domingo, 25 de diciembre de 2011

Copartícipes secretos

Un cigarrillo en la puerta de Lucio, al salir a la calle. Javier Marías lo enciende apenas pisa el umbral. En la Cava Baja de Madrid hace un frío del diablo. Hemos despachado una de nuestras habituales cenas después de la Academia, algunos jueves: tomate aliñado para dos, escalope Javier, solomillo poco hecho yo, algo de vino. Siempre en la mesa de la esquina, a la que de vez en cuando se acerca alguien a decir buenas noches. Lectores suyos, lectores míos. A menudo -nos sigue sorprendiendo- gente que nos lee a ambos. Hoy gano yo por dos a uno, pero otras noches gana él. A veces llevamos la cuenta sonriendo silenciosos y cómplices. Celebrando que puntúe el otro. Suena poco español, pero es cierto. Algunas amistades serían imposibles sin maneras de caballeros. A fin de cuentas, para eso sirven las reglas. 

Raras veces hablamos de literatura. La gente cree que los escritores pasan el tiempo citando a Proust o contándose lo del último libro. Quizá haya gente así, pero no es nuestro caso. Como mucho, cambiamos algún cromo sobre aspectos técnicos del mercado, más que del oficio. Tal o cual agente, tal cifra de ventas, tal traductor o publicación en el extranjero. Muy prosaico, todo. Muy profesional. La mayor parte del tiempo nos ocupamos de lo que todos: el paisaje, la gente, la señora que pasa, el último telediario o periódico; que no siempre es el de la jornada, pues vivimos en nuestro mundo de la tecla y no siempre vamos al día. 

Hoy, sin embargo, es charla inusual, pues acabamos conversando sobre autores y libros. Caminamos despacio en dirección a la Plaza Mayor, y entre dos chupadas al cigarrillo Javier recuerda que ya somos sexagenarios los dos, y pregunta si noto el estrago psicológico de la cifra. Respondo que no. Que me siento igual que con cincuenta y nueve. Bromeamos sobre ello y acabamos parados frente al mercado de San Miguel -segundo cigarrillo de Javier- comentando lo singular de compartir un creciente desinterés por los libros recién publicados -salvo naturales excepciones- y una mayor inclinación a la relectura de lo que dejamos hace mucho atrás. «Ahora es otro mundo -comenta Javier-. Otros autores y otros libros». Y yo estoy de acuerdo. No mejores ni peores, quizás. Simplemente otros. Como pedirle, tal vez, a Nabokov que leyera con interés a Javier Marías. O, forzando mucho el ejemplo y la categoría correspondiente, a Stephen Crane o a B. Traven que echasen un vistazo a lo que teclea un tal Pérez-Reverte. 

Comentamos, con pesadumbre, cómo nos flojean con los años Hemingway y Fitzgerald, por ejemplo, aunque lo de Suave es la noche o el Gran Gatsby seguramente no es culpa del autor, sino de que nuestro tiempo pasa; y como ocurre con Hemingway, a fuerza de leer y teclear terminas por ver más los trucos del oficio que la novela misma. Aunque eso no ocurre siempre. Ahí sigue el Gatopardo de Lampedusa, por ejemplo. Que mejora cada vez que lo lees. O el siempre enorme y más grande a cada relectura Joseph Conrad: la obra extraordinaria donde también convergen, desde lugares casi opuestos, la admiración de Javier y la mía. Las formas tan diferentes de contar, y contarnos. Con movimientos de las manos, intentando mostrar la posición del barco, recurro a lo que sé de maniobras a vela y viradas por avante para comentar la importancia del sombrero blanco flotando en el agua de El copartícipe secreto. Luego hablamos de que Nostromo ya no parece tan ágil leída por tercera o cuarta vez; y de Victoria, a la que Javier no ha vuelto desde hace mucho y que yo sigo considerando, en lo formal -en el contenido es superior Lord Jim, creo-, la más perfecta y conradiana de las novelas de Conrad. 

Nos resistimos a despedirnos. Dos amigos recién sesentones, de pie en la calle, de noche y en mitad del frío, hablando con honradez de lo que aman y admiran. De aquello ante lo que atribuirnos las palabras escritor o novelista suena a vanidosa osadía. «¿Sabes algo? -dice de pronto Javier-. Tengo ganas de leer otra vez El conde de Montecristo». Le comento que lo abordé por quinta o sexta vez hace pocos años. «Es la obra total -opino-. Lo tiene todo: traición, venganza, lealtad, compasión, amor, tesoro escondido. Ahora la disfrutamos más que cuando éramos jóvenes». Javier abre con parsimonia su pitillera y elige un cigarrillo a la luz del farol cercano. «Y Hammet», añado. La llama del mechero alumbra su gesto de asentimiento. «Dashiell Hammet es perfecto -responde-. Tan bueno como cualquiera de los mejores. ¿Te acuerdas?... El perro movía las patas. El perro dejó de moverse». Sonrío, lector feliz. Recordando. «Mejor que muchos de los mejores», apunto. Y Javier asiente de nuevo, noble y humilde. Chupando su cigarrillo. 

25 de diciembre de 2011 


domingo, 18 de diciembre de 2011

Biberón o martillo

Hace medio siglo justo, cuando el arriba firmante llevaba pantalón corto y creía en los Reyes Magos, en la bondad de los policías y en la virginidad de su madre, la autora de mis días, que era -y sigue siendo, porque ahí continúa, ochenta y ocho primaveras en la sonrisa y jugando la prórroga sin ganas de cambiar de barrio- una señora con fe en la Humanidad en general y en los buenos sentimientos de sus vástagos en particular, hizo con mi hermano y conmigo un experimento sociológico: nos castigó -habíamos hecho alguna salvajada, con los estragos habituales- a pasar una tarde de sábado encerrados sin otra diversión que algunos tebeos de Dumbo y Pumby, Los apuros de Guillermo, de Richmal Crompton, y las muñecas de mi hermana Marili. Lo de las muñecas fue, naturalmente, un refinado toque de humillación deliberada. Un puntito de crueldad materna, para que me entiendan. Una manera, en fin, de añadir la nota de infamia al castigo, y que entre otras cosas puso de manifiesto que Dios no había llamado a mi pobre madre por el complejo camino de la psicología infantil. Encerrar de aquel modo y en semejante compañía a dos desalmados de nueve y seis años respectivamente, capaces de todo, es un experimento peligroso en cualquier época y lugar; pero especialmente arriesgado si, además, se lleva a cabo con dos individuos que por aquellas fechas sólo anhelaban hacerse mayores para arponear ballenas -eran tiempos menos ecológicos que los actuales- o alistarse con nombre falso en la Legión Extranjera. Así que imaginen el resultado. Cuando a la hora de la cena abandonamos la celda del abate Farias, a nuestra espalda quedaban la Queca Muñeca ahorcada de una lámpara con el cordón de la cortina, y el Tumbelino -un muñeco odioso, blandito, vestido con pijama azul- apuñalado con una daga plegadera de mi padre con la que, hábilmente, habíamos logrado hacernos antes del encierro. 

No pude menos que recordar aquello hace unos días, escuchando a una periodista radiofónica, tan ingenua y parvulita como mi señora madre, asegurar, con todo el candor de su inocencia políticamente correcta, que a los niños varones no debemos darles juguetes que inciten a la violencia, y que es bueno hacerlos entretenerse también con muñecas y cacharritos de cocina; porque de ese modo, aseguraba la pava sin citar fuente, tendrán mejores y más pacíficos sentimientos, serán mejores padres, y tal vez cocineros de éxito como Arzak o Ferran Adrià, el día de mañana. Y los tertulianos que acompañaban a la locutriz, en vez de partirse la caja de risa y preguntarle si tenía hijos en edad de merecer, que probara con ellos, se mostraban, como es usual en estos casos, calurosamente de acuerdo. Ahí le has dado, decían más o menos. Como si estuviesen oyendo el Evangelio. Y nadie tuvo agallas para decirle allí, a la prójima: prueba con un enanito cabrón tuyo, de sexo masculino, si lo tienes. Ponle a mano una pistola de plástico y una olla exprés de Famóbil, o como se llame el que fabrica la olla. A ver qué elige, el hijoputa. O más visual, si cabe: ponle cerca una muñeca, un biberón y un martillo. Luego quédate mirando lo que coge y para qué lo usa. Y me lo cuentas. 

Y ahora, háganme un favor. Plis. Después de calzarse esta página, si lo hacen, ahórrenme las cartas contándome que a su Manolito le encantan las muñecas de sus hermanas y juega a cocinarse unas fabadas que saben a gloria. No digo yo que no haya Manolitos. Ni que no deba haberlos. Del mismo modo que me fascinan -aún más que las otras- las Susanitas que no limitan su gusto y horizontes a acunar muñecas, y son capaces de ponerte el filo de una daga en la yugular mientras susurran «Si paras ahora, te mato». O lo que sea. Por mi parte, me limito a hablar de lo que hay. De la natural querencia del becerro y de lo absurdo, incluso peligroso, de olvidar de la noche a la mañana, con más buena voluntad que inteligencia práctica, con más clichés idiotas que mecanismos de educación eficaces, millones de años de caza y guerra. Dándose, por ejemplo, la grotesca paradoja a la que asistí el otro día. A unos niños de cinco y seis años, que tienen en casa videoconsolas con zombis y masacres sangrientas -y si no las tienen, las tendrán- les organizaron en su colegio de Madrid una fiesta cowboy donde los tiñalpillas debían ir disfrazados de vaqueros, pero prohibiéndoles llevar revólver. «Se puede ir al Oeste sin ser violento», apuntaría, sin duda, algún padre de los que aplaudieron la idea, o simularon aplaudirla. «Tengamos buen rollito con los cuatreros y los indios», añadiría otro. Lo mismo, supongo, que dijo el general Custer. 

18 de diciembre de 2011 

domingo, 11 de diciembre de 2011

La virtud del cerdo ibérico

No me gustan los entusiasmos advenedizos. Desconfío del converso que se cree en la obligación de comunicar al mundo el descubrimiento recién digerido -o todavía sin digerir-, que acaba de tumbarlo del caballo en el camino de Damasco. Menos todavía me gustan quienes, suponiendo en el prójimo su propia y fresca ignorancia, dan por supuesto que, sin ellos, la Humanidad desconocería determinadas maravillas o prodigios; sin considerar que tal vez el resto de la peña, o parte notoria de ésta, puede tener desde hace tiempo una extrema familiaridad con esos asuntos. Dicho en simple, es como si un turista recién llegado diera la brasa pregonando, a quienes pasaron la vida en la barra de una buena tasca extremeña, las virtudes del cerdo ibérico. 

Esto, que ocurre en todos los órdenes de la vida, se da mucho en el mundo que -disculpen la gilipollez- llamamos intelectual. De pronto, el bobo de guardia sube al púlpito y ordena, entusiasmado, leer a tal autor, escuchar a determinado músico o visitar la exposición de aquel pintor -a quienes no había mencionado antes en su zorra vida-, con una falta de prudencia y una pedantería tales que resulta evidente que acaba de toparse con ellos y no está dispuesto a admitirlo. De esos pavos tenemos en España, como en todas partes, copiosa tropa: tertulianos, críticos literarios o cinematográficos, escritores y demás. Catetos deslumbrados, impúdicos en su repentino y sospechoso entusiasmo, empeñados en convencer de lo buena que es La regenta o lo bella que es La batalla de San Romano a quienes tal vez conocieron a Ana Ozores con quince años o llevan cuatro décadas pateando Florencia. No hace falta que cite nombres, pues por ahí andan ellos y ellas, ilustrándonos. Incluido un casposo cagatintas que hasta hace poco salía fotografiado en el suplemento cultural de ABC en actitud pensativa, de cuerpo entero, con zapatos sin calcetines y tocándose los pies. 

Pensé en todo eso hace unos días, cuando uno de tales tontos solemnes recomendó, con el tono superior de quien desvela un secreto sólo por él conocido, leer a Manuel Chaves Nogales. «Tienes que leerlo», sentenció imperioso. Y me hizo gracia porque era el quinto o sexto presunto intelectual del momento al que, tras una larga vida de silencio al respecto, oía mencionar a Chaves Nogales en las últimas semanas. La razón era obvia: la publicación de una espléndida biografía escrita por María Isabel Cintas -Chaves Nogales, el oficio de contar-, que, junto a la reciente y loable recuperación sistemática de la obra de uno de los más importantes y atractivos periodistas y narradores españoles de la primera mitad del siglo XX, emprendida por la editorial Libros del Asteroide, ha puesto los principales textos del magnífico escritor sevillano a disposición de unos lectores que antes debían rastrearlos como podían. Un personaje extraordinario, Chaves Nogales, al que muy pocos, entre ellos Pío Baroja en su momento, y mucho después el escritor Andrés Trapiello, valoraron públicamente hasta hace cuatro días. Está de moda, por tanto, el autor de El maestro Juan Martínez que estaba allí, con su obra felizmente disponible, al fin, para todo lector de buena casta. Por eso, y hasta el próximo nombre que toque -a ver cuándo Sender, o Luys Santa Marina- pocos Petronios de la cultura nacional confesarán no haberlo leído hasta hace poco. O nunca. De manera que, al modo habitual, los conspicuos profesionales del camelo se apresuran a tapar el agujero mencionando en sus columnas y comentarios al autor de A sangre y fuego como si toda la vida se hubieran tuteado con ese fascinante observador de la vida y la Historia de su tiempo, muerto en el exilio de forma tristemente temprana: burgués inteligente y culto, escritor de una modernidad asombrosa, lúcido republicano liberal que de haberse quedado en la infame España habría sido fusilado, con certeza, lo mismo por un bando que por otro. En todo caso, bien está. Si de pregonar la obra de Chaves Nogales se trata, benditos sean incluso los oportunistas y los pedantes que ahora, de pronto, lo descubren y elogian. Todo camino es bueno si contribuye a hacer justicia. 

En lo que al arriba firmante se refiere, permítanme añadir una pequeña nota personal. Porque éste es lugar y momento adecuados para agradecer a mi amigo Pepe Arenzana, viejo pirata sevillano, haberme regalado hace veinte años la primera y azul edición de Juan Belmonte, matador de toros, de un autor que hasta ese día me era por completo desconocido. A él se lo debo, y así lo escribo, firmo y rubrico. Para que conste. 

11 de diciembre de 2011 

domingo, 4 de diciembre de 2011

Niños, boxeadores y tableros

Ambiente ajedrecístico espléndido en la Alhóndiga de Bilbao, donde disfruto como un gorrino suelto en campo de mazorcas. Nivel intenso y emoción asegurada. Se juega la Final de Maestros -la primera parte fue en Sao Paulo- en una ciudad que en los últimos años se ha vuelto en extremo acogedora, cuidada y serena. Llevo aquí tres días como espectador privilegiado del juego de los más grandes: Anand, Carlsen, Aronian, Nakamura, Vallejo y mi querido Ivanchuk -el que jugaba contra un huevo pasado por agua-, se baten silenciosamente tras el cristal de una vitrina insonorizada; pecera en torno a la que se agolpa el público, que de ese modo puede presenciar, como si estuviese en pie junto a la mesa de los jugadores, el desarrollo de las partidas. Y algo más allá, en largas filas de tableros, aficionados adultos y niños juegan las suyas, dando entre unos y otros a la antigua lonja de grano bilbaína un fascinante aspecto de templo del ajedrez; de ese noble y viejo arte menospreciado por gobiernos y ministros de presunta Educación y de presunta Cultura, que incluso gente bien dispuesta, limitando mucho el ámbito del asunto, considera sólo un deporte, o un juego. 

Observar en la Alhóndiga al público y a los jugadores aficionados es tan interesante como seguir los movimientos de los grandes maestros. Los niños, en especial, atraen la atención por la seriedad con que enfrentan al adversario, el aflorar de emociones ante la situación comprometida, la jugada brillante o equivocada, la victoria o la derrota. Los hay, sobre todo algunos de los más pequeños, que no pueden contener las lágrimas al verse víctimas de un jaque mortal o advertir que acaban de cometer un error que les costará la partida. También sigo atento el juego de algunas niñas que actúan con letal eficacia; como una de doce años, cinta en el pelo y uniforme escolar, que cada vez que mueve una pieza mira penetrante a los ojos de su adversario -un muchachito regordete de expresión concentrada e inteligente- como intentando comprobar en ellos el efecto de la jugada, y que acaba venciendo tras sacrificar dos peones con mucha intrepidez. 

Estoy apoyado en una de las columnas, mirando la sala mientras pienso en mis cosas -parte de la novela que ahora escribo transcurre en el marco de un torneo internacional de ajedrez-, cuando uno de los niños cuyas partidas presencié se me acerca. Es rubio y flaco, de ojos azules, tan fríos que parecen peligrosos. Tendrá unos diez u once años. Su monitor ha debido de contarle a qué me dedico, porque se apoya en la columna a mi lado, y muy serio y decidido dice: «No escribas nada sobre mí, porque acabo de perder dos partidas». Intento consolarlo indicándole la gran urna de cristal donde juegan los mejores del mundo. «Lo importante es luchar bien hasta el final -comento-. También ellos, antes de ser campeones, perdieron muchas veces». Durante cinco segundos silenciosos, los ojos azules siguen la dirección de mi mirada. Después el niño se encoge de hombros, despectivo, y dice: «Ellos no perdieron, como yo, dos partidas contra Íñigo Biurrun», y se marcha, cabizbajo, tras mirarme como si yo fuera gilipollas. 

Y es que el ajedrez también es eso. Al menos para un jugador mediocre como el arriba firmante, cuya limitada eficacia en el tablero queda compensada por el placer de observar y gozar cuanto ocurre en torno a él. Lo que hay entre partida y partida, o detrás de cada una de ellas: los grandes maestros, los jugadores y sus mundos particulares, el público -muchas mujeres aficionadas veo en Bilbao- con sus personajes pintorescos y sus frikis. Porque tengo esta certeza: si hay un territorio fronterizo con Frikilandia, donde a veces coinciden de forma asombrosa la inteligencia extrema y el pintoresquismo más singular, ése es el mundo ajedrecista. Un ejemplo es el individuo que toma el relevo del niño que acaba de dejarme solo -sigo recostado en la columna, mirando a los jugadores-: fulano flaco, treintañero, que se apoya en una muleta. «¿Conoce el chess boxing?», me pregunta a bocajarro. Respondo que no tengo el gusto, de momento. Entonces sonríe con media boca, donde tiene una cicatriz, y me ilustra. Lo inventó un alemán, cuenta. Uno muy aficionado tanto al boxeo como al ajedrez. Y consiste en eso mismo: asaltos alternativos de boxeo y ajedrez, uno en un ring con guantes y otro ante un tablero. Y puede ganarse por jaque mate, por puntos o por K.O. Lo escucho con el natural interés, y al acabar la exposición pregunto cuántos jugadores de chess boxing hay en España. Entonces tuerce la cicatriz de la boca, muy serio, como si la respuesta fuera obvia: «Otro y yo -dice-. O sea, dos». 

4 de diciembre de 2011