domingo, 29 de julio de 2012

Carrera de San Jerónimo, 8

Hay un restaurante en el corazón de Madrid que parece un museo romántico. O que lo es. Se llama Lhardy, y está en el número 8 de la carrera de San Jerónimo, tras una espectacular portada -se puede apreciar mejor desde la acera opuesta- labrada en caoba de las Antillas. En uno de sus salones privados empieza en 1866, reinando Isabel II, mi novela El maestro de esgrima: una cena entre un banquero y un ministro. Y, naturalmente, una conspiración. Con tales época e ingredientes, en una historia abiertamente galdosiana como ésa, el escenario no podía ser otro que Lhardy: dos tercios del siglo XIX y todo el XX entre sus paredes decoradas con cuadros venerables y antiguos espejos donde se reflejó no poca trastienda de la historia política y cultural de España. Políticos, banqueros y artistas aparte, entre los escritores que lo frecuentaron y mencionaron en sus obras se cuentan Alejandro Dumas, Mesonero Romanos, Campoamor, Valle-Inclán, Azorín, Julio Camba y Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo. Pero sobre todo, don Benito Pérez Galdós; quien, que yo recuerde, menciona Lhardy en cuatro de sus Episodios Nacionales y dos de sus novelas. Por lo menos. 

Lhardy fue el restaurante favorito del marqués de Salamanca: el banquero español más poderoso de su tiempo. Él lo puso de moda, allí hizo negocios y recibió a sus amigos, y en uno de sus salones se celebró la famosa comida que sentó a la misma mesa al todopoderoso marqués y a siete escritores bohemios, entonces desconocidos y pobres como las ratas. También allí, cuenta la nutrida leyenda lhardiesca, acudía de incógnito ese regio putón verbenero llamado Isabel II, ornato de nuestras monarquías, a comer con su amante de turno en el reservado del salón blanco mientras su augusto marido, Francisco de Asís de Borbón, Paquita en la intimidad -«La noche de bodas llevaba más encajes y puntillas que yo misma», afirmó su legítima-, hacía un punto de cruz primoroso en el dormitorio real del palacio de Oriente. A lo largo de dos siglos, reyes, nobles, financieros y políticos frecuentaron Lhardy y conspiraron en sus elegantes salones. Sobre todo en el japonés, favorito del dictador Primo de Rivera. Allí, entre platos exquisitos servidos en porcelana de Limoges y acompañados de los más selectos chateaux franceses, se derrocaron monarquías, se prepararon elecciones, se designó a presidentes y ministros de dos Repúblicas, y se dispusieron candidatos para la Real Academia Española. Incluso la Guerra Civil, período lógicamente difícil para el local, tuvo su anécdota famosa: la del miliciano que, al entrar a requisar el restaurante para la República, abrió una botella de Chateau d´Yquem y la devolvió con desagrado, diciendo: «Esto ni es vino ni es ná». 

No todas las épocas fueron felices. El habitual desinterés de los alcaldes madrileños por los establecimientos históricos de su ciudad, que ha permitido la desaparición de tantos -a punto estuvo de acabar con el café Gijón, como pronto apuntillará quizás a los libreros de la cuesta Moyano-, puso varias veces a Lhardy al filo del colapso; y sólo el gatopardesco tesón de sus propietarios lo ha salvado hasta hoy. El restaurante ya no es lo que fue, desde luego. Ni pecheras almidonadas, ni corbatas blancas, ni collares de perlas: nada de aquel lejano glamour que le dio fama llenando sus salones, como cuando Alfonso XIII o La Fornarina se reunían allí con sus amistades. Tampoco la cocina, siendo buena, es para tirar cohetes -las croquetas son infames-. Pero todavía conserva su maravillosa tienda original con el samovar de consomé y el espejo isabelino, abierta al público en la planta baja; y en el piso de arriba, un servicio impecable de camareros, una clientela distinguida -no se toleran bermudas ni chanclas, de momento- y una carta de platos y vinos más que razonable. Y sobre todo, mantiene el toque de magia romántica en su decoración y ambiente; esa belleza añeja, serena, que cualquier visitante puede completar con facilidad mediante los libros leídos, la imaginación y la memoria. Hace siete años, algunos miembros de la RAE decidimos recuperar Lhardy para la Academia; y desde entonces nos reunimos allí cada mes y medio, pagando por turnos, a despachar un cocido en el reservado del saloncito blanco: el mismo que utilizaba Isabel II para sus lances. Conspiramos, hablamos de nuestras cosas -está prohibida la política- y evocamos el recuerdo de tantos compañeros académicos que frecuentaron aquellos salones. Brindando por los fantasmas que aún se reflejan, si uno mira con atención, en los viejos espejos empañados por el tiempo. 

29 de julio de 2012

domingo, 22 de julio de 2012

Noli me tangere

Bonita e instructiva historia española, reciente. Padre de familia pasea con su hija por Pamplona. Y en ésas, junto al monumento a Iñaki de Loiola-Elejalde, o como se llame ahora, nuestro paterfamilias se cruza con un grupo de personas encorbatadas, con toda la pinta de vivir de la política, y aspecto de salir de un restaurante tras ponerse hasta las trancas con la Visa del partido, léase contribuyente. Uno de los miembros del grupo inspira poca simpatía a nuestro protagonista, debido al papel poco airoso que éste atribuye a aquél en su calidad de consejero político, o viceversa, o algo por el estilo, en la gestión de una caja de ahorros local. Molesto con el personaje y sus antecedentes, nuestro ciudadano aplaude, grita «bien, bien» con la adecuada sorna, y acto seguido hace una peineta con el dedo medio de la mano derecha, seguida de un corte de mangas. Luego sigue camino con su hija, hasta que un policía de paisano, presumiblemente escolta del otro individuo, llega con prisas, enseña una placa, le dice que ha insultado a la autoridad y escribe un papelito con una denuncia. 

El asunto, que me aseguran real como la vida misma -tengo copia de la denuncia-, plantea un arduo problema jurídico-taurino-musical, que un amigo me traslada con la pregunta, más bien retórica, de qué puede hacerse en tales casos. Y eso abre varios frentes. El error del paterfamilias, creo, fue actuar como ciudadano a secas. Tendría que haber adornado su acción con algún elemento que le diera cobertura técnica. Impunidad, para entendernos. Si perteneciese a alguna minoría marginada o con tirón mediático en plan okupa, perroflauta, indignado del 15-M, feminazi furiosa porque el agredido no usa la coletilla ciudadanos y ciudadanas navarros y navarras, la cosa no iría más allá. Y mucho menos si quien hace el corte de mangas tiene la suerte de ser chuloputas de la calle Montera, chivato del bar Faisán, político consejero de cajas de ahorro que pasó equis tiempo dando créditos a los amiguetes, violador reincidente, atracador reincidente, estafador reincidente, financiero amigo de la Casa Real en plan Albertos, ex ministro de Trabajo o Economía de los últimos veinte años, sindicalista cómplice y trincón, ex presidente de Gobierno visionario e imbécil, etarra arrepentido pero no contrito, o por ahí cerca. En tales casos nunca pasa nada, oigan. Impunidad absoluta. Noli me tangere. 

Cualquiera de los antes mencionados habría podido, incluso, patearle la bisectriz al otro como hizo aquel animal de Batasuna con un político, no recuerdo ahora si del Pepé o del Pesoe, cuando se lo encontró por la calle, y luego dar la vuelta al ruedo saludando a la afición. Y si estos días es minero del carbón, ni les cuento. Podría meterle al otro un cohete de tubo de uralita y fabricación casera por el ojete, y tan amigos. En todos esos casos, y algunos más -rellenen ustedes la línea de puntos-, nuestros administradores de justicia, Dura Lex pero Hispana Lex a fin de cuentas, Supremo y Constitucional incluidos, calificarían la cosa de libertad de opinión antes de absolver al individuo con unas palmaditas en la espalda, en plan vete, hijo, y no peques más. Pillastre. Pero el del corte de mangas sólo era un ciudadano de infantería, sin cualificación especial. Un puto paria de los que votan, pagan impuestos y tienen hipoteca. Así que ya puede darse por fornicado. Ahorrar para la multa. 

De modo que cuidado, que asan carne. Si están a tiempo, organícense el currículum antes de mirar mal a un político de ésos que salen en el telediario jurando o prometiendo el cargo por su honor y su conciencia. Cuando sus víctimas quieran hacer cortes de mangas, recuerden antes que en España todo disparate tiene su asiento y todo golfo sus compadres. Procuren adoptar cautelas previas, como hacen algunos de ellos. Por ejemplo, saquen todo el dinero que tengan en el banco, a fin de que no les embarguen la cuenta. Vendan luego sus propiedades en dinero negro, o pónganlas a nombre de la esposa o el marido, según. Busquen algún apaño legal para que el salario también se lo paguen en negro, y al no estar declarado no sea embargable por demandante alguno. Luego llévenselo todo a Gibraltar o Andorra, o más lejos si pueden. Y una vez hecho eso, si quieren dar un toque maestro a la operación, declárense insolventes por la cara y empadrónense en una caja de cartón de las que abundan en los accesos al aparcamiento de la Plaza Mayor de Madrid, meca del turismo europeo. Entonces, sí. En tal caso ya podrán hacerle cortes de mangas a cualquiera, e incluso majarlo a hostias. Lo más que harán con ustedes es confiscarles el tetrabrik de Don Simón. 

22 de julio de 2012 

domingo, 15 de julio de 2012

No siempre fue una vergüenza

Como saben, me gusta recordar viejos episodios de nuestra Historia. Sobre todo si causan respeto por lo que algunos paisanos nuestros fueron capaces de hacer. O intentar. Situaciones con posible lectura paralela, de aplicación al tiempo en que vivimos. Les aseguro que es un ejercicio casi analgésico; sobre todo esos días funestos, cuando creo que la única solución serían toneladas de napalm seguidas por una repoblación de parejas mixtas compuestas, por ejemplo, de suecos y africanos. Sin embargo, cuando una de esas viejas historias viene a la memoria, concluyo que quizás no sea imprescindible el napalm. Siempre hubo aquí compatriotas capaces de hacer cosas que valen la pena, me digo. Y en alguna parte estarán todavía. Como estuvieron. 

Era un navío de 70 cañones y tenía un bonito nombre: Glorioso. Lo mandaba el capitán don Pedro Mesía de la Cerda, y en 1747 traía de La Habana cuatro millones de pesos en monedas de plata. El 15 de julio, cerca de las Azores, el navío se topó con un convoy inglés escoltado por tres barcos de guerra que casi lo doblaban en número de cañones: el navío Warwick, la fragata Lark y un bergantín. En aquel tiempo, un navío de América era un bombón: solía llevar caudales a bordo, así que los ingleses le dieron caza. Manteniendo el barlovento con mucho arte, el Glorioso se batió toda la noche, tuvo un respiro al caer el viento durante el día, y volvió a pelear la noche siguiente: primero dejó fuera de combate a la fragata, que se hundió; y tras hora y media de combate con el Warwick en la oscuridad, sin otra luz que los fogonazos artilleros -los españoles dispararon 1.006 cañonazos y 4.400 cartuchos de fusil-, el navío inglés se retiró con el rabo entre las piernas. Que no siempre Britania, aunque lo venda con trompetas, parió leones. 

Sin embargo, la odisea del Glorioso no había hecho más que empezar. Siguiendo rumbo a Finisterre, el 14 de agosto volvió a dar con una fuerza británica: el navío Oxford, la fragata Shoreham y la corbeta Falcon. Como en el caso anterior, los ingleses le fueron encima igual que lobos. Pero el comandante Mesía y su gente eran de esa casta de colegas que aprietan los dientes y venden caro el pellejo. Por segunda vez asomaron los cañones y batieron el cobre como los buenos: después de tres horas de arrimar candela, pese a haber perdido el bauprés, una verga y tener la popa hecha una piltrafa, el Glorioso continuó navegando hacia España mientras los ingleses se retiraban con graves daños. 

Fondeó el navío en Corcubión, desembarcando los caudales, y volvió a la mar para reparar averías en Cádiz, pues vientos contrarios descartaban El Ferrol. Y el 17 de octubre, a la altura del cabo San Vicente, volvió a encontrarse con una fuerza enemiga. Esta vez eran cuatro fragatas corsarias con base en Lisboa y bajo el mando del comodoro Walker: King George, Prince Frederick, Princess Amelia y Duke, que sumaban 960 hombres y 120 cañones. Inmediatamente le dieron caza, aunque el español, resabiado, no reveló su nacionalidad -treta común del mar- hasta que la King George se acercó a preguntársela. Entonces Mesía izó pabellón de combate y le largó al rubio una andanada que le desmontó dos cañones y el palo mayor. Siguieron tres horas de carnicería muy bien sostenida por el Glorioso; pero al rato se unieron a la fiesta las otras fragatas y dos navíos de línea ingleses que navegaban cerca, el Darmouth y el Russell: seis barcos y 250 cañones contra los 70 del solitario español, maltrecho y corto de gente por los combates anteriores y la travesía del Atlántico. Aun así, el comandante Mesía y su tripulación, a quienes a esas alturas daban ya igual seis guiris que sesenta, se defendieron como gato panza arriba bajo un fuego horroroso durante dos días y una noche. Que se dice pronto. Aún tuvieron la satisfacción de acertar en una santabárbara y ver volar al Darmouth, que se fue a tomar por saco con 314 de sus 325 tripulantes. Y al fin, el 19 de octubre -33 muertos y 130 heridos a bordo, agotada la munición, el barco desarbolado, chorreando sangre por los imbornales, raso como un pontón y a punto de hundirse-, el comandante convocó a los oficiales que seguían vivos, los puso por testigos de que la tripulación había hecho lo imposible, y arrió la bandera. 

De tal modo, fiel a su nombre, acabó viaje el navío español Glorioso. Había librado tres combates contra 12 barcos enemigos, de los que hizo volar uno y hundió otro; pero la hazaña final no corresponde sólo a quienes con tanta decencia lo defendieron, sino al navío mismo: remolcado a Lisboa por los vencedores para repararlo e izar en él su pabellón, los destrozos se revelaron tan graves que se negó a flotar y fue desguazado. Ningún inglés navegó jamás a bordo de ese barco. 

15 de julio de 2012

domingo, 8 de julio de 2012

El día que invadimos Gibraltar

Me encanta. Para qué les digo que no, si es que sí. La cosa patriótica me trae al pairo a estas alturas de nuestra torpe Historia; y en lo que se refiere a Gibraltar, las declaraciones oficiales españolas suelen darme una risa que me saltan los empastes. Algunos de ustedes saben que llevo veinte años sugiriendo entregar el Peñón -con aguas y territorios adyacentes incluidos- a quienes saben defenderlo, y que dejemos de hacer el payaso sin fronteras de una puñetera vez. Ya vale de patrullar Somalia y Afganistán mientras hacemos el ridículo en Algeciras, donde la Armada española ni está nunca, ni se la espera en las próximas décadas. Pero eso no es obstáculo, u óbice para que la mala leche hispana me gotee por el complacido colmillo ante ciertos episodios. Al final, quieras o no, siempre tiran los viejos instintos, el espíritu tribal y la negra honrilla. Porque a ver. Si prestigiosos escritores como mi compadre Javier Marías se calientan con el Real Madrid, a ver por qué no puedo yo ser forofo de los contrabandistas de La Línea, provincia de Cádiz, que me entretienen más y frecuentamos los mismos bares. 

Así que imaginen. Verja de Gibraltar, con un agujero por donde suele colarse la peña para pasar el tabaco que, almacenado en depósitos del puerto con toda la desvergüenza del mundo, venden los llanitos a los españoles y a cualquiera que pague, desde que el cabo Tres Forcas era soldado raso, o desde antes. Es pura rutina: centenares de familias viven de eso en La Línea, donde ocho de cada diez habitantes está oficialmente en el paro. El caso es que, colándose por el boquete de la verja, como cada noche, ésta que cuento se mete en busca de su alijo media docena de matuteros linenses de pata negra: morenos, chupaíllos, tatuajes, cadenas gordas de oro con medallas de la Virgen del Carmen, el Porsche Cayenne tuneado cerca de la verja con los colegas esperando al volante, la radio haciendo pumba-pumba y el maletero abierto. Y en ésas, sea porque hoy toca estadística de rigor aduanero para que en Londres y Bruselas dispongan de papel higiénico, o porque al funcionario policial gibraltareño que está de guardia no le han engrasado bastante los ejes de la carreta, los aduaneros llanitos, haciéndose de nuevas a estas alturas de la feria, les dicen «¿Aónde yu going, quillo?» a los contrabandistas y les caen encima de sopetón, apresando a dos de ellos por la cara. O sea, by the feis. 

Y ahí viene lo bonito. Alertados por los gritos de sus colegas -«¡Que ze nos yevan, ohú!»-, a los que arrastran Peñón adentro con el millar de cajetillas de Winston que les encuentran encima, los matuteros que están en el lado español, que son una quincena, se rebotan a su manera. Y entonces, colándose muy cabreados y en tropel por el agujero de la verja, se meten todos en Gibraltar blasfemando en arameo, «¡Hihoslagranputa! -gritan-. ¡Zoltar al Zeisdedos y al Mediopeo, que zon padres de farmilia numeroza!». Y para reforzar el argumento, se lían a palos, y a los aduaneros llanitos les dan de hostias hasta en el carnet del bingo. Con lo que se monta allí una pajarraca de las históricas, primero a base de leña manual; y luego, cuando por el agujero de la verja llegan algunos más de La Línea para echar una mano, y del otro lado acuden refuerzos de la policía gibraltareña con el pirulo y la sirena haciendo pi-po, pi-po, los nuestros -a esas horas del pifostio, perdóneme Dios, ya son los nuestros- reciben a los bobis a pedrada limpia. Hasta que al fin, tras un cuarto de hora de invasión matutera, los linenses se repliegan victoriosos por el mismo agujero, con los dos consortes liberados por su impecable acción de comando, dejando atrás a un aduanero llanito hecho un Eccehomo y un coche de la Gibraltar Police, o como se llame, con más abolladuras que los de Zapatero o Rajoy si pasaran despacio junto a la cola de una oficina del paro. 

Así que no me digan que no mola. El desparrame. Sólo otra vez en estos tres siglos y pico puso España pie en Gibraltar: cuando en 1704, como avanzadilla de un ataque general, un grupo de pobres soldaditos escaló de noche el acantilado, degolló a la guarnición de arriba, y luego, abandonados por sus jefes y compañeros -naturalmente, el ataque previsto no se produjo-, vendieron caro el pellejo hasta ser exterminados por los ingleses. Desde entonces, que yo sepa, sólo la incursión matutera del otro día ha hecho posible que una fuerza armada española -con piedras y alguna navaja, supongo, pero menos da un boniato- vuelva a pisar gloriosamente el suelo de la perversa colonia. Dudo que al Seisdedos, al Mediopeo y a sus colegas los proponga nadie para la Laureada, la verdad. Tampoco es eso. Pero cuando me los tope en Casa Bernal, tapeando, les pago unas cañas. 

8 de julio de 2012 

domingo, 1 de julio de 2012

Prefieren no mirar

Hieren su sensibilidad. O sea, molestan a los lectores. Los desconsiderados redactores que metieron en los periódicos de papel o digitales unas fotos de niños escabechados en la última matanza de la guerra civil siria, no tuvieron en cuenta que enseñar cadáveres es de mal gusto. Incurrieron en el voyeurismo sórdido. Y claro, numerosos ciudadanos irritados se han dirigido a los medios correspondientes, afeándoles la conducta. Niños degollados y sangre. Qué espanto. Qué inapropiado. Me han causado ustedes un problema de tipo emocional de aquí te espero. Hacen de la muerte un espectáculo, de la tragedia un morbo. Mostrar carnaza es propio de periódicos y revistas de baja categoría. Una falta de respeto para lectores y víctimas. Etcétera. 

Tiene gracia. Aunque sea puñetera gracia. Esas quejas de lectores sensibles coinciden exactamente con lo que una individua sectaria, desabrida y biliosa, hoy ideóloga ética en la telebasura y entonces directora de Informativos de TVE, nos decía a principios de los 90 cuando mandábamos cada día carne fresca, recién descuartizada, desde los Balcanes. Los combates de Vukovar. Los degollados de Petrinja. Los morterazos del mercado de Sarajevo. La bomba de Dobrinja. El hospital Kosevo, con la gente llegando reventada por la metralla y la morgue llena hasta la puerta, donde el suelo rojo hacía chof, chof, cuando lo pisabas. 

Imágenes de la matanza cotidiana, grabadas, jugándose la vida bajo las mismas bombas que mataban a esa gente, por Márquez, por Miguel de la Fuente, por Paco Custodio. Por mis compañeros y amigos. Profesionales que estaban allí para mostrar lo que ocurría, la atrocidad y la barbarie; no para plantearse problemas éticos sobre la sensibilidad de los espectadores. Pero la jefa -tener esa jefa era una desgracia como otra cualquiera- se ponía como una fiera. No mandéis esas imágenes, que son muy fuertes. Malvados. Si grabáis mucho niño muerto, os los quitaremos de la crónica antes de emitirla en el telediario. Por suerte, entre ella y nosotros estaba Miguel Ángel Sacaluga, el subdirector, que metía lo que le enviábamos y nos cubría las espaldas -nunca se lo agradeceré lo suficiente- porque estaba tan cabreado como nosotros de tanto paño caliente, tanta diplomacia y tanta mierda: Javier Solana, el negociador simpático, morreándose con los verdugos y repitiendo, con mucho plural de por medio, que todo iba a solucionarse de un momento a otro. Así, día tras día, mes tras mes, año tras año. Y mientras la cobarde Europa por él representada miraba hacia otro lado, en Sarajevo faltaba tierra para enterrar a la gente, y hasta los campos de fútbol había que convertirlos en cementerios. 

Por eso me da tanta risa torcida cuando al correo del lector de tal o cual periódico acude la peña con quejas. Si aquella foto debió publicarse entera o cortada, en primera o en páginas interiores. Si a la niña de catorce años violada y degollada deberían haberle tapado ustedes la cara para cumplir con las leyes de protección a la tierna infancia. Si la imagen de esa mujer destripada no lleva pie de foto con crítica explícita a la violencia machista. Si difundir la imagen de treinta cuerpos amontonados junto a una pared acribillada de impactos de bala supone una falta de respeto al dolor de sus familias. Y es que no se han enterado de nada, rediós. Esos menguados olvidan que la función de las imágenes de guerra atroces es precisamente ésa. Sacudir, atormentar, herir la sensibilidad del lector, del espectador, lo más que se pueda. Decirle: mira, gilipollas, esto es real. Así muere la gente cuando la matan. Y para que te enteres: en Siria y en todas las Sirias repartidas por el puerco mundo, son precisamente los familiares de esas víctimas los que desean que se fotografíen y graben las matanzas. Son ellos quienes se juegan la piel para llevar a los periodistas hasta allí, y de ese modo hacer al mundo testigo de un horror que, de otra manera, quedaría oculto y con frecuencia impune. 

Dudo que ningún editorial de periódico, ninguna tertulia televisiva, logre hacer con sus argumentos que alguien odie tanto a los nazis como la brutal visión de las imágenes de Auschwitz o Dachau, a la hora de comer. Por ejemplo. Pero es que la cuestión real no es ésa. Lo que ocurre es que esta sociedad anestesiada, egoísta, que a pesar de la que está cayendo fuera y dentro sigue sin querer enterarse de en qué peligroso mundo vive, está empeñada en que nadie le altere el pulso. En que no la despierten de su imbécil sueño suicida. Lo que pide, o exige, es vivir cómodamente sentada en el sofá, zapeando entre anuncios con gente que baila y sonríe, Sálvame y el puto fútbol. 

1 de julio de 2012