lunes, 9 de junio de 2003

Esa vieja guerra nuestra


Acabo de leer La mula, que es la última novela de Juan Eslava Galán. Cosa que les cuento aquí, haciéndole publicidad por la cara, porque Juan es amigo mío. Muy amigo. Tanto, que hasta me dejó meterlo como chulo de putas sevillano del siglo XVII en la última novela de nuestro compadre Alatriste, haciéndolo asaltar un galeón cargado con oro en la desembocadura del Guadalquivir, junto a Saramago el Portugués y otros espadachines reclutados entre la escoria de las Españas. A fin de cuentas, los amigos están para eso: para meterlos en las novelas y en los artículos y en donde se tercie, y para decir que sus novelas o sus películas o sus novias son guapísimas y cojonudas, aunque no lo sean. Faltaría más. De cualquier manera, en este caso no hay pegas. La mula está muy bien. Lo que pasa es que sale en un momento en el que hay circulando por ahí doscientas novelas sobre la guerra civil española, algunas buenísimas y otras no tanto. El género parece haberse puesto de moda, y temo que alguien piense que Juan, tecleador contumaz y prolífico, se haya subido al carro. Y como resulta que conozco esta novela desde que su autor me la contó, hace ya varios años, considero de justicia precisar el asunto. Más que nada, porque siempre hay algún tiñalpa de los que viven de contar cómo habrían mejorado ellos, si quisieran, los libros que escriben otros, a quien a lo mejor se le ocurre decir -lo mismo lo ha dicho ya, el hijoputa- que esta novela es oportunismo literario y se aprovecha de los trenes baratos. Así que hoy les endiño a ustedes novela de Juan Eslava. Un día es un día.

La mula cuenta la historia de Juan Castro Pérez, cabo acemilero de la Tercera Bandera de la Falange de Canarias. Uno de los miles de españoles, carne de cañón, que se vieron atrapados en la charcutería de 1936, tanto en un bando como en el otro, y cuya guerra particular, en este caso, consiste en mantener camuflada entre sus bestias otra mula que ha encontrado en el campo de batalla, con la que confía quedarse para arar la tierra en su pueblo cuando acabe la guerra. Juan Eslava, que ya había tocado el asunto -adelantándose a la moda, ahora que caigo- hace años con su novela Señorita, revisa esta vez nuestra barbarie civil con esa mirada que tanto me gusta de él: la ironía, el humor inteligente, la ternura por los míseros peones del sangriento ajedrez nacional; por esos pobres soldaditos llevados y traídos por los de siempre, que lo mismo intercambian tabaco y noticias de su pueblo con el enemigo que se destrozan con la crueldad y la violencia que marcan todas nuestras tragedias. Siempre en el marco desolador de la incultura, la ausencia de pensamiento crítico, la fuerza bruta militar, el dominio del clero, la reacción derechista, el caos de la izquierda y la oposición entre la España urbana y la rural, elementos que marcaron trágicamente la España de la primera mitad del siglo XX, y que todavía colean.

Para quien sepa leer y captar sus matices, su humor agridulce, su goteo de mala leche, La mula no es una novela más sobre nuestra guerra civil, ni tampoco uno de esos esperpentos maniqueos que aparecen con frecuencia, tanto en la literatura como en el cine, donde todos los del bando republicano son hermanitas de la Caridad y todos los del otro falangistas malvados y repeinados con brillantina -antes era al contrario: falangistas guapos, limpios y heroicos, y milicianos crueles, sucios y zarrapastrosos-, y donde cualquier parecido con la realidad y el rigor histórico es pura coincidencia -en una película reciente, por ejemplo, un guardia civil de los años 40 se presenta con las inverosímiles palabras: «me llamo Jordi»-.

Y no podía ser de otro modo porque la historia que cuenta Juan Eslava está inspirada en una historia real: la de su padre, herrador y acemilero, que combatió primero con los rojos, luego con los nacionales, y estaba en Valsequillo durante la última acometida de la República, cuando veintitantos tanques rompieron el frente el 5 de enero de 1939. La novela se basa en los recuerdos del anciano ex combatiente, que Juan grabó en cinta magnetofónica. Luego fue a Valsequillo y anduvo por las viejas trincheras, recogiendo oxidados trozos de metralla y vainas de maúser, reconstruyendo en su imaginación todo aquello, sesenta años después. Así escribió La mula: mezclando realidad y ficción hasta el punto de que su padre, al leerla, miró de reojo a su mujer, se llevó a Juan aparte, y en voz baja le preguntó: «Hijo, ¿de verdad me follé yo a una falangista?».

8 de junio de 2003

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