proa a popa, y una voz dice: «Es nuestro».

Pero no es tan fácil, voto a Dios. El perro inglés es algo más ceñidor y gana barlovento, y nuestro rumbo nos lleva más cerca de tierra que él. Miro con preocupación la sonda, que disminuye. Once, nueve, ocho brazas. La presa está ahora a un cable por la amura de babor, pero ante nuestra proa se agranda la punta rojiza del cabo Roig. Seis brazas. Temo verme obligado a dar un bordo mar adentro y perder distancia, o que el inglés pase la punta y luego meta todo a sotavento, arribe cortando nuestra proa, nos largue una, andanada con las baterías de estribor mientras estamos en plena maniobra de virar por avante, y después busque impunemente resguardo en el puertecito que hay detrás. Pero de pronto el viento refresca, orzamos cinco grados, y cabo Roig queda en franquía, por los pelos, con tres brazas en la sonda y siete nudos y medio en la corredera mientras volamos de bolina sobre el mar, dejando una estela blanca y recta por la popa. Ahora sí que ese cabrón es nuestro, me digo. Lo tenemos por el través de babor, a medio cable, yéndose hacia la aleta. Espero un poco, y luego ordeno preparar la batería de estribor. Ya puede ir encomendándose a Nelson y a la madre que lo parió.

«A virar», grito mientras desconecto el piloto y cojo el timón. Con la tripulación bien entrenada en drizas, pólvora y ron, el génova se amura a la otra banda cuando meto la proa en el viento y me acerco recto a la presa, ciñendo. Casi puedo oler las mechas encendidas y verlo acercarse a mis portas abiertas. Magic carpet, leo en su espejo. London. Y entonces arrío mi falsa bandera francesa e izo la española —treta legítima—, le corto la estela por la popa, bien cerrado y en ángulo recto, y cuando está perpendicular a mi través, a menos de quince metros, le largo al inglés una andanada mental que arrasa su cubierta, derriba el mesana entre astillazos y hace picadillo a los dos respetables ancianos de piel rojiza que me miran boquiabiertos desde la bañera, ella con un libro en las manos y él fumándose una pacífica pipa. Preguntándose, supongo, qué diablos hace ese majara. Ignorando, los pobres infelices, que llevo seis horas dándoles caza y que acabo de mandarlos al fondo del mar.

25 de julio de 1999

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Fabuloso!!. Quizás el mejor relato del imprescindible "Los barcos se pierden en tierra"

Marina dijo...

Qué coco tan lúcido y divertido el de este marino. Cómo me gustaría navegar un poquito con él por esos mares...Para achicar, ya valdría

Marina dijo...

Eso es navegar y no lo que hago yo ahora mismo leyéndote en el ordenador. Me llevarías un día por si necesitaseis alguien para achicar?

Unknown dijo...

Sin tener ni pajolera idea de spinaker, corredera, genova, winches y demás,se me iba acelerando el corazón deseando que lleguara el desenlace atronador del cañoneo. Píllalo, píllalo, coño...sonaba en mi cabeza.Me encanta como escribe, señor.

Unknown dijo...

Preciosa la descripcion, preciosos el ritmo y la tension, que no permite dejar, ni un segundo, ni para retirar el agua caliente para el té, del fuego. Le hemos hundido. El cuerpo entero vibra con una sonrisa de media dentadura