domingo, 31 de julio de 2011

Músicos en la sopa

Me gustan los músicos callejeros, dentro de lo razonable. No pocos recuerdos de ciudades y personas están unidos a la melodía que sonaba en un momento determinado en algún lugar de mi memoria. Algunos de tales momentos son muy hermosos, como el de una noche en la que paseaba por detrás del Panteón, en Roma; y allí mismo, en las sombras, sentada en el peto de piedra de uno de los fosos con restos arqueológicos, encontré a una joven que ejecutaba con violonchelo una música bellísima y triste. Otros recuerdos de esa clase son más vulgares o folklóricos, y hay de todo: simpáticos fulanos, improvisadores oportunistas, caraduras sin la menor idea de música, orgullosos mariachis, virtuosos melancólicos a los que nunca te resistes a dejar algo en el platillo, y gente así. 

Tampoco faltan pelmazos que dan la barrila justo cuando menos apetece. Nunca olvidaré a un grupo de jazz formado por ex bolcheviques o gente de por allí cerca, que por cierto tocaban bastante bien, pero a los que maldije durante toda una mañana, pues lo hacían bajo la ventana de un hotel donde yo intentaba conciliar el sueño tras una noche agitada. Y en el apartado caraduras, de los que mi registro de músicos callejeros tampoco anda mal nutrido, el premio Reverte Malegra Verte se lo lleva un fulano que estando yo sentado entre algunos turistas en una terraza de la calle Larios de Málaga se arrimó con una guitarra. El pavo era de aspecto agitanado, muy flaco y chupadillo, con tatuajes; llevaba un peine en un bolsillo de atrás de los vaqueros y a la guitarra le faltaban dos cuerdas. Llegó, tomó postura, pegó cuatro sartenazos a la guitarra, dijo lolailo, ele y arsa, pasó la mano, se pasó el peine y se fue, tan campante, con lo que los guiris acojonados, y yo a punto de estamparle un beso en los morros -no lo hice porque me habría interpretado mal-, le dimos. El hijoputa. 

Los músicos que entran en los restaurantes me gustan menos. Por lo general estás pensando en tus cosas mientras masticas, o lees un libro entre plato y plato, o hablas de trabajo o de asuntos personales con otra persona; y no siempre agrada que alguien, por muy buen músico que sea, venga a tocarte la guitarra junto a la oreja, o a cantar Cuando salí de Cuba a grito pelado. Mi viejo amigo Montaigne, al que sigo acudiendo -con los años, cada vez más- en busca de consuelo analgésico, me recuerda a menudo que el griego Alcibíades, hombre entendido en preparar banquetes, excluía siempre de éstos a los músicos «para que no turbaran la dulzura de la conversación», y que, por ese mismo motivo, Platón calificaba de «costumbre propia de plebeyos -gentuza, diríamos ahora- llamar a instrumentistas y a cantantes a los festines, a falta de buenos discursos y agradables conversaciones». 

Pensé en todo eso hace unos días, mientras despachaba una paella con atún y una botella de Barbadillo en un restaurante de la costa mediterránea. Había en la mesa contigua una pareja con aspecto de tener problemas: conversaban en voz baja, la mujer parecía irritada, al borde de las lágrimas, y él se inclinaba, insistente, apretándole una mano que de vez en cuando ella apartaba con disgusto. Y en ésas entran por la puerta dos fulanos con sombreros de paja guajira, uno con una guitarra y otro con unas maracas, y se ponen a cantarles, exactamente al lado, Guantanamera. Yo soy un hombre sincero, dicen los tíos. Clang, clang, clang. De donde crece la palma. Lamentando no tener una cámara oculta que grabe aquello, observo discreto a la pareja. El hombre intenta seguir la conversación, pero es evidente que poco a poco pierde el hilo, y acaba recostándose en el respaldo de la silla. Primero hace como que no oye a los músicos; al fin se vuelve y dirige al de las maracas una mirada que lo dejaría en el sitio, sin confesión, si las miradas mataran. Entonces el de las maracas sonríe, sociable, encantado de que le presten atención, mientras el de la guitarra se acerca un poco más a la mujer, que mira al novio, marido o lo que sea como si él tuviera la culpa hasta de la música, y le asesta, a quince centímetros de la trompa de Eustaquio, unos acordes virtuosos mientras asegura, con voz melosa y acento ultramarino, que antes de morirse quiere echar sus versos del alma. 

Y bueno. Qué quieren que les diga. Admito que es necesario ganarse la vida -más con la que está cayendo y la que va a caer-, y asumo que en los próximos años tendremos músicos hasta en la sopa. Eso, claro, los afortunados que puedan ir a un restaurante a pagarse una sopa. Aún así, comprendan mi reticencia. 

No siempre está uno de humor para que le canten Guantanamera. No cenas todas las noches con Cary Grant, o con Marlene Dietrich. 

31 de julio de 2011 

domingo, 24 de julio de 2011

La profesora de Arte

En la vida de todo hombre hay mujeres que lo marcan para siempre. Eso incluye a madres, esposas, hijas, amantes o cualquier otra variedad imaginable del asunto. En ocasiones, algunos individuos más o menos afortunados vislumbran claves ocultas, secretos de la vida a través de los ojos de esas mujeres. Llegan a conocer mejor el mundo y a ellos mismos gracias a lo que ven o creen ver en la mirada de ellas, y también en sus actitudes, sus palabras y especialmente sus silencios. Alguna vez escribí, o dije, que nadie habla con silencios mejor que las mujeres. O con palabras, cuando se ponen. Sobre todo si salen al palenque hartas, fatigadas o heridas. 

Hoy quiero contarles de una mujer que marcó mi vida. Su nombre figura en libretas de apuntes que conservo desde hace más de cuarenta años, y que contienen las notas que tomé en 6.º y Preu sobre Historia del Arte. Por aquel tiempo yo era un jovenzuelo insolente con la mochila llena de libros, a punto de viajar a la isla de los piratas. Me habían echado de los Maristas y conseguí asilo en el Instituto de Cartagena. Sólo éramos once en Letras, y los profesores de Literatura, Latín, Griego, Filosofía e Historia, también recién llegados, resultaron jóvenes y brillantes. Nos dieron tres años de felicidad intelectual con alicientes extras: Gloria, la profesora de Griego, usaba minifaldas de vértigo y tenía unas piernas espectaculares; y la profesora de Historia del Arte era dulce, tímida y sabia. Se llamaba María Amparo Ibáñez; y, como digo, conservo sus apuntes porque son metódicos y perfectos. Todavía ahora, cuando necesito refrescar un dato de modo urgente, acudo a ellos antes que al Summa Artis, al Espasa o al René Huyghe. Por eso siguen al alcance de mi mano, en el estante más próximo a la mesa donde trabajo. 

Esa profesora nos enseñó a mirar a través de sus ojos: arquitrabes, volutas, arbotantes, frescos, veladuras, adquirieron sentido gracias a su inteligencia paciente. Ella nos llevó de la mano desde el arco de adobe a la nervadura gótica, del tesoro de Atreo a la silla de Frank Lloyd Wright, de la cerámica cordada a las sombras largas de Chirico. Enseñándonos, entre otras cosas útiles, que la Historia del Arte, como la Historia a secas, es mucho más que una disciplina académica: es un espejo familiar donde mirarse, un libro ameno que explica lo que fuimos y somos. Un rico sedimento de siglos que proporciona al hombre occidental -o a lo que va quedando de él- memoria, explicación y consuelo. Sin Amparo Ibáñez, sin sus explicaciones y su inteligencia, sin su fe imbatible en los once muchachos que, con ella, analizaban fascinados el último detalle de cada catedral, cada escultura y cada cuadro, mi vida sería hoy, seguramente, muy distinta. Con la mirada que esa mujer me educó pude escribir, más de veinte años después, La tabla de Flandes: la historia de una joven que mira un cuadro como quien descifra un enigma, del mismo modo que, gracias a mi profesora, aprendí yo a mirar con diecisiete o dieciocho años. Y tampoco, sin esa mirada que luego contempló cosas que nada tienen que ver con la Historia del Arte -aunque en el fondo quizá tengan que ver, y mucho-, habría podido escribir más tarde la novela que llamé El pintor de batallas sin que haya nada casual en la elección del título: la historia del hombre que, encerrado en una torre circular, pinta en sus muros la fotografía que nunca logró hacer: el paisaje-resumen devastado, monótono, implacable, de todo el horror y todas las guerras. 

Hace algún tiempo, cuando firmaba libros después de presentar una de mis novelas en Valencia, vi a Amparo Ibáñez en la cola de lectores, aguardando paciente con un libro en las manos. No la había vuelto a ver desde el Instituto, pero la reconocí en el acto: delgada, menuda, tímida. Estoy lejos de ser un fulano de lágrima fácil; pero verla allí, como uno más, me conmovió las entrañas. La cola de lectores era interminable: había mucha gente esperando una dedicatoria, y yo me iba esa misma noche. Así que hice cuanto pude. Como siempre firmo de pie, no tuve que levantarme. Hablé atropelladamente de lo mucho que mis libros y mi vida le debían. De la deuda inmensa y del indeleble recuerdo. Ella asentía complacida de escuchar aquello, mientras yo garabateaba unas líneas apresuradas en la página de cortesía de la novela. Después la besé y me quedé mirándola un momento, con dolorida impotencia, antes de atender al siguiente lector que aguardaba. Así la vi perderse entre la gente, con el libro firmado que apretaba contra el corazón. Entonces decidí que alguna vez, si lograba no ponerme demasiado sentimental, escribiría unas líneas como las que ahora escribo. Para decirle, al fin, lo que entonces no le dije. 

24 de julio de 2011 

domingo, 17 de julio de 2011

Una tragedia española

Hoy toca batallita, de las que fueron borradas de los libros de texto españoles, o casi, porque contar eso a los jóvenes es propio, dicen, de carcamales y de fascistas. Por estas mismas fechas, en Waterloo, se conmemora el 196º aniversario de la derrota de Napoleón ante Wellington; y el campo de batalla, muy bien conservado, se convierte en excepcional espectáculo para escolares, aficionados y turistas. En España, gracias a los grupos locales de recreación histórica, esas iniciativas son cada vez más frecuentes, supliendo las lecciones de Historia que por ignorancia o negligencia, sin distinción de partido o ideología, descuidan nuestros responsables de Educación y de Cultura. Sin embargo, hay fechas aciagas que ni siquiera así se recuerdan. Si la tragedia de un campo de batalla es siempre una lección sobre los pueblos y su naturaleza, la que este 23 de julio cumple 90 años exactos dice mucho sobre España y quienes la habitamos. Y en lo que dice, apenas hay algo bueno. En esa fecha, en lo que se conoce como desastre de Annual, casi 8.000 soldados españoles fueron sacrificados como corderos, y más de medio millar apresados por las harkas sublevadas en Marruecos por Abd el Krim, que en pocos días reconquistaron todas las posiciones establecidas por nuestro ejército en la zona oriental del Protectorado. Lo que había empezado como una arrogante campaña para ocupar el Rif desembocó en una sucesión de desastres culminados por terribles matanzas: la caída de Igueriben, la trágica fuga de Annual y la carnicería de Monte Arruit, con masivos asesinatos de heridos y prisioneros por parte de los rifeños, salvajes mutilaciones, crucifixiones y empalamientos con estacas de alambradas. Y toda esa barbarie, toda esa desgracia estremecedora, muy bien narrada por los novelistas Ramón J. Sender y Arturo Barea, que allí fueron soldados y testigos de excepción, la sufrieron los de siempre: los pobres soldaditos del sistema de cuotas; la humilde carne de cañón que no podía, como los ricos, pagar a otro pobre desgraciado para quedar exenta del servicio militar. 

El horror de esos días merece ser recordado cada año en España con más razón que los hechos de armas heroicos, porque fue peor que una sangrienta derrota. Fue, sobre todo, una tragedia tan típica y nuestra como la paella, el jamón ibérico o el flamenco. Aquello fue la derrota de un país entero, la expresión de incompetencia de generales y de políticos, la improvisación, la desidia, la indisciplina, la cobardía y la desfachatez llevadas al extremo: España en estado puro. Y sobre el terreno, desde el general Silvestre, jefe de las operaciones -muerto allí sin honor ni decencia- hasta los oficiales y mandos subalternos, aterrorizados, embrutecidos por el horror de la huida en tropel y la matanza, casi todos cuantos tuvieron mando en la tragedia fueron indignos de sus estrellas y galones, llevando a la infeliz tropa al calvario para abandonarla luego, indefensa, en manos del enemigo. Los relatos de los supervivientes, más que indignación, lo que causan es sonrojo. Una inmensa vergüenza por lo que a veces fuimos. Por lo que a menudo somos. 

Recordar aquello es, para cualquier español, un ejercicio doloroso y necesario. Una clave más para comprender el triste país donde se vive y la infame clase dirigente con la que seguimos jugándonos los cuartos y la vida. Pero también, como sucede hasta en las mayores desgracias, el desastre de 1921 proporciona cierto consuelo al demostrar que ni siquiera en situaciones trágicas desaparecen por completo la dignidad y el coraje. Bajo tanta incompetencia y cobardía, entre las imágenes de miles de cadáveres mutilados y resecos al sol, quien lee sobre aquello encuentra también retazos analgésicos, hechos admirables que permiten respirar entre tanto horror y tanta patriotera mierda. El último mensaje de los defensores de Igueriben, por ejemplo: «Sólo nos quedan doce cargas de cañón. Contadlas, y a la duodécima, fuego contra nosotros porque el enemigo habrá entrado en la posición». O las sucesivas cargas de caballería dadas sable en mano, para proteger a los desbandados de Annual, por el heroico regimiento de Alcántara: ensangrentado, diezmado y tan agotado en hombres y caballos que los últimos ataques hubo de darlos despacio, al paso, bajo el fuego horroroso de los rifeños. Si quieren hacerse idea, busquen en Internet: hay un cuadro estremecedor de nuestro mejor pintor de batallas vivo, el catalán Ferrer-Dalmau, titulado «Las cargas del Gan». Uno de esos lienzos que a veces lo reconcilian a uno con esta infeliz España que, pese a ella misma y gracias a unos cuantos, merece salvarse siempre. 

17 de julio de 2011

domingo, 10 de julio de 2011

Sobre niños, vida y ajedrez

Hace poco pasé unos días como espectador de infantería en el legendario Magistral de León, un apasionante torneo de ajedrez que lleva veinticuatro años enrocado en la tierra natal de mi viejo amigo el capitán Alatriste. Esta vez el duelo era de campanillas: el campeón del mundo, Vishy Anand, contra uno de mis jugadores favoritos: el letón nacionalizado español Alexei Shirov, que ha estado dos veces a punto de alzarse con el título mundial. Y disfruté mucho, como digo. Una cena con Shirov me dejó en la cabeza, aparte de mucha simpatía por ese oso grandote y rubio de mirada tierna, algunas ideas útiles para cosas que ando escribiendo estos días. Pero lo que tal vez me interesó más fue el torneo de jóvenes talentos, donde una veintena de niños de entre doce y dieciséis años -el más torpe, capaz de darme mate en diez jugadas, sin despeinarse- compitieron entre sí con objeto de jugar la última partida, los finalistas, en la misma mesa y con las mismas piezas que utilizaban Anand y Shirov. 

Lo de los críos y el ajedrez es, por cierto, una asignatura pendiente en España. Demasiado pendiente, creo. Un deporte que también es cultura; un juego antiguo como ése, fascinante, fácil de comprender ya por un niño de cuatro años, sólo es obligatorio en cincuenta colegios españoles y figura como actividad extraescolar en menos de un millar. Culpables de esto son los propios ajedrecistas, a menudo enfrascados en sus propias partidas e incapaces de organizarse para reclamar mayor presencia del tablero en los lugares adecuados; pero también son responsables los padres que, por indiferencia o ignorancia, privan a sus hijos del aprendizaje básico, al menos en su fase elemental, de una disciplina que consideran menos útil que el fútbol o las manualidades artísticas. Y sin embargo, pocos juegos son tan atractivos para un niño como ese lidiar precoz dotado de reglas de cortesía y comportamiento; ese juego divertido, agresivo y elegante al mismo tiempo, que enseña a pensar con razón y lógica a cualquiera que lo practique. 

En lo que se refiere a nuestra clase política, imaginen. Su sensibilidad para este asunto equivale a la de un trozo de carne de cerdo poco hecha. El ministerio de Educación y los responsables del deporte español consideran el ajedrez -cuando se les obliga a pensar en él y no tienen más remedio- como la más fea del baile: algo desconocido e incómodo, difícil de encajar en planes educativos diseñados por psicopedagogilipollas seguros de que la igualdad y la excelencia se logran mejor si los niños juegan con muñecas y las niñas al fútbol que si se enfrentan, miden y conocen, al otro y a ellos mismos, sobre un tablero de ajedrez. Un ejemplo: aunque hace ya seis años el Senado aprobó por insólita unanimidad -tendrían prisa por irse de puente o cobrar dietas- instar al Gobierno a que facilitase la introducción del ajedrez en los colegios españoles, tanto el central como los autonómicos de entonces y de ahora se pasaron, y siguen haciéndolo, tan provechosa recomendación por el forro de sus respectivas legislaturas. 

En fin. Qué quieren que les diga. Quienes de ustedes me leen desde La tabla de Flandes conocen la importancia que el ajedrez tiene en varias de mis novelas, como en mi concepción del mundo y de las cosas. Soy un mal jugador; pero crecí entre libros, marinos y ajedrecistas, y mis primeros recuerdos están unidos a la imagen de mi padre y sus amigos inclinados sobre un tablero, entre humo de cigarros y pipas. Me acerqué a ese juego desde muy niño, incluso antes de comprenderlo, intuyendo en él claves útiles sobre los misterios insondables o estremecedores de la vida. Después, los cuadros blancos y negros, las piezas en sus escaques, me ayudaron a entender mejor el mundo por donde eché a andar temprano, mochila al hombro. Gracias al ajedrez, o a los perfectos símbolos que lo inspiran -repito que soy jugador mediocre, a menudo torpe-, encajé de modo razonable el miedo al aguzado alfil, el horror de la torre devastadora, la soledad del peón aislado en su casilla, los cuadros blancos, negros, fundidos en grises, de la turbia condición humana. Y mientras estuve -todos estamos alguna vez, tarde o temprano- en el vientre del caballo de madera esperando mi turno para degollar troyanos dormidos, y luego, cuando al regreso con sangre en las uñas la vida me despobló el cielo de dioses, el ajedrez me dio respuestas, consuelo, sosiego y media docena de certezas útiles con las que ahora envejezco, leo, navego y escribo novelas. Otros van a la iglesia, y yo voy al ajedrez. De puntillas, con humildad y respeto, a ver oficiar los misterios de la vida. Como quien asiste a misa. 

10 de julio de 2011

domingo, 3 de julio de 2011

Noche de tango en La Ideal

Confitería La Ideal, calle Suipacha, Buenos Aires. Anoche estuve calzándome una botella de Luigi Bosca en el Torcuato Tasso, un elegante lugar que no conocía, en la calle Defensa, escuchando a la gente joven del grupo Violent Tango, y hoy retorno -cuatro años no es nada- a mis clásicos entrañables: este viejo local en el corazón de la ciudad, con su magnífica y centenaria decoración, en cuya planta baja puedes pagar 160 pesos por una copa de vino infame y un espectáculo tanguero, tan depresivo y cutre que el Príncipe Gitano cantando In the ghetto en La Trompeta a finales de los 70 parecía, a su lado, Frank Sinatra en las Vegas. El caso es que aguanto un rato razonable en la planta baja de La Ideal gracias a que una de las tanguistas faldicortas, que es china o se operó hace poco, le pone arte al frote porteño con su pareja; pero cuando el cantante, cabeza afeitada y traje de chaqueta gris perla, se hace el simpático micrófono en mano con la docena de clientes que ocupamos las mesas en torno a la pista de baile -«¿Cuántos norteamericanos tenemos aquí? ¿Y cuántos brasileiros?»-, pongo pies en polvorosa antes de que me incluya en los pormenores, o la china me saque a bailar Garufa

Decido refugiarme en el primer piso, donde las cosas son diferentes. Allí funciona una escuela de tango, y los sábados el viejo salón se cuaja de noctámbulos que bailan tango y milonga de toda la vida. A la señora de la puerta no la impresiona que yo sea un súbdito de la madre patria rajándose del cantante calvo, y me saca otros 16 mangos por subir. A cambio, elijo mesa con buena vista y observo a la peña mientras disfruto cual roedor en incunable. Fiel a mi memoria, como la última vez, una variopinta nómina de aficionados cumple el ritual tanguero: se mueven al compás de la música, observan a los bailarines, se invitan unos a otros con la familiaridad, formal y al mismo tiempo natural, de quienes se saben viejos miembros de una grata cofradía. A los compases de Danzarín o de La última grela, las parejas salen a la pista, los hombres se paran ante las mesas y aguardan inmóviles mientras ellas se ponen en pie, pasan una mano por los hombros del varón y extienden la derecha sobre la mano izquierda de éste; y tras unos instantes de inmovilidad para que la música circule por sus venas e imprima el ritmo adecuado, los dos se alejan lentos, majestuosos, enlazados entre las otras parejas que danzan. 

Me gusta imaginarles historias. Clasificarlos por su aspecto y maneras: el maduro elegante, el joven aprendiz, la joven que nunca niega un baile, el matrimonio que acude cada fin de semana. Algunos vienen vestidos expresamente para el tango, faldas cortas ellas y medias oscuras caladas, como la madura de buen tipo que aún tiene rastros de una cercana belleza, que baila muy junta, apasionada, con el hombre todavía joven y pintón. O el abuelete de piel amarillenta que acude trajeado y de corbata con una señora flaca que parece la suya, o tal vez no, y se mueve muy bacán, con artrítico donaire, dando un paso atrevido pierna por alto de vez en cuando, y del que piensas: le queda un tango y seguramente lo está bailando ahora. O la señora embarazada de muchos meses, con cara de llamarse Margot o Malena. O la abuela pellejuda y amojamada, con un vestido corto hasta la indecencia: una especie de gran pañuelo de seda bajo el que asoman dos canillas flacas y largas, y que por alguna extraña razón me recuerda a mi tía Pura que saliera de la tumba para marcarse un tango vestida sólo con el liviano sudario. 

Todos bailan de maravilla, y envidio el arte. Si yo hubiera tangueado así alguna vez, concluyo, me habría comido a las minas de dos en dos. Y al que esta noche más envidio es al gordo: ciento veinte kilos en canal, menos de treinta años, camisa y pantalón negros que perfilan unas formas paquidérmicas. Parece salido del tango El gordo triste, de Ferrer y Piazzolla, aunque de triste no tenga nada: su sonrisa es tranquila, dulcísima, y baila con una señora que por la apariencia debe de ser su madre; pero luego va sacando una por una a todas las mujeres del recinto. Ninguna se niega, pues resulta asombroso ver cómo baila. Con qué sobria elegancia mueve los pies calzados para la coyuntura con zapatos de dos colores mientras se marca un tango tras otro, sereno, canchero, seguro de sí. Hasta guapo, parece. Y observándolo pienso que seguramente fue objeto de rechifla en el colegio, y que algunas chicas lo mirarán por la calle con burla o indiferencia. Ignorantes, todas, de que con música de tango este joven gordo y desgarbado se transforma en el bailarín más elegante de la noche porteña; y que cada sábado, en el salón de arriba de la Confitería Ideal, consigue sin esfuerzo aparente lo que yo no lograría en mi vida: abrazar a cualquier mujer, hermosa o no, y que todas las guapas goteen agua de limón, clup, clup, clup, locas por bailar con él. 

3 de julio de 2011