lunes, 1 de julio de 2002

Madrid, la Ley y el Orden


Ahora comprendo que a veces me paso varios pueblos y una gasolinera con el alcalde Álvarez del Manzano, y que mi vecino de la espalda negra y las almas tan blancas también se pasa mucho. Incluso más que yo, porque a él lo ciegan la proximidad y la pasión. Resulta inexacto, en lo que a mí respecta, que la Villa y Corte encomendada a la vara de tan simpático regidor -esa cara, esa sonrisa- sea punto por punto la casa de putas que el perro inglés y el arriba firmante describimos en ocasiones. Y es injusto, concluyo, mentarle al excelentísimo señor, o como se diga, los muertos del modo en que lo hacemos; incluso a pesar de las obras perpetuas, y el tráfico infame, y los paneles de metacrilato con los que la concejalía correspondiente bloquea a los madrileños lo que mi amigo el escritor maldito Montero Glez, antes Roberto del Sur llama, la única salida digna de Madrid: el Viaducto.

Debo decir, en descargo de mi vecino y mío propio, que así, a primera vista, la ciudad le quema los nervios a cualquiera. La desvergüenza y el caos urbano, la permisividad municipal con lo que le conviene al Ayuntamiento y el despotismo ante lo que no le conviene, sin que el patrón de esas conveniencias coincida forzosamente con las necesidades del ciudadano, terminan sacándote de quicio, incluso cuando, como es mi caso, sólo bajas a Madrid de vez en cuando, en plan Paco Martínez Soria, a ver librerías y saludar a Alfonso en su puesto de lotería y tabaco del café Gijón. Y cada vez termino formulándome varias preguntas que pueden resumirse en una: ¿Por qué en Madrid siempre hay un guardia municipal dándote por saco cuando no molestas a nadie, y nunca hay uno cuando lo necesitas?... Quiero decir que los guindas sólo aparecen, y además en grupos nutridos con chalecos verde fosforito, para prohibirte la entrada al aparcamiento de toda la vida, o para cortar el tráfico en tus narices y sin previo aviso cuando la hermandad agropecuaria de Jarandilla del Cebollo, que a ti te importa un carajo, se manifiesta y bloquea la Puerta del Sol. O para desviarte hasta Vallecas cuando los retrasados mentales que enloquecen porque su equipo marca un gol, deciden celebrarlo borrachos rompiendo la Cibeles, y los municipales lo vallan todo, no para evitar que la rompan, sino para que puedan hacerlo a gusto. En todas esas soplapolleces, digo, nunca faltan pitufos con coches y pirulos azules y toda la parafernalia; pero a cualquier hora del día o de la noche tú vas por una calle de cinco carriles, y de los cinco hay cuatro bloqueados por coches en prohibido y en doble fila, tan campantes, y en la esquina siempre hay dos agentes tocándose los huevos mientras la grúa recaudatoria se lleva justo el coche que no molesta a nadie. O ves a los carteristas y a los tironeros que campan a sus anchas frente a tiendas y restaurantes, y cuando agarran el botín y empujan a la abuela o al turista y salen por pies, resulta que nunca hay un guardia para echarles una carrerita, porque están todos muy atareados multando a los taxistas que se detienen a esperar tres minutos a sus clientes frente a las farmacias.

Es tal vez ese panorama el que nos hace ser injustos con nuestro particular sheriff manzanil de Nottingham y sus guindillas. Ubi sunt, nos preguntamos. Y para qué. Etcétera. Pero hete aquí que al fin obtengo respuesta adecuada. Los guardianes del municipio están donde deben estar. Lo que pasa es que, ocupados en asuntos de importancia, se ven obligados a descuidar aspectos secundarios del orden y la seguridad ciudadana. La semana pasada, verbigracia, y según leo en los periódicos, lo que se dice estar, estaban. Concretamente en la madrileña plaza de los Carros, distrito de Centro, donde dos guardias municipales le impusieron una multa de 150 euros -25.000 pesetas- una encima de otra a una madre cuyo hijo de siete años jugaba al fútbol incumpliendo las ordenanzas municipales de una ciudad tan ordenada y feliz como la que nos ocupa. Imagino que los robocops actuaron con admirable profesionalidad, y que mientras uno encañonaba al delincuente -con siete años de edad vienen ahora muy resabiados, los hijoputas- el otro le pondría los grilletes tras requisarle el letal esférico, por si las moscas. Si te mueves tabraso, cabrón. Tienes derecho a guardar silencio. Etcétera. ¿Visualizan el cuadro? Aquí Patrulla 05 a todas las unidades, tenemos un Código Seis. Envíen refuerzos. Piii-po, piii-po. Doy por supuesto que, una vez erradicado el fútbol infantil ilegal de la vía pública, los guindas se ocuparán también de los niños que conducen triciclos por las aceras y los parques incomodando a los viandantes -imagino, guau, esas persecuciones a tiro limpio cuando los pequeños delincuentes no obedezcan la voz de alto-, y después tocará pedir papeles a las niñas que llevan en cochecitos o en brazos a muñecas inmigrantes negras de color. Porque ahí está el intríngulis. Sólo de esa forma un alcalde, un ayuntamiento y una policía municipal comme il faut se ganan a pulso el respeto de los ciudadanos. O sea. Mano dura. Firmeza implacable frente al imperio del crimen.

30 de junio de 2002

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