lunes, 25 de noviembre de 2013

Ese Tenorio machista

En blogs interneteros y sitios así, algunas militantes de la rama ultrarradical feminazi -no mezclar ni agitar con las feministas respetables, cultas, razonables, de infantería- echan espumarajos de indignación porque, en este noviembre que ya fenece, ha vuelto a representarse el tradicional Don Juan Tenorio en algunos teatros españoles. Argumentan las individuas que la famosa obra teatral de Zorrilla está protagonizada por un chulo machista y violento, un misógino desalmado que medra con la mentira, el engaño y la seducción de mujeres desvalidas; y cuya alma, para más Inri, acaba salvándose in artículo mortis gracias al amor puro y los buenos oficios de la dulce e inocente doña Inés. O sea, que ni siquiera el desenlace proporciona a la espectadora concienciada el consuelo final de ver al infame seductor ardiendo en los infiernos. 

Recomiendan las antedichas radicalfeminatas, con esa deslumbrante facilidad para la simpleza sin complejos que a algunas de ellas adorna, que el Tenorio -«Pesadilla recurrente», lo llaman- no se vuelva a representar en jamás de los jamases. «El personaje es machista hasta el ridículo», afirma por escrito una de ellas, añadiendo -con cierta dislexia sintáctica, dicho sea de paso-: «Es el prototipo de aquello que buena parte de la ciudadanía queremos erradicar: la actitud chulesca, el desprecio a las mujeres, la exaltación de algo a lo que llaman amor hasta la muerte... Forma parte de una tradición que habría que desterrar de una vez por todas»

Uno, modestamente, conoce un poco el Tenorio. Desde niño. Entre otras cosas, porque mi abuela materna -a la que ninguna feminista de hoy podría dar clases de lucidez, cultura e independencia personal e intelectual- me lo recitaba a menudo, pues lo sabía de memoria, como casi toda la gente educada de su generación. Después, que yo recuerde, lo he visto innumerables veces, tanto en el añorado Estudio 1 de la tele como a lo vivo en teatros, representado por Armando Calvo, Fernando Guillén, Sancho Gracia, Juan Diego y otros -todos, en realidad- grandes actores de cada momento, con mujeres extraordinarias como Gemma Cuervo, Emma Cohen o Concha Velasco dándoles la réplica en el papel de doña Inés. Quiero decir con esto que llevo cincuenta años de mi vida oyendo decir «Cuán gritan esos malditos», y algo me suena su materia: la ironía, la vanidad, la vileza, el orgullo, la culpa, el castigo, la redención, el honor ridículo y trasnochado. También, claro, los estereotipados personajes, la imperfección del verso, los ripios infames, lo antipático del protagonista y sus amigos. Esa clase de cosas. Y sobre todo, la certeza absoluta de que en esa obra teatral a menudo torpe, tópica de sí misma, late también algo genial que la hizo famosa y que todavía hoy le permite, ante cualquier clase de público, subyugar y divertir como pocas. La inmensa intuición dramática de Zorrilla, el instinto narrativo que circula bajo la piel de cada torpe y facilón verso del Tenorio, lo convirtieron en la obra de teatro más conocida y representada en la historia del teatro español. Un clásico indiscutible, incluso a pesar suyo. Historia inmortal de la escena dramática. 

No hay nada más estúpido que mirar el pasado sólo con los exclusivos ojos del presente. Don Juan Tenorio, que recogió eficazmente una tradición literaria clásica, poniéndola al día con un deslumbrante barniz de romanticismo populista para el gran público del siglo XIX, debe ser vista como lo que es, o fue, y disfrutada en su contexto. Ya no existen donjuanes a lo Zorrilla, por fortuna hasta para ellos mismos, porque son, efectivamente, ridículos. Y eso es lo que hace aún más interesante comprobar, en el teatro o fuera de él, cómo esos personajes eran vistos en el pasado. Ésa es, creo, la única forma de encarar con criterio lúcido los cambios necesarios del presente: desde un punto de vista culto, conocedor del asunto, y no desde clichés fáciles y lugares comunes que apenas disimulan la ignorancia y la indigencia intelectual de quienes tras ellos se escudan. Pretender que se proscriba el Tenorio por machista es como pedir que, por el mismo motivo, se proscriban el tango, la copla, el corrido o el bolero. Por las mismas imbéciles razones habría que desterrar de la vida, la educación y la cultura, entre otras muchas cosas, gran parte del teatro y la poesía españoles del Siglo de Oro, los dramas románticos o el teatro y las novelas de Jardiel Poncela. Por ejemplo. Y tampoco el Quijote se libraría del expurgo. Ni, por supuesto, la poesía extraordinaria, crisol fascinante de la lengua española, de aquel despiadado y genial misógino que fue don Francisco de Quevedo. 

24 de noviembre de 2013 

sábado, 16 de noviembre de 2013

El perro antisistema

Tengo la foto delante, mientras tecleo esto. Y me encanta. Ha sido tomada en una calle de Atenas, pero podría haber ocurrido en cualquier lugar de Europa; o, al menos, en no importa qué lugar de la Europa indignada, furiosa, que en los últimos tiempos, harta de tanto cuento, tanto recorte y tanta indecencia oficial, se echa a la calle, cada vez con más energía, para ajustar cuentas, o intentarlo, con la clase política y financiera: con los responsables últimos -los primeros, tampoco hay que olvidarlo, somos nosotros mismos- de la trampa siniestra en la que desde hace tiempo estamos metidos. Para escupir con dureza en la cara de esa casta desvergonzada, intocable en sus infames privilegios, que ha hecho de nuestras vidas su negocio y de Bruselas su criminal coartada. 

La imagen tiene mucha fuerza. Muestra la primera línea de una manifestación violenta, de ésas con lanzamiento de piedras, barricadas y contenedores de basura incendiados. Está tomada de frente, desde el lado de la policía, abarcando el despliegue de manifestantes que se enfrentan a los antidisturbios: pañuelos cubriendo la cara, pasamontañas, cascos de motorista, sudaderas de felpa con la capucha subida. Algunos, prevenidos hasta lo profesional, llevan máscaras antigás, y al fondo tremolan algunas banderas rojas. El suelo entre ellos y los policías está alfombrado de piedras y trozos de ladrillo que acaban de volar por los aires. En realidad es una foto de guerra, pienso al mirarla. De esta otra guerra cercana, fruto natural de tantas mentiras, incompetencia, latrocinios e injusticias, que hace tiempo estalló en nuestras ciudades y corazones, y que canallas encorbatados se esfuerzan en negar, en desmentir, con sonrisas hipócritas, retórica imbécil y palabras huecas que a pocos lúcidos engañan. 

El perro está en esa primera línea. Es un chucho de pelaje dorado y hocico flaco, y sin duda su amo es alguno de los manifestantes que, más próximos a él, se enfrentan a los policías: no sé si el que lleva puesto un casco de motorista o el que, a la izquierda de la imagen, se mueve medio agachado con una máscara antigás ocultándole el rostro y una bandera roja recogida en la mano. El perro está casi entre ambos, también en movimiento, abiertas las patas para plantarlas con coraje en el suelo, algo adelantada una de ellas, subidas las orejas por efecto de la acción. Le ciñe el cuello algo oscuro, que parece un collar o uno de esos pañuelos perroflautas tipo John Wayne. Y mira con resuelta atención hacia donde miran los hombres que están a su lado, entreabierta la boca como para un gruñido o un ladrido de cólera. No parece asustado en absoluto por el tumulto, ni intimidado con el estruendo de los pelotazos de la policía y los gritos de los manifestantes. Está allí, valeroso, firme, corriendo leal junto a su amo, dando la cara en plena refriega como dispuesto, también él, a abalanzarse contra las barreras de la ley y el orden establecidas por los de siempre. 

Uno tiene el lacrimal reacio, a estas alturas. Sin embargo, o quizá por eso, consuela comprobar que todavía hay cosas que te remueven otras cosas por dentro. La estampa de ese perro decidido, fiel, enfrentado a la policía sin abandonar a su amo en plena refriega, es una de ellas. Lo miro en la foto y, mientras sonrío, se me ocurre que quizá no esté ahí sólo por eso. A su manera, sin saberlo, puede que ese chucho también libre su propia guerra antisistema. Batiéndose no sólo por su amo, sino por sí mismo. Por sus colegas: cachorrillos regalos de Navidad que meses más tarde acabarán abandonados en una cuneta; por los perros maltratados, apaleados hasta morir por canallas sin conciencia; por los que acaban ahorcados en el monte cuando son viejos, arrojados vivos a un pozo o liquidados de un escopetazo; por los que enloquecen amarrados con dos metros de cadena o mueren de hambre y sed; por los que son sacrificados sin necesidad pudiendo salvarse; por los que nadie reclama y acaban deslizando su sombra por el corredor de la muerte; por los que infames sin escrúpulos utilizan en peleas clandestinas donde se juegan enormes cantidades de dinero; por esos perrillos drogados que, ante la pasividad de las autoridades, algunos mendigos utilizan para mover a piedad y luego se desembarazan oscuramente de ellos... Y sí. Miro la foto del perro antisistema que se enfrenta a la policía en una calle de Atenas y concluyo que tal vez también él tenga cuentas propias que ajustar. Y que todo será más noble y luminoso mientras junto a un hombre que lucha haya un buen perro valiente. 

17 de noviembre de 2013
 

domingo, 10 de noviembre de 2013

Una historia de España (XIII)

En los albores del siglo XIII, el reino de Aragón se hacía rico, fuerte y poderoso. Petronila (una huerfanita de culebrón casi televisivo, heredera del reino) se había casado y comido perdices con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV; así que en el reinado del hijo de éstos, Alfonso II (el que se batió como un tigre en Las Navas), quedaron asentados Aragón y Cataluña bajo las cuatro barras de la monarquía aragonesa. Aquella familia tuvo la suerte de parir un chaval fuera de serie: se llamaba Jaime, fue el primer rey de Aragón con ese nombre, y pasó a la Historia con el apodo de El Conquistador no por las señoras entre las que anduvo, que también -era muy aficionado a intercambiar fluidos-, sino porque triplicó la extensión de su reino. Hombre culto, historiador y poeta, Jaime I dio a los moros leña hasta en el turbante, tomándoles Valencia y las Baleares, y poniendo en el Mediterráneo un ojo de águila militar y comercial que aragoneses y catalanes ya no entornarían durante mucho tiempo. Su hijo Pedro III arrebató Sicilia a los franceses en una guerra que salió bordada: el almirante Roger de Lauria los puso mirando a Triana en una batalla naval -hasta Trafalgar nos quedaban aún seiscientos años de poderío marítimo-, y en el asedio de Gerona los gabachos salieron por pies con epidemia de peste incluida. La expansión mediterránea catalano-aragonesa fue desde entonces imparable, y las barras de Aragón se pasearon de tan triunfal manera por el que pasó a ser Mare Nostrum que hasta el cronista Desclot escribió -en fluida lengua catalana- que incluso «los peces llevan las cuatro barras de la casa de Aragón pintadas en la cola». Hubo, eso sí, una ocasión de aún mayor grandeza perdida cuando Sancho el Fuerte de Navarra, al palmar, dejó su reino al rey de Aragón. Esto habría cambiado tal vez el eje del poder en la historia futura de España; pero los súbditos vascongados no tragaron, subió al trono un sobrino del conde de Champaña, y la historia de la Navarra hispana quedó por tres siglos vinculada a Francia hasta que la conquistó, incorporándola por las bravas a Aragón y Castilla, Fernando el Católico (el guapo que sale en la tele con la serie Isabel). Pero el episodio más admirable de toda esta etapa aragonesa y catalana de nuestra peripecia nacional es el de los almogávares, las llamadas compañías catalanas: gente de la que ahora se habla poco, porque no era, ni mucho menos, políticamente correcta. Y su historia es fascinante. Eran una tropa de mercenarios catalanes, aragoneses, navarros, valencianos y mallorquines en su mayor parte, ferozmente curtidos en la guerra contra los moros y en los combates del sur de Italia. Como soldados resultaban temibles, valerosos hasta la locura y despiadados hasta la crueldad. Siempre, incluso cuando servían a monarcas extranjeros, entraban en combate bajo la enseña cuatribarrada del rey de Aragón; y sus gritos de guerra, que ponían la piel de gallina al enemigo, eran Aragó, Aragó, y Desperta ferro: despierta, hierro. Fueron enviados a Sicilia contra los franceses; y al acabar el desparrame, los mismos que los empleaban les habían cogido tanto miedo que se los traspasaron al emperador de Bizancio, para que lo ayudaran a detener a los turcos que empujaban desde Oriente. Y allá fueron, 6.500 tíos con sus mujeres y sus niños, feroces vagabundos sin tierra y con espada. De no figurar en los libros de Historia, la cosa sería increíble: letales como guadañas, nada más desembarcar libraron tres sucesivas batallas contra un total de 50.000 turcos, haciéndoles escabechina tras escabechina. Y como buenos paisanos nuestros que eran, en los ratos libres se codiciaban las mujeres y el botín, matándose entre ellos. Al final fue su jefe el emperador bizantino quien, acojonado, no viendo manera de quitarse de encima a fulanos tan peligrosos, asesinó a los jefes durante una cena, el 4 de abril de 1305. Luego mandó un ejército de 26.000 bizantinos a exterminar a los supervivientes. Pero, resueltos a no dar gratis el pellejo, aquellos tipos duros decidieron morir matando: oyeron misa, se santiguaron, gritaron Aragó y Desperta ferro, e hicieron en los bizantinos una matanza tan horrorosa que, según cuenta el cronista Muntaner, que estaba allí, «no se alzaba mano para herir que no diera en carne». Después, ya metidos en faena, los almogávares saquearon Grecia de punta a punta, para vengarse. Y cuando no quedó nada por quemar o matar, fundaron los ducados de Atenas y Neopatria, y se instalaron en ellos durante tres generaciones, con las bizantinas y tal, haciendo bizantinitos hasta que, ya más blandos con el tiempo, los cubrió la marea turca que culminaría con la caída de Constantinopla. 

(Continuará). 

11 de noviembre de 2013