domingo, 17 de agosto de 2003

Maruja y Mariano atacan de nuevo


Les juro a ustedes por mis muertos más frescos que este verano estaba decidido a no teclear una línea sobre la indumentaria veraniega, los horrores de las pantorrillas peludas y las morsas desinhibidas que van por ahí derramando tocino sin pudor y sin refajo. Lo juro. Iba a callarme como una almeja cruda, rompiendo una tradición de diez años, que se dice pronto; pero ya saben que esto solía hacerlo en estéreo con el perro inglés, y éste pasó a mejor vida. O a peor, que nunca se sabe. El caso es que con mi vecino de ahora, pese a que es viejo colega y amigo, no tengo todavía las mismas confianzas, e ignoro si echa la pota cuando se le sienta al lado en un restaurante un fulano en bañador y chanclas y empieza, ris, ras, a rascarse los huevos. Así que, en la duda, este verano había decidido abstenerme. Nada de axilas peludas. Además, esos maravillosos anuncios de la Once y la canción del verano me han reconciliado mucho con la indumentaria estival. A fin de cuentas, las cosas terminan formando parte de tu vida, te gusten o no.

Viendo a los colegas con sus camisas de flores y sus calzones cortos, y a las pavas rascándose en la tripa los picores de la medusa del amor, me doy cuenta de que su mérito, o su éxito, estriba en que representan a gente a la que conoces, quieres y comprendes. Que su estética hortera y su guasa veraniega forman parte de tu propia historia y se han vuelto entrañables a tu pesar. Que las maripilis en plan Ketchup o los colegas con su murga de los chopitos y las tapas de jamón son ahora arquetipos tan españoles como el macarra de playa de los años setenta, la morena de la copla o el paleto de la boina que hacía Gila en los cincuenta. Y al final, fastidiándote como te fastidia lo negativo y torpe que representan, que es mucho, tienes que sonreír y quererlos, porque desayunas en el mismo bar, sufres a los mismos políticos, rellenas las mismas quinielas, y no eres quien para creerte mejor que ellos. A fin de cuentas, concluyes divertido, quizás tus bisnietos te imaginen así, con chanclas, bermudas de flores y camiseta a las siete de la tarde. La vida gasta bromas como esa.

El caso es que este agosto iba a indultar a Maruja y a Mariano con su parafernalia veraniega. Pero se me ocurrió bajar a Madrid la otra tarde, y mis intenciones solidarias se fueron al carajo. Imaginen –sin esfuerzo, pues todos frecuentamos los mismos pastos– un calor del carajo y una muchedumbre sudorosa y absolutamente despelotada. No digo ligera de ropa, ojo. Paquirrín en Matalascañas era Petronio en Capri comparado con aquello. No es ya que hubiera patas peludas, chancletas o camisetas dejando pelambreras sobaquiles al aire, como siempre. Es que la gente iba literalmente en pelotas por la Puerta del Sol y la Gran Vía, entraba al Corte Inglés o se sentaba en las terrazas como si anduviera por Benidorm o Torrevieja. La madre naturaleza no suele ser pródiga en favores anatómicos; así que el cuadro era una sucesión de espantos. Había cientos de tíos con el torso desnudo, las camisetas remetidas en el bolsillo de atrás del bañador.

Debo decir que las más decorosas eran las señoras de cincuenta años para arriba, con sus vestidos estampados y sus abanicos; aunque había alguna de las restauradas, con ganas de enseñarlo, como para darle cuatro tiros. El resto era una pesadilla de carnes, pelos, dedos de pies, ombligos con y sin piercings, pareos, granos en la espalda, abuelos de piernecillas desnudas y pálidas –haga usted la batalla de Brunete para acabar así–, tatuajes en las ancas, tetillas masculinas, tetazas desbordando el top, rodajas de sebo embutidas en tallas ridículas, sin familiares o amigos, supongo, que digan: Pepa, mujer, no irás a salir a la calle con esa pinta de guarra. Y así, desnudos, en tropel, apestándoles en los pellejos el sudor de treinta y ocho grados a la sombra, te mojaban al rozarte por la calle, en los semáforos, en las aceras, a quinientos kilómetros de la playa más próxima. Madrid, agosto del 2003. Mi esperanza, con la primera impresión, era que fuesen guiris. Que jugara el Manchester, o el Liverpool, o uno de esos, y por la noche los guardias estuviesen –ya saben que soy un reaccionario y un cabrón– arreándoles zurriagazos por todo Madrid. Pero luego me fijé, y nada de eso. Ocho de cada diez eran productos nacionales. Marranos de pata negra.

17 de agosto de 2003

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