lunes, 22 de diciembre de 2003

Cerillero y anarquista


No sé cuántas navidades más pasará Alfonso con nosotros. Ojalá sean muchas. Por si acaso, sus amigos del café Gijón organizamos un pequeño homenaje el otro día. Mejor una hora antes que un minuto después. Así que nos juntamos el gran Raúl del Pozo, Javier Villán, Pepe Esteban, Manuel Alexandre, Álvaro de Luna, Mari Paz Pondal, Juan Madrid y un montón más –de los clásicos sólo faltaron Umbral y Manolo Vicent, los muy perros–, habituales de la barra, la tertulia de la ventana, la mesa de los poetas, o sea, clientes de toda la vida, pintores, escritores, actrices, actores. Amigos o simples conocidos que apenas nos saludamos al entrar o salir del café, hola y adiós, pero giramos en torno a ese modesto puesto de tabaco y lotería que Alfonso, el cerillero, atiende en el vestíbulo del que fue último gran café literario del rompeolas de las Españas.

Hace tiempo prometí que un día pondríamos una placa con su nombre donde, desde hace treinta años, asiste a las idas y venidas de los clientes, presta dinero y fía tabaco, te guarda la correspondencia y confirma el generoso corazón de oro que late tras su gesto irónico y el mal genio que asoma cuando le pega al frasco y recuerda que su padre, miliciano anarquista, luchó por la libertad antes de morir en la guerra civil, dejando a su huérfano sin infancia, sin juventud, sin instrucción y lejos del lado fácil de la existencia. Por eso en la placa pone: «Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista. Sus amigos del café Gijón». La redactamos así, en pretérito indefinido, para que Alfonso sepa qué leerá la gente cuando él ya no esté allí. Privilegio ese, conocer en vida el juicio de la posteridad, que está reservado a muy pocos. A grandes hombres, tan sólo. A gente especial como él.

Así que háganme un favor. Si van a Madrid, pasen a saludarlo. Alfonso es la memoria bohemia de Madrid, del café legendario que en otro tiempo se llenaba de artistas famosos, escritores malditos o benditos, gente del teatro, actrices, poetas, vividores, sablistas y furcias profesionales o aficionadas; cuando, por culpa de algún guasón, la pobre señora de los lavabos salía voceando: «Don Francisco de Quevedo, lo llaman al teléfono». Alfonso es monumento vivo de un mundo muerto. Centinela de nuestras nostalgias. Y ese último testigo de los fantasmas del viejo café sigue allí, en su garita de tabaco y lotería, mirando, escuchando en silencio, despreciando, aprobando con ojos guasones y juicio callado, inapelable. De vez en cuando le da el arrebato libertario y monta la pajarraca; como hace poco, cuando sus jefes del Gijón lo tuvieron tres días arrestado en casa, sin dejarlo ir al trabajo, porque Joaquín Sabina se lo llevó a una taberna a calzarse veinte copas, y a la vuelta, un poquito alumbrado, Alfonso cantó las verdades a un par de clientes que se le atravesaron en el gaznate. «Los intelectuales –decía– sois una mierda.»

Ése es mi Alfonso. Con su pinta de torero subalterno maltrecho por el ruedo de la vida. Con sus filias y sus fobias, conciencia viva de una época irrepetible con su historia artística, noctámbula, erótica, golfa. Y con quien, por cierto, seguimos jugando a la lotería que nunca nos toca, en mi caso pagando yo el décimo pero a medias en los hipotéticos beneficios, a ver si salimos de pobres de una puta vez. Y hay que ver cómo pasa el tiempo. A veces estamos charlando, me da el correo, un periódico o un cigarrillo, y me recuerdo a mí mismo jovencito y recién llegado a Madrid, sentado tímidamente en una mesa del fondo. Cuando envidiaba a los clientes habituales que se acercaban a charlar con el cerillero, y soñaba con que un día Alfonso me distinguiera también con su aprecio y su conversación.

El día en que tomé posesión del sillón en la Real Academia Española lo invité, claro. Se presentó repeinado, con chaqueta y corbata –«La primera vez que me la pongo», gruñó cuando le comenté, para chinchar, que parecía un fascista–. Lo que es la vida: le tocó sentarse al lado de Jesús de Polanco, y allí estuvieron los dos charlando de sus cosas, de tú a tú, el cerillero del café Gijón y el propietario del grupo Prisa. Cómo lo ves, Jesús, y tal y cual. Yo en tu lugar, etcétera. Todo con muy buen rollo. Aunque al final, según me cuentan, a Alfonso le dio la vena anarquista y le estuvo dando al pobre Polanco, que escuchaba y asentía comprensivo con la cabeza, una brasa libertaria de la leche.

21 de diciembre de 2003

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mitad risa mitad pena. No sé por que de repente me siento mayor.

Anónimo dijo...

Pues a veces sí merece la pena mirar el móvil mientras se toma uno el café, Don.