domingo, 26 de junio de 2011

Casas cuartel y remordimientos

Es curioso lo de los remordimientos. El arrastrar la culpa con el tormento del recuerdo. Y es muy poca la gente que conozco que los tenga de verdad. Sin embargo, todo el que vive y camina deja muertos a la espalda. Cadáveres en la cuneta. Todo ser humano causa daños colaterales a otros, deliberada o accidentalmente. Por azar, por inexperiencia, por las simples y terribles reglas de la vida. Carga con fantasmas de los que tal vez ni siquiera es consciente, pero a los que el tiempo y la lucidez permiten identificar, tarde o temprano. O suponer. 

Sin embargo, el ser humano también es un superviviente natural. Necesita vivir tranquilo, olvidar, no volver la vista hacia ciertas zonas oscuras de sí mismo. Acolchar en la memoria los malos ratos, los sufrimientos, el horror. Sólo así se explica, supongo, que quienes sufren pérdidas familiares terribles se adapten, a veces, a la vida normal. Que las víctimas procuren olvidar, o lo intenten. Que incluso perdonen a sus verdugos, o sean capaces de convivir con ellos sin recurrir al viejo expediente del ojo por ojo. Al inmenso alivio de la venganza. 

Le di unas cuantas vueltas a este asunto hace unos días, cuando se juntaron varias cosas. Una fue la detención del cerdo carnicero al que en otro tiempo, en los Balcanes, conocí como general Mladic. Los canallas de ese calibre no tienen remordimientos, por supuesto; pero uno habría esperado que sus cómplices por defecto, toda aquella diplomacia europea y de Naciones Unidas, con nombres y apellidos -tengo uno, español, en la punta de la lengua-, que durante tres cochinos años le estuvo dando palmaditas en la espalda y besos en la boca a Mladic y a sus jefes de la Gran Serbia con pretexto de apaciguarlos, mostrase a estas alturas alguna contrición por el infame papel que hicieron en aquello. Por las innumerables fosas comunes con que tres años de infame pasividad, cobardía e impotencia alfombraron la antigua Yugoslavia. Pero resulta que no. Que ahora esos perfectos mierdas se congratulan de que al fin se haga justicia. La que ellos no tuvieron las agallas de hacer, cuando podían. 

Otro asunto que me hizo pensar en remordimientos, o en la ausencia de ellos, fue el vigésimo aniversario de la matanza terrorista en la casa cuartel de la Guardia Civil, en la localidad catalana de Vic. Y no hablo de los siempre heroicos gudaris de ETA, analfabetos hasta para deletrear la palabra, sino de la gente respetable, o que se dice tal. A fin de recordar a las diez víctimas, simbolizadas en aquella foto del guardia civil ensangrentado llevando en brazos a una niña a la que le faltaba un pie, allí se congregaron hace pocas semanas cuatro gatos: representantes de los cuerpos policiales, y punto; con clamorosa ausencia del consejero de Interior y del presidente de la Generalidad. La población de Vic tampoco estuvo presente ni se esperaba que estuviera, porque un asunto de guardias civiles, obviamente, no iba con la honrada y laboriosa Cataluña. Ya lo habían dejado claro los vecinos a los dos años justos del atentado -que en su momento acogieron con lógico desagrado, pero también con indiferente silencio-, cuando, esa vez sí, salieron a la calle para protestar porque la nueva casa cuartel iba a construirse cerca de una escuela. Al mismo tiempo que un imbécil apellidado Carod Rovira, que ni sé a qué se dedica ahora ni me importa un carajo, pero que durante algún tiempo salió mucho en la tele gracias a unos cuantos miles de honrados y laboriosos ciudadanos catalanes con derecho a voto -incluidos, supongo, varios de Vic-, escribía a ETA una carta memorable y por supuesto ya olvidada: «Cuando queráis atentar contra España, situaos previamente en el mapa». 

Tienen suerte todos ésos. Los que así funcionan. Quienes lo mismo bostezan sobre una fosa bosnia que sobre los escombros de una casa cuartel donde fueron asesinadas diez personas. Otros no tienen tanta suerte, pues sobrevivir no siempre es confortable. Asombraría conocer la cantidad de espectros que arrastran algunos: cadáveres propios y ajenos, remordimientos por aquéllos a quienes mataron o ayudaron a matar, real o figuradamente. Por cientos de causas. Vivían pendientes de la hora del telediario o el cierre del periódico, miraban en otra dirección, estaban absortos caminando, viviendo, durmiendo. Ya lo dije: sobreviviendo. Algunos, los más afortunados, escriben novelas con eso. 

O quizá artículos como éste. Otros con menos recursos o menos suerte se limitan a estar con los ojos abiertos de noche, dando vueltas por habitaciones a oscuras. Pagando el sucio peaje de la vida. Pero esto, naturalmente, es lo raro. El insomnio. Basta un vistazo alrededor para confirmar que, en materia de remordimientos, la mayor parte de nosotros duerme a pierna suelta. Son pocos los que juegan al ajedrez con sus fantasmas. 

26 de junio de 2011

domingo, 19 de junio de 2011

Siempre las mismas ratas

En este planeta azul, o del color que tenga ahora, hay gente aficionada a la ornitología, la ictiología y a cosas así. Fulanos que siguen paso a paso la vida social de las mofetas, las costumbres predatorias de la trucha de vivero o el apareamiento de la hiena del Kalahari. Como le dijo el torero al filósofo, hay gente para todo. Yo mismo, sin ir más lejos, también soy aficionado a la zoología. Me gusta observar, y sobre todo confirmar, el comportamiento de las ratas. Consideren si esta afición viene de antiguo, pues ya en 2004, en esta misma página, publiqué un artículo titulado Las ratas cambian de barco. Que lo mismo les interesa. Y les suena:

«En los últimos ocho años, cada vez que abríamos un diario o encendíamos la radio estaban allí, ellos y ellas, empleados en minuciosas tareas de palmeo fino y succión, peones de brega dispuestos a dar unos oportunos capotazos para ayudar al señorito. Lean algunas columnas de periódico, oigan ciertas tertulias radiofónicas y decidan ustedes. Lo chusco es que uno, que fue puta antes que monja, ya conocía a varios de la etapa anterior. Tenía las fotos de esos mismos jetas peloteando con idéntico entusiasmo a los anteriores amos del cotarro. Incombustibles, inasequibles al desaliento y sin cortarse un pelo, en plan muy bueno lo tuyo, ministro, o hay que ver, presidente, está feo que te lo diga, pero eres un hombre providencial. Y encima, guapo. Siempre dije que tú esto y que tú lo otro. A unos cuantos de esos lameculos tuve ocasión de tratarlos un poco durante mi época de reportero, cuando a veces me tocaba la cobertura informativa de un viaje oficial a alguna zona africana o latinoamericana de mi competencia, primero con la Ucedé y luego con el Pesoe. Pasmaba el compadreo, oigan. Las mamadas. 

Luego ganó el Pepé -es un decir, porque en esta puta España nunca gana la oposición; pierden los gobiernos-, y todos los sicarios que llevaban acumulados cuatro trienios ganándose el jornal como finos analistas orgánicos decidieron que, con la coartada moral de contribuir al pluralismo democrático del nuevo tinglado, no había problema en integrarse en las tertulias de radio y en los medios informativos copados por los vencedores. Cobrando, claro. Todo lo contrario: allí podrían aportar su granito de arena, su experiencia y su hombría de bien. Y oigan. Tanta dedicación echaron a lo de templar, que ponías la radio o la tele y siempre salían los mismos, con sus lugares comunes, su demagogia inculta y todoterreno, su osadía a la hora de enjuiciar cualquier tema situado en el cielo o la tierra. Y sobre todo, su descarada adulación al poder que les llenaba el pesebre. 

La verdad -las cosas como son- es que en momentos como lo del Prestige y la guerra de Iraq todos esos mierdas se ganaron el jornal, adaptándose con pasmosa flexibilidad a cada coyuntura: virtuosos de la contradicción propia sin consecuencias, especialistas en afirmar lo contrario de lo que afirmaban semanas atrás, maestros en echar cortinas de humo con la coletilla: yo siempre sostuve que. Y ojo: no hablo de quienes, por convicción ideológica o por los garbanzos, justifican su salario de honrados mercenarios trabajando para quien les da de comer. Eso lo hace hasta el que aprieta tornillos en la Renault. No. Hablo de los otros. De ciertos impúdicos polivalentes, útiles lo mismo para un cocido que para un estofado. De los trincones golfos que, entre lametones y lametones, viajes en aviones presidenciales y comidas en La Ancha -donde nunca pagan ellos la cuenta- ensañándose con el débil y adulando al poderoso, tienen los santos huevos de manipular y mentir como ratas, mientras se proclaman sin ningún rubor ecuánimes, equilibrados, vírgenes y honorables. 

Y claro. Ahí los tienen de nuevo, cogidos a contrapelo e intentando recobrar el paso perdido. Yo no quería, me obligaron, sólo pasaba por allí. Como para echar la pota, oigan. El espectáculo. Pese a lo mucho que llevamos visto en este desgraciado país, todavía asombra el cinismo, la demagogia, el oportunismo con el que esa gentuza se cambia de bando -mi apuesta clara siempre fue Zapatero, la arrogancia del Pepé no podía terminar bien, etcétera- y se dispone a trincar, a costa de sus perspicaces análisis, también durante los próximos cuatro años. ¿Y saben qué les digo? Que ahí estarán: en las mismas tertulias, en las mismas radios, en las mismas teles y en las mismas columnas de los diarios. Diciendo sin despeinarse lo contrario de lo que decían hace un mes, como si los lectores y los oyentes y los teleespectadores fuésemos gilipollas. Que lo somos. A fin de cuentas, mande quien mande, quienes detentan el poder siempre necesitan a los mismos». 

Lo mismo les suena la historia, como digo. Así que para qué voy a escribirla otra vez. Si ya lo hice hace siete años. 

19 de junio de 2011 

domingo, 12 de junio de 2011

El sonido de aquellas teclas

La semana pasada mencioné las viejas máquinas de escribir. Dije que conservaba dos en casa, aunque en realidad son tres. La tercera es una antigua Underwood con la que no escribí nunca, aunque se encuentra en perfecto estado; y las otras, dos recias y fieles Olivetti: la Línea 98 y la portátil Lettera 32. A éstas les tengo especial afecto por razones distintas. Con una escribí, tachando con las letras x y w y corrigiendo a mano cada folio, mis tres primeras novelas. La otra conserva su funda original, en la que hay dos viejas pegatinas: una con el nombre del diario Pueblo y otra con la frase I love Beirut, confesión pintoresca si consideramos que la pegué allí durante la batalla de los hoteles de 1976. Y esa abollada carcasa, que protegió la máquina en viajes y sobresaltos diversos, tiene en la parte interior, escrita a bolígrafo, una frase que resume los veintiún años que anduve como reportero dicharachero de Barrio Sésamo: Todos los días puede conmemorarse el aniversario de alguna barbaridad. 

 Acabo de enterarme de que la empresa Godrej & Boyce, de Bombay, última fabricante de máquinas de escribir, ha cerrado porque hasta los parias de la tierra teclean ya con ordenata. Lo siento por mi hermano de tinta Javier Marías, único escritor entre los que conozco que permanece fiel a su vieja Olivetti, Olympia o la que sea -no recuerdo la marca ni puedo telefonear para preguntarle por ella, porque el rey de Redonda es poco madrugador y a estas horas está frito-. El caso, como digo, es que el tañido funeral de esa campana deja a Javier en desamparo técnico ante su vicio solitario. Si antes le costaba encontrar quién reparase el viejo cacharro o conseguir recambios de cinta, a partir de ahora le resultará imposible, o casi. De manera que esta página me sirve para acompañarlo en el sentimiento. 

También sirve para recordar, con un punto de melancolía, rostros y situaciones unidos al tableteo de las máquinas de escribir. Redacciones de diarios de cuando un periodista todavía se ciscaba en lo políticamente correcto, los redactores jefes no eran robots mingafrías sino interesantes cruces genéticos entre perro de presa, padre confesor, tahúr cínico y madame de burdel; y los periodistas, desde el curtido veterano al osado cachorrillo que heredaba su olfato y maneras, éramos una banda de piratas descreídos, puteros, burlangas, rápidos de ojo y de tecla: desalmados capaces de prostituir a nuestras hermanas o novias con tal de firmar en primera página, siempre a caballo entre el mundo de afuera y aquellas fascinantes redacciones llenas de humo de tabaco, con tazas de café manchando las mesas y botellas de whisky en los cajones, junto al repiqueteo constante de los télex y el tacatatatactac de docenas de dedos febriles golpeando recias máquinas de escribir; duros artefactos sonoros en los que se tecleaba con furia, pasión, rencor, ilusión, ansia de revancha, de aventura, fama, gloria o dinero, en redacciones frecuentadas por los mejores periodistas del mundo: fascinantes escuelas de oficio y de vida donde, cuando repicaba un teléfono a las dos de la madrugada, en plena timba donde algunos se jugaban la nómina cobrada esa misma tarde, cuando ya sólo se oía el tecleo de la máquina de escribir del crítico teatral -Alfredo Marquerie era el nuestro- que acababa de llegar del café Gijón tras cubrir un estreno, asomaba la cabeza por la puerta de su mampara un redactor jefe para decir: «No cojáis el teléfono, cabrones, que puede ser una noticia». 

Todo acaba, o cambia. Es natural. El sonido suave y monótono de las teclas de ordenador simboliza lo que es ahora el mundo de escritores y periodistas. Más cómodo, sin duda. Escribes, corriges, imprimes. Ganas tiempo y eficacia. Pero oigan: fui furcia antes que monja, y les aseguro que ningún teclado moderno transmitirá nunca la sensación perfecta del ruido de una máquina de escribir en sintonía con tu estado de ánimo, las ideas fluyendo violentas de la cabeza a los dedos, la pasión de contar una historia, real o imaginada, en el tableteo casi musical de un artefacto que vibraba con mecánica perfecta, lo mismo en redacciones ruidosas que en solitarias habitaciones de hotel, en el resguardo de una trinchera o una casa en ruinas, bajo el neón de un techo o a la luz de una linterna. Con aquellos timbrazos del carro al acabar cada línea y el sonido de los tipos metálicos al golpear cinta y papel, formando palabras, frases, historias del mundo que en otro tiempo pateamos y conocimos, escritas en treinta líneas y sesenta y cuatro espacios el folio. 

12 de junio de 2011 

domingo, 5 de junio de 2011

El iceberg del Titanic

Ayer entré en un bar y no pude tomarme un vermut porque la máquina registradora no funcionaba. Era un chisme con pantalla táctil y casillas determinadas para cada consumición, y se había estropeado. Le dije al camarero que me dijese cuánto debía, y punto. Como toda la vida. Pero respondió que imposible. Tenía que marcarlo antes. Sus jefes no le dejaban hacer otra cosa; y hasta que la máquina funcionase, no podía servir nada. Así que me fui al bar de enfrente, regentado por una china simpática: un sitio como Dios manda, con moscas, albañiles y borracho de plantilla. La dueña hablaba español con acento entre chino y de Lavapiés. Tomé mi vermut, pagué y dejé propina. Cuando salí a la calle me acordaba del Titanic, que era insumergible, y de los mil y pico gilipollas que se ahogaron en él con cara de asombro, como diciendo: esto no puede pasarme a mí. Cielos. No estaba previsto. 

Mientras me alejaba, pensé más cosas. En cómo nos gusta apretar un botón y tener la vida resuelta. En los peligrosos atajos suicidas por donde nos deslizamos sin vuelta atrás, por la cuerda floja. En cómo hacemos el mundo cada vez más vulnerable, sujeto al chispazo más tonto, al fallo inevitable, al iceberg puesto por el Destino en el rumbo del frágil barco en el que navegamos a toda máquina, a ciegas en la noche. En los millones de cuentas bancarias y tarjetas de crédito, por ejemplo, que unos piratas informáticos destriparon hace unos días, al meterse en unas plataformas de juegos electrónicos. O en el amigo contándome hace poco que, durante un viaje a Nueva York, perdió su teléfono móvil y con él toda su agenda; y cuando le pregunté por qué no tenía una libreta de teléfonos anotados, como yo, me dijo: «Hala, antiguo», como si yo fuera el abuelo Cebolleta. 

Recordé también cuando fui a echar una carta a Correos y se había ido la luz, y el de la ventanilla me dijo que verdes las iban a segar, porque la máquina de franquear era eléctrica. Y cuando pedí un sello de siempre, de aquellos con el careto del rey, se tronchó de risa y dijo que de eso no tenían ya. Que probara suerte en un estanco. También recordé cuando en un restaurante no funcionó el chisme de las tarjetas y el camarero dijo que esperase a que volviera la línea, y yo respondí que me hicieran una copia manual de la tarjeta o me iba a esperar a la calle, y entonces me hicieron la copia. Aunque la culpa fue mía; porque también, como todos, llevo la cartera llena de plástico con claves, chips y cosas así, y me la rifo aceptando las reglas de esta ruleta rusa en la que, en nombre del confort y el mínimo esfuerzo, nos zambullimos todos de cabeza. Entre otras cosas -lo diré a modo de descargo-, porque a quien no acepta lo dejan fuera. Hace tiempo, por ejemplo, que es imposible sacar un billete de avión normal en una oficina de Iberia de Madrid, y cualquier día las agencias dejan de emitirlos. Entonces sólo podrán sacarse por Internet; y el que no sepa manejarse allí, o no le apetezca, o sea un carcamal opuesto a teclas y pantallas de ordenador, que se fastidie. Que trague, o que no viaje. 

Y así, unos sinvergüenzas ahorran personal y sueldos, y otros idiotas nos vamos al diablo. Resolver cualquier problema nos cuesta horas de teléfono frente a voces enlatadas, marcando tal para esto o cual para lo otro. Todo cristo se ha puesto contestador automático en el móvil, en vez de la antigua señal de comunicando sale un buzón de voz, y ahora llamamos cinco veces a quien antes llamábamos una. Coches que antes se reparaban con una llave inglesa quedan bloqueados y ni gira el volante al menor fallo electrónico. O nos vemos sin teléfono, sin ordenador portátil, sin tableta electrónica o sin lo que sea, porque se escachifolla el cargador y la tienda de repuestos no abre hasta mañana. O no hay tienda. Yo mismo, el idiota al que mejor conozco, dependo cada día de que haya electricidad para que funcionen el teclado y la pantalla con que me gano la vida. De nada me sirve haber tenido la precaución de conservar dos viejas Olivetti, por si acaso, si ya no venden en ningún sitio las cintas de máquina de escribir que las alimentan. 

Hay un consuelo: así lo hemos querido. Nadie nos obligaba. Pero hasta los más renuentes hemos aceptado las reglas de este disparate. De esta espiral imbécil. Nunca fuimos tan vulnerables como hoy. Hemos olvidado, porque nos conviene, que cada invento confortable tiene su accidente específico, cada Titanic su iceberg y cada playa paradisíaca su ola asesina. Por eso nos van a dar, pero bien. A todos. Ya nos están dando. Y déjenme que les diga algo: a veces, incluso cuando palmo yo, me alegro. O casi. Hay siglos en que simpatizo con el profesor Moriarty. 

5 de junio de 2011