domingo, 29 de abril de 2012

Nombres que nadie escribió

De vez en cuando, algunos de ustedes sugieren que me ponga en plan abuelo Cebolleta y cuente batallitas viejas. Lo hago con placer, porque me gusta la Historia y creo útil recordar ciertos episodios que, para bien o para mal, nos definen. E incluso, a veces, permiten reconciliarnos con nosotros mismos: con este desgraciado país que, pese a obispos, reyes, ministros y generales, también parió durante siglos a no poca gente honrada, valerosa y decente. A hombres y mujeres con los que valdría la pena tomarse una copa, e incluso dos. A fulanos admirables. 

No siempre es necesario ir lejos en busca de analgésicos. Ejemplo fresco es algo ocurrido hace poco en Afganistán. En la guerra de Afganistán, palabra incómoda para esa idiotez de las Fuerzas Armadas Desarmadas Humanitarias que todo ministro de Defensa, sin distinción de pelaje ni pesebre, pretende calzarnos por la cara. El caso es que, en un lugar llamado Vigocho, hubo candela. Y varios nombres de legionarios españoles, que debían haber sido mencionados en el telediario y los papeles, no lo fueron. Si hubiera sido fútbol, no faltarían fotos, protagonistas calificados de héroes y ondear de banderas. Pero pegar tiros es menos mediático. Poco humanitario. Así que, por si les interesa -si no, lean a Paulo Coelho-, hoy cedo esta página al general que sí mencionó esos nombres en la orden del día. Y que, por cierto, no tiene mala prosa: 

«Con motivo del combate acaecido el 7 de marzo de 2012, quiero felicitar a los componentes de la IIIª Sección de la TF 1ª Legión por su meritoria actuación, en especial los que se relacionan a continuación: 

Teniente Ramón Prieto Gordillo. Jefe de la III Sección. Reaccionó de forma ejemplar. Dirigió el fuego de sus pelotones, distribuyendo los fuegos propios y solicitando apoyo del Pelotón de Morteros para hacer frente al fuego enemigo. Mantuvo la calma, transmitiéndola a sus subordinados. Coordinó la evacuación del herido, y realizó el repliegue de forma ordenada y coordinada. 

Sargento José Moreno Ramos. Jefe del 3er. Pelotón. En cuanto recibe información sobre un hombre suyo herido en el cuello comprueba que su pelotón responde al fuego, realiza fuego rápido de supresión y abandona su pozo bajo fuego enemigo para atender personalmente al herido, que se encontraba cuarenta metros al sur. Mantuvo la calma en todo momento y la transmitió a sus subordinados. Su actuación en la atención de las heridas de uno de sus hombres, cortando una abundante hemorragia bajo fuego enemigo, fue determinante para salvarle la vida. 

Cabo 1º José Manuel Gómez Santana. Jefe del equipo de tiradores de la compañía. Suprimió los orígenes de fuego enemigos realizando fuego de Barret y de Fusa, designó objetivos al jefe de sección, corrigió el fuego de mortero. Atendió a su binomio (compañero observador) cuando quedó cegado por la tierra a consecuencia del fogonazo del Barret. Mantuvo la calma en todo momento, siendo su actuación fundamental y clave para hacer frente al enemigo. 

Cabo 1º José Miguel Ortega. Jefe del 1º Pelotón. Realizó de forma precisa fuego de mortero contra dos objetivos, exponiéndose al fuego enemigo para realizar fuego con eficacia, dirigiendo el fuego de su pelotón para que se le apoyase cuando se exponía al tirar con el mortero. Saltó de su posición, avanzando al descubierto para ocupar una mejor posición de tiro. Colaboró en la evacuación del herido, manteniendo la calma en todo momento. 

Cabo Fernando Carrasco Ibriani. Jefe de Escuadra, tirador de MG42. Realizó fuego eficaz contra tres orígenes de fuego enemigos, manteniéndose firme sobre su ametralladora sin cesar en su apoyo en ningún momento. El jefe de Sección observa cómo el fuego de su ametralladora cae sobre un insurgente a 250 metros. Designó al jefe de su Sección los cuatro orígenes de fuego enemigos. Informaba del consumo de munición, dosificando los últimos 250 cartuchos, haciendo fuego sólo contra objetivos claramente identificados. Mostró un control total de la situación. 

Iván Castro Canovaca. Fusilero del 3º Pelotón. Herido en los primeros segundos del combate, mantiene la calma y pide a su jefe de Pelotón que lo deje solo y acuda a su puesto nuevamente. Cuando su jefe de Sección le decía que estuviera tranquilo, que volvería a España a ver nacer a su hija, respondió que eso no le importaba en ese momento, que lo que quería era seguir en su puesto. No perdió en ningún momento la compostura, evitando ser un problema más en aquella situación». 

29 de abril de 2012 

domingo, 22 de abril de 2012

El cámara de Dien Bien Fu

En abril de 1954, el Vietminh cercaba la base francesa de Dien Bien Fu, en la Indochina francesa que pronto se llamaría Vietnam. Sometido a un espantoso bombardeo, el símbolo del orgullo colonial estaba a punto de caer. El gobierno de París, aun sabiendo que la derrota era inevitable, no quiso aceptarla sin un estúpido gesto teatral, así que lanzó en paracaídas a un último contingente de voluntarios, conscientes de que su único destino era la muerte o el cautiverio. Asombrosamente, se presentaron muchos. Entre ellos había tres hombres del servicio de prensa del ejército. Saltaron el primer día, entre las bombas, y cuando pisaron tierra uno estaba muerto y otro había perdido una pierna. Cuatro días después, en un segundo salto, llegaron otros dos reporteros para cubrir esas bajas: un fotógrafo y un camarógrafo. El cámara se llamaba Pierre Schoendoerffer y tenía veinticuatro años. Durante cincuenta y dos días filmó la carnicería, replegándose hacia el último bastión a medida que iban cayendo los reductos exteriores. No hubo rendición. Se peleó hasta que los viets penetraron en el puesto de mando y éste dejó de emitir. Hecho prisionero, Schoendoerffer vivió dos años en condiciones horribles, en un campo de concentración donde innumerables compañeros dejaron la piel que habían salvado de la batalla. Después hizo películas y escribió libros. 

Lo conocí hace algún tiempo en París, con Pat, su mujer, cenando en casa del periodista Jean-Christophe Buisson en compañía de mi amigo Etienne de Montety. Yo acababa de dejar atrás veintiún años de reportero, pero aún tenía frescos los instintos y los mitos. Así que me pasé toda la cena como deben pasarse estas situaciones ante la gente adecuada, e incluso ante la que no lo es: hablando poco, lo imprescindible para que sea el otro quien hable. Y más cuando, como era el caso de Schoendoerffer, no se trataba de alguien demasiado hablador. Me había hecho el honor de leer algunas cosas mías y tuvo la amabilidad de mencionarlas; pero le dije que no me avergonzara con tan extrema cortesía. Que yo estaba allí para escucharlo hablar de él, de su trabajo, de sus películas y sus libros; y que todas mis novelas juntas, lo juraba por Toutatis, no valían una de sus imágenes tomadas en Dien Bien Fu. Si me hice reportero, añadí, fue posiblemente porque con quince años leí La 317e section, que en España se llamó Sangre en Indochina, y luego vi la película del mismo título, con un inolvidable Bruno Cremer interpretando al sargento Willsdorf. Y si estaba sentado a la mesa, mirándolo como quien mira a Dios, era porque había visto en el cine L'Honneur de un capitaine, La Section Anderson -un documental sobre Vietnam por el que ganó un Oscar-, Le Crabe tambour y Dien Bien Fu, y leído todos sus libros, incluido l'Adieu au roi, que tenía y sigo teniendo subrayado de principio a fin. Y del que, le dije y se mostró humorísticamente de acuerdo, Coppola tomó abundante material para recrear su Kurtz-Marlon Brando de Apocalypse Now

Recuerdo sus ojos azules y su sonrisa melancólica cuando Jean-Christophe Buisson, que había hecho un magnífico documental para televisión revisitando con Schoendoerffer los lugares donde éste estuvo durante la guerra colonial, puso sobre el mantel palabras como lealtad, sacrificio, valor y sentido del honor. Todavía brillaba la mirada del veterano cámara de guerra entre el humo de sus cigarrillos cuando pronunciaba esas palabras, quizá porque en francés suenan menos devaluadas que en español. Y recuerdo, sobre todo, otras palabras suyas, dichas con sencillez en respuesta a uno de mis comentarios: «Envejecer es tener más camaradas muertos que vivos. Cuando piensas en ello, se te hace la supervivencia incómoda». No usó la palabra amigos sino camaradas, y entendí lo que pretendía decir. Los amigos son seres entrañables que la vida te depara. Los camaradas, no forzosamente amigos, son quienes han estado contigo allí. Sea donde sea. 

Pierre Schoendoerffer murió hace cuatro semanas, en el hospital Percy de Clamart, en una Francia que siempre supo hacer bien ciertas cosas: se le concedió funeral con honores militares en los Inválidos, con la insólita asistencia de todo el gran mundo de las armas, la política, el cine y la literatura. Tenía 83 años y se llevó en la retina la historia mundial de dos tercios del siglo XX. Hace cinco años aún tuvo los arrestos de viajar a Afganistán, invitado por el 1º RCP, regimiento paracaidista que lo nombró soldado de honor. En cuanto a mí, incluso después de la cena en París, nunca dejé de ver en aquel anciano distinguido, flaco, de pelo blanco, al joven de 24 años que saltó en paracaídas sobre el paisaje lunar y las explosiones de Dien Bien Fu. 

22 de abril de 2012

domingo, 15 de abril de 2012

Madrid, tapas y putas

A veces, cuando tecleo con nostalgia de guillotina y blasfemo en exceso, algún lector me reprocha que no aporte soluciones, recursos o vías alternativas. Que no practique la blasfemia constructiva. Pero tengo respuesta para eso. Si tuviera soluciones en el canuto mágico, napalm aparte, cobraría más por esta página, y en vez de Patente de Corso la llamaría Tres en Uno. Como no las tengo, me limito a despacharme a gusto. Todo sea por evitar la concentración de ácidos y la úlcera. Eso no quita para que a veces también se me ocurra algo útil. Socialmente enriquecedor. Me pasó ayer, paseando por el centro de Madrid. Ahora que todo son ofertas a bajo precio, rutas hosteleras y recorridos urbanos que mezclan cultura y gastronomía, es buen momento para que el Ayuntamiento se plantee un recorrido turístico que tenga como punto fuerte la calle Montera, en pleno centro de la villa. Molaría un huevo. Figúrense el eslogan en los aeropuertos y vallas publicitarias de medio mundo: Madrid, tapas y putas. Sugiero como imagen institucional, por ejemplo, el oso del madroño con tacón de aguja, medias de rejilla y una loncha de jamón ibérico en la liga. Con la banderita de España. 

Dirán ustedes que a buenas horas iban a menudear las lumis en horas punta por los centros turísticos de ciudades serias. Que de ningún modo permitirían las autoridades de París o Roma, por citar dos, que la orilla izquierda del Sena o la plaza Navona se llenaran de escotadas y faldicortas señoras proponiendo echar un polvete. Pero es que ni París ni Roma, para su envidia cochina, son capitales de nuestra deliciosa España plural, donde la violencia particular, e incluso la sindical, gozan de impunidad casi absoluta; pero cualquier ejercicio de autoridad legítima se considera acto de represión totalitaria filofascista. La ventaja de Madrid y su calle Montera, además, es que no hay que mover un dedo ni invertir un euro. Todo está hecho y consagrado. Bastaría con oficializar la numerosa iniciativa privada existente. Imaginen el impacto mediático y el gancho para las agencias de viajes, los reclamos publicitarios a tono con el perfil cada vez más definido de nuestra oferta vacacional, en este país donde las únicas profesiones con futuro son las de puta y la de camarero. España, sol y chusma. Madrid, chanclas y zorras. Como moscas, se lo aseguro. Los turistas acudirían como moscas a un plató de Sálvame

Porque ya me dirán. A ver dónde puede disfrutarse de un espectáculo semejante. En el corazón turístico de la capital, a dos pasos de la Puerta del Sol, en una calle comercial hasta arriba de gente, uno puede ocupar cualquier mesa en la docena de terrazas de bares que hay allí, con la familia o los amigos, y empaparse del espectáculo fascinante que se trajina alrededor: putas rumanas, ucranianas, nigerianas, españolas, solas o en grupos, fumando un pitillo, mascando chicle, bebiendo café en vasos de plástico, apoyadas en paredes, papeleras y farolas con sugerente indumento del oficio, diciéndole hola guapo al que se pone a tiro, taconeando por aquí y por allá entre las mesas de los bares y la comisaría de policía que está a pocos metros, mezcladas sin pegas con la densa multitud, entre señoras más o menos respetables que caminan solas y a lo suyo, confundidas con las chicas que hablan por el móvil esperando a alguien y que a veces tienen que aclarar que no están ahí para ocuparse. Cruzándose con niños que corretean de un lado para otro mientras sus papis abarrotan las terrazas de los bares y contemplan el paisaje: un centenar largo de furcias, lumis, pencurias, descosidas, busconas, calloncos, alcataras, baguizas, buscarroldanes, gananciosas, grofas, guarris, ambladoras, acechonas, andorras, atizacandiles, bujarras, cantoneras, corsarias, daifas, marcas, izas, rabizas, colipoterras de toda clase, color y pelaje quietas o en movimiento entre Sol y Gran Vía, trufadas entre la multitud transeúnte, los cochecitos con niños y las abuelas. Ladeándose para dejar paso a las familias que entran en la hamburguesería de la esquina. Fotografiadas por turistas, rondadas por pelmazos, negociando tarifas, discutiendo con tacaños o indecisos, rascándose el chichi mientras bostezan entre miradas y sonrisas mecánicas dirigidas a los jambos que pasan cerca, con el honorable gremio de chulos atento en la puerta de los casinillos de tragaperras y los putishops. 

Madrid, tapas y putas. Reconozcan que les pone. Está feo que lo pondere yo mismo, pero me parece eficaz. Brillante, incluso. A ver si se lo cuenta alguien a la alcaldesa Ana Botella. Para que luego digan que voy de gruñón y tal. Que no aporto. 

15 de abril de 2012 

domingo, 8 de abril de 2012

El sable y el granadero

Hoy toca vieja batallita. Con ésta, además, saldo una deuda. O lo intento. Iba en tren cuando un joven me abordó con mucha educación. Traía en la mano un objeto largo y estrecho en una funda de paño. Soy teniente de Infantería de Marina, dijo, y voy a incorporarme a un destino. También soy lector suyo desde que empecé a leer. Por eso, como éste es mi sable de oficial, quiero que lo tenga usted. Pasado mi estupor, y tras la natural resistencia a permitir que se desprendiera del sable, insistió y no hubo otra. Bajé del tren con su regalo bajo el brazo, que ahora está en mi casa, en compañía de dos docenas de sables y espadas vinculados a la historia de España de los cuatro últimos siglos. Agradecido, envié al joven un libro también un par de veces centenario, y con el acuse de recibo llegó una petición: que dedicase un artículo al granadero Martín Álvarez, infante de Marina español en el combate naval de San Vicente. Y aquí me tienen. Cumpliendo con el sable. 

El 14 de febrero de 1797, una escuadra española mandada por un cobarde incompetente, el almirante Córdoba, fue derrotada por otra inglesa cerca del cabo San Vicente. A los ingleses los mandaba el almirante Jervis, que tenía menos barcos pero tripulaciones mejor adiestradas y con más ganas de pelea. Además, la escuadra española estaba mal dispuesta, mientras que los británicos conservaban la línea. De manera que nos dieron las suyas y las del pulpo. Sólo siete navíos españoles entraron en combate, y perdimos cuatro. Dos de ellos, el San José y el San Nicolás, tomados al abordaje por el Captain, con el comodoro Nelson dirigiendo el ataque. El resto de barcos españoles se dio a la fuga sin socorrer a los compañeros apresados; y si no perdimos también al Santísima Trinidad, que con Córdoba a bordo arrió bandera, fue porque el brigadier Cayetano Valdés, un duro e inteligente marino que ocho años más tarde se batiría con mucha decencia en Trafalgar, fue al rescate con su navío Pelayo, y dijo al Trinidad que o izaba la bandera de nuevo y seguía combatiendo, o lo cañoneaba. 

Cayetano Valdés no fue el único español decente ese día. Y como no son precisamente los ingleses quienes mejor hablan en sus memorias de los sucios spaniards -que pasan las batallas tocando la guitarra y oliendo a ajo-, tiene aún más valor que los datos que siguen provengan de la relación de un marino llamado sir John Butler. Durante el abordaje británico del San Nicolás, el comandante don Tomás Geraldino sitúa en la toldilla, donde ondea la bandera, a un infante de marina con orden de que nadie la arríe y rinda el navío. La misión ha recaído sobre un granadero extremeño de 31 años que se llama Martín Álvarez Galán. Y a esas alturas del combate, con el navío inundado de ingleses, el comandante muerto y los oficiales rindiéndose, el granadero sigue en su puesto, sable en mano, defendiendo las drizas de la enseña porque nadie le ha dicho que se quite de ahí. Así que cuando el trozo de abordaje inglés llega a la toldilla, y el sargento mayor de marines William Morris pretende arriar la bandera, Martín Álvarez, que anda flojo de idiomas para explicarse hablando -ni siquiera sabe leer ni escribir-, le pega un sablazo al tal Morris que lo clava en un mamparo, con tal fuerza que no logra liberar el sable; así que agarra un fusil como maza, mata a golpes a un segundo oficial inglés y deja heridos a otros dos rubios antes de que lo frían a tiros. Y es ahí donde el comodoro Nelson, que ha presenciado la escena -siempre odió a los franceses, pero respetó a los españoles cuando eran caballerosos o valientes-, se porta como un hidalgo: cuando están recogiendo a los muertos para arrojarlos al mar con una bala de cañón como lastre, ordena que a Martín Álvarez lo envuelvan en la bandera que con tanto valor defendió. Y surge la sorpresa: el granadero no está muerto, sino malherido. Y lo evacuan a un hospital portugués, donde salva la vida. 

Martín Álvarez volvió al mar y murió cuatro años después, tras un accidente que degeneró en tuberculosis. Se ahorró, quizás, repetir su hazaña en Trafalgar. Pero tuvo la satisfacción de ser ascendido a cabo y premiado con una pensión vitalicia de cuatro escudos mensuales. Lo que nunca supo es que, por decreto real, siempre habría un buque en la Armada española que llevaría su nombre, ni que en Gibraltar quedaría un cañón con la placa: «Hurra por el Captain, hurra por el San Nicolás, hurra por Martín Álvarez». Tampoco supo que en el Museo Naval de Londres se conservaría hasta hoy, con veneración y respeto, el sable con el que, bajo la bandera del navío vencido pero no rendido, un humilde infante de marina español clavó en un mamparo al sargento mayor William Morris. 

8 de abril de 2012 

domingo, 1 de abril de 2012

Al bordo del Titanic

Parece que fue ayer, y ya ven. La noche del próximo 14 de abril toca aniversario: cien años justos desde que el Destino, que tiene ganas de guasa, puso un iceberg en mitad de la ruta del Titanic. Barco publicitado como insumergible, tecnología ultramoderna, primer viaje, 2.228 personas a bordo entre pasajeros y tripulantes. La mar lisa como un plato. Y zaca. Cubitos de hielo en la cubierta de estribor, desgarro bajo la línea de flotación, y al fondo. Millar y medio de ahogados preguntándose cómo ha podido pasarme esto. Glú, glú. Después, un siglo de leyenda, libros, películas: la de Kate Winslet y Leonardo di Caprio, estupenda. La protagonizada por Clifton Webb, prescindible y mediocre, incluso mala. La mejor, en mi opinión, la más rigurosa y perfecta -la he visto docenas de veces, y sigo haciéndolo- es La última noche del Titanic, dirigida por Roy Baker sobre un guión nada menos que de Eric Ambler, basado a su vez en un libro conciso y magnífico de Walter Lord, A Night to remember -así se titula la película en inglés-, que ninguna de las obras posteriores logró superar nunca. El libro de Lord, publicado en 1954, acabo de verlo en bolsillo, recién reeditado, con el mismo título: La última noche del Titanic. Así que quien quiera saber exactamente lo que ocurrió a bordo entre el 14 y el 15 de abril de 1912, no sé a qué espera, si tiene una librería cerca. O lejos. 

Ignoro si les pasa a ustedes. A mí, aquella tragedia me trae a la cabeza naufragios y desastres más recientes. Y como ese Destino al que mencionaba antes no tiene sentimientos y le gustan las paradojas, y por otra parte soy de los que imaginan a una especie de dios borracho, o bromista cósmico, tronchándose de risa con los afanes de las miserables hormigas que corremos bajo su bota, la coincidencia de fechas entre el aniversario del Titanic y la que está cayendo no me parece casual. Por el contrario, creo que todo responde al mismo plan. A la naturaleza de las cosas. A la misma estupidez colectiva que ahora ocupa el lugar de la inteligencia y el ingenio que durante siglos nos hicieron progresar y ser mejores, hasta que dejamos de serlo. 

No sé si consigo explicarme. Consideren lo que el Titanic simboliza hoy. Las tripas del asunto. Dejen de lado la parte sentimental, si pueden. La compasión natural por las víctimas, las emociones y otros elementos perturbadores del buen juicio. Mírenlo con objetividad fría, como nos mira ese bromista al que me referí antes. Dos mil y pico infelices, desde sofisticados millonarios a emigrantes pobres como ratas, que confiando en la publicidad de la compañía White Star, que califica su barco de insumergible, se instalan alegremente a bordo de un artefacto de acero que pesa 45.000 toneladas, y cuya tendencia natural, si algo falla en la técnica -y la técnica puede fallar siempre-, será irse al fondo por su propio peso. Y no contentos con tentar a la suerte de tal manera, esos pasajeros confían sus vidas a una tripulación en la que los marinos auténticos son minoría. A un sindicato -así los llamó Joseph Conrad- de cocineros, mayordomos y camareros más dedicados al confort del pasaje, a que éste coma bien, duerma cómodo y se divierta, que a la navegación profesional propiamente dicha. Ahora, como guinda del pastel, añadan a eso una compañía naviera dispuesta a hacerse a toda costa con los récords de navegación y los beneficios que ese primer viaje puede traer en cuanto a promoción y venta de pasajes en el futuro. Con lo que tenemos, resumiendo la cosa, un artefacto monstruoso, hijo de la ambición y la arrogancia, lleno de incautos y gobernado por irresponsables, lanzado a veintiuna millas por hora en llena noche atlántica, a través de un mar lleno de icebergs. O sea: bingo. 

Y ahora mírenme a los ojos y digan si la historia no suena calentita, a reciente de estos días. Cambien pasajeros por nosotros mismos, tripulantes por entidades financieras, compañía naviera por políticos desvergonzados, incompetentes y embusteros. Cambien la fiesta a bordo, los pasajeros de lujo con sus copas de champaña, los de tercera clase soñando con la vida mejor que podía aguardarles en América, por todos nosotros, nuestros créditos fáciles sobre sueldos que no podían sostenerlos, nuestro derroche, nuestra estupidez suicida, nuestro mirar hacia otro lado a las primeras señales de hielo en el mar. Metan todo eso en un ordenador, oigan. Denle a la tecla enter y saldrá nuestra foto exacta, saludando sonrientes desde la cubierta del barco insumergible, encantados de habernos conocido. Felices de estar ahí. Observen sobre todo nuestra cara de idiotas. Cien años ya, desde el Titanic, y no hemos aprendido nada. 

1 de abril de 2012