domingo, 27 de mayo de 2012

Adiós, Manolo

De compras. Me atiende una señora con acento eslavo, de un metro ochenta de estatura a ojo de buen cubero, con el pelo rubio y los ojos claros. De ésas que dan miedo. O casi. Hechos los trámites, llama a dos empleados, y éstos se ocupan del resto de la operación. Uno es un rumano eficiente que se ocupa de mí con diligencia, y hablando un español casi perfecto, me advierte: «Cuidado con esta pieza, que es muy jodida y se suelta». Lo de muy jodida lo ha dicho con el desparpajo y la naturalidad de quien le tiene tomado el punto a la pieza que se suelta y al habla de Cervantes. Integrado total. El otro empleado es un joven azteca, o maya, o lo que sea. Uno de allí, con un magnífico pelo negro, la piel cobriza y unos ojos oscuros e inteligentes. También son ojos orgullosos. Hace un momento, mientras brujuleaba por la tienda, tuve ocasión de presenciar una escena de ese mismo joven con un cliente ligeramente estúpido, y de advertir la mirada que le dirigió el indio cuando al otro se le fue un poco la mano en el trato. Si te llego a pillar en Tenochtitlán aquella noche -decía elocuente esa mirada- me hago un llavero con tus pelotas. Incluso si te encuentro un sábado por la noche, de copas, igual me lo hago. Huevón. 

El caso es que salgo de la tienda satisfecho, porque además de eficientes son gente amable, que sabe lo que importa un cliente en estos tiempos. En la puerta me paro a dejar pasar a tres niños que vienen del cole con mochilas a la espalda, hablando de sus cosas. Deben de andar por los ocho o diez años. Dos son chinos totales, y uno de ellos lleva una felpa -detesto discúlpenme, la sucia palabra sudadera- del Real Madrid y les está diciendo a los otros algo que acaba con la frase «os lo juro, tíos». 

Me lo quedo mirando con media sonrisa en la boca y la otra media en la tienda de la que acabo de salir, y me digo: ahí los tienes, chaval. En los últimos veinte minutos has visto a seis personas, y sólo los padres de dos nacieron aquí. Y acaba de pasar un chino de Lavapiés, hincha del Madrid, con un acento castizo que te vas de vareta. Ésta es la España que hay, concluyo. Y la que viene. La que va siendo. Y a lo mejor por ahí nos salvamos, al final. O se salvan nuestros descendientes. Cuando pasen los tiempos de la purga, de la penitencia por lo que fuimos y aún somos, y nuestra mala simiente ancestral se diluya por fin en la genética, y otra generación de españoles diferentes nos borre del mapa. 

Camino detrás de los tres críos, observándolos mientras pienso en todo eso. En que dentro de unos años, sus nietos se mezclarán con los de la bolchevique rubia de la tienda, del americano de ojos orgullosos e inteligentes, del rumano que sabe que las piezas son jodidas y se sueltan. Y de esos fascinantes cruces de caminos del azar y la vida, saldrán españoles nuevos: jóvenes gloriosamente mestizos, con la mirada orgullosa del indio en unos ojos rasgados y asiáticos que tengan el color claro de la ucraniana de la tienda y la inteligencia del rumano de eficaz parla cervantina, aliñados tal vez con el valor desesperado del africano que se jugó la vida a bordo de una patera. 

Españoles felizmente distintos, nuevos, mezclados entre sí, que rompan nuestra estúpida inercia para generar, como ocurre en los buenos mestizajes, hombres y mujeres más atractivos, imaginativos e inteligentes. Sobre todo, cada vez más lejos de los fantasmas y odios viscerales que emponzoñan este lóbrego patio de vecinos llamado España. Gente distinta, a cuya sangre mezclada y renovada importen un carajo las secuelas no resueltas de las guerras carlistas, la guerra del Segador, los mártires de la Cruzada, los fusilados del franquismo, el fuero de los Monegros, el Estatut de Úbeda y toda nuestra larga enfermedad histórica. Nuestra puerca estirpe de insolidaridad, vileza y mala leche. Nacerán así españoles nuevos, prácticos, que se rían en la cara de los sinvergüenzas que ofrecen euros a cincuenta céntimos, esqueletos de armario, errehaches y endogamias catetas. 

Que se vayan a la cama juntos, se preñen unos a otros y nos preñen a todos tantas veces como haga falta, hasta que lo importante, lo necesario, se dibujen con nitidez en la retina de nuestra estirpe. Hasta que nazca, al fin, un español que busque el futuro en vez de la manera de hacerle la puñeta al vecino, o vengar a su abuelo. Puestos a ser analfabetos -eso ya parece irremediable-, seamos al menos analfabetos guapos, con ojos verdes, ritmo africano y latino en las venas, andares de mulata hermosa, aplomo de eslavos tenaces, coraje de sangre moruna. Y al tradicional Manolo moreno, bajito, limitado, fanático de las fiestas de su pueblo, de la efigie del santo patrón y de la última y puta guerra civil, que le vayan dando. 

27 de mayo de 2013 

domingo, 20 de mayo de 2012

Bruto es un hombre honrado

El tercer acto de la tragedia Julio César contiene un ejemplo interesante de lo que, desde la Logse o por ahí cerca, llamamos comprensión lectora, y que hasta hace poco se conocía por simple sentido común. Para levantar al pueblo romano contra Bruto y los otros asesinos de César, el Marco Antonio de Shakespeare empieza su famoso discurso aludiendo varias veces a Bruto como «un hombre honrado». Y el pueblo, voluble pero no completamente imbécil, termina captando el sentido de la ironía y acaba queriendo hacer picadillo a los magnicidas. Dicho de otra forma, la comprensión lectora de los romanos fue en este caso, y en términos generales, la apropiada. 

No sé qué suerte correrían Marco Antonio y su discurso, de difundirse a través de lo que hoy llamamos redes sociales. Si algo caracteriza lo que circula es la superficialidad y falta de rigor. A más simpleza, mayor difusión. Por situar un ejemplo, un mensaje típico de Twitter sería: «Dice Einstein que todo es relativo», seguido de treinta mil comentarios a favor o en contra de que todo sea relativo: un tercio de ellos procedentes de quienes no saben quién fue Einstein, y otro tercio escrito por osados analfabetos que no es ya que ignoren quién fue Einstein, sino que ignoran el significado de la palabra relativo. 

Salvando categorías, citaré un caso personal. Hace poco, elogiando Grupo 7 en Twitter, me congratulé de que la película muestre también esa otra Sevilla real, turbia, de putas, yonkis, marginación y gentuza que nunca sale en el Hola, en vez de remachar sólo el camelo constante de bares, ferias, semanas santas y carretas camino del Rocío. A los pocos minutos, una página de Internet que no se distingue por el rigor de sus contenidos y reseñas, lanzaba en la red el siguiente titular: Pérez-Reverte: «La Sevilla real son yonkis, putas y gentuza»

A partir de entonces, fue ese mensaje el que empezó a difundirse en la red. Y sobre él, no sobre los razonados mensajes originales, surgió el proceso de viralidad común en estos casos. Alguno de ustedes sabe la que se lio: tres mil tuiteos el primer día y cinco mil la semana siguiente. Con la particularidad de que, tratándose de Sevilla, fértil en cofradías, equipos de fútbol y otras instituciones, una legión de capillitas, penitentes, aficionados al deporte rey, a la hípica, a los toros, a la feria, al flamenco y a las tapas de garbanzos con espinacas, se pusieron como tigres hircanos. 

Una hora después, unos pedían la retirada de mis libros de las librerías y otros exigían al alcalde que articulara mecanismos legales para prohibirme volver allí. Luego empezaron a intervenir los sensatos, los que saben leer sujeto, verbo, predicado y lo que hay detrás de cada cosa, y el asunto se fue equilibrando hasta derivar en debate, ya ajeno a mí, sobre si había razón o no en mis afirmaciones originales: Sevilla como bella ciudad escasa de autocrítica, barrios marginales, endogamia cultural y otros detalles. 

Fue, desde luego, una buena experiencia más sobre la torpe condición humana, la cultura o la ausencia de ella, la inteligencia de los lúcidos y la estupidez fanática de los menguados. Hubo detalles asombrosos. Llevo veinte años escribiendo esta página, que allí se publica con el ABC. Supongo que ciertos ciudadanos me habrán leído alguna vez, y eso incluye artículos premiados sobre Sevilla, dos novelas que escribí con ella como escenario, e innumerables alusiones afectuosas a una ciudad que, además, me concedió el premio de Turismo «por difundir positivamente la imagen de Sevilla en el mundo». Y pese a tales antecedentes, gente culta, sensata, que tiene contexto, que lee periódicos y libros, incluso algunos comunicantes que se declararon lectores míos de toda la vida, juraban no volver a leer un libro escrito por mí. «Lávese la boca cuando quiera hablar de Sevilla». Etcétera. 

También, en esto de pasar buenos ratos echando pan a los patos, fue interesante el alto número de sevillanos varones que mencionaron a mi madre como argumento estrella. Nunca había ocurrido antes, aunque llevo tiempo de broncas en Twitter, incluso con nacionalistas furibundos y feministas radicales en materia de lenguaje. Y me parece significativo. Brindo el dato a los sociólogos, a la hora de considerar el peso de las madres en la mentalidad de cierta población masculina de Sevilla. En cualquier caso, hubo dos mensajes notables que atesoré con entusiasmo coleccionista. Uno, famoso al difundirse luego con mucha guasa en la red, fue el que solicitaba para mí la pena de Garrote Bil. El otro, resumen fantástico de todo el disparate, me parece perfecto para ilustrar este artículo: «Debe pedir perdón por ofender a todos los andaluces y todas las andaluzas». O sea: España resumida en dos tuits. 

20 de mayo de 2012 

domingo, 13 de mayo de 2012

El marino que lloraba

Alguna vez he hablado aquí de remordimientos. De lo poco que se llevan en los últimos tiempos, si es que alguna vez se llevaron. De la facilidad con que nos fabricamos, en el acto, excusas útiles para ignorarlos. El estado del bienestar incluye eso, imagino. El bienestar personal a toda costa. El no sentirse responsable, o culpable, de nada. Pero no siempre es así. A veces, el daño infligido a otros sigue presente en nuestra memoria y nos acompaña hasta el final, obligándonos a mirarlo cara a cara. No sé ustedes, pero en mi archivo personal tengo algunos remordimientos, o estragos que tienen mucho que ver con ellos. Fueron muchos años pisando caminos raros y cristales rotos. Y ninguna supervivencia es impune, claro. Algunos, con eso, hacemos novelas. O escribimos artículos como éste. 

Era un niño cuando conocí al primer hombre con remordimientos. Alguna vez he dicho -hay días, maldición, en que me parece haberlo dicho casi todo- que crecí entre marinos mercantes, escuchando sus historias de singladuras, temporales y puertos. O al menos las que mi madre les permitía contar delante de una criatura. De todos ellos, incluso más que los capitanes de petroleros amigos de mi padre, mi marino favorito fue siempre mi tío Antonio, capitán de la Trasmediterránea. Solía reunirse con sus dos más queridos amigos, compañeros desde la escuela de Náutica, con los que permaneció unido toda su vida, incluso cuando los tres ya mandaban barcos. Se llamaban Salvador y Ginés. Yo era una especie de sobrino honorario de todos ellos y me gustaban mucho las historias del mar, así que era frecuente que me sentase en su compañía, escuchando mientras fumaban paquetes enteros de Players, bebían café y vaciaban botellas de whisky con etiquetas espectaculares al tiempo que hablaban de amarres en Veracruz, guardias nocturnas en el estrecho de Malaca, temporales en el Atlántico Norte o peleas en los bares de Rotterdam. Eran marinos de verdad. Amos de su barco después de Dios, e incluso antes. Marinos de toda la vida. 

Salvador era flaco y moreno, muy afectuoso conmigo, y tenía una hija pequeña de la que yo andaba enamoradísimo. Durante la Segunda Guerra Mundial, con apenas veinte años, Salvador había estado navegando como alumno en un mercante que fue torpedeado en el Atlántico por un submarino alemán. Imaginen el efecto que eso me causaba, y la avidez con que escuchaba el relato cuando la historia surgía de nuevo: el barco navegando sin luces en la noche, la guardia en el puente, el desconcierto tras el impacto del torpedo, los hombres saltando al agua entre las llamas, los supervivientes amontonados en un bote y una balsa, sucios de petróleo, temblando de frío, algunos de ellos heridos. Y los días que pasaron a la deriva, sin comida ni agua, hasta que tuvieron la suerte de ser rescatados. 

Era en ese punto donde la historia de Salvador se volvía aún más dramática; y prueba de la impresión que me causó es lo perfectamente que la recuerdo, cincuenta años después, en todos sus detalles. Los supervivientes, como digo, se hacinaban en un bote; y los que no cabían en él, entre ellos varios hombres heridos, iban detrás, en una balsa de madera unida al bote por un cabo. Había una fuerte marejada, con mar que rompía a veces, y los tirones del cabo de la balsa remolcada en la popa del bote hacían que éste embarcase mucha agua, poniéndolo en peligro de hundirse. Se desató a bordo una violenta discusión entre los partidarios de cortar el cabo y dejar la balsa a su suerte, y los que se negaban a abandonar a los compañeros. Quedó la cosa en mantener la balsa a remolque; pero, durante la noche, alguien del bote cortó el cabo. Los despertaron a todos las llamadas de angustia de los hombres que quedaban atrás, a la deriva, gritando en la oscuridad. Sus voces apagándose poco a poco hasta que dejaron de oírse. Y luego, sólo el sonido de las olas, la negrura del mar y el silencio de los hombres callados en el bote. Fueron rescatados tres días más tarde por un destructor inglés; pero de la balsa y sus ocupantes, nunca más se supo. 

Oí contar a Salvador tres o cuatro veces aquella historia, y recuerdo muy bien su voz quebrándose al llegar a ese momento del relato. Sus silencios intermitentes y su modo de inclinar un poco la cabeza, mirando con fijeza el cigarrillo que le humeaba entre los dedos o el contenido de su vaso de whisky. «¡No nos dejéis aquí!», decía, recordando las voces que se alejaban en la noche. «¡No nos dejéis aquí!», insistía como si aún escuchara aquellas palabras. Y mientras las repetía una y otra vez, se le llenaban los ojos de lágrimas. 

13 de mayo de 2012

domingo, 6 de mayo de 2012

La percha de Mingote

Una tarde de hace nueve años, mientras esperaba en mi entonces mesa habitual del café Gijón a que los miembros de la RAE votaran sobre mi candidatura, uno de los viejos camareros, que me conocía desde que entré por primera vez en el café siendo un jovencito imberbe, me dijo: «Hubo un tiempo en que tener una silla reservada aquí era más importante que tener un sillón en la Academia». Y tenía razón. Pero lo que pude averiguar más tarde, una vez dentro, es que había algo aun más importante que un sillón con tu letra en la sala de plenos, e incluso que una mesa reservada en el Gijón: el perchero del vestíbulo de la RAE, con sus perchas de bronce y su bastidor de madera con huecos para el bastón o el paraguas. 

Tanto me asombró el descubrimiento, que a las pocas semanas le dediqué un artículo en esta misma página. El perchero de la Academia, se titulaba. En él explicaba su protocolo centenario: cada académico tiene su percha, identificada con el nombre, y debajo encuentra los jueves el correo que recibe. Las perchas, excepto la del director, se asignan por orden de antigüedad. Y con el paso del tiempo, los académicos que mueren dejan su lugar vacante; de manera que los que vienen detrás avanzan percha a percha. Las vacantes deberían producirse entre los académicos de más edad, pero no siempre es así. Nombres de venerables abueletes ocupan desde hace décadas algunos de los lugares más antiguos, enrocados allí mientras compañeros más jóvenes se quedan por el camino. Son loterías de la vida, registrada puntualmente en ese viejo marcador que nos recuerda, cada jueves, cómo, cada uno a su paso, nos encaminamos todos a la muerte. 

En lo que a mi nombre se refiere, en noviembre del 93, cuando escribí aquel artículo, ocupaba la penúltima percha, entre Margarita Salas y José Manuel Sánchez Ron. Hoy tengo diecisiete por detrás. El último hueco en el perchero me ha dejado en el corazón un agujero del tamaño de un disparo de postas: Antonio Mingote era uno de los hombres más afectuosos y cabales que conocí en mi vida. Uno de esos venerables abuelos a los que antes me refería, y que dan a la Academia el tono, el prestigio y la solera. 

Sobre Antonio se ha dicho tanto en las últimas semanas -algunas veces España deja de ser madrastra ingrata y hace justicia a los mejores,- que insistir aquí sería remachar lo obvio. Pero no puedo dejarlo irse sin más. 

Desde que entré en la RAE formábamos parte de la misma comisión del Diccionario, la de Ciencias Humanas; y cada jueves, antes del pleno, nos reuníamos para revisar las definiciones que esa semana tocaban en suerte. Su bondad extrema, su fina caballerosidad, los ejemplos gráficos que garabateaba en los márgenes de las definiciones -conservo como un tesoro el dibujo de la palabra canalillo-, lo hacían entrañable. Silvia, la guapa filóloga de nuestra comisión, lo amaba en secreto. O sin él. En realidad lo amábamos todos. La comisión. No pueden imaginarse lo atrozmente viejo que puedo sentirme estos días, al asistir a ella. Lo incómodamente superviviente, cuando después de colgar mi mochila en el perchero compruebo que la tarjeta con mi nombre se ha movido de nuevo, avanzando otro puesto. Cuando entro en la salita donde nos reunimos, veo desocupado el lugar de Antonio Mingote y pienso en los huecos que he visto producirse en torno a esa mesa: el queridísimo Antonio Colino, el sensato Castilla del Pino, el muy fumador Ángel González, el excéntrico almirante Álvarez-Arenas, a quien cada tarde saludaba cuadrándome con un taconazo que él agradecía con una sonrisa guasona de sus ojos azules... Sólo dos de quienes hace casi una década me dieron la bienvenida siguen en esa comisión: Gregorio Salvador y José Luis Sampedro. Los otros, Javier Marías entre ellos, vinieron después. Sampedro acude siempre que la salud se lo permite, pero el veterano Gregorio no falla nunca. Está allí jueves tras jueves, ejemplo de académicos perfectos, dando tono y magisterio. Él y unos pocos más son los últimos nombres legendarios de aquella Academia en la que ingresé tímido y de puntillas, pidiendo perdón por hacerlo. Todavía lo pido cuando me siento en la comisión del Diccionario, a la derecha de Gregorio Salvador -a la izquierda se sentaba Mingote-, y lo miro respetuoso, como un fiel perro de caza miraría a su amo, esperando el dictamen docto, la autoridad definitiva sobre esto o aquello. En la RAE quedan pocos de los grandes; aunque, por suerte para quienes hablamos la lengua española, allí siguen. Y todavía se les escucha, para irritación de analfabetos e imbéciles. Después, que corra el perchero y el diablo nos lleve a todos. 

6 de mayo de 2012