domingo, 19 de octubre de 2003

La sorpresa de cada año


La verdad es que cuando lo pienso, y sobre todo cuando me toca vivirlo, las vísceras me piden venganza. El problema es que no sé en quién vengarme, porque el enemigo es demasiado confuso, general. Colectivo. Y me incluye a mí mismo, supongo. A fin de cuentas, tengo Deneí de aquí, mayoría de edad y derecho a voto, y soy tan responsable de este desparrame como cualquiera. O sea que también apuesto por mi mismidad, como dirían muchos diputados de nuestro culto parlamento parlamentario; a los que, por cierto, les ha dado últimamente por usar el verbo apostar sin ton ni son, lo mismo para un cocido que para un estofado. Ahora todo el mundo, políticos, banqueros, periodistas, tertulianos de radio, apuesta por eso o por aquello, en lugar de optar, o desear, o elegir, o proponerse, o preferir, o prever. Además de ignorar estólidamente la existencia de los diccionarios de sinónimos, nos hemos vuelto un país de apostadores, que es lo que nos faltaba. Encima de analfabetos, ludópatas.

Pero a lo que iba. Hace un par de semanas tuve la desgracia de que me pillaran las primeras lluvias del otoño en un aeropuerto español. Y el cuadro era como para irse por la pata abajo: vuelos retrasados y cancelados, multitudes desconcertadas haciendo colas larguísimas ante los mostradores de las compañías aéreas, etcétera. Luego, cuando al fin logré llegar a Madrid, del caos aeronáutico pasé al caos urbano: la ciudad, sus accesos y salidas eran una inmensa trampa de coches atascados bajo la lluvia, de accidentes, malas maneras, insolidaridad y desesperación. Y yo miraba todo eso desde la ventanilla del taxi, diciéndome: rediós, alguien –tal vez el Ministerio de Fomento, o uno de esos– tendría que averiguar un día de estos, si no es mucha molestia, cómo se las arreglan en Oslo, o en Londres, o en Reykiavik, donde no llueve, nieva, truena o lo que sea unas cuantas veces al año, sino que se pasan media vida con lluvia, nieve o lo que caiga, y sin embargo funcionan los semáforos, y circulan los automóviles, y los aviones salen a su hora, y no se paraliza medio país cada vez que el Meteosat empieza a dar por saco.

A ver si alguien me lo explica de una puta vez. Veamos por qué un taxi londinense me lleva al aeropuerto lloviendo a mares, y un taxi madrileño, cayendo en ese momento exactamente la misma agua, me tiene dos horas en un atasco, y encima con la radio a toda leche oyendo el fútbol. Es que los guiris tienen más costumbre, suele ser la respuesta. Allí arriba ya se sabe. Además, aquí eran las primeras lluvias del año, la primera nevada del año, los primeros calores del año, las primeras vacaciones del año, el puente tal o el puente cual. Naturalmente, nos pilló por sorpresa, dicen. O decimos. Y luego nos fumamos un puro. Porque ésa es otra: la milonga de la sorpresa. Cómo carajo conseguimos que siempre nos pille por sorpresa todo. Nos sorprende que haya una ola de calor en verano y que venga una ola de frío en invierno, y que en abril caigan aguas mil. Aunque siempre hay previsto algo. Faltaría más. Pero claro, ¿qué pueden hacer los gobiernos y los ciudadanos frente a la conjuración malvada de los elementos? Cero pelotero. Por eso aquí nadie tiene la culpa.

Da igual que las estaciones del año vengan muy bien explicadas en el calendario, que la meteorología e incluso la estupidez humana sean predecibles, que sepamos que en invierno hace frío, que en verano hace calor, que la lluvia moja y que el mar hace olas, y que en cuanto caigan cuatro gotas o cuatro copos, como ocurre año tras año desde hace la tira de siglos, los trenes se retrasarán porque las vías no están previstas para tanta agua, los aeropuertos cerrarán porque no están previstos para tanta niebla, las calles se congestionarán porque no están previstas para tanta nieve, y todos los ciudadanos de este puñetero e irresponsable país, exactamente como cada año por las mismas fechas, volveremos a quedarnos paralizados y con cara de gilipollas. Y, como ocurre por lo menos desde que a Felipe II le hundieron la armada los elementos, nadie, ni los ciudadanos, ni el gobierno, ni el ministerio tal o cual, ni las compañías aéreas, ni los aeropuertos, ni los alcaldes, ni los concejales, ni nadie, se confesará responsable del putiferio. Somos un país de imbéciles inocentes. Aquí nunca apostamos por tener la culpa de nada.

19 de octubre de 2003

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ya se sabe la diferencia entre el imbécil y el malvado. El primero ni siquiera es consciente de que hace daño ni en qué medida. Cómo carajo quieres que entone un mea culpa? Pues eso, imbéciles inocentes, los imbéciles nunca pueden ser lo contrario.