lunes, 13 de noviembre de 2000

En la barra del bar


A veces, para tomarse una copa con los amigos basta abrir una carta. Es de Chema, y me manda dos fotos del café Gregorio de Gijón: una interior, de la barra y el rincón con mesa desde la que me escribe, y la otra exterior, brumosa, con un blanco y negro que difumina entre la niebla el rótulo del café, haciéndome recordar el Rick's de Casablanca, hasta el punto de que parecen a punto de asomar por la puerta Humphrey Bogart y Claude Rains, en mitad de uno de esos diálogos de amistad que todos habríamos querido protagonizar alguna vez en nuestras vidas. Para que luego digan que ya no tiene sentido la modalidad epistolar, y que el teléfono móvil e Internet se han cepillado el encanto de la cosa. Porque parece mentira lo que pueden sugerir una carta oportuna y unas fotos. Estoy aquí, tecleando, y llueve afuera sobre la sierra gris, y leo las palabras de ese amigo a quien no he visto la cara en mi vida, ni le he contestado una carta, ni sé qué pinta tiene, ni falta que me hace; y es como si estuviéramos los dos acodados en cualquier barra de cualquier bar de cualquier lugar del mundo. Charlando sin prisas, a media voz, mojando los labios en el vaso. Ya lo he dicho: charlando.

Ni siquiera falta la música. Para completar la cosa y acompañar la presencia de Chema con la de otro amigo —ellos no se conocen entre sí— recurro a La calle de la duda de lñaki Askunze, del lñaki Askunze Sextet, que me la mandó el otro día y ahora suena en la minicadena llenando el lugar de jazz suave; ambientando el bar en donde estamos Chema, lñaki y yo tomándonos esa copa, que en realidad puede ser cualquier otro sitio: el bar de Dani que ya no es de Dani, o el bar de Silvia, o el de Raquel, o el Muro, por volver de nuevo a Gijón, donde en este preciso instante Chema se inclina sobre la cerveza, echa un vistazo y dice es un dolor, colega, míralas. Están todas buenas. Le contesto que sí, que siempre lo estuvieron y que ahí están, las mismas, desde hace siglos y siglos, y Chema asiente un par de veces y da unas caladas al cigarrillo —no sé si fuma, pero lo imagino dando caladas al cigarrillo— mientras a nuestro lado, tímido como tantos vascos cuando hablas de tías, y quizá para inhibirse un poco del tema, Iñaki arranca unas notas a su saxo reluciente. Notas que son una afirmación y una pregunta en esa calle de la duda por la que transitamos todos los hombres desde que el mundo es mundo.

Sigue escribiendo Chema su carta, y yo sigo leyéndola, y la música de Iñaki suena en esta mañana gris que no es gris ni es mañana, sino noche cargada de humo y círculos de vasos de cerveza sobre el mostrador del bar en el que estamos los tres y todos los amigos conocidos o por conocer, vivos y muertos, y que al final he decidido que sea El Muro; más que nada por no salir de Gijón. Y en este momento Chema está diciendo me rindo, tío, me rindo, porque siempre parecemos nosotros, pobres guiñapos en sus manos, los dignos de compasión. Todavía no me explico, añade, cómo es posible una sociedad machista declarada, tan discriminatoria con la mujer, y a la vez tan pendiente y tan dependiente de ella. Le dejo decir todo eso sin interrumpirlo mientras la música de Iñaki va llenando las pausas. Porque Chema escribe, o habla, lo que sea, con muchas pausas. Algo normal, a estas horas y con tantas cervezas.

Entonces Chema apaga la colilla en el cenicero, me mira y dice lo que dice, y hasta Iñaki se interrumpe en mitad de un tirurirará y nos observa, interesado —de Iñaki sí conozco el careto porque viene en la funda del CD—. Y lo que dice Chema, o más bien pregunta, es dónde está el fallo, colega. Dónde entonces, en qué punto extraño y misterioso del recorrido, pierde la mujer esa ventaja con la que aparentemente juega desde el principio. Empieza mandando como madre, figura más respetable y creíble que la del padre. Luego todos tus pasos van en su dirección: conquistarla, complacerla, contentarla, mantenerla si puedes, aunque ella no se deje. Quieres ser el elegido, porque no olvides que eligen ellas —Iñaki, a punto de soplar de nuevo la boquilla del saxo, asiente con la cabeza—. Y sin embargo, en algún momento de la película que se me escapa —se nos escapa, le matizo— pierden su influencia y muchas pasan a ser dominadas, sin relieve, a veces casi unas parias. Tienen fecha de caducidad, resumo yo: como los yogures. Y Chema e Iñaki se miran el uno al otro, en mudo asentimiento. Luego Iñaki empieza La trampa, Chema me ofrece un cigarrillo y fumamos en silencio. Debe de ser duro de cojones ser tía, dice. Si te dejas, apunto. ¿Y por qué se dejan las que se dejan?, pregunta él. Esa es la gran pregunta, respondo al cabo de un rato. De cualquier modo, concluye Chema, parece que siempre son la misma, pero en realidad van pasando. Como nosotros, le digo yo. Como nosotros. La diferencia es que ellas se dan cuenta tarde, y los hombres nunca.

12 de noviembre de 2000

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