domingo, 6 de febrero de 2005

El domingo que fui Goebbels

Me telefonean mi agente norteamericano, Howard Morhaim, y Daniel Sherr, y algunos amigos argentinos, franceses y españoles, todos judíos hasta las cachas, para decirme qué pasa, Arturete, te has vuelto mochales o qué, antisemita y neonazi a estas alturas de la feria, qué callado te lo tenías, cabrón, juas, juas, porque según cierto mensaje que circula por Internet habrías dicho, literalmente, que los judíos somos unos hijos de tal y cual –Pérez-Reverte llama a los judíos hijos de puta. Protesta y pásalo, dice el mensaje anónimo–, y por lo visto hay un montón de emilios y cartas a periódicos de gente que no sabemos si habrá leído o no tu puñetero artículo, chico, pero te pone como hoja de perejil. Y hasta una ex política bajuna y hortera que, consecuente con su antiguo oficio, ejerce de tertuliana en la telebasura, te compara con Goebbels y Eichmann. A ver qué pasa contigo, colega. 

Así que yo, bueno, pues cuento lo que hay. Y de paso se lo recuerdo a ustedes. Que el 2 de enero publiqué un artículo en el que, entre otras cosas, apuntaba que en Israel hay –se sobreentiende que entre otras– dos variedades que detesto: «Hijo de puta ultra con trenzas, kipá en el cogote, escopeta y tanque Merkava guardándole las espaldas, o hijo de puta con chaleco de cloratita en la variedad Alá Ajbar y hasta luego Lucas». Está claro para quien no sea un malintencionado, un fanático o un imbécil, que la frase no sólo alude a judíos, sino también a palestinos, aunque los fariseos escandalizados omitan esto último. Pero es que, además, ni siquiera utilizo la palabra judío, pues no me refiero a quienes pertenecen a esa religión y usan la dignísima kipá –el gorrito mosaico–, sino a un grupo concreto que vive en Israel. Ese «ultra» con «escopeta y tanque Merkava guardándole las espaldas» alude a los colonos armados, extremistas y fanáticos, que, criticados por sus propios compatriotas y enfrentados al gobierno israelí, al que acusan de blando –y ser más duro que Sharon tiene tela–, agravan el conflicto con su cerril intransigencia. 

En cuanto a los palestinos, pues bueno. Ésos no han protestado, posiblemente porque carecen de infraestructura internacional que permita inundar Internet y los teléfonos móviles con chorradas. O quizá entendieron a quién me refería al hablar del chaleco de cloratita. Los otros palestinos, la grandísima mayoría, están allí, en Israel, machacados por los tanques y por la intransigencia que, desgraciadamente –España también tiene lo suyo, a su manera–, no es exclusiva de aquella tierra. Esos palestinos no anhelan morir en nombre de nada, sino que los dejen vivir, tener agua potable, comer, caminar sin que les corte el paso una alambrada o les disparen. Y ningún imbécil o imbécila han de matizarme eso, porque lo presencié muchas veces, en otro tiempo. Hay, en efecto, hijos de puta que se vuelan a sí mismos dentro de un autobús con pasajeros inocentes. Y hay otros hijos de puta que encargan a la aviación o a la artillería que le pegue un zambombazo a una escuela con niños dentro. En 1974 pasé un día entero sacando criaturas aplastadas entre los escombros del campo de refugiados de Ain Helue. Sé lo que digo. Así que déjense de gilipolleces, y no me obliguen a matizar que todos los hijos de puta son iguales; pero que, en cuanto a motivos, algunos son más iguales que otros. Respecto al holocausto y el antisemitismo, tampoco me toquen la flor. Esa atrocidad ocurrió hace más de medio siglo, la recordamos todos muy bien, y no justifica lo injustificable. 

De cualquier modo, el mecanismo no es nuevo. En los doce años que llevo tecleando esta página, ha pasado muchas veces, y volverá a pasar. Cuando de fanáticos e imbéciles se trata, da igual que uno mencione a israelíes, a palestinos o a taxistas. La diferencia es que, cuando digo que un taxista es un ladrón y un sinvergüenza y los taxistas protestan porque insulto al gremio del taxi, la cosa queda en esperpento. Lo otro tiene ribetes más sombríos, pues prueba que quienes viven de ser víctimas, rentabilizando cada ocasión, se frotan las manos ante supuestas conspiraciones, enemigos y odios, sean judeófobos, nacionalistófobos, o capullófobos. Aún así, lo peor no son los manipuladores que sacan partido de esa murga, sino los cantamañanas que, ingenuamente, se dejan llevar por ellos al huerto. Así que también yo he mandado un mensaje por Internet y por teléfono móvil: «Si los tontos volaran, El Semanal lo leeríamos a la sombra. Pásalo». 

6 de febrero de 2005 

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