lunes, 30 de enero de 2006

Un pirata de verdad

De románticos tenían lo justo. O sea, nada. Desprovistos de la aureola artificial de la novela decimonónica y de la imbecilidad anglosajona de las películas de Hollywood, los piratas de antaño se quedan en lo que eran: saqueadores y asesinos. A menudo suele confundírseles con los corsarios, pero ésos, al menos sobre el papel, tocaban otro registro –precisamente Alberto Fortes publicó hace poco, en gallego, O Corsario: una biografía del pontevedrés Juan Gago–. Los corsarios eran particulares que, sujetos a reglas internacionales, saqueaban por cuenta de un rey a los enemigos de éste. Un pirata era un pirata, y punto; sin diferencia con los que hoy asaltan barcos, roban y matan en las costas caribeñas, el mar Rojo o los estrechos de Asia. Resumiendo: una panda de hijos de puta. Pensaba en eso el otro día, cuando revisando papeles di con la carpeta que guardo sobre Benito Soto, uno de los últimos piratas españoles, y uno de los pocos nuestros que se hicieron famosos bajo la bandera negra. Un pájaro de cuenta cuya dramática historia terminó en tanguillos de Cádiz. 

Les cuento. El barco era un corsario brasileño dedicado a la trata de negros: un bergantín de siete cañones llamado El defensor de Pedro, cuya tripulación se amotinó en 1823, dejando al capitán en tierra africana y pasando a cuchillo a los tripulantes que no estaban por la labor. Su segundo contramaestre, un pontevedrés de veinte años llamado Benito Soto Aboal –desertor de la matrícula de mar española a los dieciocho–, fue elegido comandante. Al bergantín se le cambió el nombre por el de Burla negra, y en poco tiempo consiguió una siniestra reputación, estrenándose en su nuevo oficio cerca de Ascensión con el saqueo de la fragata mercante inglesa Morning Star, y luego con el de la estadounidense Topaz, de la que asesinaron, por la cara, a 24 de sus 25 tripulantes y pasajeros. Más tarde, entre las Azores y Cabo Verde, le llegó el turno al brickbarca inglés Sumbury. En este punto, ya en posesión de un botín razonable, Soto decidió navegar hasta Galicia para vender el fruto de la campaña. De camino no dejó pasar la oportunidad de darle lo suyo al portugués Melinda, al Cessnok –a ése no le tengo controlada la bandera– y al inglés New Prospect, saqueos que se completaron, para rematar la cosa, con el asesinato de algunos miembros de la tripulación propia, de los que Soto no se fiaba un pelo y a los que temía dejar en tierra con la lengua demasiado suelta. 

En La Coruña, donde los piratas presentaron papeles falsos con uno de los tripulantes haciéndose pasar por el verdadero capitán del barco, vendieron la carga y luego decidieron irse al sur de España o a la costa de Berbería para vivir de las rentas. Pero el mar gasta bromas pesadas: una noche oscura confundieron el faro de la isla de León con el de Tarifa, y terminaron embarrancando en una playa gaditana, muy cerca de donde hoy está, como ya estaba entonces, el Ventorillo del Chato. Aunque al principio las autoridades de Marina, sobornadas por los piratas, hicieron la vista gorda, un antiguo pasajero del Morning Star los reconoció –también es mala suerte que el fulano estuviera en Cádiz– y puso el grito en el cielo. Total: diez de ellos terminaron ahorcados y hechos cuartos por la justicia gaditana, y el capitán Soto, que había huido a Gibraltar, fue detenido, juzgado y ejecutado en la colonia, culpable de 75 asesinatos y del saqueo de diez barcos. Como buen gallego, Soto se dejó ahorcar sin aspavientos, mostrándose, cuentan, arrepentido, resignado y también algo chulito. Que me quiten lo bailado, debió de decir. O algo así. 

Pero la historia del Defensor de Pedro aún trajo cola. Setenta y cuatro años después, en 1904, los trabajadores de una almadraba descubrieron, en el lugar donde había acabado su aventura el barco pirata, gran cantidad de monedas acuñadas en México en el siglo XVIII. La gente se volvió loca, echándose todo Cádiz a la playa –incluidos viejos, niños y suegras– con palas y cribas, hallándose al menos millar y medio de piezas. Así se hicieron famosos «aquellos duros antiguos / que tanto en Cai / dieron que hablá», que en los carnavales del año siguiente inmortalizaría un personaje local, el Tío de la Tiza, con su peña Los Anticuarios. Y colorín colorado: ésta es la historia de Benito Soto Aboal, el español que, fiel a las esencias nacionales, empezó como truculento pirata y acabó –aquí todo termina igual– en chirigota gaditana. 

29 de enero de 2006 

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