domingo, 13 de abril de 2003

Pendientes de un hilo


Pues eso. Que en menudo berenjenal nos estamos metiendo, a cambio de calentar un vaso de leche en el microondas. Me refiero a que cada día dependemos más de la informática y del satélite de turno. Y como resulta verdad probada que el ser humano es capaz de superar su magnífica inteligencia con su propia y desaforada estupidez, cada paso hacia el bienestar nos acerca también a nuestra ruina. Resolver la vida apretando un botón es algo estupendo, pero sólo mientras ese botón no se vaya al carajo. Y más cuando somos tan imbéciles y tan suicidas que eliminamos, por creerlas innecesarias, todas las alternativas. Verbigracia. El arriba firmante vive en una casa dotada de las comodidades habituales. Y todo funciona, o casi, hasta que se ponen negras las montañas y las tormentas hacen saltar, indefectiblemente, la central eléctrica cercana. Entonces todo se va al carajo, los vídeos se desprograman, la cocina no funciona, la calefacción de gasóleo se apaga, el teléfono borra los mensajes, y durante horas, a la luz de linternas y de velas encendidas, el lugar se convierte en una perfecta casa de lenocinio.

Otro ejemplo. A ver qué calle con dispositivo de alumbrado fotoelectrónico, o como se diga, no se queda con frecuencia más a oscuras que José Feliciano porque fallan los sensores correspondientes. O que levante la mano quien no pase de vez en cuando media hora larga en la cola de la caja del súper porque hay sobrecarga y la tarjeta de crédito no pirula; o en la ventanilla del banco, sin cobrar el cheque porque «se ha caído el sistema». Por no mencionar cuando, pese a la certeza de tener al menos mil mortadelos en Cajamurcia, ves impotente cómo el aparato de la tienda dice nones -«tarjeta rechazada», clama el artilugio con todo el cinismo del mundo- mientras el dependiente te mira con cara de sospecha y tú farfullas excusas como un gilipollas.

Yo mismo acabo de tener jornada de confort a tutiplén. Para empezar, me llama un amigo, cuyo número queda registrado en mi teléfono. Marco el número para responderle, y una voz enlatada me dice que el número marcado no existe. Llamo a información de Telefónica, donde una joven amabilísima hace gestiones y me comunica, caballero, que ese número no figura en el ordenador central de no sé dónde, luego no existe. Pero es que me acaban de llamar de él, arguyo. Nuevas gestiones, y lo mismo. El número no consta. Cuelgo el teléfono, lo descuelgo, llamo otra vez a información, digo el nombre de mi amigo y me dan ese mismo número. Pego dos cabezazos contra la pared para desahogarme, vuelvo al teléfono, marco y sale la misma voz: «El número marcado no existe».

Segunda puntata. Oficina de Correos de mi pueblo. Buenos días, deme un sello para esta carta. Pues no puede ser, me informan. Se ha roto el ordenador, y no salen los sellos autoadhesivos de la máquina. Bueno, digo. Démelo de los del rey que se pegan con un lengüetazo. No hay, es la respuesta. Como estamos informatizados, sólo tenemos los de la máquina informática. ¿Y qué pasa cuando se rompe?, inquiero. Entonces el funcionario de Correos se encoge de hombros y dice: «Vaya usted a comprar un sello a un estanco que ésos no están informatizados todavía».

Tercer acto. Nocturno. Se dispara la alarma de mi coche. Salgo, le doy con la llave electrónica, pero sigue sonando. Meto la llave en la cerradura para ver si abriendo deja de aullar; pero no sólo no deja, sino que el panel dice: «Error electrónico, programar llave». Miro el manual, programo la llave, dos a la derecha uno a la izquierda, y el panel responde: «Operación errónea, motor inmovilizado», y no se jiña en mis muertos de milagro. La alarma, dale que te pego. Abro, cierro, programo, y al fin el panel dice algo así como «fallo general, desconexión general, todo a tomar por saco», el motor arranque deja de responder y el coche se queda muerto, excepto la alarma, que sigue a lo suyo. Desesperado, abro el capó y le quito los cables a la batería, ignorando que las alarmas tienen alimentación autónoma. Y así sigue, el coche fiambre y la alarma berreando toda la noche; y yo, al lado, la llave inglesa en una mano y la linterna en la otra, blasfemando del copón de Bullas en arameo. A oscuras, porque esta noche el sensor las farolas de la calle no sensa. Y al día siguiente, además de la grúa y lo demás, el taller me cobra una pasta: al desconectar la batería desprogramé toda la electrónica del coche, y han tenido que programarla de nuevo.

13 de abril de 2003

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