domingo, 26 de septiembre de 2010

Las 17 Navas de Tolosa

No se cansa uno de aprender. Crees como un idiota que conoces todos los palos del registro, y los lectores demuestran que van siempre por delante de ti. Por eso teclear esta página me resulta tan instructivo. Por los rebotes. Tal es la razón de que hace unas semanas les contara que, aunque me es imposible responder a las cartas que llegan, leo hasta la última de ellas con el máximo interés. Aprendiendo de nosotros mismos. 

Algunos de ustedes recordarán que hace poco hablé de las Navas de Tolosa: la carga de los reyes de Castilla, Aragón y Navarra contra las tropas almohades de Al Nasir. Batalla decisiva, dije, que apenas figura ya -o no figura en absoluto-, en los libros escolares. Quien me lee sabe que el arriba firmante tiene días gamberros, pero las cosas se las curra. Para eso está la biblioteca. A Las Navas nunca me habría atrevido a ir sin refrescar los clásicos: Ambrosio Hici, el texto fundamental de García Fitz, los dos volúmenes de Lago y González, la espléndida reconstrucción de mi compadre Juan Eslava y media docena de cosas más. Quiero decir que no improviso esas cosas, vamos. No las saco de Wikipedia. 

Pero oigan. El retorno postal del artículo ha sido interesantísimo, porque el conjunto de cartas es asombroso. Aquel 16 de julio de 1212, fecha en cuya importancia coinciden todos los historiadores del mundo, hasta los guiris, me enfrenta a una triste radiografía de lo que somos y de lo que nos negamos a ser. Las cartas que agradecen la referencia histórica, las que sugieren libros o aportan opiniones y datos, han sido numerosas. Aunque lo fascinante, esta vez, es el modo en que lectores de buena fe, en cartas inteligentes, respetuosas y documentadas, reaccionan ante los detalles de la historia que yo contaba. Todos, sin excepciones, en función de su localización geográfica: la comunidad autónoma, la ciudad, casi el pueblo de cada cual. 

El conjunto es desolador: diecisiete versiones distintas. Sabemos que ciertos detalles de aquel suceso aún son debatidos por los historiadores, y que la unidad lograda ese día iba cogida con alfileres; pero el hecho indiscutible, y ejemplar, es que tres reyes españoles batieron juntos en Las Navas al ejército almohade. Es lo que, sencillamente, yo destacaba en el limitado espacio de folio y medio. Sin embargo, dos lectores leoneses de buena solvencia, picados por que el artículo mencionase la ausencia histórica de tropas leonesas en la batalla -pues, efectivamente, el rey de León no estuvo allí-, me escriben para dejar claro que Las Navas no fue tan decisiva como se dice, que el rey Alfonso VIII de Castilla era -uno lo sentencia expresamente- «un verdadero miserable»; y que si los leoneses aprovecharon el trajín para tomar algunas plazas ocupadas por Castilla, sus motivos tenían. Cosa que, por cierto, no negaba el artículo. Otro profesor, navarro y con prestigio universitario, lamenta que no se destacara en el texto «al verdadero protagonista de la batalla», el rey Sancho VII de Navarra; monarca al que, desde una opuesta óptica castellana, otro lector, burgalés, califica como «rey turbio y poco de fiar». Por supuesto, el papel en Las Navas de Pedro II de Aragón -«el monarca catalán Pere II», matizan desde Tarragona con toda la seriedad del mundo- varía de unas cartas a otras: de «rey caballero» a «oportunista aventurero». Tampoco falta quien rebaja la importancia del enemigo, Al Nasir, que no suponía, sostiene, amenaza para el mundo cristiano, por lo que «habría dado lo mismo que lo derrotaran o no». En lo de quitar méritos tampoco zaguea un lector aragonés, que pone al rey castellano de vuelta y media, afirmando que la fama de la batalla se debe a un proceso de manipulación y propaganda organizado a medias por Alfonso de Castilla -«Guerrero mediocre, derrotado en Uclés»- y el arzobispo Jiménez de Rada. 

Y ojo. Esos que cito son los doctos: gente respetable por su cultura y argumentos. En otros niveles, imaginen el percal. Ahí entran a saco lectores más elementales, incluidos algunos que blasonan, osados, de su ignorancia. Uno me reprocha que llame moros a los moros, otro confunde almohades -que eran norteafricanos- con andalusíes, y otro, desconociendo que la palabra Hispania la usaban los romanos, critica «que hable de tres reyes españoles cuando en 1212 España todavía no existía» y propone el delicioso término «reyes de naciones ibéricas». Incluido el pobre indocumentado -joven me temo, con la gravedad que eso implica- que afirma, en correo electrónico, que Diego López de Haro, que mandaba la vanguardia cristiana en la batalla, «no era vasco, pues es mentira histórica que los vascos defendiéramos nunca otra cosa que nuestra independencia de Castilla». Todo lo cual confirma, una vez más, la vieja sospecha: España no tiene otro problema que nosotros. Los españoles. 

26 de septiembre de 2010 

domingo, 19 de septiembre de 2010

Las monjas y la bandera

Hace algunos años, en el canal de entrada de San Juan de Puerto Rico, frente a los castillos del Morro y San Cristóbal, me llamó la atención una enorme bandera española que alguien ondeaba en un edificio blanco próximo a la embocadura. «Son las monjas», dijo quien me acompañaba, que era mi amigo y editor en Puerto Rico Miguel Tapia. «Y eso es que está entrando un barco español.» No hablamos más en ese momento, pues estábamos ocupados en otras cosas; pero lo de la bandera y las monjas me picó la curiosidad. Así que después procuré enterarme bien del asunto, que resultó ser una bella historia de lealtades y nostalgias. Algo que realmente comenzó hace más de un siglo, el 16 de julio de 1898. 

Aquel fue el año del desastre. Trece días antes, la escuadra del almirante Cervera, que había salido a combatir sin esperanza en el combate más estúpido y heroico de nuestra historia, había sido aniquilada en Santiago de Cuba por el abrumador poder naval norteamericano. Los buques de guerra yanquis bloqueaban la isla de Puerto Rico, impidiendo la llegada de refuerzos y suministros a las tropas cercadas. En esas circunstancias, el Antonio López, un moderno y rápido buque mercante que había salido de Cádiz con armas y pertrechos para la guarnición, recibió un telegrama con el texto: «Es Que Usted Haga Llegar Preciso El Cargamento Un Puerto Rico Aunque Sí Pierda El Barco». Veterano, disciplinado, profesional, con los aparejos en su sitio, el capitán del Antonio López, que se llamaba don Ginés Carreras, intentó burlar el bloqueo estadounidense. No lo consiguió. El 28 de junio, cuando navegando sin luces y pegado a la costa intentaba entrar en San Juan, fue localizado por el USS Yosemite, que lo cañoneó. El capitán Carreras logró escapar a medias, varando el barco en Ensenada Honda, cerca de la playa de Socorro, desde donde en los días siguientes intentó llevar a tierra cuanto podía salvarse del cargamento. Pero dos semanas más tarde, el USS New Orleans se acercó para dar el golpe de gracia, destrozándolo a cañonazos. 

Fue entonces cuando se tejió la historia que les cuento. Bajo el bombardeo, un tripulante del Antonio López, que se había atado la bandera del barco a la cintura antes de echarse al agua para intentar ganar tierra a nado, llegó gravemente herido a la orilla. Nunca pudo averiguarse su nombre, pues murió en brazos de un puertorriqueño de los que acudieron a ayudar a los náufragos. «Que no la agarren», suplicó el marinero mientras moría, señalando la bandera. Y el puertorriqueño cumplió su palabra, quizá porque se llamaba Rocaforte y era de padres gallegos. Hombre supersticioso o religioso, y en cualquier caso hombre de bien, por no incumplir la demanda de un moribundo, la guardó en su casa durante años. Y al fin, un día, pensó en las monjas. 

Eran españolas, de las Siervas de María, instaladas en la isla desde 1897. Atendían un hospital junto a la boca del puerto, y permanecieron allí después de la salida de España y la descarada apropiación de la isla por los Estados Unidos. Acabada la guerra, las hermanas, con la natural nostalgia, adoptaron la costumbre de saludar desde la galería del hospital, agitando sus pañuelos, cada vez que un barco de su lejana patria entraba o salía en el puerto. Eso dio a Rocaforte la idea de confiarles la bandera. Se presentó en el hospital, contó la historia a la madre superiora, y le entregó la enseña. Y desde entonces, cuando entraba o salía de San Juan un barco español, las monjas hacían ondear en la galería, en vez de pañuelos, la vieja bandera del barco perdido. 

Todavía lo hacen, un siglo después. De las veintisiete monjas que atienden hoy el hospital de las Siervas de María, ya sólo cinco son compatriotas nuestras. Pero cada vez que un barco español pasa frente al hospital, navegando lentamente por la canal de boyas, su capitán cumple el viejo ritual de dar tres toques de sirena y hacer ondear la bandera en respuesta al saludo de las monjas, que desde la galería agitan la suya. De haberlo sabido, aquel anónimo marinero del Antonio López que hace ciento doce años se arrojó al mar, intentando ganar la playa bajo el fuego norteamericano con la enseña de su barco atada a la cintura, estaría satisfecho. Me pregunto si quienes salieron a la calle tras el último partido del Mundial de Fútbol, llenándolo todo de colores rojo y amarillo, serían conscientes de que se trataba de la misma memoria y la misma bandera. Y de que, al ondearla con júbilo en calles y balcones, rendían también homenaje a tanta ingenua y pobre gente que, manipulada, engañada, manejada por los de siempre -«Aunque Sí Pierda El Barco», ordenaron los que diseñan banderas pero nunca mueren defendiéndolas-, cumplió honradamente con lo que creía eran su deber y su vergüenza torera. Y esto incluye a las monjas de San Juan. 

19 de septiembre de 2010

domingo, 12 de septiembre de 2010

Una historia de guerra

Alguien escribió en cierta ocasión que si una historia de guerra parece moral, no debe creerse. Y alguna vez lo repetí yo mismo. Pero eso no es del todo verdad. O no siempre. Como todas las cosas en la vida, la moralidad de una historia depende siempre de los hombres que la protagonizan, y de quienes la cuentan. Ésta de hoy es una historia de guerra, y quiero contársela a ustedes tal como algunos amigos míos me han pedido que lo haga. La moralidad la aportan ellos. Yo me limito a ponerle letras, puntos y comas. 

Base de Mazar Sharif, Afganistán. Cinco guardias civiles, de comandante a sargento, perdidos en el pudridero del mundo, formando a la policía afgana. Cinco guardias de veintidós llegados hace cinco meses y medio, desperdigados por una geografía hostil y cruel, en misión de alto riesgo, en una guerra a la que en España ningún Gobierno llamó guerra hasta hace cuatro días. Los cinco de Mazar Sharif, como el resto, eran gente acuchillada, porque lo da el oficio. Sabían desde el principio que a la Guardia Civil nunca se la llama para nada bueno. Y menos en Afganistán. Si lo que iban a hacer allí fuera fácil, seguro, cómodo o bien pagado, otros habrían ido en vez de ellos. Aun así, lo hicieron lo mejor que podían. Que era mucho. Atrincherados en una base con americanos, franceses, holandeses y polacos, vivían con el dedo en el gatillo, como en los antiguos fuertes de territorio indio. Igual que en los relatos de Kipling, pero sin romanticismo imperial ninguno. Sólo frío, calor, insolaciones, sueño, enfermedades, soledad. Peligro. Los únicos cinco españoles de la base, de la provincia y de todo el norte de Afganistán. 

Ellos y sus compañeros habían llegado a la misión tarde y mal, aunque ésa es otra historia. Que la cuenten quienes deben contarla. Aun así, con la resignada disciplina casi suicida que caracteriza al guardia civil, se pusieron al tajo. Como era de esperar, no encontraron la mesa puesta. Quien estuvo por esos mundos con militares norteamericanos, holandeses y franceses, sabe de qué van las cosas. Sobre todo con los norteamericanos, que tienen a Dios sentado en el hombro como los piratas llevan el loro. Para hacerse un hueco entre sus aliados, distantes y despectivos al principio, no hubo otra que la vieja receta de Picolandia: aprender rápido, trabajar más que nadie, no quejarse nunca y ser voluntarios para todo. Y por supuesto, tragar mierda hasta reventar. Y así, a base de orgullo y de constancia, poco a poco, los cinco hombres perdidos en Mazar Sharif se hicieron respetar. 

Un triste día se enteraron de la muerte de sus dos compañeros en Qualinao. De la pérdida de dos guardias civiles de aquellos veintidós que llegaron hace medio año, y de su intérprete. Y pensaron que el mejor homenaje que podían hacerles era que la bandera norteamericana que ondea en la base fuese sustituida, aquel día, por la española a media asta. Eso no se hace allí nunca, aunque a diario hay norteamericanos muertos, los franceses sufrieron numerosas bajas, y también caen holandeses y polacos. Así que el jefe de los guardias civiles, el comandante Rafael, fue a pedir permiso al jefe norteamericano. Accedió éste, aunque extrañado por la petición. Saliendo del despacho, el guardia civil se encontró con el jefe del contingente francés, quien dijo que a él y a sus hombres les parecía bien lo de la bandera. En ésas apareció otro norteamericano, el mayor James, que nunca se distinguió por su simpatía ni por su aprecio a los españoles, y con el que más de una vez hubo broncas. Preguntó James si los muertos de Qualinao eran guardias civiles como ellos, y luego se fue sin más comentarios. 

A las ocho de la tarde, cuando fuera de los barracones apenas había vida, los cinco guardias se dirigieron a donde estaba la bandera. Formaron en silencio, solos en la explanada, cinco españoles en el culo del mundo: Rafael, Óscar, Rafa, Jesús y José. Cuando se disponían a arriar la enseña, apareció el teniente coronel francés con sus cuarenta gendarmes, que sin decir palabra formaron junto a ellos. Luego llegaron el mayor James, el teniente Williams y veinte marines norteamericanos. Y también los polacos y los holandeses. Hasta el pequeño grupo de Dyncorp, la empresa de seguridad privada americana destacada en Mazar Sharif, hizo acto de presencia. Todos se cuadraron en silencio alrededor de los cinco españoles, que para ese momento apretaban los dientes, firmes y con un nudo en la garganta. Y entonces, sin himnos, cornetas, autoridades ni protocolo, el capitán Rafa y el sargento José arriaron despacio la bandera. Una historia de guerra nunca es moral, como dije antes. Si lo parece, no debemos creerla. Pero a veces resulta cierta. Entonces alienta la virtud y mejora a los hombres. Por eso la he contado hoy. 

12 de septiembre de 2010 

domingo, 5 de septiembre de 2010

El albañil y la ex presidente

Tengo un joven amigo paleta, o sea, albañil de toda la vida, que lleva un rato largo sin trabajo. Y el otro día, que coincidimos en torno a unas cañas, le pregunté cómo iba la cosa. Dijo que tirando, con pocas posibilidades inmediatas, pero con el recurso temporal de cobrar el paro, que le permite aguantar el tirón hasta que vengan tiempos mejores. «Pues tengo entendido -comenté, ingenuo- que con la reforma laboral que nos quieren encasquetar, tendrás obligación de hacer cursos de formación.» Me miró, guasón, mojó los labios en la cerveza y dijo: «Ya he hecho uno, ¿cómo lo ves?». Le dije que lo veía bien, pero que me contara, para verlo mejor. Y se encogió de hombros. «Una semana aprendiendo informática, colega -dijo-. Con dos cojones.» Quise saber para qué necesita un curso de informática un albañil en paro, y me lo explicó con la justificación oficial: «Para que aprenda a escribir mi currículum». 

Nos despedimos -se empeñó en pagar las cañas, rumboso- y me quedé pensando. Haciendo cuentas sobre a quién aprovecha lo del curso informático: si a mi amigo paleta, o a un Gobierno que puede así camuflar estadísticas, vendiendo otro paripé en plan nos encargamos de todo y los tenemos ocupados, y a unos sindicatos apesebrados y sobornados que viven del cuento y por la cara; que así -y no quiero pensar de qué otras maneras- justifican lo que han estado trincando hasta hoy para mantener mudas sus boquitas pecadoras, cuya succión sistemática y cómplice a las partes pudendas del poder político pretenden ahora disimular, a toro pasado, con una huelga general inoportuna, inútil y perfectamente idiota. A ver, me pregunté, cuánta pasta se habrá quedado por el camino, en sueldos a liberados y en pegatinas sindicales, antes de que, con lo que queda, esos paladines del trabajador español le paguen un curso de informática a un albañil para que escriba su currículum. 

Pensaba en todo eso, digo. Pero como no sé mucho de sindicatos ni de reformas laborales, y menos de informática, me dije: «Tranquilo, Arturete. Seguramente no lo has entendido bien». Así que decidí olvidar el asunto y puse la tele, a ver si veía un ratillo a Jorge Javier Vázquez. Que, pese a pastorear gentuza y telebasura a tope, y a cierto puntito maricón excesivo por su parte cuando le salta el automático, debo reconocer que lo hace de puta madre, y que maneja la coreografía del directo como nadie en España -puestos a ello, que me la endiñe un profesional-. Zapeando en su busca, como digo, me topé en otro programa con una ex presidente de parlamento insular español, balear me parece, metida hasta el chichi en un cenagal de malversación de fondos públicos, prevaricación, falsedad documental, negociaciones ilícitas, delito electoral y cohecho -que se dice en dos líneas-, que por lo visto está en libertad bajo fianza y tiene la obligación de presentarse dos veces al mes en los juzgados de su pueblo. Y la torda paseaba tan campante por la calle, con absoluto desparpajo, maquilladísima sobre el careto terso de quirófano, con ropa, zapatos y bolso supermegapijo a la última de Filipinas, echando besos con todo su morro a las cámaras y a unos cuantos vecinos que la saludaban con mucho afecto y la llamaban guapa. Y me dije: hay que joderse. Esto sí que es telemierda, y no lo de Jorge Javier, que a fin de cuentas suministra con admirable eficacia lo que pide la parroquia. Sin embargo, la presunta golfa apandadora de la isla va por la calle feliz de haberse conocido, después de haber robado a mansalva, sola o en compañía de otros presuntos hijos de la gran puta. Y la gente, la misma que tira besos a Belén Esteban y a Karmele, saluda a la pava del bolso de Gucci y los zapatos de Manolo Blahnik, comprados mediante fianza de 350.000 euros o cárcel, y dos coma cinco millones de euros por responsabilidades civiles, y le dice adiós bonita y le tira besos, en vez de correrla a hostias en cuanto asoma el hocico a la calle. 

Pero claro, concluyo. Sólo se trata de corrupción. De eso que, en este país de parados a los que se imponen cursos de informática para que puedan escribir su currículum, criticamos con airadas maneras hasta que tenemos oportunidad de meterle mano al pastel. Entonces todo se vuelve normal, tolerable, vive y deja vivir. Nadie forra a gorrazos a esa presunta sinvergüenza corrupta -me encantan esos deliciosos presuntos que salpimentan la vida pública y privada española-, porque en realidad no es tan grave. Otra cosa sería tener por vecino a un violador, un terrorista o alguien así. Le pegarían pancartas en la puerta. Pero un corrupto es otra cosa. Adiós, bonita. Smuac, smuac. Te queremos. A ver quién no tiene un corrupto a mano. A ver quién se resiste a un constructor o un político que se lo trajinen. A ver quién no sueña con organizar cursos de informática para albañiles en paro. 

5 de septiembre de 2010