lunes, 24 de junio de 2002

El gendarme de color (negro)


Esta semana también va la cosa de moros y negros de color. Porque estoy sentado en el café parisién que es uno de mis apostaderos gabachos favoritos, cuando observo algo que me recuerda lo que tecleaba el otro día: un gendarme franchute, negro azul marino, multa al conductor de una furgoneta. Y el multado, un tipo rubio y con bigote que parece un repartidor de Seur del pueblo de Astérix, asiente contrito. Y hay que ver, me digo. Tanto que se habla en España de integración racial. Estamos a años luz, o sea, lejos de cojones. Porque integración es exactamente esto: que un guardia negro ponga una multa, y que el conductor baje las orejas. Y aquí paz y después gloria.

Me imagino la escena en España. Y me parto. Ese guardia municipal negro que dice ahí no puede aparcar, caballero, o no se orine haciendo zigzag en la acera, o haga el favor de no pegarle a su señora en mitad de la calle. Y la reacción del interpelado. ¿A mí me va a decir un negrata de mierda dónde puedo aparcar o mear o darle de hostias a mi señora? Venga ya, hombre. Vete a la selva, chaval. A multar en un árbol a la mona Chita. O metidos en carretera, en la nacional IV por ejemplo, ese guardia civil que se quita el casco y aparece la cara de un moro del Rif diciéndole al conductor oiga usté, acaba de pisar la continua. Documentación, por favor. Y sople aquí. No veas la reacción del fulano del volante, y más si lleva una copa de más y va a gusto. ¿A mí? ¿Pedirme un moro cabrón los papeles a mí? ¿Y que encima sople? Anda y que le soplen el prepucio los camellos de su tierra. No te jode el Mojamé, de verde y en moto. Etcétera. Y sin embargo, ahí está la cuestión. En España, donde la demagogia y el cantamañanismo confunden integración con política y beneficencia, la cosa no estará a punto de caramelo hasta que uno suba a un taxi y el taxista sea de origen peruano, y el guardia tenga un abuelo nacido en Guinea, y el médico de urgencias provenga de Larache, y lo veamos como lo más normal del mundo, y por su parte todos esos taxistas, guardias, médicos, funcionarios o lo que sean, dejen de considerar a España un lugar donde ordeñar la vaca mientras están de paso, y la sientan como propia: un lugar donde vivir echando raíces, del mismo modo que otros se establecieron en Gran Bretaña o Francia, y al cabo de una o dos generaciones son tan británicos y franceses como el que más. Me levanté de la terraza parisién y fui a dar un paseo, y al rato vi una escuela infantil donde, bajo la bandera tricolor que allí ondea sin complejos en todas las escuelas, se leían las viejas palabras: Liberté, egalité, fraternité. Y por qué, me dije, salvando las distancias y los Le Pen y los ghettos marginales, que haberlos haylos, eso que es posible en Francia o Gran Bretaña no lo es en España. Cuánto tiempo tendrá que pasar. Porque la integración es ante todo una cuestión de tiempo y cultura: te instalas en una cultura extranjera, de la que te impregnas poco a poco, aceptas sus valores y cumples sus reglas, y a la vez la renuevas, enriqueciéndola en el mestizaje. La diferencia es que Francia y Gran Bretaña, que se respetan mucho a sí mismas, supieron cuidar siempre con extraordinario talento su historia nacional, su lengua principal y su cultura, manteniendo el concepto de comunidad, ámbito solidario y referencia ineludible. De modo que, cuando miembros de sus ex colonias o inmigrantes diversos quisieron mudar de condición, a ellas viajaron y en ellas se reconocieron; o procuraron adoptarlas, para ser también adoptados por ellas. Ese sentimiento de pertenencia, a veces hecho de lazos muy sutiles, se fomenta todavía con una política exterior brillante y con una política cultural inteligente que nadie allí cuestiona en lo básico. A quien acojo y educo, me ama. Quien me ama, me conoce, me disfruta y me enriquece.

Y al cabo esas son las claves: educación y cultura como vías para la integración. Pero mal pueden educar ni integrar gobernantes analfabetos, oposición irresponsable, oportunistas animales de bellota sin sentido solidario ni memoria histórica. A diferencia de Gran Bretaña o Francia, el inmigrante no encuentra en España sino confusión, amnesia, ignorancia, insolidaridad, cainismo. A ver cómo va a integrarse nadie en cinco mil reinos de taifas que se niegan y putean unos a otros. Aquí todo depende de dónde caigas, cómo respire el alcalde de cada pueblo y si la oenegé local está a favor o en contra. Y para eso los inmigrantes ya tienen su propia cultura, a menudo vieja y sólida. Así que nos miran y se descojonan. Que primero se integren los españoles, o lo que sean estos gilipollas, dicen. Que se aclaren, y luego ya veremos. Mientras tanto conservan el velo, exigen mezquitas, salones de baile angoleños, restaurantes ecuatorianos con derecho de admisión, y pasan de mandar niños a la escuela. A falta de una patria generosa y coherente que los adopte, reconstruyen aquí la suya. Se quedan al margen, dispuestos a no mezclarse en esta mierda. Y hacen bien.

23 de junio de 2002

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que triste que existas Arturo

eglanm dijo...

Me parece una visión muy ajustada de la situación. Pero por desgracia, lo que pasa en Francia ya no es tan bonito. Le aconsejo ver la película "La clase " (Entre les murs - 2008) de Laurent Cantet que describe bastante bien con qué manera va cambiando la adaptación de los inmigrantes en Francia y lo poco franceses e integrados que se sienten los niños.

Guillermo dijo...

!Con dos cojones!, Arturin