domingo, 25 de septiembre de 2005

Picoletos sin Fronteras

Naturalmente, rediós. Estoy con quienes, tras la muerte de un joven camerunés durante un asalto nocturno masivo de subsaharianos a la frontera de Melilla, pusieron las cosas en su sitio. A quien más oí ponerlas fue a una tertuliana de radio, que tras explicarnos a los estúpidos radioyentes que la inmigración clandestina no se frena con fronteras, sino desarrollando África –brillante conclusión que nunca se me hubiera ocurrido a mí solo–, instaba al defensor del pueblo a intervenir en el asunto. También algunos políticos periféricos, sensibilizadísimos siempre con Camerún, exigieron que el Ministro del Interior compareciese en el Congreso para detallar en qué circunstancias extrañas e incomprensibles pudo recibir un inmigrante clandestino, en el barullo del asalto, un inexplicable y desproporcionado pelotazo de goma, golpe o algo así. Y para completar el paisaje, como el presidente de la autonomía melillense comentó la elemental obviedad de que la Guardia Civil no es un cuerpo de azafatas, ni tiene por qué serlo, otras voces se sumaron al clamor de ortodoxia humanitaria, casi llamándolo totalitario y racista, y exigiendo que los cuerpos y fuerzas actúen siempre de forma eficaz, sí, pero –matiz básico– no violenta. Ojito con eso. Que toda violencia es antidemocrática, y el picoleto que pega un pelotazo de goma o levanta una porra, como el soldado que va a una guerra con escopeta en vez de con biberones de leche Pascual, es un violento, un asesino y un fascista. Pero eso sí: tertulianos, políticos y analistas habituales, todos coincidían en que tampoco es cosa de quitar la verja y barra libre para todos. No. Tampoco es por ahí, hombre. Sería un problema. Hay que aplicar medidas bondadosas pero eficaces, apuntaban, lúcidos. Combinar con destreza la seda y el percal. Elemental, querido Watson. 

Así que me sumo. Suscribo el rechazo absoluto a la contundencia, a la violencia, y a la ruda contingencia. Y estimo urgente que, defensor del pueblo aparte, los ministros de Interior y Defensa comparezcan en el Congreso cada vez que se produzcan hechos similares –también cada vez que se hunda una patera; no sé si se le habrá ocurrido a alguien ya–, y que la Guardia Civil abandone su brutal táctica represiva fronteriza de una puta vez. Es preciso establecer finos protocolos operativos que no confundan la prevención firme, pero exquisita, con la represión policial a secas, que en la tele queda fea y le estropea la sonrisa a Zapatero. Si a España cabe la gloria pionera de haber inventado las fuerzas armadas desarmadas para la paz y la concordia marca Acme Un Hijo Tuyo, a ver por qué no podemos también asombrar al mundo inventando la oenegé Policías sin Fronteras –no sé si captan el astuto juego de palabras– donde a la contundencia policial, ese residuo franquista, la sustituyan el diálogo entre civilizaciones y el buen rollito macabeo. 

Lo de Melilla, por ejemplo, lo veo así: frente a cada asalto masivo de inmigrantes ilegales, y para evitar que el alambre de la verja los lesione salvajemente, efectivos de la Guardia Civil abrirán las puertas. Y cuando quinientos infelices negros desesperados se dispongan a irrumpir por ellas, los picolinos moverán la cabeza reprobadores, pero sin palabras que puedan ser interpretadas como coacción verbal. A los inmigrantes que rebasen este primer escalón táctico, guardios y guardias especialmente adiestrados y adiestradas les afearán la conducta con palabras mesuradas en inglés, francés, árabe y swahili, como por ejemplo: «le ruego a usted que no transgreda el umbral, señor subsahariano de color», o: «hágame el favor de retrotraerse a Marruecos si es usted tan amable, señor magrebí de etnia rifeña». Pese a estas medidas coercitivas, es probable que algunos emigrantes crucen la verja; para qué nos vamos a engañar. En tal caso, las fuerzas del orden pasarían al plan B: agarrarlos por los hombros sin violencia pero con firmeza democrática, besarlos en la boca de modo contundente, y luego indicarles la dirección de los autobuses que los trasladarán a los centros de acogida; o, puestos a ahorrarnos el paripé, al avión o al barco para la península. Todo, por supuesto, en presencia de una delegación de miembros de la comisión de derechos humanos del Congreso, que abrirá inmediatamente, si ha lugar, la investigación y comparencias ministeriales oportunas. 

Ya lo dije alguna vez: somos el pasmo de Europa. Y lo que la vamos a pasmar todavía. 

25 de septiembre de 2005 

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