domingo, 29 de enero de 2012

La luz de la Bounty

Tengo en la biblioteca una Bounty de casi un metro de eslora, dentro de una urna de cristal. Ese barco -aunque originalmente era un carbonero de tres palos, escribo su nombre en femenino por razones más sentimentales que técnicas- presidió buena parte de mi infancia, animada por relatos sobre el mar entre los que, naturalmente, se contaba el motín de sus tripulantes en Tahití contra el despótico capitán Bligh en 1789: odioso personaje, aunque buen marino, que fue interpretado en el cine sucesivamente, y en los tres casos de forma espléndida, por Charles Laughton, Trevor Howard y Anthony Hopkins. El caso es que, como digo, ese barco inspirador de la trilogía que sobre el episodio escribieron Nordhof y Hall -conservo Rebelión a bordo, Hombres contra el mar y La isla de Pitcairn en el grueso volumen que perteneció a mi padre- formó parte de mi más temprana educación en lo que a barcos se refiere. Antes de cumplir los nueve años, la Bounty era tan habitual en mis primeras singladuras imaginarias como el ballenero Pequod, la Hispaniola donde navegó Jim Hawkins, el Nautilus del capitán Nemo, o el Arabella, buque pirata del capitán Blood. 

Mi Bounty -comprendan el legítimo orgullo de propietario- es magnífica: casco hueco, tracas claveteadas, lijadas y barnizadas sobre las cuadernas, madera, latón, velas aferradas en las gavias y la bandera británica en el pico de cangreja del palo mesana. Un trabajo artesano, ése, que puedo alabar sin reservas porque no es mío -los barcos que construí nunca fueron tan perfectos- sino de un amigo que lo hizo para mí, echándole al asunto todo su afecto y su arte. Y ahora luce, honrada como merece, en una urna de cristal encastrada en un panel de la biblioteca, visible tanto por babor como por estribor. Rodeada, naturalmente, de libros que hablan de mares y marinos. 

Hay una ventana grande cerca, al otro lado de la habitación. Y cada mañana, a la hora en que me dispongo a bajar por la escalera que lleva al lugar donde trabajo, la primera claridad del día entra por esa ventana e ilumina el suelo al pie de la vitrina. Los días grises traen una luz pizarrosa y tenue; pero los días despejados es un intenso rectángulo de sol el que incide directamente en las baldosas, enviando en dirección al casco y la arboladura de la Bounty un reflejo de claridad primero rojiza y después dorada que los ilumina desde abajo. El efecto, asombroso, dura unos minutos y es idéntico a la luz de un amanecer. Lo he visto cien veces en el mar, fondeado o navegando, cuando el disco solar asoma en la línea del horizonte: esos rayos horizontales que tornasolan el agua, primero intensamente bermejos y luego más claros y amarillentos a medida que el sol se hace visible, que iluminan los palos y velas cuando la cubierta aún está en sombra, y descienden despacio por la arboladura hasta deslumbrarte en rojos y dorados, alejando la noche por la banda opuesta. Haciendo posible una vez más el extraño milagro, la ilusión reconfortante y engañosa, de que el mar que te rodea, o la costa que la luz descubre a sotavento, parezcan más una promesa que una amenaza. 

De ese modo veo la Bounty cada mañana, erguida y hermosa como si estuviera lista para la maniobra, fondeada sobre un ancla a la espera del silbato del nostramo. Obra maestra, como casi todos los buques de su época -ni siquiera una nave espacial supera en perfección a un navío de 74 cañones-, de la inteligencia, el arte y el coraje de gente para la que el mar nunca fue una barrera sino un camino. Con esa belleza natural, madera, lona, hierro y cáñamo en la primera luz del día, que ni los magníficos lienzos navales de Garneray, Dawson o Hunt pudieron imitar jamás. Como la vería con mis propios ojos en el mar auténtico, a tamaño real, si estuviera fondeado muy cerca de ella o remando en un bote en sus proximidades: iluminada desde abajo por la luz del sol naciente que hace relucir los dos cañones de babor que asoman por las portas situadas a popa, con la cubierta todavía en sombras bajo los palos y velas aferradas, y las cofas que la luz recorta entre la telaraña de jarcia que blanquea sobre la penumbra azul que retrocede hacia poniente. Como debió de verla por última vez, desde su bote, el capitán Bligh cuando fue abandonado a la deriva con dieciocho marineros leales, antes de emprender la hazaña de navegar cinco mil millas hasta Timor. Por eso cada mañana, al ver amanecer sobre la Bounty, sonrío recordando a los niños que soñaron con barcos como ése, cuando el mundo no se limitaba a la pantalla de un ordenador y la imaginación era refugio de los hombres libres. 

29 de enero de 2012

domingo, 22 de enero de 2012

Sobre libros, cañas y tapas

Unos cazan conejos o venados, y otros cazamos libros. Transcurre una de esas mañanas frías y soleadas de Madrid, cuando las casetas de la cuesta Moyano se alinean en una luz cegadora con sus mostradores y tenderetes llenos de libros de lance. Entre esos naufragios de librerías, pecios de bibliotecas, restos flotantes de vidas y mundos desaparecidos, me muevo atento y sigiloso como un francotirador adiestrado por viejos hábitos. Dispuesto, como estipulan las reglas, a actuar sin piedad frente a otros eventuales cazadores, madrugándoles la pieza codiciada. Llevo así hora y media, mirando, tocando, husmeando como un depredador pertinaz, del mismo modo que mi teckel Sherlock lo haría, si su amo le permitiera hacerlo, tras el rastro de un codiciado jabalí. Con el pálpito en el corazón y el hormigueo en los dedos sucios de buscar y rebuscar que siente todo psicópata de los libros en lugares como éste. Ávido por cazar hasta sin hambre. De colmar el zurrón aunque vaya bien repleto. 

Saciado al fin, o casi, cargo con un botín que justifica el paseo: una biografía de Nelson, el Napoleón de Ludwig -lo habré regalado cinco o seis veces-, el Viaje del Parnaso en edición crítica de Rodríguez Marín, la biografía de Engels de Tristam Hunt, tres novelas de Ágatha Christie y una de Eric Ambler. Entre los ocho libros, el desembolso total no llega a los setenta euros. Sabiendo mirar con paciencia y atento a las ediciones de bolsillo, puede comprarse aquí una docena de libros por quince o veinte mortadelos. Eso incluye policíacos o de aventuras y grandes obras de la literatura universal. De Beau Geste o Adiós muñeca a La línea de sombra o Crimen y castigo. Absolutamente todo. 

Sin embargo, en este paraíso de libros y felicidad lectora que es la cuesta Moyano, hay cuatro gatos. Menos de treinta personas se mueven por las casetas y los tenderetes. Y eso, en día casi festivo como hoy; en que, con crisis como sin ella, bares y terrazas están llenos. Como de costumbre, la charla con algunos amigos libreros ha sido un rosario de lágrimas y pesares. No se vende un carajo, es frase que lo resume todo. Cada vez viene menos gente, y esto se muere. Y fíjate, añaden, que no hay lugar donde se concentre una oferta cultural tan extraordinaria y barata como ésta. Escuchándolos, recuerdo con amargura una discusión que mantuve hace días en Twitter con algún cantamañanas que argumentaba, en defensa de la piratería salvaje y del todo gratis para todos -confundiendo cultura de fácil acceso con cultura impunemente saqueada-, que los libros son caros y eso justifica trincarlos de Internet por la patilla. Lugares como la cuesta Moyano, las librerías de viejo o las ferias que los libreros de lance organizan con gran esfuerzo en diversos lugares de España, desmienten esa simpleza. Y si es cierto que la novedad editorial alcanza en ocasiones precios indecentes, a quien desea tener un buen libro en las manos le basta darse una vuelta por lugares como éste con diez euros en el bolsillo. O con menos. El precio de una caña y una tapa. Raro sería que no se fuese con tres o cuatro libros. O más. Quien no compra un libro es porque no quiere, o porque no lee. No porque todos los libros sean caros. Así que déjenme de milongas y cuentos chinos. 

Aunque, para cuento chino, el de las autoridades municipales con la cuesta Moyano. Durante años, el ex alcalde Ruiz Gallardón desoyó el ruego de los libreros de que, para darle vida a aquello, instalase en el paseo algún chiringuito con terraza, que es lo único que atrae a la peña. Si vienen a tomar copas, argumentaban, algún libro verán, porque estaremos enfrente. El alcalde, naturalmente, se pasó la sugerencia por el forro del bastón municipal, argumentando competencias, permisos y ordenanzas que, por otra parte, nadie opone a la proliferación de bares y terrazas que llenan el centro de la ciudad. Y mucho temo que la nueva alcaldesa haga lo mismo, pues los libros no importan ni a los alcaldes. De todas formas, previne a los amigos de Moyano, cuidado con las ideas, que tienen doble filo. Un concejal avispado puede echar cuentas, concluyendo que el negocio sería mandar a los libreros a tomar por saco y montar en cada caseta un chiringuito de tapas, dándole la concesión a la empresa de algún compadre. De libros, ni rastro; pero la verja del Retiro se pondría de bote en bote, con todo Madrid, turistas incluidos, dándose codazos con una copa en la mano: terrazas llenas, ambientazo, promoción en los telediarios, y muchos puestos de trabajo para camareros, que es la única profesión nacional en auge. Ni crisis, ni leches. La cuesta Moyano, ahora sí, de plena moda. Y viva España. 

22 de enero de 2012 

domingo, 15 de enero de 2012

Los jóvenes reporteros nunca mueren

Hace unos días volví a ver la película que rodó Gerardo Herrero sobre Territorio comanche; que más que novela era un trozo de memoria personal con la ficción justa para aliñar la cosa. Rodada en escenarios tan naturales como la guerra misma, la película resiste el paso del tiempo; con la particularidad de que, al mostrar un Sarajevo agitado por los últimos coletazos del asedio serbio, contiene un valor documental extraordinario. Por mucho dinero que se metiese en la producción, sería imposible reconstruir hoy el sombrío decorado de esa ciudad destruida y peligrosa. El caso es que he visto de nuevo la película, como digo, refrescando el recuerdo que de ella conservaba: cierta cómica incomodidad cuando Imanol Arias, que en la peli hace de mí, o casi, se muestra demasiado nervioso bajo el fuego -un reportero veterano, le decíamos sin éxito, siente la guerra con los ojos, no con los oídos-, y una sonrisa cómplice ante el modo con que Carmelo Gómez interpreta el papel del cámara de televisión José Luis Márquez; que a mi juicio, y también al del propio Márquez, es una de las mejores interpretaciones de su espléndida carrera de actor. 

Estos días también he visto un magnífico documental de Roberto Lozano -Los ojos de la guerra, se titula- sobre los actuales reporteros. Aparte de removerme algunas nostalgias, el documental plantea una pregunta que me hacen con frecuencia: si echo de menos mis tiempos de reportero dicharachero de Barrio Sésamo, y si el periodismo bélico que se hace ahora tiene algo que ver con el de mi generación, la tribu de enviados especiales que, criados al socaire de viejos maestros como Vicente Talón, Manu Leguineche, Enrique Meneses, Tomás Alcoverro o Miguel de la Cuadra, cubrimos conflictos durante el último tercio del siglo pasado. Y mis respuestas a esas preguntas siempre se resumen en una: no lo añoro porque ya no existe, y el periodismo de guerra actual poco tiene que ver con el de ayer. Entonces te perdías dos meses en África y al regreso tu reportaje iba en primera página; mientras que ahora, si tardas minuto y medio en dar una información, ésta se queda vieja porque ya la conoce todo el mundo. El teléfono móvil, la conexión en directo y el ordenador portátil acabaron con los viejos reporteros. Los enviados especiales de la televisión son ahora bustos parlantes de terraza o ventana de hotel, aunque no sea culpa suya: es imposible salir a la calle a buscar información cuando debes entrar veinte veces al día en directo, y a tus jefes interesa más decir «tenemos a alguien allí, o cerca» que lo que ese alguien cuente; pues la misma información ya circula por la Red desde hace rato, gracias a anónimos reporteros ocasionales que cuentan lo que ellos mismos viven. Además, una guerra bien cubierta resulta muy cara de cubrir, y no están los tiempos para alegrías, ni siquiera en los medios públicos. Más, cuando entre una matanza en Damasco y una final del Barça, la peña -que ésa es otra- prefiere ver el fútbol. 

Sin embargo, viendo el documental de Roberto Lozano, y gracias a las incursiones que a veces hago en blogs de reporteros independientes que andan por esos mundos buscándose la vida a su aire, compruebo con admiración que el periodismo de guerra no ha desaparecido. Se vuelve más individual, tal vez. Más humilde, peligroso y vocacional. Pero allí donde no llegan los grandes medios informativos, siguen llegando algunos hombres y mujeres, jóvenes por lo general, a quienes el ansia de aventura, la vocación, el cara o cruz de palmar o hacerte una reputación si sobrevives, empuja a coger una mochila y jugársela. Prefiero no estar en la piel de sus padres o de quienes los aman. Su vida es difícil; y sus ganancias, escasas. Ninguna aseguradora se hará responsable de su salud o su vida. Y aunque así fuera, pocos podrían permitírsela. Pero ahí van y ahí siguen, los que aguantan la prueba. El mundo es aún más peligroso que antes, la televisión e Internet volvieron peor y más resabiada a la gente que sufre y muere en lugares extremos; y moverse por donde crujen las costuras del mundo es una osadía suicida. Por eso el auténtico periodismo de guerra lo hacen hoy esos chicos y chicas solitarios y valientes, con sus blogs, sus tuiteos, sus mensajes sobre lo que ven y fotografían en lugares hostiles y remotos. Los últimos grandes reporteros siguen sin ser los últimos: tomaron su relevo estos parias del periodismo que con su tesón y coraje, afrontando la falta de medios, la vida incierta, la desgracia y la muerte propias del oficio -tales son las reglas y el precio de la aventura-, desmienten el viejo dicho de que, en toda guerra, la primera que muere es la Verdad. 

15 de enero de 2012 

domingo, 8 de enero de 2012

Un marino decente

Hace tiempo que no tecleo en plan abuelito Cebolleta, contando alguna peripecia histórica. Así que refrescaré una que, en realidad, es epílogo de otra que ya referí hace tres años -Un gudari de Cartagena- sobre el combate del pesquero armado republicano Nabarra con el crucero nacional Canarias durante la Guerra Civil. La acción tuvo lugar cerca del cabo Machichaco; y como señalé en su momento, es mi episodio favorito de la historia naval española del siglo XX. Lo que voy a contarles quizá contribuya a aclarar por qué. 

El 5 de marzo de 1937, durante una acción contra un pequeño convoy republicano, las 13.000 toneladas y las cuatro torres dobles del Canarias, capaces de disparar proyectiles de 113 kilos, se enfrentaron a un humilde bacaladero de la Euzkadiko Gudontzidia -ikurriña en la proa y bandera española con franja morada a popa- armado con sólo dos cañones de 101.6 milímetros. El combate fue brutal y sangriento: durante una hora, maniobrando con tenacidad suicida entre una fuerte marejada, el comandante del Nabarra, Enrique Moreno Plaza, un murciano al que la Enciclopedia Auñamendi llama «marino vasco nacido en la Unión» -confirmando, como dice mi amigo el marino y escritor Luis Jar, que los vascos nacen donde les da la gana-, y los cuarenta y ocho hombres de la dotación, lograron arrimarse lo bastante al crucero enemigo para sostener un combate que sus propios adversarios, en el parte oficial, calificarían de «eficaz y admirable». Y al fin, en llamas, sin arriar bandera, el pequeño Nabarra se hundió con treinta hombres a bordo -imposible compararlos con los miserables que hoy se llaman a sí mismos gudaris-, incluido el comandante. Con ellos murió también el cocinero, Pedro Elguezábal, que mientras se iban a pique, animado por una botella de coñac, enseñaba al Canarias un cuchillo desde la borda gritando: «Venid si tenéis huevos, cabrones». 

Ésa es la historia que conté hace tres años, aunque en folio y medio no me cabía el epílogo. Uno de esos adversarios que calificaron de eficaz y admirable la hazaña del humilde Nabarra fue el tercer comandante del Canarias, Manuel Calderón. Y ese marino de la escuadra nacional demostró, con su comportamiento tras el combate, una admiración por la valentía del enemigo derrotado, una compasión y una calidad humana que situaron en el mismo plano de grandeza moral, quizá por única vez en la sucia historia de nuestra Guerra Civil, a vencedores y vencidos; sobre todo en lo que se refiere al aspecto naval del conflicto, donde la saña de unos y otros desbordó la infamia, con asesinatos masivos de oficiales en la zona republicana y con una despiadada aplicación de la pena de muerte por parte de los tribunales franquistas a los marinos, mercantes o de guerra, capturados al bando enemigo. Ése fue el caso de los diecinueve supervivientes del Nabarra, que fueron condenados a muerte tras su desembarco y prisión. Y si no se cumplió la sentencia fue gracias a los esfuerzos del comandante del Canarias, capitán de navío Moreno, y sobre todo al tesón de su tercero, el capitán de corbeta Calderón, que removió cielo y tierra para salvar la vida de los vencidos. Calderón llegó al extremo de pedir una entrevista con el general Franco, en la que argumentó: «Esos hombres son unos héroes, y los héroes merecen vivir». Tanto insistió una y otra vez en alabar el valor de aquellos diecinueve marinos, que para quitárselo de encima Franco acabó concediendo el indulto y la liberación inmediata de todos ellos. «Sáquelos de la cárcel -fueron sus palabras exactas-. Y luego invítelos a comer chipirones. Pero pague usted de su bolsillo». 

Hubo algo más que chipirones. Porque Manuel Calderón siguió velando el resto de su vida por los supervivientes del Nabarra. Buscó trabajo a unos, recomendó a otros y protegió a todos para que no sufrieran represalias. Al marinero Lahoz le avaló un crédito bancario, al segundo oficial Olaveaga lo ayudó a obtener el título de capitán de la marina mercante, y cuando supo que al telegrafista Cahué le negaban trabajo en Baracaldo por sus antecedentes políticos, se presentó allí de uniforme, convocó al alcalde y al comandante de la Guardia Civil, y dijo que al día siguiente quería ver a Cahué trabajando. Fue Manuel Calderón, en suma, un marino decente y un hombre de honor. Con más gente como él, la suerte de la infeliz España habría sido entonces, y aún ahora, más afortunada de lo que fue y de lo que es. La prueba de que los hombres del Nabarra le profesaron idéntica lealtad y aprecio es que cuando Calderón, soltero y sin hijos, murió en 1979 en una residencia de ancianos, sus antiguos enemigos en el combate de cabo Machichaco lo habían hecho padrino de treinta y dos hijos y nietos. 

8 de enero de 2012 

domingo, 1 de enero de 2012

Sobre reglas y remordimientos

Hace unos días recibí una interesante carta de un lector, a la que todavía doy vueltas en la cabeza. Aunque el interés resida menos en lo concreto que ese lector plantea que en la visión del mundo y la vida de la que tal carta es reflejo, o síntoma. Leída la última aventura del capitán Alatriste, el comunicante -amable y afectuoso- me dirige un reproche singular: la falta de remordimientos expresos por parte de Alatriste tras la muerte de varios de sus camaradas, en Venecia, en el curso de la misión a la que los condujo. La ausencia, en suma, de un acto de contrición alatristesco. De una pesadumbre expiatoria de carácter público, ante terceros o ante el lector mismo, por la suerte que han corrido algunos de los hombres, viejos compañeros de armas, a los que el capitán comprometió en la aventura. Ni un ápice de dolor por su pérdida, se lamenta el lector. Nula expresión de culpa. La carta no sólo expone la desazón de ese lector ante la aparente falta de escrúpulos de Alatriste, sino que en ella apunta un sentimiento casi ideológico: un lamento porque el veterano soldado no haga ostentación de ciertos valores morales o éticos que desde un punto de vista actual podrían sonar adecuados, como solidaridad, compasión o remordimiento. Porque se cisque en el canon de lo correcto, dicho en corto. Que vaya a lo suyo y, escabechados los colegas, ahí me las den todas. Mejor vivo que muerto. Punto. Que reaccione, por ejemplo, como Aglae Masini en Nicosia, 1974, cuando en un tiroteo espeso me tumbé sobre ella en plan machote, para protegerla -yo era un pardillo jovencito que todavía jugaba a los héroes-. Y ella, irónica y sabia, dijo: «Gracias, flaquito. Tienes razón. Si han de matar a uno, mejor que te maten a ti». 

En lo que se refiere al capitán Alatriste, la clave para entender hoy por qué se comporta así, o lo parece, podría resumirse en dos detalles: desde 1627 ha pasado mucho tiempo y muchas cosas, y él es un profesional para quien la violencia y sus complejas maneras son el duro pan de cada día. Alatriste intenta sobrevivir en territorio hostil, peleando por su pellejo; y en tales circunstancias, las lágrimas impiden ver con claridad el mejor camino para poner pies en polvorosa cuando las cosas se tuercen. Sus camaradas eran del oficio, y como él conocían las reglas: dejas de besar la mano de curas y caciques, olvidas esta tierra ingrata que hay que regar con sudor a falta de agua, empuñas una espada rumbo a América, Flandes o al infierno, y una de dos: haces fortuna o revientas intentándolo. En treinta años de patear callejones oscuros y campos de batalla, Diego Alatriste dejó atrás demasiados cadáveres de amigos y enemigos, incluido el riesgo de incluir el suyo propio, para que una docena más le altere el pulso, o le haga malgastar un resuello que necesita para sobrevivir. Lo suyo no es indiferencia, sino resignación profesional. Asumir que el mundo donde vive y pelea es un lugar peligroso donde lo más fácil es que te pille el toro. Algo que sólo los idiotas -los menguados, diría él- se empeñan en ignorar. Eso, naturalmente, no excluye el dolor. Pero éste discurre por otros cauces. No tiene por qué ser melodramático, ni inmediato. Como lo de Márquez en Sarajevo, después de aquellas jornadas con mucha bomba y mucha morgue, cuando te ibas de los sitios con las suelas de las botas dejando huellas de sangre en el suelo. Soltaba la cámara, se acuclillaba con la espalda contra la pared, encendía un cigarrillo y se pasaba una hora inmóvil, mirando el vacío. Ordenando remordimientos. 

El otro punto son los cuatrocientos años transcurridos. La literatura también es salir de nosotros para mirar con ojos ajenos, viviendo vidas que de otro modo serían imposibles. Comprender, diferenciar, lo que fuimos y lo que ahora somos. Por eso, cada vez que tecleo una aventura de Alatriste -sicario que mata por dinero, que ha torturado, que marcó la cara de una mujer- intento que el lector vea el mundo no con anacrónicos ojos de ahora, sino como se veía entonces: áspero, cruel, sin oenegés ni lacitos solidarios en la solapa. Cuando lo políticamente correcto lo traían todos, y no sólo Alatriste, en la punta de la espada o en la punta del cimbel. Un mundo imposible de juzgar con criterios occidentales modernos, pues -todavía ocurre eso en buena parte del planeta- una vida no valía ni el acero o la soga que se empleaban en quitarla. Aunque nos empeñemos en olvidarlo, no siempre fuimos amantes de las focas y los delfines, ni a un niño de ocho años lo expulsaban del colegio por pelearse en el recreo, o lo acusaban de acoso por decirle guapa a una profesora. Tanto para lo bueno como para lo malo, éramos más realistas. Más humanos, quizás. Menos gilipollas. 

1 de enero de 2012