domingo, 30 de diciembre de 2012

La fragata 'Mercedes' y el ARQUA

Acaba este año con una buena noticia que no calienta el bolsillo, es cierto; pero sí un rinconcito de la memoria histórica, la de verdad. La que a veces alegra un poco el corazón en el ingrato ejercicio de recordar, en esta infeliz España, lo que fuimos y lo que somos. Y lo hace con un acto de cultura y de justicia: las catorce toneladas de oro y plata de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, arrebatadas por España a la empresa cazatesoros Odissey tras una batalla legal de cinco años, serán custodiadas y expuestas en el ARQUA. No sé si ustedes estarán al corriente de lo que significan esas siglas, aunque deberían. Porque el modernísimo y bien concebido ARQUA es el museo de arqueología subacuática de Cartagena, pero no sólo eso. También es, y con todos los motivos -algún milagro hacemos de vez en cuando, pese a nuestra tradición de chapuzas y desidia-, el gran centro de referencia español en la protección y restauración del patrimonio subacuático, y un fascinante espectáculo abierto al público interesado en saber cómo se desvela esa Historia extraordinaria que tres mil años de naufragios y peripecias históricas hicieron dormir bajo nuestras viejas aguas. 

Hay en todo esto, además, un aspecto que me pone. Mucho. El tesoro de la Mercedes expuesto en un museo español de esa categoría, aparte de convertirse con toda seguridad en elemento estrella del ARQUA, será, además, una doble bofetada histórica a ciertos anglosajones que durante siglos, concienzudamente, se dedicaron a hacernos la puñeta. De una parte, a los expoliadores norteamericanos que saquearon -gracias a la estúpida y sospechosa pasividad de las autoridades españolas del momento- el pecio hundido frente a la costa del Algarve. De la otra, a la Inglaterra hipócrita y arrogante que, en un acto de infame piratería oficial, que en su momento fue incluso criticado por sus propias prensa y opinión pública, causó la tragedia de la Mercedes cuando, en plena paz hispano-británica y sin que mediase declaración de guerra previa, cuatro fragatas españolas que venían de América con caudales y pasajeros civiles fueron atacadas frente al cabo Santa María por una fuerza inglesa enviada a interceptarlas. 

Fue una iniquidad y una tragedia. Para salvar algo las formas, los británicos mandaron otras cuatro fragatas; con la diferencia abrumadora de que los españoles venían con mujeres y niños a bordo, minados por las fiebres y maltrechos por una larga travesía, y las fragatas inglesas -una era un navío de línea reconvertido- artillaban más cañones, cuyo calibre era además superior, y mortíferas carronadas. Todo el procedimiento fue, de principio a fin, de una vileza inaudita. Los ingleses abrieron fuego sin respetar la negociación previa. Los españoles, aun sabiéndose perdidos, sostuvieron con mucha decencia el combate por el honor de la bandera; y en el curso de éste, la Mercedes voló por los aires matando a 249 hombres, mujeres y niños; ante los ojos espantados, por cierto, del segundo comandante de la escuadra, Diego de Alvear, que desde la Medea, donde navegaba con uno de sus hijos, vio estallar la fragata donde iba el resto de su familia: esposa y siete hijos. Al fin, los ingleses capturaron las tres restantes; que, aunque pasadas de balazos, seguían a flote. El botín fue de tres millones de pesos, pero el tesoro que transportaba la Mercedes -medio millón de monedas- se quedó abajo, dos siglos en el fondo del mar. Hasta que Odissey lo rescató, y España, en raro concierto en el que Pepé y Pesoe unieron fuerzas en vez de acuchillarse suicida y mutuamente como suelen, logró que un juez de Florida devolviese el cargamento a sus propietarios históricos. 

Ahora el ARQUA se hará cargo del asunto, como digo. Y no puede menos que alegrarme la tarea que ese extraordinario museo tiene por delante. Su magnífica oportunidad. Estoy seguro de que la exposición del cargamento de la Mercedes no será sólo un montaje de monedas de oro y plata rescatadas. En torno al tesoro, y con ese pretexto, la historia de las cuatro fragatas españolas apresadas en el combate del cabo Santa María, de su polémico cargamento y de lo que el tiempo iba a deparar a su espectacular y trágica aventura, podría convertirse en una importantísima exhibición permanente de arqueología subacuática, de arquitectura naval, de navegación del siglo XVIII, de marinos ilustrados y de memoria épica. Historia apasionante del mar y de los españoles que lo navegaron cuando fragatas como la Mercedes, la Santa Clara, la Fama y la Medea unían, acechadas de azares, temporales y enemigos, las dos orillas de un océano que durante muchos siglos, para bien y para mal, el nombre de España llenó de sentido. 

30 de diciembre de 2012 

domingo, 23 de diciembre de 2012

No compres ese perro

No seas imbécil. Ni desaprensivo. No hagas posible que dentro de unos meses algunos te mentemos a la madre al cruzarnos con el resultado de tu indiferencia y tu estupidez. Piénsalo mucho antes de dar el paso irreversible; de complicarte una vida que luego pretenderás solucionar por el camino más fácil. Aún puedes evitarlo. Impedir que te despreciemos, e incluso despreciarte a ti mismo cuando te mires en el espejo. Ya sé, de todas formas, que el autodesprecio es relativo. Tarde o temprano, hasta con las mayores atrocidades en la mochila, siempre nos las apañamos para ingeniar coartadas, justificaciones. Conozco a pocos que, hagan lo que hagan -desde faenas elementales hasta cargarse al prójimo-, no acaben durmiendo a pierna suelta tras unos pocos ejercicios de terapia personal. Aun así, permite que te lo explique antes de que ocurra, primero, y después se te olvide. Resumiendo: intenta no convertirte, innecesariamente, en un hijo de la gran puta. 

Sé que tus niños quieren un perro. Que les hace una ilusión enorme y te dan la matraca desde hace mucho. Que tu hija, por ejemplo, te hace babear cuando te abraza y pide una mascota. O que te acabas de separar de tu legítima, y crees que regalándole al crío un animal, y paseando con él los fines de semana, podrás recuperar el terreno perdido, o no perderlo en el futuro. Hay mil razones, supongo. Un montón de circunstancias por las que has pensado comprar un perro estos días, para tus hijos. O para tu mujer. Tal vez para ti mismo. Un perro en casa, por Navidad. 

Déjame contarte, porque de eso sé algo. He tenido cinco perros, así que calcula. Y no hay nada en el mundo como ellos. No hay compañía más silenciosa y grata. No hay lealtad tan conmovedora como la de sus ojos atentos, sus lengüetazos y su trufa próxima y húmeda. Nada tan asombroso como la extrema perspicacia de un perro inteligente. No existe mejor alivio para la melancolía y la soledad que su compañía fiel, la seguridad de que moriría por ti, sacrificándose por una caricia o una palabra. He dicho muchas veces que ningún ser humano vale lo que un buen perro. Cuando uno de nosotros muere, no se pierde gran cosa. La vida me dio esa certeza. Pero cuando desaparece un perro noble y valiente, el mundo se torna más oscuro. Más triste y más sucio. 

Es muy posible, naturalmente, que aciertes. Que, tras pensarlo bien, tomes la decisión y asumas las consecuencias con feliz resultado. Que comprar un perro para tus hijos, para tu mujer o para ti sea un acierto. Que su compañía cambie vuestra vida para bien. Que os haga más conscientes de ciertas cosas. A menudo, un perro acaba haciéndote mejor persona. Te hace sentir cosas que antes no sentías. Sin embargo, no siempre es así. Un perro en el lugar inadecuado puede volverse un drama. Una incomodidad para ti y los tuyos. Y una tragedia para él. 

Permíteme imaginar lo que podría ocurrir. Que vayas a la tienda, elijas a un perrito delicioso, y eso te valga gritos de alegría y besos familiares. No hay nada tan simpático como un cachorrillo. Al principio todo serán incidentes graciosos y situaciones tiernas. Luego, si vives en piso pequeño o lugar inadecuado, las cosas pueden ser diferentes. Un perro exige cuidados, gastos, paseos, limpieza, comida. No aparece y desaparece cuando conviene. Es un miembro de la familia con derechos y necesidades, que exige pensar en él cuando se planean vacaciones, e incluso una simple salida al cine o a un restaurante. A eso añádele la educación. Un perro mal educado puede convertirse en una pesadilla familiar y social. Además, cada uno, como las personas, tiene su carácter. Punto de vista y maneras. Eso exige un respeto que no todos los humanos somos capaces de comprender. 

A estas alturas, sabes dónde voy a parar. Si eres de esa materia miserable de la que estamos hechos buena parte de los seres humanos, acabarás abandonándolo. Un viaje en coche a un campo lejano, una gasolinera, una cuneta. Abrir la puerta para que baje y seguir tu camino, acelerando sin atender los ladridos del chucho que correrá tras el automóvil hasta quedar exhausto, desorientado, incapaz de comprender que su mundo acaba de romperse para siempre. El resto no hace falta que lo detalle, pues lo sabes de sobra: él nunca lo haría, y todo eso. Los niños preguntando dónde está el perrito, papi, y tú oyendo aún esos ladridos que dejabas atrás. Avergonzado de ti mismo, o tal vez no. Ya dije antes que un rasgo del perfecto hijo de puta es arreglárselas para que sus actos acaben por no avergonzarlo en absoluto. Así que voy a pedirte un favor. Por ti, por mí, por tus hijos. Antes de ir a la tienda de mascotas esta Navidad, mírate al espejo. Y si no te convence lo que ves, mejor les compras un peluche. 

23 de diciembre de 2012 

domingo, 16 de diciembre de 2012

¿Abraham? ¿Sansón? ¿Dalila?

Me lo comentó el otro día una profesora que trabaja en un colegio laico, mixto, de excelente nivel y prestigio. Con vitola culta y liberal. De los veintitantos niños de ocho a nueve años que tiene en su clase, sólo dos cursan Religión como asignatura optativa. Y en el resto del cole, más menos. Casi todos los padres eligen para sus hijos algo llamado Alternativa. Eso me picó la curiosidad. Lo mismo me da para insultar a alguien el próximo domingo, me dije. Que en los últimos artículos me he amariconado mucho. Así que esta semana hice algunas preguntas y obtuve, como veía venir, apasionantes respuestas. Y conclusiones. La principal, básicamente, es que lo mismo con el Pepé, con el Pesoe o con la madre que nos parió, esto va a seguir siendo una puñetera bazofia para analfabetos. Porque seamos justos. Ni siquiera podemos echar la culpa a los planes infames de educación que unos y otros nos llevan asestando desde hace tiempo. Los primeros responsables, los culpables son los mismos papis. O sea. No sé si me explico. Somos nosotros. 

Imagino que a estas alturas de la página y sus titulares algún simple habrá pensado: vaya carca, el amigo Reverte, pidiendo el catecismo para los niños. Pero no estoy hablando de eso. Cuando lamento que los padres elijan para sus niños Alternativa en lugar de Religión, no añoro doctrina cristiana ni encaje de bolillos teológico. A mi juicio, la asignatura de Religión debería ser un espacio donde a un niño se le dotara de los mecanismos culturales adecuados para comprender el peso y papel de las religiones en el mundo: Islam, budismo, etcétera. Lo que se trajina. Lo que hay. Y también, naturalmente, el Cristianismo y el peso indudable que la Iglesia Católica, para bien y para mal, ha tenido en veinte siglos de civilización y cultura europea. En las bases de lo que algunos aún llamamos Occidente. Lo mismo que la cultura clásica, el Renacimiento o la Ilustración: somos Homero, Platón y la Enciclopedia tanto como los Evangelios y la Biblia. A ver de qué manera van a poder interpretar las claves de esa cultura europea, disfrutarla y aprovecharla, chicos a los que se limita la posibilidad de conocer sus raíces elementales. Su sedimento de siglos. Por poner un ejemplo fácil: de qué le sirve a un joven visitar el museo del Prado si desconoce los mitos y personajes que figuran en la mayor parte de los cuadros. 

Hagan una prueba. Yo la hice, y todavía me tiemblan las manos. Pregunten a una docena de chicos de quince años, formados en esa ESO nefasta que nos legaron los infames Maravall y Solana, con la complicidad posterior de tanto idiota y/o cobarde responsable de Educación -que cada uno se adjudique el adjetivo adecuado- y el remate de los analfabetos que legislan desde Bruselas, cómo se tomaba la vida Job, qué lamentaba Jeremías, qué es multiplicar panes y peces o qué efecto produjeron las trompetas de Jericó. Aunque tampoco crean ustedes que lo de Religión es para tirar cohetes. Que eso garantiza nada. En este mundo descafeinado y edulcorado que ofrecemos a las criaturas, algunos consideran que ya han cumplido con ponerle el Moisés de Disney a los niños. Los más osados van por ahí, figúrense, por ese registro de perfil bajo: pajaritos y flores en el Edén, Ruth y Booz bailando entre espigas de trigo, José perdonando a los hijoputas de sus hermanos. Cosas así. A ver qué profesor tiene huevos, con los papás y los políticos y la sociedad de ahora, a contarles a los niños que Judith degolló a Holofernes tras echarle un polvo, que Noé no habría pasado un control de alcoholemia, que Abraham quiso dar matarile a su nene, o que Sansón, ciego por culpa de un malvado putón verbenero -me sorprende que las ultrafeminatas radicales no hayan exigido todavía borrar tal episodio de la Biblia-, se suicidó llevándose por delante a toda la peña de filisteos y filisteas. Que ésa es otra. 

Pero bueno. Ni siquiera Disney, oigan. En lugar de aprender esas y otras cosas apasionantes o divertidas en clase de Religión, los niños van en masa a la de Alternativa, a tocarse las pelotillas -o su correspondiente, las niñas- haciendo manualidades y chorradas. Perdiendo el tiempo de forma miserable. Eso sí: disfraces y fiestas de primavera, de verano, de otoño, de invierno, Halloween y cuanta estupidez se ponga a tiro, no se pierden ni una. Hasta el pavo de Acción de Gracias empiezan a comer en algunos colegios -que hay que ser gilipollas- aunque los enanos no tengan ni idea de qué agradecer, ni a quién. Por lo demás, sobre la asignatura de Alternativa puedo citar un ejemplo cercano, certificado: el curso pasado, a una sobrina mía -este año sus padres, agnósticos y de izquierdas, la han apuntado a Religión- le enseñaron a jugar al bingo. 

16 de diciembre de 2012 

domingo, 9 de diciembre de 2012

El asilo de Petrinja

Ayer telefoneé a Márquez. Lo hago de vez en cuando, aunque no con demasiada frecuencia. Como él. Son conversaciones breves, casi secas. De pocas palabras y en nuestro viejo tono habitual: cómo estás, capullo, cacho cabrón, etcétera. Te llamo cuando vaya a Madrid, o hazlo tú cuando pases por Valencia. Todo eso. Lo de siempre. A veces nos vemos, comemos juntos -siempre trae en la muñeca el Rolex que le regalé con los derechos de autor de Territorio comanche-. Y tomamos algo entre viejos rituales: más silencios que palabras. A veces gotean nombres de amigos muertos mezclados con nombres de amigos vivos: Julio Fuentes, Miguel Gil, los otros que no llegaron a viejos. Y los que siguen ahí, envejeciendo unos peor que otros, o todos mal. Los que seguimos. Ni Márquez ni yo somos de contarnos batallitas. Hablamos de su crío, al que llamó Arturo. De cómo lo lleva por las mañanas al colegio o pasean juntos frente al mar. De la vida tranquila dedicada a él desde que se jubiló de la tele, de la Betacam, de los hoteles con agujeros, de las carreteras inciertas, de las calles alfombradas con cristales rotos. De quedarse luego una hora en cuclillas en su habitación en Zagreb, Sarajevo, Bagdad, Beirut, la cámara en el suelo, la espalda contra la pared, las botas manchadas de sangre seca, fumando cigarrillos mientras se le borraban despacio de la retina las imágenes grabadas ese día. Cuando me cruzo con alguno de los otros viejos colegas y me pregunta por Márquez, si se resignó a vivir como la gente normal, siempre digo lo mismo: «Se habría pegado un tiro, supongo. ¿Qué otra cosa podía hacer él?... Ese puñetero crío le salvó la vida». 

Ayer estuvimos hablando por teléfono, como digo. Y no recuerdo bien por qué surgió el nombre de Petrinja. El asilo, dije. Ya sabes. Acabaremos todos como los del asilo de Petrinja. Hubo un silencio. «Te acuerdas, ¿no?», pregunté. «Cómo no me voy a acordar», gruñó con su voz de carraca vieja. Eso fue todo. Luego colgué, y con el teléfono en la mano me quedé pensando. Recordando. Estoy seguro de que también él se quedó igual. Desde hace veintiún años, ese nombre nos acompaña como una sombra negra. Como un aviso. Hay muchos otros nombres y sombras, por supuesto. Incluso más dramáticos. O sangrientos. Pero ése siempre fue especial. Y a medida que envejecemos, lo es más. 

El 14 de septiembre de 1991, Márquez y yo caminábamos por las calles desiertas de Petrinja, en Croacia. La ciudad había sido evacuada ante el avance de las tropas serbias. Teníamos hambre, y un rato antes habíamos saqueado los estantes de un supermercado: chocolate, pan duro y latas de conservas. Al lado había una tienda de ropa con el escaparate roto, y Márquez cogió de allí una corbata de pajarita y se la puso en el cuello sucio de la camisa, bajo su barba de tres días. Íbamos así, explorando aquello, en la dirección en la que sonaban los tiros, procurando no recortarnos en puertas ni ventanas, atentos a los francotiradores. Pegados a los edificios porque de vez en cuando caía algo cerca. Y en ésas, al pasar ante un inmueble grande, oímos un ruido dentro. Como un gemido. Entramos a curiosear, encendimos las linternas, y en el sótano encontramos a una docena de personas tumbadas en camillas y en el suelo. Era el asilo de ancianos; y los cuidadores, al huir de los serbios, habían abandonado allí a los inválidos. Los pobres viejos llevaban tres días sin agua ni comida, entre el zumbido de las moscas y el hedor de sus propios excrementos. Un par de ellos estaban muertos; y el resto, cerca de estarlo. Gemían y lloraban aterrorizados, y cuando sonaba alguna bomba cerca chillaban enloquecidos de terror. Suplicándonos. Nada podíamos hacer por ellos, así que encendimos el flash y los grabamos a todos para el telediario de las nueve, para que el siempre sonriente Javier Solana, fino negociador comunitario, pudiera salir luego diciendo en Bruselas que todo estaba controlado en los Balcanes, que en el fondo los serbios eran buenos chicos y que las negociaciones de paz iban de puta madre. Trabajamos así durante diez minutos, sin hablar ni mirarnos el uno al otro. Luego dejamos en las camillas toda la comida y el agua que teníamos y nos largamos de allí sin hacer comentarios. Antes de salir a la calle vimos otro muerto: una bomba había arrancado la pared, y frente al agujero estaba un cadáver sentado en una silla y cubierto de polvo gris. Nos detuvimos a grabarlo -era un abuelete como los otros, y la bomba lo había matado cuando se ataba los zapatos para escapar- y discutimos un poco porque yo le dije a Márquez que le grabara la cara y él dijo que prefería grabarlo de espaldas. «Que te den por saco», zanjó. Ésas fueron las únicas palabras que Márquez y yo pronunciamos en el asilo de Petrinja. 

9 de diciembre de 2012 

domingo, 2 de diciembre de 2012

Aquella Hispania cañí

Imposible no sonreír, al principio, y que luego se te vaya helando la sonrisa. Estás una tarde de lluvia dándole un repaso a la Historia Romana de Apiano; y cuando te metes en el libro Sobre Iberia empiezas, como digo, sonriendo al leer aquello de «a la que algunos llaman ahora Hispania en vez de Iberia», y piensas que no iría mal a ciertos oportunistas y analfabetos, los que sostienen que la palabra España es concepto discutido y discutible, leer al amigo Apiano y enterarse de que los romanos ya nos llamaban así en el siglo II, cuando los emperadores Trajano y Adriano; que, para más recochineo, nacieron en esa Hispania que ahora dicen que nunca existió. Y si algo queda claro leyendo a Apiano o a cualquiera de sus colegas, es que España ya era entonces cualquier cosa menos discutible. No sólo por razones geográficas y administrativas, sino por la peña que la poblaba: nuestros paisanos de entonces, que tanto recuerdan a los de ahora. Sus maneras familiares e inequívocas, a poco que te fijes. Si algo hemos sido aquí toda la vida es indiscutidos de pata negra. Indiscutibles hasta el disparate. 

Y es que lees y te tronchas. Con risa más bien desesperada, claro. Horrorizándote al mismo tiempo. Sobre Iberia abunda en ejemplos. Ese romano que llega muy sobrado con la toga, las legiones y los planos del acueducto bajo el brazo y pregunta: oigan, ¿con quién hay que hablar aquí? Pero no se aclara mucho, así que pacta con la tribu de los moragos -vamos a inventar nombres-, que son los primeros que se topa. Pero resulta que los moragos son vecinos de los berrendos, que odian a los moragos porque les pisan los sembrados y sus mujeres son más guapas. Así que los berrendos se niegan a pactar con Roma, más que nada por joder a los moragos. Mientras tanto, los castucios, cuyas minas de plata son codiciadas por todos, se llevan mal con los berrendos y los moragos. Y en vez de unirse los tres y darle de hostias al cónsul Flavio Vitorio y a sus legionarios, cada uno va a su aire, con lo que al final allí no manda nadie y todo es un carajal. Así que el tal Vitorio se cabrea; y como no hay modo de ponerlos de acuerdo, pasa a cuchillo a los castucios y a los berrendos, de momento, y vende a sus mujeres y niños como esclavos, para gran gozo de los moragos; que a su vez, secretamente, negocian con los cartagineses por si acaso. Pero resulta que de la anterior matanza escaparon unos cuantos, que se echan al monte mandados por un jefe llamado Turulato. Y el tal Turulato se dedica a sabotear acueductos y cosas así, de manera que destituyen en Roma a Flavio Vitorio y mandan al nuevo cónsul Marco Luchino, que pacta con Turulato. Entonces los moragos, mosqueados por el éxito de Turulato, se sublevan contra Roma y resisten en la ciudad de Cojoncia, donde antes que rendirse se suicidan todos heroicamente. El compadre Luchino se las promete felices y sigue con el acueducto, pero hete aquí que otro pueblo de allende el Betis, los lepencios, se subleva porque ese año no llueve y culpa de eso a Roma. El cónsul Luchino, que va conociendo el percal, convoca a los lepencios para negociar, prometiéndoles todo, y cuando están juntos los degüella a mansalva y vende como esclavos, etcétera. A ver si acabamos el acueducto de una puta vez, dice. Pero de la matanza escapan varios lepencios con sus familias, así que vuelta a empezar. Y cuando a éstos rebeldes los acorralan en la ciudad de Ayamontesia y se suicidan todos y parece que al fin la cosa funciona, Turulato, que se aburre de pactar y quiere un estatuto asimétrico para Lusitania, se subleva otra vez. Y al agotado Luchino le da un ataque de nervios horroroso y lo sustituye el cónsul Voreno Claro, que soborna a los fieles capitanes de Turulato; y éstos le dan a su jefe setenta y ocho puñaladas mientras asiste a una corrida de toros en Rondis. Después, el cónsul Claro, que cada vez lo tiene más claro, convoca a los fieles capitanes que se cargaron a Turulato, los pasa a cuchillo y a sus familias las vende, etcétera. Pero en ésas se le sublevan los quelonios, tribu de aquende el Miño. Así que el cónsul los extermina, se suicidan, los vende y tal. Y justo cuando acaba, se amotinan los malagones, en la otra punta de Hispania. Y al cónsul Claro lo sustituyen por el cónsul Cayo Siniestro. Y entonces... 

¿Discutida y discutible? Venga ya. España es tan añeja y auténtica como esta cita de Sobre Iberia referida a un rebelde hispano vencido por Pompeyo y enviado a Roma como esclavo con su gente: «La arrogancia de estos bandidos era tan grande, que ninguno soportó la esclavitud, sino que unos se dieron muerte a sí mismos, otros mataron a sus compradores y otros perforaron las naves durante la travesía». Y es que llevamos dos mil años siendo los mismos. O casi. Con el acueducto sin terminar. 

2 de diciembre de 2012 

domingo, 25 de noviembre de 2012

Sobre lugares y libros

Hay un ejercicio fascinante, a medio camino entre la literatura y la vida, que muchos de ustedes habrán practicado alguna vez: visitar lugares leídos antes en libros y proyectar en ellos, enriqueciéndolos con esa memoria lectora, las historias reales o imaginarias, los personajes auténticos o de ficción que en otro tiempo los poblaron y que de algún modo siguen ahí, apenas disimulados a poco que uno se fije. Para quienes gozan de ese privilegio extraordinario, esto sitúa los lugares con bagaje histórico o literario en un contexto singular que los hace aun más atractivos. Ciudades, hoteles, calles, paisajes, cuando te acercas a ellos con lecturas previas en la cabeza, adquieren un grato carácter personal; un sabor intenso. Cambia mucho las cosas, en ese sentido, visitar Palermo habiendo leído El gatopardo, o pasear por Buenos Aires con Borges y Bioy Casares en la recámara. Tampoco es lo mismo bajar del autobús turístico en Hisarlik, Turquía, para hacerte una foto mientras el guía cuenta que allí hubo una ciudad llamada Troya, que caminar por esa llanura con viejas lecturas y traducciones en la cabeza, comprobando cómo el paso del tiempo no secó el río Escamandro, pero alejó la orilla del mar color de vino con sus cóncavas naves; sentir los gritos de guerra de hombres cubiertos de bronce -cayó, y resonaron sus armas-, o ser consciente de que tus zapatos llevan el mismo polvo por el que Aquiles arrastró el cadáver de Héctor atado a su carro. 

Si eso ocurre con los libros leídos, calculen lo que ocurre cuando los escribe uno mismo. Cuando durante semanas, meses o años, pueblas determinados paisajes con tu propia imaginación. A mí me ocurre con frecuencia, pues localizo los pasajes de casi todas mis novelas en sitios reales: viajo allí, tomo fotografías y notas, leo cuanto puedo encontrar sobre el asunto. Pocas sensaciones conozco tan agradables como caminar con maneras de cazador y el zurrón abierto; entrar en un bar, un restaurante, tomar asiento en una terraza y decidir: este sitio me sirve, lo meto en la novela. Y luego, recreándote en el placer que eso depara, imaginar a tus personajes moviéndose por el lugar, sentados donde estás, bebiendo lo que bebes, mirando lo que tú miras. Comparado con el acto de escribir, con el momento de darle a la tecla, esta fase previa es superior, mucho más excitante y mágica. Para individuos como yo -sólo soy un escritor profesional que cuenta cosas, no un artista ni un yonqui de las palabras-, lo de escribir después la novela no es más que un trámite necesario y a menudo ingrato: un acto casi burocrático que justifica que inviertas tiempo y esfuerzos previos cuando todo es aún posible. Cuando te acercas a la novela por escribir sabiendo que está por hacer y quizá esta vez consigas que sea perfecta, aunque tu instinto te diga que nunca lo será. Acercándote a cada nueva historia con la misma curiosidad y cautela con las que te acercarías a una mujer hermosa de la que te acabases de enamorar. Volví a la Costa Azul hace unos días. Parte de mi última novela transcurre allí en 1937. Y la sensación fue extraña. Agridulce. Durante los dos últimos años me estuve moviendo por ese paisaje, primero con la expectación de una novela por escribir, y luego para trabajar en determinados pasajes a medida que la historia progresaba en mi cabeza y en la pantalla del ordenador. Vivía rodeado de cuadernos de apuntes, mapas, libros ilustrados, guías antiguas y viejas fotos que me permitieron reconstruir los lugares como el relato exigía, y mover con seguridad a mis personajes: saber lo que veían sentados en tal o cual sitio, describir la luz de un atardecer en la bahía de los Ángeles o las palmeras de Matisse vistas desde la ventana del hotel Negresco, con sus copas vencidas bajo la lluvia. Ahora he vuelto a pasear por el barrio viejo de Niza, por los pinares próximos a Antibes, junto al mar. He salido del hotel de París, en Montecarlo, y cruzado la plaza frente al Casino para sentarme en la terraza de enfrente, como hace Max Costa, el protagonista masculino de El tango de la Guardia Vieja. Y he vuelto a detenerme en el recodo de la carretera donde él y Mecha Inzunza conversan de noche, en la oscuridad, nueve años después de su primer encuentro. Todo eso me era familiar antes de escribir la novela; pero ahora lo conozco de modo muy distinto. Demasiado íntimo, tal vez. Demasiado personal. Ya no podré volver a esos lugares sin amueblarlos con mi propia historia y personajes; sin verlos de otro modo que a través de la novela que yo escribí. Y no estoy seguro de que eso sea del todo bueno. Mi imaginación se apropió de ese mundo para siempre, y ya nunca podré mirarlo con la inocencia de unos ojos libres. 

25 de noviembre de 2012 

domingo, 18 de noviembre de 2012

La tumba olvidada

Hay un proyecto, apoyado por la Real Academia Española, para localizar los restos de Miguel de Cervantes en el subsuelo del convento de las Trinitarias, en Madrid. El convento está en el corazón del barrio de las Letras, cerca de la casa en la que vivió Lope de Vega y del lugar donde estuvo la que habitaron Góngora y Quevedo -éste, tan español como el que más, compró la vivienda del poeta cordobés para darse el gusto de echarlo a la calle-. Respecto a Cervantes, la cosa estriba en que el autor del Quijote, que murió viejo y pobre, recibió sepultura en un sitio que el tiempo transformó en fosa común, y sus huesos están en algún lugar de ahí abajo, revueltos con otros sin nombre y sin historia. La idea de quienes impulsan el asunto es utilizar las modernas técnicas de rastreo basadas en el georradar para, combinadas con los adecuados estudios forenses, determinar cuáles de los huesos que se localicen corresponderían a un varón de setenta años que en su juventud hubiera recibido, como fue el caso de Cervantes en Lepanto, lesiones que le dejaron huellas en el pecho y estropeado el brazo izquierdo: heridas y manquedad recibidas peleando a bordo de la galera Marquesa, en aquella batalla que, en palabras -justificadamente orgullosas- del propio interesado, fue «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros»

El proyecto es caro, naturalmente. Los expertos lo estiman en unos 100.000 euros; así que Cervantes y sus huesos sin identificar seguirán durmiendo tranquilos su modorra de siglos, porque dudo que en estos tiempos difíciles de austeridad y recortes alguien invierta un céntimo en removerlos. Esto no es Inglaterra con su Shakespeare, ni Francia con su Montaigne, ni Alemania con su Goethe. Para tales cosas, ni siquiera somos Italia -que ya nos gustaría, a algunos- con su patriotismo cultural y su dilatado panteón de mármol y gloria. En España, o como se llame esta descojonación de Espronceda en la que habitamos, la cultura, la memoria y la vergüenza torera siempre fueron los primeros rehenes a ejecutar por parte de los golfos, los fanáticos, los idiotas y los indiferentes. Las prioridades -léase clase política y su propio estado del bienestar- son las prioridades. Aparte el hecho de que rescatar a estas alturas del putiferio los restos del hombre que fijó el canon del castellano, también llamado español -Franco firmaba sus sentencias de muerte en esa lengua opresora y fascista-, sería considerado un acto de provocación intolerable y una agresión a las sensibilidades y lenguas periféricas; tan nobles, o incluso más, todas ellas. Desde cualquier punto de vista, por tanto, éstos no son tiempos simpáticos para gastar dinero removiendo huesos; y mucho menos con las incertidumbres de una búsqueda que tiene altas probabilidades de fracaso. Sin embargo, la idea de encontrar y honrar los restos de Cervantes sigue siendo hermosa. Y la Academia, entre cuyos fines se cuenta «mantener vivo el recuerdo de quienes, en España o en América, han cultivado con gloria nuestra lengua», seguirá atenta a ello, por si algún día un mecenazgo adecuado, un ministerio de Cultura quijotesco -y nunca sería tan adecuado el adjetivo-, una universidad extranjera o un inesperado golpe de suerte permitiesen emprender los trabajos. Algún día. Quizá. Tal vez. Puede ser. Quién sabe. 

De todas formas, cuando lo pienso un poco, concluyo que tal vez sea mejor así. El autor de la novela más grande e inmortal, el escritor modernísimo que marcó para siempre la literatura universal, el soldado que nos enseñó a hablar y a escribir una lengua bellísima y eficaz que comparten casi 500 millones de seres humanos, fue toda su vida víctima de la ingratitud, la calumnia, la mala suerte y la envidia, vivió de fracaso en fracaso, murió anciano, pobre y casi ignorado por sus compatriotas, y recibió sepultura en la humilde fosa común de un convento de Madrid. Había nacido en España, y eso lo resume todo. Así que, bien mirado, no hay para don Miguel de Cervantes túmulo más simbólico e inequívocamente español que ese viejo convento de ladrillo perdido en el centro de Madrid -hasta la calle, ironía póstuma, se llama Lope de Vega-, bajo cuyos muros, revueltos con otros huesos, duermen los suyos nobilísimos en el polvo de los siglos. Y los pocos que conocen y recuerdan, los escasos transeúntes que pasan junto a las Trinitarias y se detienen un momento para apoyar una mano en el muro de ladrillo mientras dedican una sonrisa triste y agradecida a la memoria del autor del Quijote, saben que, para un hombre como él, en patria tan miserable e ingrata como la suya, no es posible imaginar monumento funerario más perfecto que ése. 

18 de noviembre de 2012 

domingo, 11 de noviembre de 2012

El tornillo del Graf Spee

Comparto con algunos amigos, más o menos frikis, la afición por pequeños objetos con historia probada, imaginada o legendaria. No soy muy de fotos a la vista: de las cuatro que tengo enmarcadas en casa, una es de mis padres, otra de un antepasado bonapartista, y las otras dos son de Joseph Conrad y de Patrick OBrian. Pero objetos con memoria propia o ajena tengo a montones. O casi. Algunos están directamente relacionados con episodios concretos de mi vida: un trozo de estuco de la biblioteca de Sarajevo, la bandera descolorida de mi primer velero, la mascarilla mortuoria de Napoleón, una sortija de plata saharaui, un cargador de AK-47 atravesado por un balazo, o un cuchillo libanés cuya historia, azarosa y de juventud, tal vez les cuente algún día. Otros de esos objetos son recuerdos de familia y cosas así. Vínculos sentimentales. Entre ellos, una copa de plata de un torneo de ajedrez de 1956, abollada y con sólo un asa, y la condecoración de Santa Helena del granadero Jean Gal, abuelo de mi bisabuela, que a los dieciséis años combatió en Waterloo y murió octogenario en Cartagena. También valoro mucho un cenicero de cristal en forma de salvavidas, que me fascinaba desde niño y perteneció a un tío mío, capitán de la marina mercante. Y cuatro navajas que poseyeron, respectivamente, mi tatarabuelo, mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre. A las que con el tiempo, supongo, alguien añadirá la mía: una bregada Aitor clásica con cachas de palisandro. 

Los objetos más interesantes, sin embargo, tienen otros orígenes. Llegaron en diversos momentos y por distintos caminos: regalos de amigos, anticuarios, azares insospechados. Uno de mis predilectos es el catalejo antiguo de ballenero, forrado en piel de cachalote, que hace tiempo me regaló Javier Marías, y cuyo tacto estremece como si te encontraras a bordo del Pequod, gritando «¡Por allí resopla!» mientras el capitán Ahab ordena arriar balleneras. También, cerca de un soberbio sable español modelo 1815 -me lo dio el pintor de batallas Ferrer-Dalmau, indignado porque la mayor parte de mis sables de caballería son franceses-, hay dos botones de uniforme del regimiento español José Napoleón, en el que se inspiró mi relato La sombra del águila, que un amigo encontró en el campo de batalla de Smolensko. No lejos de ellos, próximos a un cenicero original del restaurante Lhardy, están una pelliza de húsar de la Princesa, un remate de la regala de un navío de 74 cañones, balas de mosquete y clavos de bronce de barcos hundidos en Trafalgar -el Trinidad y el Neptuno-, y también un sable cosaco con fecha de 1917, un pequeño busto de Homero, un pisapapeles veneciano, un compás de marcaciones antiguo, una regla de cálculo náutico del siglo XVIII y una banda de música de soldaditos de plomo. 

Sin embargo, mi joya de la corona, mi frikada predilecta, está en un armario acristalado del vestíbulo, entre la maqueta de arsenal de un navío de línea y un hueso de ballena que cogí en Isla Decepción, Antártida, a finales de los 70: una pieza de bronce de una pulgada de longitud, acabada en forma de tornillo, en la que puede leerse parte de la inscripción Deutsche tec..., y que procede de uno de los tres cañones de 28 cm. de la torre Bruno del acorazado alemán Graf Spee, hundido por su tripulación frente a Montevideo en 1939, días después de su legendario combate con tres cruceros británicos. Poseo esa pieza desde hace muchos años: cuando, encontrándome en Uruguay durante una firma de libros, uno de los buzos que trabajaban en el rescate de los últimos restos de ese famoso barco, lector de mis novelas, me causó una inmensa felicidad al ponerla en mis manos. «Pensé que le gustaría tenerla», dijo con toda sencillez antes de alejarse, y ni siquiera me dio una tarjeta con la que recordar su nombre. Y ahí está, como digo. En la vitrina, para envidia de mis amigos aficionados a esta clase de cosas -Agustín Díaz Yanes, Jacinto Antón, José Manuel Guerrero, el mismo Javier Marías-, a los que cuando se dejan caer por allí suelo restregársela sin piedad por el morro; es la única posesión que ante ellos exhibo sin complejos, con desconsiderada aunque justificable chulería de propietario. Del Graf Spee, chaval, les digo. Torre Bruno, la de popa. O sea. Pumba, pumba. Igual gracias a esto le endiñaron unos cuantos cebollazos al Exeter, al Ajax o al Achilles. ¿Cómo lo ves?... Imaginen el efecto del asunto en fulanos que, como yo, se sobrecogieron de niños leyendo lo del acorazado alemán en tebeos de Hazañas Bélicas, o comiendo pipas en un cine mientras veíamos La batalla del Río de la Plata. Un tornillo del Graf Spee, nada menos. Una pulgada del bronce con que están fundidos tantos recuerdos y tantos sueños. 

11 de noviembre de 2012 

domingo, 4 de noviembre de 2012

Un joven con un violín

Paseo por una calle del Madrid viejo, y al doblar una esquina encuentro a un joven que toca el violín. Lo hace muy bien, interpretando una melodía que desconozco -excepto en un par de registros, mis conocimientos musicales son limitados- pero que me conmueve hasta el punto de hacer que me detenga un poco más allá, escuchando. Y no sólo me conmueve la música. La soledad del joven en esta calle poco transitada, su expresión mientras desliza el arco sobre las cuerdas, la funda del violín que, a sus pies, muestra unas pocas monedas, también me producen una sensación triste. Melancólica. 

Desde unos pasos de distancia, lo observo con atención. Sorprende, sobre todo, que parezca español, pues la mayor parte de los músicos callejeros que veo en el centro de Madrid -mariachis, acordeonistas, incluso la orquesta de jazz que suele tocar cerca del hotel Palace- son extranjeros, y en su mayor parte proceden de países del este de Europa. Pero éste parece de aquí, y lo confirmo cuando vuelvo sobre mis pasos, me inclino y pongo sobre la funda del violín un billete de cinco euros. «Gracias», le digo. Y él, sin dejar de tocar, sonríe y responde en perfecto español nativo: «No, por favor. Gracias a usted». 

Me alejo calle arriba, dejando atrás la música hasta que se apaga a mi espalda. Pensando, sombrío, en ese joven violinista. El encuentro tenía que haberme alegrado la mañana, me digo. Esa música tan bella. Pero lo cierto es que me ha entristecido. Mucho. Me hace sentir como en otro tiempo, con aquella gente con la que me cruzaba en lugares inciertos: caminando hacia ninguna parte con sus críos y lo poco que habían podido salvar de sus casas destruidas, mientras me preguntaba qué azarosos caminos los habían llevado hasta allí. La felicidad que tal vez dejaban atrás, la pesadumbre de su presente. Y aquellas miradas turbias de fatiga y desesperación. De miedo al futuro. El joven del violín tenía la misma mirada. O quizá, concluyo, soy yo quien la tiene impresa, indeleble, de otros tiempos y lugares que en el fondo siempre y de alguna forma son los mismos, y me limito a aplicársela a ese joven. A enfocarlo con ella, incómodo botín de vida, a él y a su conmovedor violín. A transferirle mis propios fantasmas. 

Recuerdo algo que leí hace poco. Una carta que alguien me hizo llegar: un padre de una muchacha que estudia música. Vulgar historia, como tantas otras diversas y tan parecidas entre sí, de jóvenes nacidos en el tiempo equivocado; en el país inadecuado, lleno de trabas burocráticas, de zancadillas oficiales, de vilezas corporativas, de desidia y de contumaz ignorancia. La historia de siempre: ciencia, cultura. Música. Desdén y olvido. Aquel padre se lamentaba de la situación de la música en España: desinterés oficial, aberraciones académicas, sálvese quien pueda, chiringuitos provinciales minoritarios, taifas de músicos locales que se buscan la vida repartiéndose entre ellos, casi en privado, lo poco que cae. Y esa chica o muchacho brillantes, con ganas y talento -el que acabo de encontrar tocando el violín podría ser uno de ellos-, que tal vez destacó en los estudios, que ha dado humildes conciertos o estrenado pequeños logros en una ciudad, la suya, donde los críticos locales y quienes tienen en sus manos los resortes del asunto ni se molestaron en asistir; y que, luchando por abrirse paso, se presenta a certámenes, gana pequeños premios que no sirven para comer ni para seguir adelante, se esfuerza por conseguir esa beca que, cuando existe, nunca le dan, y acaba quedándose en su casa, tocando para su familia y sus amigos mientras termina los estudios en el conservatorio; consciente de que si su instrumento es orquestal, flauta o violín por ejemplo, tal vez consiga formar parte de algún grupo de jóvenes o no tan jóvenes que toquen por amor al arte, o casi. Sabiendo que su máximo triunfo, si lo acompaña la suerte, será llegar a profesional de la música como profesor de grado elemental o de piano, en el mejor de los casos, en un conservatorio donde podrá formar a chicos con talento y ganas que acabarán tan frustrados y amargos como él. En cuanto a lo otro, la posibilidad de llegar a donde debería y a donde puede, a concertista, compositor o director de orquesta, sólo le quedará un camino: coger su instrumento, hacer la maleta y largarse -si es que aún está a tiempo y puede- de esta tierra suicidamente inculta, enferma de sí misma y sin futuro. Intentarlo fuera, lejos, como tantos otros, si no quiere convertirse en el joven que toca el violín en una calle solitaria de Madrid, transmitiendo, a quienes escuchen con un mínimo de lucidez su bellísima melodía, menos placer que tristeza. 

4 de noviembre de 2012 

domingo, 28 de octubre de 2012

El francotirador precoz

Aquel amigo de mi padre no mató a muchos. Ocho o diez, a lo sumo. Hombres. También creía haberle disparado a una mujer, por error; pero eso nunca pudo confirmarlo. Eran otros tiempos, me decía. Años lejanos de guerra civil, juventud, tiempos artesanos. Nada de visores nocturnos, intensificadores de luz, infrarrojos y otras sutilezas de ahora. Una manta en el suelo para no helarte. Un Máuser y paciencia. Mucha paciencia. El Máuser era un Coruña 35 -aún pueden verse en museos- al que le había limado la rebaba del gatillo, o algo así, e iba suave como la seda. Bastaba una presión leve, y bang. Cazaba seres humanos. Vidas. 

No había nada en su casa que recordase aquello: ni condecoraciones, ni fotografías, ni armas de ninguna clase. Tardé años en saber en qué bando estuvo; perdedores y ganadores, daba lo mismo. Tampoco yo tenía claro eso de los bandos, y sigo sin tenerlo. Todo había sido cuestión de azar, técnica, condiciones personales. Estar aquí o allá en el momento adecuado. Hay quien es bueno para el violonchelo, o el cálculo, o el sexo. Él era bueno para aquello: tenía buen pulso, era paciente y tenaz. Por eso le dieron un fusil y le asignaron un tejado, una ventana, una tronera. Tenía diecisiete años. Después, muchos años más tarde, a veces, me sentaba a su lado y él me contaba. Yo estaba aquí, el objetivo allá. Dibujaba distancias imaginarias en el aire, o sobre una hoja de papel. Trayectorias. Frutas sobre la mesa. Olor a tabaco negro. He visto asesinar manzanas, naranjas, peras, pasas, nueces, piñones, vasos de vino. Bang, bang. O tal vez debería escribir asesinar a manzanas y nueces, etcétera. Cada una de aquellas manzanas y nueces tenía derecho a preposición gramatical. El vino sobre el mantel, además, me hacía pensar en la sangre. Y vas a volver loco al niño, decía su mujer. Cómo se te ocurre. Dios mío. Cómo se te ocurre contarle esas cosas. Luego se iba, y entre el humo de tabaco negro flotaba un silencio cómplice. 

Gracias a él aprendí a caminar, a moverme siempre como si hubiese un fusil apuntándome y yo me recortase en el círculo de un visor. Y sigo haciéndolo. Cuando era pequeño jugaba a lados buenos y lados malos, camino del colegio. Asomado a la ventana, elegía víctimas imaginarias. Dispara, cambia de posición, dispara de nuevo. Sin ruido, sin alardes. Así tardan más en localizarte, o no lo hacen nunca. Otras veces me ponía en lugar del objetivo para estudiar su comportamiento. Subía y bajaba la acera, me detenía en las esquinas. Aprendí pronto una obviedad utilísima. Un arma tiene dos extremos: uno bueno y uno malo. La culata es el bueno, y el cañón es el malo. Si estás en ese extremo, o crees estarlo -es bueno creerlo siempre-, no te pares nunca. Muévete. Es más difícil acertarle a un blanco móvil que a un blanco fijo. 

Una vez quise probar. Doce años. Carabina Gamo, perdigones. Me movía por un campo de batalla imaginario, y el pájaro estaba posado en una rama desnuda del cerezo, sobre un fondo gris casi bélico. Cielo de nubes bajas. Sucias -cuando al fin conocí una guerra, la confirmé como una inmensa nube baja, sucia y gris-. Me acerqué despacio, arrastrándome, entre los helechos. La paciencia era básica, le había oído decir mil veces. Tanto como el pulso, la concentración y la capacidad de pasar horas y días y semanas operando en absoluta soledad. Yo estaba resuelto a ser paciente. Me detuve y apunté, tomando mi tiempo. Da igual que se vayan, sabía. Y confirmé luego. Si esperas, siempre terminan pasando una y otra vez ante la mira. Hasta los mismos. Vaya si pasan. Y aquel no se fue. Retuve el aire al oprimir el gatillo con suavidad, y sentí en el hombro el pequeño retroceso del arma. Tump, hizo. El pájaro -un gorrión- emitió un quejido corto y seco. No sé si los gorriones se quejan. Tal vez sólo pió, o como se diga lo que hacen los pájaros cuando les meten un perdigón en el buche. O creí oírlo piar. Luego cayó como una piedra, vertical, cloc, al suelo. Quizá si no se hubiera quejado, o piado, habría sido diferente. Para mí. Para el resto de mi vida. Pero el gemido, o lo que fuera, me paralizó, inmóvil, la carabina pegada a la cara, un ojo todavía entornado y el otro abierto tras el punto de mira. No me acerqué a cobrar la pieza. Me quedé allí quieto, mirando el pequeño ovillo de plumas grises sobre la hierba. Pensando. Luego retrocedí entre los helechos y me fui en silencio. 

No volví a matar. Ni un animal, ni un pez. Nunca. Deliberadamente, al menos -lo no deliberado es otra cosa-. Y quizá el título llame a engaño. Decepcione. Pero ésta no es la historia de un psicópata, sino la de un remordimiento. 

28 de octubre de 2012 

domingo, 21 de octubre de 2012

Dunkerke y Melilla (por ejemplo)

Mientras repaso las Memorias de Winston Churchill, caigo sobre el relato de Dunkerke. Como saben ustedes, cuando los alemanes invadieron Francia y Bélgica en 1940, la fuerza expedicionaria británica se replegó hacia esa ciudad de la costa. Y allí, bajo duros bombardeos, la Armada Real evacuó de modo ejemplar a 340.000 hombres, incluidos franceses y belgas. Los británicos, según su envidiable costumbre, dieron la vuelta a la derrota para convertirla en episodio heroico: omitieron mencionar los episodios de saqueo, destrucción, alcoholismo colectivo e indisciplina que sus tropas protagonizaron en la retirada, pusieron el acento en la proeza de rescatar a las tropas cercadas, y adornaron el asunto con detalles patrióticos eficaces, entre los que destacó el hecho real de que en los dos últimos días, una flotilla de pequeñas embarcaciones tripuladas por navegantes particulares y miembros de clubs náuticos ingleses, que acudieron con carácter voluntario al llamamiento del Gobierno, cruzaron el canal y estuvieron recorriendo la costa francesa para rescatar a grupos de rezagados. 

Coincide mi repaso a Churchill con tiempos de agitación mediática por las elecciones en Cataluña y otras discutibles lealtades periféricas, pasto de columnistas de prensa y tertulianos varios. Y escuchando a la peña, oigo subrayar la diferencia entre tener una Escocia o un Gales británicos, tener una Bretaña, una Córcega, una Cataluña o un País Vasco franceses, o tener aquí el espectáculo que tenemos. ¿Cuál es la diferencia?, inquiere retóricamente el tertuliano. Y claro. Mi imaginación calenturienta, tocada de refilón por Dunkerke, se pone al tajo. La diferencia, concluyo, es la que va de las Malvinas a Perejil. De Gibraltar a Vélez de la Gomera. De la Batalla de Inglaterra a los reinos de taifas. De la guillotina que nunca tuvimos al confesor de Fernando VII. De la reina Victoria al putón de Isabel II. De Churchill, De Gaulle o Ángela Merkel a Franco, Azaña o Companys para acabar en Aznar, Zapatero y Rajoy. Y metidos en hazañas bélicas, de Dunkerke a Ceuta. O Melilla. 

Porque ahora, háganme el favor, imaginen una crisis gorda, de las nuestras, al otro lado del agua. En Melilla, por ejemplo. Estimen el paisaje: esas masas musulmanas con velo y barba, sus imanes a la cabeza, bajando del Gurugú camino del paraíso del Profeta. Esa intifada moruna en la ciudad, con los barrios más duros, que son unos cuantos, llenos de barricadas y patas arriba. Esos minaretes comunicando al personal, por megafonía, que Alá ilá-lá ua Muhammad rasul Alá. Esos legionarios y soldados regulares que se llaman Alí, Mimún y Mohamed diciéndole a la sargento Maricarmen que sí, en efecto, que faltaría más. Que están dispuestos a defender la ciudad como fieras. Que la duda ofende. E imaginen, también, al enérgico Gobierno español diciéndole a la población europea de allí que tranquila, que todo está bajo control; y la población europea, en lógica respuesta a las ya famosas garantías gubernamentales, corriendo acto seguido maleta en mano hacia el puerto, despavorida, en plan mahometano el último. Y en pleno pifostio, como España ni tiene barcos de guerra, ni tiene flota mercante ni tiene una puñetera mierda, al ministro de Defensa de turno se le ocurre la idea: «Vamos a hacer como en Dunkerke -dice-. Con dos cojones». Y en el telediario sale Ana Blanco pidiendo a los capitanes y patrones de embarcaciones deportivas, a los particulares que tienen velero o motora amarrados en los clubs náuticos, a los cuatro pescadores con barco que nos quedan, a Álvaro de Marichalar con su moto náutica y a Borja Thyssen con el yate Mata-Múa de su madre, que acudan a Melilla para evacuar a la peña. Por la cara. Y los antedichos, imagínense, dándose bofetadas en los pantalanes para embarcar los primeros rumbo a donde haga falta; y en vez de irse a Ibiza ponen todos el cabo Tres Forcas en el Gepeese y tiran millas para el norte de África, haciendo sonar las sirenas mientras cantan emotivos himnos solidarios, con sus bermudas rojas de raya y dobladillo, sus náuticos Rockport y sus polos Lacoste -La flotilla de la esperanza, titularía ABC-, húmedas las mejillas con lágrimas de emoción fraterna, a rescatar compatriotas jugándose el todo por el todo. Y una vez allí, bajo las bombas de la Luftwaffe moruna, a arrimarse heroicamente a las playas y al puerto, con un ojo en la sonda y otro en la enseña nacional, para evacuar a civiles y militares mientras, en tierra, los ciento cuarenta panchitos de la compañía Bravo de la XXXIII bandera paracaidista se sacrifican hasta el último cartucho para asegurar la defensa del perímetro. 

Y claro. Luego me preguntan por qué a veces a menudo, últimamente me gustaría ser inglés. O francés. Lo que fuera. 

21 de octubre de 2012 

domingo, 14 de octubre de 2012

Aquel malvado y digno Drácula

Se ha mosqueado alguno -son los inevitables daños colaterales de esta página pecadora- porque hace un par de semanas, choteándome del lenguaje socialmente correcto, comenté que en eso, como en otras cosas, los españoles somos cada vez más gilipollas. Y un lector me reprocha que aplique el adjetivo en términos generales, sin matizar. Eso me recuerda un viejo chiste. Después de meter la pata en algo, un fulano comenta a un amigo suyo: «Somos gilipollas». El amigo responde: «No pluralices»; y entonces precisa el otro: «Bueno, vale, no pluralizo. Eres gilipollas». 

Seamos justos. Aunque España es un lugar especialmente fértil para que toda estupidez propia o foránea arraigue y se reproduzca gorda, gallarda y lustrosa, el fenómeno no es sólo de aquí. Sólo somos otra panda de memos, a fin de cuentas. El fenómeno es internacional. Pensaba en eso esta mañana, viendo la publicidad de una película. Vampiros buenos y guapos que se enamoran y tal. Con sus penas y su corazoncito. Quizá es porque a los de mi quinta los vampiros nos parecieron siempre unos perfectos hijos de puta, o sea. Murciélagos con pretensiones. Gente vestida de etiqueta, fea de cojones, que se limitaba a su obligación, chuparles la sangre del pescuezo a señoras estupendas, habitualmente en camisón, y no se planteaba sentimientos ni puñetitas a la luz de la luna. Como mucho, meditaban sobre la soledad del vampiro, la eternidad y tal, dentro de un ataúd o sentados en una lápida del cementerio; pero no andaban de guateques, conducían motos o se morreaban escuchando canciones de Shakira. Por no hablar de los zombis, oigan. Aquellos muertos vivientes que antes se querían colar en la casa del bueno y merendarse a la familia, y ahora lo mismo bailan en discotecas que cuidan de su novia o de su mejor amigo. Zombis y vampirillos adolescentes, guapitos, imberbes, vestidos así como en Zara, y que parecen recién salidos del instituto. Los muy capullos. 

Si nos vamos a los cuentos para niños y los dibujos animados, ni les digo. Chorrean mermelada hasta echar la pota. Todo cristo, incluso los malos tradicionales de toda la vida, es ahora bueno y simpático: vampiros, ogros, marcianos, magos, asesinos, bandoleros y demás, son de un entrañable que revuelve las tripas. Hasta las brujas malas -que además suelen estar anatómicamente potables en sus versiones modernas- tienen siempre una escena en la que se explica la razón freudiana por la que la sociedad las hizo perversas como son; e incluso algunas cambian de bando al final, movidas por la compasión y los sentimientos naturales en todo ser humano. Etcétera. Y qué decir de los malos de pata negra, con solera, como los piratas. Eso ya es para no echar gota. Ahora la única diferencia entre un feroz filibustero del Caribe y un reno de Santa Claus es que el filibustero lleva un parche en un ojo. Si no me falla la memoria, el último malo de verdad en una película de dibujos animados -admirable malo a secas, auténtico, digno, sin mariconadas, malo como Dios manda- era el capitán Garfio. 

Dirá alguno de ustedes que qué pasa. Por qué ha de ser negativo que los malos sean buenos. Y a eso responde el simple sentido común: transformar en figuras adorables a todos los personajes que tradicional y universalmente han venido siendo claves para encarnar el mal en la imaginación de los hombres, en las fábulas, relatos y ejemplos con los que nutrimos el imaginario de niños y jóvenes, es escamotear referencias útiles, símbolos necesarios para identificar el mundo que los aguarda, y para sobrevivir en él. Un niño, sobre todo, necesita saber claramente que existen el bien y el mal, e incluso que la misma Naturaleza tiene sus propias maldades objetivas, intrínsecas. Sus reglas implacables. Y que, por todo eso, el mundo, la existencia, son territorios imprecisos, lleno de cosas hermosas pero también de amenazas y enemigos hostiles. De maldad y negrura. A ver cómo van a enfrentarse después a la vida y sus brutalidades unos chicos educados en la idea perversa de que todo lo real o imaginado es bueno, o puede serlo. De que el bien siempre triunfa, los pajaritos cantan y el mal se disuelve bajo la luz de la verdad, el amor y la razón. De que hasta los tiburones, los buitres y las serpientes son bondadosos. De que los malos no existen. Hacerles creer eso es criminal, pues sentencia a muerte, deja intelectualmente indefensos, a quienes necesitarán más tarde mucha lucidez y mucho coraje para sobrevivir en este mundo hostil. En la educación de un niño, la figura del malvado, la certeza de su negra amenaza, es incluso más necesaria que la del héroe. 

14 de octubre de 2012 

domingo, 7 de octubre de 2012

Cuartos de final en Goes

Me pide la afición otro de esos episodios históricos que cuento de vez en cuando, más que nada porque casi nadie habla de ellos. Bien mirado, si nos agrada que nuestras selecciones y equipos ganen partidos de fútbol, carreras ciclistas y medallas olímpicas, y recordamos con entusiasmo el gol de Zarra o el tour de Bahamontes, no veo por qué hemos de ignorar otra clase de confrontaciones y campeonatos donde nuestros paisanos, durante siglos, se estuvieron jugando algo más que una final de copa. A fin de cuentas, por poco que nos guste aquella España y lo que tenía dentro, los jugadores del equipo eran los nuestros. Tatarabuelos y gente así. Con nuestra camiseta. 

Esta vez le toca al socorro de Goes, cuyo 440 aniversario se cumplirá el 20 de este mes. Corría el año 1572, y las provincias holandesas afirmaban su rebelión contra una España que, como de costumbre, luchaba sola contra medio mundo. Ocho mil soldados holandeses reforzados por los habituales ingleses, protestantes alemanes y hugonotes franceses, cercaban el pequeño enclave de Goes, entre las bocas del Escalda, donde cuatrocientos españoles aguantaban como podían, dientes apretados, esperando socorro. Correspondía éste a un ejército enviado por el duque de Alba, bajo el mando de don Sancho Dávila y el maestre de campo Cristóbal de Mondragón, que se había visto detenido por falta de embarcaciones y la solidez de la defensa enemiga. Goes iba a quedar abandonada a su suerte; y la guarnición española, mandada por un duro capitán llamado Isidro Pacheco que tenía orden de no rendirse ni harto de vino, sería pasada a cuchillo. La suerte parecía echada. Y entonces, a alguien se le ocurrió un plan. 

Había un vado, contaron algunos pescadores. Un paso de tres leguas y media: diecisiete kilómetros que la marea baja descubría durante unas horas hasta la altura del pecho de un hombre. Echándole hígados al asunto, entre dos mareas podía intentarse cruzar de noche por ahí; con el peligro de que si quienes lo hicieran se retrasaban o quedaban atrapados en el fango, los pillaría la creciente y se ahogarían todos. Pero, como se decía entonces, no se pescaban peces a bragas enjutas; así que el maestre de campo Mondragón, un correoso veterano de los tiempos de Carlos V, las campañas de Italia, Túnez y Alemania, dispuso una fuerza de 2.500 españoles de los tercios viejos, reforzados por valones y tudescos. Luego los hizo formar en la playa al atardecer, y llamándolos «compañeros míos» -funesto halago que al soldado español siempre le anunciaba escabechina segura- largó un discurso con tres argumentos básicos: que él iba a ir delante dando ejemplo, que si no cruzaban rápido y en silencio se ahogarían todos, y que una vez al otro lado no iban a dejar un puto hereje vivo. Luego le dijo al capellán que diera a todos la absolución preventiva, por si las moscas. Y mientras la tropa se persignaba y blasfemaba por lo bajini, el maestre de campo se quitó la botas y se metió el primero en el agua. La verdad es que fue admirable. Imaginen a dos mil quinientos tíos, la mayor parte morenos y bajitos -había entre ellos muchos arcabuceros vascos, por cierto-, protestando de todo, agarrados unos a otros para que no se los llevara el agua, con la marea por el pecho, llevando en alto los saquetes de pólvora, el pedernal y las mechas en la punta de picas y arcabuces. Diecisiete kilómetros de noche, chapoteando a oscuras, mojados hasta la barba, heridos los pies descalzos en las piedras y cascajos, fatigados por lo pegadizo del fango. Sintiendo subir poco a poco la marea mientras se preguntaban qué puñetas estaban haciendo allí, de noche y a remojo, en vez de estar pidiendo limosna como señores en la puerta de una iglesia de Talavera, Hernani o Sevilla. Pero hubo suerte: sólo se ahogaron nueve. Los menos altos. 

Y ahora imaginen la escena. La mala hostia con que esas criaturas llegaron a la orilla. Esa luz gris y sucia del amanecer. Esos holandeses e ingleses que de pronto ven asomar a dos millares y medio de homicidas barbudos, sucios de barro, con ojos de locos y unas ganas desaforadas de quitarse el frío degollando a mansalva. Y claro. Por mucho que corrieron hacia sus embarcaciones, no les dio tiempo a todos. A pirarse. He buscado cantidades exactas: Fernández Duro habla de dos mil palmados y Bentivoglio se limita a decir «mataron muchos». La cifra más creíble son 800 holandeses e ingleses pasados por la piedra, entre los acuchillados y los que se ahogaron intentando salvarse. Y oigan. Parece un resultado más bien sangriento para cuartos de final. Tampoco estaba allí Manolo el del bombo, ni Iker Casillas con arcabuz. Pero qué quieren que les diga. Eran otras ligas. Eran otros tiempos. 

7 de octubre de 2012 

domingo, 30 de septiembre de 2012

Mezclado no agitado

En octubre de 1964, cuando yo estaba a punto de cumplir trece años, un hermano marista al que apodábamos Dumbo me sorprendió en un pasillo leyendo Goldfinger. El delito era doble: no estaba dentro del aula, y esa novela era para adultos. Eso dio lugar a que mi padre fuera convocado para notificarle que el libro quedaba confiscado y que yo había cometido una doble falta: ausentarme de clase y leer novelas inadecuadas. Pero mi padre estuvo a la altura de las circunstancias. Con mucha calma le dijo a Dumbo que yo asumiría el castigo que el reglamento del colegio estableciese; pero que dos cosas debían quedar claras. Una, que la novela era suya y se la llevaba. Otra, que era él quien decidía sobre lo adecuado en las lecturas de su hijo; y que yo también leyera novelas de James Bond le parecía adecuadísimo, pues eran muy entretenidas, estaban bien escritas y estimulaban la imaginación. Así que, en cuanto regresáramos a casa y yo hiciera los deberes, me devolvería el libro para que acabase de leerlo. Y así fue como ocurrió. 

Tengo ese mismo ejemplar a la vista mientras tecleo estas líneas. Esa primera edición de Goldfinger y otra de Operación Trueno del año 66 son las dos únicas novelas de la serie escrita por Ian Fleming que, procedentes de la biblioteca de mi padre, conservo todavía. Las otras murieron por el camino, deshechas de ser leídas y releídas, prestadas a amigos que nunca las devolvieron u olvidadas en cualquier sitio, como suele ocurrir con esa clase de libros en formato de bolsillo, editados en un papel que amarillea y resiste mal el paso del tiempo. Hace unos años, deseando tenerlas de nuevo, compré las catorce novelas de la serie, en edición moderna, y releí algunos títulos disfrutándolos mucho; confirmando por qué a mi padre, que sobre todo era lector de literatura e historia navales, le gustaban las novelas de Ian Fleming tanto como las de otro autor policíaco y de espionaje que también conocí a través de él: Eric Ambler, el autor de La máscara de Dimitrios -extraordinaria película, por cierto- cuyas novelas también procuro recuperar en librerías de viejo y reediciones modernas -con Agatha Christie y otros autores de novela negra ya lo conseguí hace tiempo-, en un intento por reconstruir en lo posible esa parte amena y pintoresca, más caduca, ligera y de difícil conservación, de la biblioteca paterna. 

Hoy les cuento eso porque este año se cumplen sesenta desde que Ian Fleming escribió su primera novela sobre James Bond, y no quiero que pase la fecha sin dedicarle un guiño de homenaje. En mi temprana juventud lectora pasé estupendos ratos leyendo sus novelas -incluso antes de tener edad para ver en el cine las películas rodadas sobre éstas-, y malvados como Auric Goldfinger, Emilio Largo o Le Chiffre ocuparon mi imaginación con la misma intensidad que Rupert de Hentzau, Rochefort o Javert; nunca hubo una secretaria eficaz que no me recordase a miss Moneypenny, ni bebí un martini -mezclado, no agitado es una incorrecta traducción de shaken, not stirred- sin recordar al agente 007. Por supuesto, he visto las veintidós películas hechas sobre el personaje, incluidas las mediocres interpretaciones de George Lazenby, Timothy Dalton y Pierce Brosnan, la guasona y divertida encarnación de Roger Moore, y la contundente, casi perfecta, asunción del personaje por el pétreo Daniel Craig. Sin embargo, cada cual es hijo de su tiempo, sus lecturas y su cine. O su tele. Así que comprendan ustedes que, en mi imaginación, James Bond tenga los rasgos indelebles de Sean Connery, del mismo modo que las palabras chica Bond irán siempre unidas, en mi memoria pavloviana, a la espléndida y húmeda imagen de Úrsula Andress saliendo del mar con bikini blanco y cuchillo al cinto en 007 contra el doctor No

Y oigan. Me importa un pimiento frito que estudios de perspectiva diversa, incluido feminismo radical, etiqueten a James Bond como sexista, snob, asesino, sádico y vulgar. La literatura, buena, mediocre o mala, profunda, de entretenimiento, o la que combina sin complejos todos los niveles posibles, no tiene obligación moral alguna: cuenta mundos, narra miradas, registra recorridos en los diferentes estratos y situaciones que la vida, y los libros que la exploran, despliegan ante los ojos del lector. Y estoy convencido de que, en ese territorio sin reglas ni cánones absolutos, tan útil o interesante puede ser una conversación entre Hans Castorp y Settembrini en La Montaña mágica como los silencios del capitán MacWhirr en Tifón, la muerte de Porthos en el Bragelonne o la tortura de que es objeto Bond, desnudo y atado a una silla, en Casino Royale. Por eso saludo a ese sexagenario 007 como lo que soy: un viejo lector agradecido. 

30 de septiembre de 2012 

domingo, 23 de septiembre de 2012

El cáncer de la gilipollez

No somos más gilipollas porque no podemos. Sin duda. La prueba es que en cuanto se presenta una ocasión, y podemos, somos más gilipollas todavía. Ustedes, yo. Todos nosotros. Unos por activa y otros por pasiva. Unos por ejercer de gilipollas compactos y rotundos en todo nuestro esplendor, y otros por quedarnos callados para evitar problemas, consentir con mueca sumisa y tragar como borregos -cómplices necesarios- con cuanta gilipollez nos endiñan, con o sin vaselina. Capaces, incluso, de adoptar la cosa como propia a fin de mimetizarnos con el paisaje y sobrevivir, o esperar lograrlo. Olvidando -quienes lo hayan sabido alguna vez- aquello que dijo Sócrates, o Séneca, o uno de ésos que salían en las películas de romanos con túnica y sandalias: que la rebeldía es el único refugio digno de la inteligencia frente a la imbecilidad. 

Hace poco, en el correo del lector de un suplemento semanal que no era éste -aunque aquí podamos ser tan gilipollas como en cualquier otro sitio-, a un columnista de allí, Javier Cercas, lo ponían de vuelta y media porque, en el contexto de la frase «el nacionalismo ha sido el cáncer de Europa», usaba de modo peyorativo, según el comunicante, la palabra cáncer. Y eso era enviar «un desolador mensaje» e insultar a los enfermos que «cada día luchan con la esperanza de ganar la batalla». Y, bueno. Uno puede comprender que, bajo efectos del dolor propio o cercano, alguien escriba una carta al director con eso dentro. Asumamos, al menos, el asunto en su fase de opinión individual. El lector no cree que deba usarse la palabra, y lo dice. El problema es que no se limita a expresar su opinión, sino que además pide al pobre Cercas «que no vuelva a usar la palabra cáncer en esos términos». O sea, lo coacciona. Limita su panoplia expresiva. Su lenguaje. Lo pone ante la alternativa pública de plegarse a la exigencia, o -eso viene implícito- sufrir las consecuencias de ser considerado insensible, despectivo incluso, con quienes sufren ese mal. Lo chantajea en nombre de una nueva vuelta de tuerca de lo política y socialmente correcto. 

Pero la cosa no acaba ahí. Porque en el mentado suplemento dominical, un redactor o jefe de sección, en vez de leer esa carta con mucho respeto y luego tirarla a la papelera, decide publicarla. Darle difusión. Y así, lo que era una simple gilipollez privada, fruto del natural dolor de un particular más o menos afectado por la cosa, pasa a convertirse en argumento público gracias a un segundo tonto del culo participante en la cadena infernal. Se convierte, de ese modo, en materia argumental para -ahí pasamos ya al tercer escalón- los innumerables cantamañanas a los que se les hace el ojete agua de regaliz con estas cosas. Tomándoselas en serio, o haciendo como que se las toman. Y una vez puesta a rodar la demagógica bola, calculen ustedes qué columnistas, periodistas, escritores o lo que sea, van a atreverse en el futuro a utilizar la palabra cáncer como argumento expresivo sin cogérsela cuidosamente con papel de fumar. Sin miedo razonable a que los llamen insensibles. Y por supuesto, fascistas. 

Ahora, queridos lectores de este mundo bienintencionado y feliz, echen ustedes cuentas. Calculen cómo será posible escribir una puta línea cuando, con el mismo argumento, los afectados por un virus cualquiera exijan que no se diga, por ejemplo, viralidad en las redes informáticas, o cuando quien escriba la incultura es una enfermedad social sea acusado de despreciar a todos los enfermos que en el mundo han sido. Cuando alguien señale -con razón- que las palabras idiota, imbécil, cretino y estúpido, por ejemplo, tienen idéntico significado que las mal vistas deficiente o subnormal. Cuando llamar inmundo animal a un asesino de niños sea denunciado por los amantes de los animales, decir torturado por el amor sea calificado de aberración por cualquier activista de los derechos humanos que denuncie la tortura, o escribir le violó la correspondencia parezca una infame frivolidad machista a las asociaciones de víctimas violadas y violados. Cuando decir que Fulano de Tal se portó como un cerdo irrite a los fabricantes de jamones de pata negra, llamar capullo a un cursi siente mal a los criadores de gusanos de seda, tonto del nabo ofenda a quienes practican honradamente la horticultura, o calificar de parásito intestinal al senador Anasagasti -por citar uno al azar, sin malicia- se considere ofensivo para los afectados por lombrices, solitarias y otros gusanos. Sin contar los miles de demandantes que podrían protestar, con pleno derecho y libro de familia en mano, cada vez que en España utilizamos la expresión hijos de puta

23 de septiembre de 2012 

domingo, 16 de septiembre de 2012

La caracola del 'Culip IV'

Son media docena, bronceados y quemados por el sol mediterráneo. También son jóvenes, brillantes, y la perra España aún no se les ha comido las ilusiones, aunque lo procura. Quisieron ser arqueólogos, y lo son. No en plan aventureros de película sino de los otros, los de verdad. Arqueólogos de los serios. Más Howard Carter que Indiana Jones. Y claro. Pagaron puntualmente el precio de su vocación. Y lo pagan, por supuesto. Lo siguen pagando. Nunca mejor dicho: de su bolsillo, casi. O sin casi. Escasez de subvenciones, becas que llegan tarde o no llegan nunca. Ganan lo justo para comer; y en algunas campañas, ni eso. Lo suyo es rescatar objetos del pasado para mejor comprender el presente. Para establecer la identidad y la memoria. Así que calculen ustedes mismos la prioridad oficial, con crisis o sin ella. En España, insisto. Las facilidades que encuentran para su trabajo. Aun así hay muchos como ellos, dispersos por ahí, trabajando como pueden y donde pueden. Nadie dijo que fuera fácil, ni rentable, hacer realidad ciertos sueños. Éstos lo hacen bajo el agua. Son especialistas en naufragios y navegación antigua: barcos hundidos romanos, fenicios y así. Ahora trabajan en un pecio del cabo de Creus, a veinticinco metros. Dos inmersiones diarias: trabajo duro, peligroso, delicado, sin poder apoyarse en el fondo para no dañar el precario estado de las maderas. Una estructura interesante, cuentan entusiasmados. Casi intacta. Una nave del siglo I antes o después de Cristo. 

Día de descanso relativo. El Thetis, el barco nodriza, amarra en Port de la Selva, y los chicos transportan material con el director de la excavación hasta el Centro de Arqueología Subacuática en la zona. Lo que ven les parece el paraíso: cientos de ánforas, piezas de lastre, cepos, cubetas para conservación de maderas rescatadas. Los arqueólogos encargados del Centro también son jóvenes. Les muestran aquello de colega a colega, explican el origen y significado de cada cosa y detallan su historia: la del hallazgo y la reconstruida, imaginada o probada -de eso trata precisamente la Arqueología- sobre su origen. Su papel de menuda pieza en la gran historia de los siglos que, para bien y para mal, nos hicieron lo que somos. 

Entre los innumerables objetos sacados del mar, llama la atención una pieza singular: una caracola de casi dos palmos, concha de tritón con el pico serrado y dos improntas de plomo. Éstas, les cuentan, corresponden a los puntos de fijación de una correa que algún marinero se colgaba del pecho. Porque la caracola es lo que ahora un marino llamaría una bocina de niebla, que durante siglos los navegantes usaron para prevenir abordajes y comunicarse entre barcos o dar señales a tierra. Ésta proviene de un naufragio del año 78 d.C.: un barco romano que se hundió hace veinte siglos en Cala Culip, y cuyo pecio fue bautizado por los investigadores como Culip IV

La caracola dispara la imaginación. Y, como suele ocurrir con estas cosas, los chicos y el director de la excavación intercambian conjeturas. El Culip IV traía en su bodega ánforas con aceite de la Bética, cerámica de las Galias y lámparas de barro hechas en Roma. Se hundió a causa de un temporal o tras tocar una piedra. «Lástima -dice uno de los encargados del almacén-, que no sepamos cómo sonaba la caracola. Lo hemos intentado muchas veces, soplando, pero no sale ningún sonido. Puede que le falte una boquilla que llevara acoplada en el pico, que fue cortado para encajarla». Al oír eso, el director de la excavación mira a uno de los jóvenes arqueólogos de su equipo. «Tu sabes tocar la trompeta -le dice-. Podrías probar, a ver qué pasa». 

Un silencio expectante. Bromeando, el chico que sabe tocar la trompeta coge la caracola, le da vueltas entre las manos y se la acerca a los labios, sin decidirse. «Prueba, anda», lo animan todos. Al fin toma aire, aplica los labios y la lengua en la misma forma en que los pone cuando hace sonar una trompeta, y sopla. Y la caracola suena. Lo hace de pronto, inesperadamente, con un hondo quejido grave, fuerte, sobrecogedor, que de pronto evoca mares sombríos, noches de guardia, costas llenas de peligros; y que los deja a todos mudos y boquiabiertos. Sobrecogidos. Conscientes de lo extraordinario que acaba de ocurrir: después de veinte siglos en silencio, en el fondo del mar, la caracola de aquel pequeño y perdido barco romano ha vuelto a sonar en los labios de un joven arqueólogo. Quizá por primera vez desde que, hace dos mil años, momentos antes del naufragio del Culip IV, alguien a bordo sopló en esa misma caracola para pedir ayuda, o para prevenir un abordaje con otra embarcación mientras se acercaban a la costa entre la niebla. 

16 de septiembre de 2012 

domingo, 9 de septiembre de 2012

La juez, el fiscal y el Gorrinín

Parece el título de una película italiana de los años 50, de las de Dino Risi o Vittorio de Sica; pero a diferencia de aquéllas, ésta no tiene puñetera gracia. O sí, según se mire. Para reírte un rato, con desesperación, de este país de payasos. En cualquier caso, situémonos: Galapagar, sierra de Madrid, hace un par de semanas. Protagonista involuntario, un picoleto que en coche oficial verde y blanco, con pirulo y rótulo de Picolandia, transporta a su domicilio a una mujer maltratada. Después se acerca a un estanco a comprar tabaco. A los veinte pasos oye un ruido a su espalda, se vuelve y ve a dos pavos que han roto un cristal del coche y están desvalijándolo por la cara. Echa a correr hacia ellos, y los artistas se abren a toda leche llevándose el gepeese del coche y la cartera del agente con su deneí, su carnet de cigüeño, sus tarjetas de crédito y su permiso de conducir, que tenía en la guantera. El guardia llama por radio a los colegas. Galapagar es un pueblo pequeño, y un par de picos se ponen a buscar a los malos. 

Empieza la caza del hombre. Ahora vamos con los malandros. Un español y un moro. El español, conocido en el pueblo como delincuente habitual de toda la vida, tiene 35 tacos, y para que se hagan ustedes idea de la calaña del hijoputa, responde al elegante apodo de Gorrinín: treinta detenciones entre 1997 y 2001, seis durante 2010 y ocho desde enero de este año, fecha de su última salida del talego. O sea, 44 coloquetas en cinco años y sigue en la calle. Entra por una puerta y sale por otra. Para entendernos: una típica criatura maltratada por la injusta sociedad moderna. El consorte también es criatura maltratada típica: se llama Jalil, y según me cuenta un amiguete de confianza que tengo próximo al juzgado local, «no es muy listo, así que mayormente el otro lo lleva para que se coma los marrones, porque como es moro lo sueltan en seguida». El caso es que los dos colegas, tras desparramar el coche y largarse con el botín, están echándole un vistazo a la cartera del picoleto cuando antes de tres minutos de reloj les caen encima los colegas del damnificado. Alto a la Guardia Civil y todo eso. Fin del segundo acto. 

Cacheo de rigor. Contra la pared, brazos y piernas separadas. Y cuando están en ello, y uno de los guardias va a registrar al Gorrinín, éste se revuelve de pronto, saca una navaja y le pega al representante de la injusta sociedad que lo maltrata una mojada que, de no apartarse a tiempo el picolino, lo pone mirando a Triana. Pero sólo le alcanza un tajo en el brazo izquierdo -que necesitará seis puntos de sutura en el centro de salud del pueblo-. Los dos se agarran y caen al suelo, el Gorrinín pegando navajazos y el cigüeño ensangrentado, procurando no llevárselos él. Al final vence la ley y el orden, como se veía venir, y al Gorrinín y al Jalil se los llevan esposados al cuartelillo. Diligencias, etc. Al rato, él y el consorte están en el vecino juzgado de Collado Villalba. Y allí empieza el cuarto acto del sainete, que es mi favorito. 

El fiscal debe de estar muy ocupado, porque no aparece por ninguna parte. Y como no hay fiscal que fiscalice, la juez de guardia, conforme a lo previsto en el artículo 505.4 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, ordena la inmediata puesta en libertad del Gorrinín y su colega. Sin fianza. Eso sí, con la seria advertencia -a uno que lleva ocho detenciones por robo y lesiones en lo que va de año- de que se presente cada quince días en el juzgado. So pena, si incumple, de afearle seriamente la conducta. Así que al Gorrinín le quitan las esposas y le señalan la salida: puerta, camino y El Viti. Y el ciudadano, con la contrición y pesadumbre que son de suponer, se dirige hacia ella; no sin antes detenerse en la puerta, dirigir una pedorreta a los funcionarios del juzgado y a los guardias que están allí, y anunciar literalmente: «Soy el amo de Galapagar, y no podéis hacerme nada. Ya veréis. Os vais a cagar». Y luego, rascarse los huevos, encender un pitillo e irse a tomar unas cañas. 

Ahora hagan ustedes, porfa, el bonito ejercicio de imaginar que al picolo del navajazo se le hubiera ocurrido sacar el fusko durante la pajarraca. Y que en el forcejeo se le hubiera escapado un tiro. O que, por impulso propio del instinto de supervivencia, se lo hubiera pegado a propósito al malo entre ceja y ceja, tras el primer navajazo. Calculen los titulares: respuesta desproporcionada, brutalidad picoleta, fascismo guarro, etcétera. Y los telediarios abriendo con nombre, apellidos, domicilio y foto de primera comunión del guardia. Que podía darse por bien jodido, el infeliz. Iban a salirle fiscales localizables y jueces rigurosos hasta de debajo de las piedras. 

9 de septiembre de 2012 


domingo, 2 de septiembre de 2012

Manolo y la valkiria

La motora no parece gran cosa -mediano tamaño, bandera noruega-, pero la mujer es espléndida. Desde su modesta menorquina de siete metros, donde junto a la bandera española con el toro ondea la del Betis, nuestro héroe observa la embarcación fondeada cerca, apuntando hacia la playa que resguarda de la brisa de levante. Hay otros barcos, pero ése es el que está más próximo. Ante la cabina de la motora, tumbada en una colchoneta, una diosa vikinga se dora al sol completamente desnuda. Debe de llevar varios días de mar, pues su piel nórdica tiene un bronceado que contrasta con el cabello largo y rubio, muy claro. Su cuerpo no muestra marcas de bikini en las caderas ni en los senos, que son grandes, pesados y oscilantes, y hace un rato dejaron sin aliento a nuestro personaje cuando la mujer caminó por una banda del yate, desenvuelta, impúdica, indiferente, para ir a tumbarse en la proa. 

- Ponme bronceador, Manolo. 

Con un suspiro, nuestro hombre deja los prismáticos y le extiende a su Maripepa un chorro de Aftersun Skin Vaporub protección 80 por la región dorsal. Medio bote. Después, mientras la legítima se mete en el agua por la escalerilla -chof, hace al sumergirse-, él se limpia las manos pringosas en el bañador -bermudas hasta las rodillas, tripa cervecera y michelines a los flancos-, abre la nevera portátil y saca una Cruzcampo fresquita. Luego coge otra vez los prismáticos. 

La rubia también se está dando crema. Pero no compares, piensa nuestro héroe enfocándole las lentes entre las ingles. Depilación total, comprueba. O a lo mejor resulta que ella es así, de natural. La imagina en las tierras brumosas del norte, en algún fiordo de ésos donde ya es de noche a las cuatro de la tarde, aburrida con uno de aquellos pavos rubios y grandes como castillos, incapaces de decirle ojos lindos tienes. Sin otro entretenimiento que follar como conejos. Qué mal repartido está el mundo, piensa. Qué diferencia de costumbres. Y de material. Le haría una foto con el móvil para enseñársela a los amigos en el bar, pero está demasiado lejos. Hoy es uno de esos días, concluye, en que estaría bien ser pirata del Caribe o corsario moruno, incluso desnutrido somalí, para hacerle un abordaje a la valkiria, al estilo de antes, y llevársela como botín de guerra. Por la cara, como en las películas de romanos. O mejor, puesto en plan moderno, ser un millonetis ruso amigo del Putin y de la Putina que lo parió, con yate como el que estaba el otro día fondeado cerca, que parecía un portaaviones. Con ése no habría problemas en ir a un fiordo, calar palangres y llenar los camarotes de rubias así. O de morenas. Y luego, viajes, piscina, baños de espuma, masajes. Lo natural en esos casos. 

Chof, chof. La legítima acaba de subir por la escalerilla, chorreando, y el nivel del Mediterráneo, aliviado, baja dos palmos. 

- ¿Qué miras, Manolo? 

- Nada. 

- ¿No estarías espiando a esa guarra? 

- No digas tonterías, mujer. 

Hay que irse yendo. Resignado, nuestro héroe deja los prismáticos, enciende el motor, y la consorte, envuelta en una toalla, se va a proa para izar el fondeo. Pop, pop, pop. Despacio, petardeando, la lanchilla recoge cadena mientras Manolo gobierna el timón. Eso lo acerca a la otra embarcación, donde la valkiria, que ha oído el ruido, se incorpora a mirar, con los dos enormes volúmenes morenos, sueltos, gozosamente libres a la vista. El ancla está casi debajo de su motora, y el fondeo se recupera con las lanchas muy cerca una de otra. Al fin, Manolo cae a babor y pasa a tres metros de la vikinga, que de cerca está como para tirarse al agua. Nuestro artista mete tripa, o lo intenta, poniendo cara de lobo de mar. Y entonces, ese pedazo de hembra alza una mano que hace oscilar de modo espléndido su anatomía, saludando, y dirige a Manolo una sonrisa mortal de necesidad. Mientras él, que acaba de encasquetarse la gorra de Chanquete con dos anclas cruzadas, saluda tocándose la visera, impasible, y metiendo todo el timón a una banda, pop, pop, pop, pone rumbo al club náutico. 

- Has pasado muy cerca de ese barco -protesta la respectiva-. Imbécil. Casi chocamos. 

Una mano en el timón, mirando el mar azul y el horizonte, Manolo relaja la tripa y acaba la cerveza. Luego enciende un pitillo y sonríe para sí mismo con ojos entornados, de aventura. Si tú supieras, piensa. Si tú supieras. 

2 de septiembre de 2012