domingo, 26 de febrero de 2012

Guerra para mi cuerpo

Acaba de morirse, en Las Palmas y en la miseria, Francisco Morera García, alias Paco España. Muchas veces se llamó a sí mismo maricón, no homosexual ni gay. Eran otros tiempos. Se lo llamó a él y a otros, cantando, bailando, en verso y en prosa. En alguna ocasión fui testigo. La mayor parte de ustedes no sabrán quién era, porque llevaba siglos retirado de los escenarios marginales que en otro tiempo frecuentó. Tuvo su momento de gloria en los 70, cuando la Transición aún no transitaba, con Franco a punto de criar malvas. Cuando se daba cierta tolerancia, dentro de un orden, y la policía ya no apaleaba a la peña hasta hacerla escupir sangre por ser de la acera de enfrente. Despuntaban tiempos libres y más sanos, con nuevas oportunidades; pero la gloria de Paco España fue limitada y efímera. Excepto entre los del ambiente y algunos noctámbulos del Madrid canalla de entonces, apenas llegó a ser nadie. Y ha palmado siendo menos que nadie. A los 67 tacos de almanaque adobados con alcohol que se extinguieron con él, apenas he visto dedicar, en el más extenso de los casos, unas pocas líneas. Así que me van a disculpar si por mi parte le dedico algunas líneas más. Tengo una deuda rara con él. O con mi memoria. 

El antro se llamaba Gay Club, y estaba muy cerca del diario Pueblo, donde yo, con veintipocos, acababa de estrenarme como reportero. A menudo, al cerrar la edición, unos cuantos frikis con pocas ganas de dormir -Pepe Molleda, El Pequeño Letrado, la fotógrafa Queca, Rosa Villacastín- íbamos allí a tomar copas, o a empezar un recorrido golfo que seguía con El Príncipe Gitano en los tugurios de la Gran Vía y terminaba al alba, mojando tostadas en café entre putas y camioneros en el mercado de Legazpi. Por aquella época el espectáculo del Gay Club se llamaba Loco, loco cabaret, y actuaban las transexuales Brigitte Saint John y Coccinelle, Víctor Campanini, David Vilches y el transformista Patrik -Me debes un beso-, entre otros. La estrella indiscutible, sin embargo, era Paco España con su peluca, su bata de cola y su abanico. Sobre todo, con su agresivo descaro. Su manera exagerada de ponerse el mundo por peineta y proclamar a gritos que había una España marginal, clandestina, reprimida por la Iglesia, el Estado y la sociedad bienpensante. Una España que también aspiraba a levantar la cabeza y ser tal como era. A no seguir confinada en cines sórdidos o urinarios públicos. A escapar de la amargura, la burla ajena, la soledad y la desgracia. 

Paco España, en aquel momento y en Madrid, abanderaba todo eso. Era de aquellos transformistas que adoraban la copla española y que, cuando ésta parecía a punto de morir intoxicada de su propia caspa, supieron convertirla en símbolo de sí mismos. Cuando Paco salía al escenario gritando «¡Guerra para mi cuerpo!» y taconeaba desgarrado y racial dispuesto a cantar Mi vida privada o La Tomate, abanicándose con el estilo de su admirada Lola Flores, el público aullaba y aplaudía hasta el delirio. «No puedo con la gente -cantaba- que tiene hipocresía», y el antro se venía abajo, sobre todo cuando había policías de la secreta en el local, y Paco tenía que salir maquillado pero con pantalones y sin peluca, para cantar: «Me conocen por detrás, dijo un niño de Barbate», o, abanicándose los bajos: «La Tomate, qué ganas tiene de chocololate». A veces, después del espectáculo, se reunía con nosotros en un garito de la calle Huertas, a charlar un rato. Supe así que había empezado de niño en la radio, imitando a Joselito. Era gracioso y descarado, con un fondo de ternura tímida que afloraba con el alcohol. Contaba buenas historias y sabía ponerse bravo cuando algún imbécil lo tomaba por la mariquita blanda que no era. Lo recuerdo, sobre todo, como una buena persona. 

Luego me fui a otros reportajes y otros lugares. Tan lejos, que de la muerte de Franco tardé en enterarme tres días. Y una vez, durante un regreso, Paco España ya no estaba, o cerraron el Gay Club; no recuerdo bien. Sé que le perdí la pista y sólo supe de él más tarde. Había hecho teatro, me dijeron, y lo vi en una breve aparición en Un hombre llamado Flor de Otoño, la película de Pedro Olea. Nada más. Ahora sé que su representante lo engañó, quitándoselo todo, y que acabó arruinado y alcohólico, rodando, como las mujeres trágicas de las coplas que le oí cantar, de mostrador en mostrador. Por eso hoy, para ofrecerle algo más que las pocas líneas que a su muerte se han dedicado, comparto con ustedes su memoria. Mi carcajada afectuosa cuando lo recuerdo taconeando por el escenario, pararse a mi lado, tocarme el hombro con el abanico y decir: «Vete lavando, que esta noche serás mía». 

26 de febrero de 2012 

domingo, 19 de febrero de 2012

Italianos e italianos

Me encontraba en Italia cuando el Costa Concordia naufragó en la isla del Giglio. Y una mañana, comprando películas de Totó y Alberto Sordi en la Feltrinelli para regalar a los amigos I due colonnelli, Guardie e ladri, Il vedovo, Una vita difficile observé que el chico que atendía el punto de información estaba conectado a Internet y escuchaba el diálogo telefónico mantenido en la noche del viernes 13 de enero entre el capitán Francesco Schettino, que acababa de abandonar barco, pasaje y tripulantes a su suerte, y el comandante de la Guardia Costera de Livorno, Gregorio De Falco. «¿Quiere irse a su casa porque está oscuro, Schettino? -sonaba recia la voz del oficial-. ¡Vuelva a bordo, carajo!». 

Me acerqué, interesado, y escuché también. Estuvimos un rato los dos en silencio, mirándonos de vez en cuando, en las pausas entre las instrucciones que De Falco daba al otro con serenidad y firmeza, y los balbuceos desconcertados del pingajo humano que era Schettino. A veces, tras advertir que yo no era italiano, el joven empleado de la librería me dirigía ojeadas incómodas cuando los balbuceos del capitán del Costa Concordia eran especialmente patéticos; como si el chico se avergonzara de que yo escuchase aquello. Quizás por eso, en un momento en que la voz del oficial de la Guardia Costera sonó especialmente firme «¡Le estoy dando una orden, comandante!», el chico me miró de nuevo, y como si hablase consigo mismo, aunque dirigiéndose a mí, murmuró con un toque admirativo: «Ha le palle». Ése sí tiene cojones, en traducción libre. Referido a De Falco. 

Me gustó el detalle. Que le importase mi opinión, quiero decir. La de un extranjero al que suponía ajeno a las cosas de Italia y los italianos. Que se avergonzara ante mí de la vileza del cobarde; y que, a cambio, se enorgulleciera de la firmeza y la calma del que sabía cumplir con su deber. Son las dos Italias, insinuaba el encogimiento de hombros con que remató la situación. Dos mentalidades y actitudes ante la vida. La esperpéntica y la otra: la que, pese a todo, sigue siendo admirable y decente. Y no es extraño que a menudo aparezcan juntas, en contraste elocuente de lo que es esta tierra vieja, cínica y sin embargo, con frecuencia, espléndida. Como espejo de lo mejor y lo peor. De lo que a los italianos nos han hecho, de lo que fuimos y somos. 

Me fui de la librería pensando en aquello. En una expresión que, incapaz de mejor definición, aplico siempre a cierto espíritu que es fácil encontrar en todo italiano sin distinción de clase social, educación o ideología: patriotismo cultural. Entiendo por eso cierta fatiga tolerante, sentimiento de quien mil veces fue invadido, engañado, puesto en almoneda; pero que conserva, a veces sin darse cuenta, un vago e instintivo orgullo por las tumbas de los antepasados, las viejas piedras que aún se tienen en pie, la memoria de cuando sus ancestros aún creían, luchaban, soñaban y dominaban el mundo. La facultad de identificar todavía a los honrados y a los héroes, dedicando un «ha le palle» a esa Italia decente que ni siquiera la mala suerte, la estupidez, la codicia, la grosería, la corrupción, los pésimos gobiernos, lograron borrar del todo; y que sigue ahí, asombrosa y evidente para quien haga el esfuerzo de fijarse, en el lado luminoso, enternecedor, de esas dos caras de las que son encarnación perfecta el buen comandante De Falco y el mísero capitán Schettino. Tan despreciable a causa de hombres como el segundo; tan noble por hombres como el primero. 

A menudo envidio a los italianos. Quisiera para España su sentido del humor sabio y tranquilo, su fatalismo inteligente, su naturalidad para conciliar cosas que nosotros, enrocados en vileza y mala leche, creemos inconciliables. Algunos de mis amigos italianos estuvieron situados ideológicamente en la izquierda dura, radical, de los círculos intelectuales del Milán de los años setenta. Los veo, bebemos vino, comemos pasta y hablamos de los viejos tiempos y de los nuevos. Peinan canas y perdieron la fe en casi todo, como mi querida Laura Grimaldi, última gatoparda comunista. Pero he visto brillar sus ojos cuando la Italia noble y admirable sale en la conversación. Recuerdo a Paolo Soracci, cinismo y extrema inteligencia personificados, hablando con fervor de los buceadores italianos que durante la guerra atacaban navíos ingleses en Gibraltar. O a Marco Tropea, que además de mi amigo es mi editor, emocionándose al contar cómo un rehén de los talibán afganos, durante su ejecución grabada en vídeo, se arrancó la capucha y gritó «Mirad cómo muere un italiano» un segundo antes de ser degollado. En España, comenté yo, lo habríamos llamado fascista. 

19 de febrero de 2012 

domingo, 12 de febrero de 2012

Sobre maîtres y camareros

Apenas cruzo el umbral de La Bersagliera, en Nápoles, veo que algo no marcha como es debido. Hay una ligera variación en cómo están dispuestas las mesas, y Salvatore, el maître de toda la vida, no aparece por ninguna parte. Por otro lado, aunque me dan una buena mesa junto al mar, nadie pregunta si tengo reserva. Y para colmo, alguien le está cantando O sole mio a una docena de japoneses que comen tallarines con pulpo. Al poco se confirman mis sospechas tenebrosas: la pasta está mal cocida, los espaguetis vóngole -aquí eran los mejores del mundo- no saben a almejas ni a nada, y a los postres una señora rubia y locuaz viene a contarme que es la nueva dueña del restaurante y que antes tenía uno en Capri. Y yo, tras escucharla cortésmente, pedir la cuenta y dejar la propina adecuada, salgo de un restaurante al que vengo desde que tengo memoria, dispuesto a no volver en mi puta vida. 

Juro por una botella de Tignanello que no se trata de comida. O no siempre. Hay sitios perfectamente infames a los que desde hace décadas sigo fiel como un perro dóberman. Y es que no sé a ustedes; pero lo que me ata a un restaurante, a un bar o a un hotel, es la gente que lo atiende: encargado, camareros, conserjes. Natural, supongo, en quienes nomadearon toda una vida con mochila al hombro o maleta nunca deshecha del todo, improvisando hogares donde, como diría el capitán Alatriste, hubiera un clavo en la pared donde colgar la espada. O, dicho de otro modo, mesa adecuada para tener abierto un libro sobre el mantel. Lo agradable de los lugares donde uno recala depende, especialmente, de las personas que allí trabajan y le dan carácter. Como el hotel Colón de Sevilla -ahora Meliá Colón-, al que permanezco fiel pese a la infame decoración que transformó un elegante y clásico lugar de toreros en algo parecido a un picadero gay perfumado de frambuesa. Y en lo que a restaurantes se refiere, lo acogedor puede incluir desde la humilde casa de comidas al más sofisticado restaurante. Desde el Rincón Murciano, por ejemplo, donde Andrés, el entrañable dueño, termina sentándose a tu mesa aunque le hagas señas para que se largue porque intentas trajinarte a Sharon Stone, hasta Miguel, el maître del restaurante asiático del Palace de Madrid, siempre tan impasible, eficaz y perfecto que no desentonaría en el Grand Véfour de París: espejo de maîtres que en el mundo han sido. 

Tuve el privilegio de tratar a muchos de ellos en mi vida, desde que eché a rodar jovencito: dueños, encargados y camareros. De los buenos, que fueron numerosos, admiré en unos la calidez de trato y en otros la compostura; como aquel elegantísimo maître que hace dos décadas aún trabajaba en la plaza del Panteón de Roma, mientras yo solía sentarme en la terraza de enfrente sólo por verlo actuar. O los eficientes maître y camarero del Miramar de Torrevieja, con cuya marcha empezó a morir el restaurante del que eran nervio y decoro. Obviando, naturalmente, a los estúpidos, cursis, zafios, serviles o incompetentes que me hicieron descartar sitios, o alejarme de algunos que amé. 

En todo caso, soy afortunado: la relación que ocupa mi memoria es larga y grata. Incluye, entre otros, al personal del café Gijón, del Schotis y de la taberna del capitán Alatriste de Madrid, a Enrique Becerra o la gente de Las Teresas en Sevilla, y en especial a Teo y los siempre impecables muchachos de Lucio. También, la sólida calidez de quienes atienden el Belinghausen de México D.F., el Munich de la Recoleta de Buenos Aires o el Acqua Pazza de Venecia, a pocos pasos del puente de los Asesinos. Todos ellos, como muchos otros, supieron y saben conciliar el servicio a los clientes con la dignidad y la eficiencia. Con el orgullo de una vieja y sabia profesión. Con la amistad y la confianza, cuando se dan, no reñidas con el respeto y las maneras. Con un punto justo de hoy por ti, mañana por mí, donde hasta las propinas, el modo de darlas o recibirlas, tienen sus códigos. Sus reglas no escritas. Y así, algunos de esos hombres y mujeres figuran por mérito propio entre mis mejores recuerdos. Como la fría y eficiente elegancia de Gérard, que fue maître del Al Mounia de Madrid en los años 70. Y Mustafá, jefe de camareros del Holiday Inn durante el asedio de Sarajevo. Y aquel impávido maître croata del restaurante Terraza de Osijek, verano del 91, que nos estuvo atendiendo muy circunspecto a Hermann Tertsch, Márquez, Julio Alonso y otros reporteros mientras caían cebollazos serbios en las casas cercanas, sin que le temblara el pulso; y cuando le dijimos: «Tres bombas más y nos vamos», encogió los hombros dando a entender que, por él, como si esperábamos a que cayeran veinte. Pero aquella noche sólo esperamos tres. Las justas. Antes de salir corriendo. 

12 de febrero de 2012 

domingo, 5 de febrero de 2012

Urbanismo de género (y génera)

Es cierto que, en materia de latrocinio y poca vergüenza, la Junta de Andalucía y sus paniaguados a sueldo, que son varios, no van más allá de otros gobiernos autonómicos trufados de golfos y maleantes. También es cierto que en todas partes cuecen siglas partidarias; y que, saqueadores aparte, un elevado número de tontos del ciruelo por metro cuadrado, con corbata y coche oficial o como simple infantería, no es exclusivo de ninguna autonomía de esta España discutida y discutible. Sin embargo, respecto al porcentaje de sinvergüenzas y de tontos -incluida la variedad mixta de tontos sinvergüenzas-, el régimen que desde hace tres décadas gobierna Andalucía queda muy bien situado en el palmarés nacional. Aunque ojo. Podrá atribuírsele el logro de una región saqueada, en paro y con índices de indigencia cultural y educativa que a veces lindan con el subdesarrollo; pero ése es detalle que se diluye en el contexto. A ver en qué autonomía no tenemos en nómina -duques y duquesas aparte- a cierto número de políticos ladrones, incompetentes y analfabetos. Sin embargo, lo que no puede regatearse a la Junta andaluza es un lugar de vanguardia en los anales de la imbecilidad oportunista y demagoga de género y génera. Ahí no hay quien moje la oreja a mis primos. Y primas. Nada comparable a una ultrafeminazi andaluza dándole vueltas al magín para justificar las subvenciones que trinca o espera trincar, con un político cerca, en plan compadre y dispuesto a ponerle a tiro el Boletín Oficial. 

Déjenme que les cuente la última. O última que me envían. Ahora, con esto de la piratería digital, la poca lectura y la porca miseria, los juntaletras tendremos que buscar la vida en otros pastos. Yo mismo estoy considerando la posibilidad, a mis años provectos, de hacer oposiciones a ingeniero de montes de la Junta de Andalucía, y aplicar allí un sistema contra incendios forestales que llevo años maquinando, y que no sé cómo a nadie se le ha ocurrido proponer todavía para trincar una pasta oficial enorme: un pino, un cortafuegos; un pino, un cortafuegos. A cortafuegos por pino. Cosas más idiotas o descaradas se han subvencionado allí, en cualquier caso. El asunto es que, en el temario de las oposiciones, hallo una perla australiana: el artículo 50.2 de la ley 12/2007 para la Igualdad de Género en Andalucía. Que reza, con dos cojones: 

«Los poderes públicos de Andalucía, en coordinación y colaboración con las entidades locales en el territorio andaluz, tendrán en cuenta la perspectiva de género en el diseño de las ciudades, en las políticas urbanas y en la definición y ejecución de los planteamientos urbanísticos». 

Aparte de no saber qué relación hay entre ser ingeniero de montes y montañas andaluz y tener perspectiva de género, las preguntas inmediatas son obvias y hasta elementales, querido Watson. Eso, ¿cómo se hace? ¿Cómo se tiene en cuenta la perspectiva de género en el diseño de las ciudades y políticas urbanas? ¿Consultando los arquitectos a las asociaciones radicales feministas antes de trazar calles y plazas, para que les den permiso? ¿Procurando que los pasos de cebra no favorezcan a presuntos maltratadores? ¿Disponiendo aceras paritarias, unas para hombres y otras para mujeres, u obligando a circular por cada vía urbana al mismo número de ellos y ellas? ¿Rebautizando calles para que por cada nombre masculino haya uno femenino? ¿Patrullando con guardias y guardios que, cuando sean policía montada, cabalguen indiscriminadamente caballos machos y yeguas? ¿Procurando que entre los cartones y sacos de dormir que adornan los soportales de la Plaza Mayor de Madrid para deleite de turistas, haya el mismo número de mendigos y mendigas? ¿Que por cada grupo de mariachis, jazz band de ex bolcheviques, o rumano que hace música con vasos de agua, actúe una violinista búlgara, una orquesta de nigerianas o un grupo de mejicanas cantando Allá en el rancho grande? ¿Que cada perroflauta lleve el mismo número de perros que de perras, de flautas que de flautos? ¿Que en los parques juegue por decreto municipal la misma cuota de niños y niñas, y se mantengan turnos rigurosos para columpios y toboganes, con agentes que sancionen a padres y madres, abuelos y abuelas, que incumplan? ¿Que en cada zona de prostitución haya el mismo número de putas que de chaperos? ¿Que nos vayamos todos juntos y juntas a tomar por saco? 

Ilústrenme, porfa. Necesito que alguien me lo explique. Ingeniero de montes, recuerden: pinos, cortafuegos. Oposiciones al caer. Me va el futuro en ello. 

5 de febrero de 2012