domingo, 17 de febrero de 2008

El profesor intimidador e intimatorio

Alguna vez les he contado que, después de la publicación de cada novela, llega abundante correo de lectores advirtiendo de tal o cual errata en la página equis. Es una correspondencia que cualquier novelista, supongo, recibe con curiosidad y agrado -aparte el disgusto cuando la errata detectada es gorda-, pues indica, sobre todo, que hay lectores que se enfrentan a la obra que uno acaba de parir con interés, y llevan éste al extremo de colaborar con el autor en que la cosa quede lo más perfecta posible, dentro de lo que cabe. De esa forma, si hay suerte y el libro conoce nuevas ediciones, éstas se imprimirán sin mácula, corregidas como Dios manda. 

Eso se refiere también a los descuidos y errores que puede contener el texto. Escribir una novela es poner en pie un artefacto complejo, con reglas, estructura y mecanismos internos. En ese proceso artesano pueden cometerse errores, como digo, o descuidos, bien por ignorancia del autor del jardín donde se mete, o bien porque maneja un dato equivocado, que olvida comprobar o que cita de memoria. Es clásico -nos ha pasado cien veces a todos- el caso de la página leída una y otra vez durante la fase de corrección, cuyo gazapo sólo salta a la cara el día que recibimos el primer ejemplar impreso, apenas abrimos al azar la página correspondiente. Resulta un clásico del oficio aquella antigua fe de erratas -apócrifa, imagino, pero deliciosa- puesta junto al colofón de un libro: «Certificamos que este texto no contiene ninguna errita»

Lo cierto es que escribir historias desde hace veinte años me hace tener mucho respeto por todos mis colegas, pues conozco bien el trabajo que hasta la peor novela tiene dentro, o casi. Por eso casi nunca hablo en público de títulos que no me gustan, excepto los perpetrados por algún buscapleitos que previamente me haya metido de forma desagradable los dedos en la boca. Por lo demás, siempre me he negado a hacer crítica de libros en suplementos culturales y otros lugares supuestamente literarios. No es mi vocación ni mi oficio, y doctores tiene el asunto. 

Volviendo a lo de las erratas y descuidos, un caso singular, aparte, es el del cazador de erratas profesional, que a menudo resulta experto en la materia. Escribes, por ejemplo, en la página tal, que el lugre Le Coureur (1776) iza el ancla con el cabrestante, y siempre hay un fulano capaz de averiguar que un lugre de sesenta y seis pies -encima va y te dice la eslora, el jodío- no llevaba a proa cabrestante, sino molinete. A veces, los autores perversos ponemos trampas en el texto destinadas precisamente a esos rastreadores implacables -coyotadas, las llaman unos amigos míos-; pero aun así, los buenos no se dejan engañar, y siempre son ellos los que te pillan a ti. Como digo, son raza aparte. Y te recuerdan que eres mortal. Que, por mucho que sepas de algo, siempre habrá alguien que sabe más que tú. 

Otra cosa son los cantamañanas y los listillos tocapelotas, que escriben tirándote de las orejas por tal error histórico o lingüístico con un tono de superioridad tal que incrementa tu placer al ver cómo se columpian, cuando lo hacen. Un ejemplo es la carta que recibí a poco de publicarse mi última novela, con todo un profesor de Lengua y Literatura denunciando «errores lingüísticos graves» y metiendo, de paso, la gamba hasta el corvejón. Lo curioso es que el fulano no me la dirigió a mí, en plan reservado o personal, sino a la Real Academia Española en general, como denunciándome en plan chivato ante la Institución. 

«Perez-Reverte -señalaba, despectivo, retirándome el señor, el don y el excelentísimo a que, modestia aparte, allí tengo derecho- confunde hasta seis veces el verbo intimar con intimidar. Les ruego que hagan llegar esta nota al escritor y a los correctores de estilo de su editorial». Así que imaginen con qué placer, goteándome el colmillo, escribí, contra lo que acostumbro, mi respuesta en papel de cartas color hueso, impreso con mi nombre y el bonito escudo de la RAE: 

«Muy Sr. Mío: le quedaría muy agradecido si, la próxima vez, en lugar de hacernos perder el tiempo con tonterías a la Academia y a mí, consultase antes el Diccionario de la RAE (Intimar: página 877, primera acepción). Le recomiendo el uso frecuente de esa obra (también editamos una Ortografía y una Gramática) para que, de ese modo, evite hacer de nuevo el ridículo pasándose de listo»

Hay días en los que me encanta ser académico. Por lo que jode. Para qué les digo que no, si es que sí. 

17 de febrero de 2008 

1 comentario:

thegoldenboxofanswers dijo...

Totalmente de acuerdo. Soy alumna de Filología en la Universidad de Alicante y, en más de una ocasión, he tenido que soportar que un cantamañanas profesor de Literatura Española se riera de mí en mi cara mientras sujetaba con desprecio el trabajo que me había costado Dios y ayuda escribir, porque sabía de antemano a lo que me debería enfrentar en caso de que a este personaje no le agradara mi opinión sobre alguna obra en concreto. "¿No tiene usted corrector en el word?" Me decía mientras esbozaba en su desagradable cara una risa con aires de superioridad. "Tenías un 7 pero como no me gusta lo que has puesto al final, he decidido ponerte un 4". Lo que ocurre es que en la mayoría de los casos, no sólo en lo referente a este tipo de cuestiones, la gente que más debería callar es precisamente la que más habla. Y ya se sabe: por la boca muere el pez.