domingo, 25 de julio de 2010

Carta a un joven escritor (I)

Pues sí, joven colega. Chico o chica. Pensaba en ti mientras tecleaba el artículo de la semana pasada. Recordé tus cartas escritas con amistad y respeto, el manuscrito inédito -quizá demasiado torpe o ingenuo, prematuro en todo caso- que me enviaste alguna vez. Recordé tu solicitud de consejo sobre cómo abordar la escritura. Cómo plantearte una novela seria. Tu justificada ambición de conseguir, algún día, que ese mundo complejo que tienes en la cabeza, hecho de libros leídos, de mirada inteligente, de imaginación y ensueños, se convierta en letra impresa y se multiplique en las vidas de otros, los lectores. Tus lectores. 

Vaya por delante que no hay palabras mágicas. No hay truco que abra los escaparates de las librerías. Nada garantiza ver el fruto de tu esfuerzo, esa pasión donde te dejas la piel y la sangre, publicado algún día. Este mundo es así, y tales son las reglas. No hay otra receta que leer, escribir, corregir, tirar folios a la papelera y dedicarle horas, días, meses y años de trabajo duro -Oriana Fallacci me dijo en una ocasión que escribir mata más que las bombas-, sin que tampoco eso garantice nada. Escribir, publicar y que tus novelas sean leídas no depende sólo de eso. Cuenta el talento de cada cual. Y no todos lo tienen: no es lo mismo talento que vocación. Y el adiestramiento. Y la suerte. Hay magníficos escritores con mala suerte, y otros mediocres a quienes sonríe la fortuna. Los que publican en el momento adecuado, y los que no. También ésas son las reglas. Si no las asumes, no te metas. Recuerda algo: las prisas destruyeron a muchos escritores brillantes. Una novela prematura, incluso un éxito prematuro, pueden aniquilarte para siempre. Lo que distingue a un novelista es una mirada propia hacia el mundo y algo que contar sobre ello, así que procura vivir antes. No sólo en los libros o en la barra de un bar, sino afuera, en la vida. Espera a que ésta te deje huellas y cicatrices. A conocer las pasiones que mueven a los seres humanos, los salvan o los pierden. Escribe cuando tengas algo que contar. Tu juventud, tus estudios, tus amores tempranos, los conflictos con tus padres, no importan a nadie. Todos pasamos por ello alguna vez. Sabemos de qué va. Practica con eso, pero déjalo ahí. Sólo harás algo notable si eres un genio precoz, mas no corras el riesgo. Seguramente no es tu caso. 

No seas ingenuo, pretencioso o imbécil: jamás escribas para otros escritores, ni sobre la imposibilidad de escribir una novela. Tampoco para los críticos de los suplementos literarios, ni para los amigos. Ni siquiera para un hipotético público futuro. Hazlo sólo si crees poder escribir el libro que a ti te gustaría leer y que nadie escribió nunca. Confía en tu talento, si lo tienes. Si dudas, empieza por reescribir los libros que amas; pero no imitando ni plagiando, sino a la luz de tu propia vida. Enriqueciéndolos con tu mirada original y única, si la tienes. En cualquier caso, no te enfades con quienes no aprecien tu trabajo; tal vez tus textos sean mediocres o poco originales. Ésas también son las reglas. Decía Robert Louis Stevenson que hay una plaga de escritores prescindibles, empeñados en publicar cosas que no interesan a nadie, y encima pretenden que la gente los lea y pague por ello. 

Otra cosa. No pidas consejos. Unos te dirán exactamente lo que creen que deseas escuchar; y a otros, los sinceros, los apartarás de tu lado. Esta carrera de fondo se hace en solitario. Si a ciertas alturas no eres capaz de juzgar tú mismo, mal camino llevas. A ese punto sólo llegarás de una forma: leyendo mucho, intensamente. No cualquier cosa, sino todo lo que necesitas. Con lápiz para tomar notas, estudiando trucos narrativos -los hay nobles e innobles-, personajes, ambientes, descripciones, estructura, lenguaje. Ve a ello, aunque seas el más arrogante, con rigurosa humildad profesional. Interroga las novelas de los grandes maestros, los clásicos que lo hicieron como nunca podrás hacerlo tú, y saquea en ellos cuanto necesites, sin complejos ni remordimientos. Desde Homero hasta hoy, todos lo hicieron unos con otros. Y los buenos libros están ahí para eso, a disposición del audaz: son legítimo botín de guerra. 

Decía Harold Acton que el verdadero escritor se distingue del aficionado en que aquél está siempre dispuesto a aceptar cuanto mejore su obra, sacrificando el ego a su oficio, mientras que el aficionado se considera perfecto. Y la palabra oficio no es casual. Aunque pueda haber arte en ello, escribir es sobre todo una dura artesanía. Territorio hostil, agotador, donde la musa, la inspiración, el momento de gloria o como quieras llamarlo, no sirve de nada cuando llega, si es que lo hace, y no te encuentra trabajando. 

25 de julio de 2010

domingo, 18 de julio de 2010

Cartas de doble filo

Hay una clase de enemigos contumaces, profesionales, que terminan saliéndole a cualquiera que aparezca en público con su rostro o su firma. Internet, sobre todo, con la facilidad que ofrece para el escupitajo de bilis, el insulto y la calumnia desde la impunidad del anonimato, es territorio favorable a esa clase de gente, que despliega allí un esfuerzo y constancia admirables. Lo pintoresco es que buena parte de tales odios desaforados no tiene justificación racional, sino que responde a filias y fobias íntimas, complejos inconfesables, envidias, rechazos y turbios agravios que a veces ni el agresor, al límite mismo de la apoplejía, justifica de modo coherente. 

Pero hay una categoría aún más radical: la del converso que antes amó. Incluye a quienes durante cierto tiempo siguieron a alguien con pasión o interés y que, por alguna causa, se han visto defraudados en sus expectativas. Según sea cada uno, el entusiasmo con que antes aplaudía a la persona admirada puede tornarse rencor y ganas de venganza. Algunos casos llegan a lo patológico: a John Lennon, por ejemplo, se lo cargó un admirador despechado, bang, bang, al que había negado un autógrafo. Otros casos son sólo disparatados, o grotescos. 

Parte de los odios suscitados por escritores se debe a cartas no respondidas; quizá porque hay quien piensa que a un profesional le sobra tiempo para escribir de todo, y sin esfuerzo. De poco sirve, en mi caso por ejemplo, haber repetido en esta misma página que es imposible atender seiscientos correos electrónicos y cartas cada mes. Que leo cuanto llega, pero cuando puedo. Y que me es imposible mantener correspondencia. Quien eche cuentas comprenderá que si uno dedicara cinco minutos a cada respuesta, debería emplear, sólo en eso, cincuenta horas mensuales que son necesarias para otras cosas. Para escribir novelas y estos artículos, por ejemplo. Para relajarte un rato viendo una película, o para pensar en tus propios asuntos. O para lo que te salga del cimbel. 

A pesar de tan razonable justificación, hay quienes no la terminan de encajar. Animados por su condición de lectores y admiradores, envían manuscritos de poesía o novelas inéditas pidiendo una opinión o un consejo. Incluso, ayuda para publicar. Y al no recibir respuesta -algunos, al no recibirla en el acto-, envían cartas destempladas porque no les concediste el tiempo y la atención que creen merecer, y que sin duda merecen. Recuerdo un correo electrónico reciente, de extrema impertinencia, donde alguien que antes me había sugerido asunto para un artículo, relacionado con un problema familiar suyo, me insultaba por «no haber tenido la coherencia moral de ocuparte de eso y por no mojarte». 

A veces, por trabajo y viajes, el correo se acumula. El de XLSemanal, por ejemplo, postal y electrónico, me lo hago enviar a casa en paquetes cada mes y medio, aproximadamente, para dedicar un día entero a su lectura. Luego voy contestando lo que puedo: lo urgente o imprescindible. Se da entonces la circunstancia de que, en ocasiones, leo la carta despechada antes de la que, al no ser respondida, motivó el despecho. Paso así del insulto, «eres un prepotente y un chulo y tus novelas son una mierda y te va a leer tu puta madre» -el tuteo y la renuncia a leerme en el futuro son característicos de segundas misivas-, cuya causa no comprendo todavía, a buscar la primera carta, leerla y comprobar que el ofendido, u ofendida, me había mandado antes un manuscrito de quinientas páginas que tengo apilado con otros treinta -ninguno de ellos solicitado-, o elogiaba mi último libro en términos entusiastas, o me invitaba a tomar un café, o a dar una conferencia, o pedía un consejo para su hija que escribe cuentos o quiere estudiar Periodismo. 

Ahí, los escritores que se creen menospreciados son temibles: odian como nadie, a simple espacio y por las dos caras del folio. También están los lectores gremiales con poco sentido de la perspectiva: seguidores tuyos desde hace años, que incluso escribieron alguna vez elogiando tal o cual artículo -«dales caña y que se jodan, Reverte»-, y que un día, cuando les toca a ellos o creen verse aludidos de refilón, ya no ven tan claro lo de la caña, y descubren que eres un arrogante y un facha. Pero de todas las cartas recibidas últimamente, mi predilecta es la de una señora, de letra y prosa en apariencia respetables, que pasó de asegurar el pasado enero: «Leo todo lo tuyo desde hace años, como mi familia, y agradezco que tus novelas nos descubran mundos complejos tan insospechados» a escribir, en abril: «Veo que no merecemos de ti una respuesta. Quédate en tu atalaya de soberbia con el último libro, que no pienso comprar. No esperaba otra cosa de un escritor mediocre al que, desde luego, no volveré a leer en mi vida». 

18 de julio de 2010

domingo, 11 de julio de 2010

La carga de los tres reyes

Ya ni siquiera se estudia en los colegios, creo. Moros y cristianos degollándose, nada menos. Carnicería sangrienta. Ese medioevo fascista, etcétera. Pero es posible que, gracias a aquello, mi hija no lleve hoy velo cuando sale a la calle. Ocurrió hace casi ocho siglos justos, cuando tres reyes españoles dieron, hombro con hombro, una carga de caballería que cambió la historia de Europa. El próximo 16 de julio se cumple el 798 aniversario de aquel lunes del año 1212 en que el ejército almohade del Miramamolín Al Nasir, un ultrarradical islámico que había jurado plantar la media luna en Roma, fue destrozado por los cristianos cerca de Despeñaperros. Tras proclamar la yihad -seguro que el término les suena- contra los infieles, Al Nasir había cruzado con su ejército el estrecho de Gibraltar, resuelto a reconquistar para el Islam la España cristiana e invadir una Europa -también esto les suena, imagino- debilitada e indecisa. 

Los paró un rey castellano, Alfonso VIII. Consciente de que en España al enemigo pocas veces lo tienes enfrente, hizo que el papa de Roma proclamase aquello cruzada contra los sarracenos, para evitar que, mientras guerreaba contra el moro, los reyes de Navarra y de León, adversarios suyos, le jugaran la del chino, atacándolo por la espalda. Resumiendo mucho la cosa, diremos que Alfonso de Castilla consiguió reunir en el campo de batalla a unos 27.000 hombres, entre los que se contaban algunos voluntarios extranjeros, sobre todo franceses, y los duros monjes soldados de las órdenes militares españolas. Núcleo principal eran las milicias concejiles castellanas -tropas populares, para entendernos- y 8.500 catalanes y aragoneses traídos por el rey Pedro II de Aragón; que, como gentil caballero que era, acudió a socorrer a su vecino y colega. A última hora, a regañadientes y por no quedar mal, Sancho VII de Navarra se presentó con una reducida peña de doscientos jinetes -Alfonso IX de León se quedó en casa-. Por su parte, Al Nasir alineó casi 60.000 guerreros entre soldados norteafricanos, tropas andalusíes y un nutrido contingente de voluntarios fanáticos de poco valor militar y escasa disciplina: chusma a la que el rey moro, resuelto a facilitar su viaje al anhelado paraíso de las huríes, colocó en primera fila para que se comiera el primer marrón, haciendo allí de carne de lanza. 

La escabechina, muy propia de aquel tiempo feroz, hizo época. En el cerro de los Olivares, cerca de Santa Elena, los cristianos dieron el asalto ladera arriba bajo una lluvia de flechas de los temibles arcos almohades, intentando alcanzar el palenque fortificado donde Al Nasir, que sentado sobre un escudo leía el Corán, o hacía el paripé de leerlo -imagino que tendría otras cosas en la cabeza-, había plantado su famosa tienda roja. La vanguardia cristiana, mandada por el vasco Diego López de Haro, con jinetes e infantes castellanos, aragoneses y navarros, deshizo la primera línea enemiga y quedó frenada en sangriento combate con la segunda. Milicias como la de Madrid fueron casi aniquiladas tras luchar igual que leones de la Metro Goldwyn Mayer. Atacó entonces la segunda oleada, con los veteranos caballeros de las órdenes militares como núcleo duro, sin lograr romper tampoco la resistencia moruna. La situación empezaba a ser crítica para los nuestros -porque sintiéndolo mucho, señor presidente, allí los cristianos eran los nuestros-; que, imposibilitados de maniobrar, ya no peleaban por la victoria, sino por la vida. Junto a López de Haro, a quien sólo quedaban cuarenta jinetes de sus quinientos, los caballeros templarios, calatravos y santiaguistas, revueltos con amigos y enemigos, se batían como gato panza arriba. Fue entonces cuando Alfonso VII, visto el panorama, desenvainó la espada, hizo ondear su pendón, se puso al frente de la línea de reserva, tragó saliva y volviéndose al arzobispo Jiménez de Rada gritó: «Aquí, señor obispo, morimos todos». Luego, picando espuelas, cabalgó hacia el enemigo. Los reyes de Aragón y de Navarra, viendo a su colega, hicieron lo mismo. Con vergüenza torera y un par de huevos, ondearon sus pendones y fueron a la carga espada en mano. El resto es Historia: tres reyes españoles cabalgando juntos por las lomas de Las Navas, con la exhausta infantería gritando de entusiasmo mientras abría sus filas para dejarles paso. Y el combate final en torno al palenque, con la huida de Al Nasir, el degüello y la victoria. 

¿Imaginan la película? ¿Imaginan ese material en manos de ingleses, o norteamericanos? Supongo que sí. Pero tengan la certeza de que, en este país imbécil, acomplejado de sí mismo, no la rodará ninguna televisión, ni la subvencionará jamás ningún ministerio de Educación, ni de Cultura. 

11 de julio de 2010 

domingo, 4 de julio de 2010

Idiomas, exilios y cócteles Molotov

Me inquieta el número de jóvenes que en los últimos tiempos piden consejo. Qué debo hacer, qué libro debo leer, qué estudiar o qué caminos abandonar, cómo puedo conciliar lo que sueño con el paisaje desolado en que ustedes, los mayores, me han convertido el horizonte. Cuando preguntan cosas así, intento abrir camino a la esperanza. Lee esto, prueba con aquello, viaja a tal sitio. Traza tu camino con sentido común y con decencia. Pero hay días en que ese discurso no me sale. Soy de la generación que ha colaborado en armar esta trampa infame, la ratonera donde viven atrapados tantos jóvenes dolorosamente lúcidos. No siempre puede transmitir esperanza quien a veces no la tiene. Hace unos días, durante uno de los breves contactos que mantengo con lectores y amigos a través de la red social Twitter, me encontré dando a uno de ellos, que preguntaba qué leer con veintisiete años y en paro, una respuesta inquietante para mí mismo: «Un libro para aprender idiomas y largarse, o uno donde aprender a fabricar cócteles molotov». 

Lo de la coctelería era broma, hasta cierto punto. Pero la primera parte del consejo me salió sincera. A veces creo que esto no tiene solución. Que este país irresponsable, históricamente enfermo, está condenado a repetirse a sí mismo hasta la traca final. Y en cada ocasión recuerdo lo que, de niño, oía a mi abuelo paterno, que era lúcido, culto, republicano, y usaba sombrero, sobre todo para quitárselo ante las señoras: «Arturín, aprende francés, que es muy triste ir al exilio sin hablar idiomas». Le hice caso, y hablo un francés de puta madre. También, a menudo, uso sombrero. Pero entre viajes y libros se echaron los años encima. Ahora ya me da igual irme o quedarme. Estoy cansado. Soy demasiado mayor, y hay días en los que sólo me levanto con ganas de morir matando. 

España fue, durante siglos, muchas cosas buenas y malas. Hoy es algo parecido a intentar introducir una especie de barra o varilla por una serie de piezas hechas con agujeros desiguales: cada uno de un diámetro diferente, hechos de materiales distintos y situados en diferentes posiciones. No hay pulso que enhebre el invento, ni posibilidad de que nadie alinee aquello y funcione la maquinaria. Sin embargo, me resisto a creer que nada pueda hacerse. No escribiría estos artículos, en tal caso. Sigue habiendo, pese a todo, gente que lucha y se arriesga, empresarios dignos, funcionarios decentes, jóvenes solidarios y valerosos capaces de levantarse y trabajar cada mañana. De pelear, si hace falta. Amigos en quienes esperar y confiar. Por eso duele más. Por eso ulcera el alma verlos maltratados por estas diecisiete Españas injustificadas, egoístas y ladronas, donde las ratas y los chacales depredan a su aire, envidiándose y odiándose a partes iguales, desmontando cuanto hace posible el respeto y la convivencia. Esa gentuza iletrada, infame, que ha hecho de la política su forma de vida y de nosotros su negocio, desvalija el país y se lleva por delante las instituciones en su ávida carrera por el dinero y el poder. Destroza el futuro. La impunidad de esos golfos la garantizan millones de ciudadanos apáticos sentados ante el televisor, viendo el fútbol y a Belén Esteban mientras aceptamos, aborregados, que nos conviertan en un país miserable, cutre, exclusivo para turistas baratos de cerveza y vomitona. Un lugar sin industria ni recursos propios, sin clase media, hecho de buscavidas y mendigos, de subvenciones mientras las haya, de putas y camareros. Dicho sea con todo el respeto para las putas y los camareros. Que, a este paso, serán quienes nos den de comer. 

Algún retorcido consuelo queda de todo esto: a los principales culpables los hemos parido y votado los padres de esos jóvenes. Salen de nuestra entraña desde hace cuatro décadas. Los engordamos a nuestra costa, tarados por una dictadura anterior que nos hizo acríticos e ignorantes. El mayor homenaje a nuestra imbecilidad nacional tuvo lugar en el Senado hace unas semanas, el primer día que allí se utilizaron las diversas lenguas oficiales con traducción simultánea y pinganillo. Ésa es la España que los días de cabreo extremo, cuando aconsejo, como mi abuelo, tener idiomas y una maleta por si hay que largarse, quisiera ahorrar a los jóvenes más lúcidos: un andaluz medio analfabeto, presidente autonómico, hablaba con torpeza en catalán mientras otro andaluz casi tan analfabeto como él, vicepresidente tercero del Gobierno, escuchaba mediante un auricular la disparatada traducción a una lengua, el castellano, que ambos conocían -decir dominaban es excesivo- casi perfectamente. Y mientras, en sus bancos, encantados de estar allí, los cómplices de esos dos sujetos aplaudían. 

4 de julio de 2010