domingo, 26 de julio de 2015

Una historia de España (XLVIII)

Las guerras carlistas fueron tres, a lo largo del siglo XIX, y dejaron a España a punto de caramelo para una especie de cuarta guerra carlista, llevada luego más al extremo y a lo bestia, que sería la de 1936 (y también para el sucio intento de una quinta, el terrorismo de ETA del siglo XX, en el que para cierta estúpida clase de vascos y vascas, clero incluido, Santi Potros, Pakito, Josu Ternera y demás chusma asesina serían generales carlistas reencarnados). De todo eso iremos hablando cuando toque, porque de momento estamos en 1833, empezando la cosa, cuando en torno al pretendiente don Carlos se agruparon los partidarios del trono y el altar, los contrarios a la separación Iglesia-Estado, los que estaban hasta el cimbel de que los crujieran a impuestos y los que, sobre todo en el País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña, querían recobrar los privilegios forales suprimidos por Felipe V: el norte de España más o menos hasta Valencia, aunque las ciudades siguieron siendo liberales. El movimiento insurreccional arraigó sobre todo en el medio rural, entre pequeños propietarios arruinados y campesinos analfabetos, fáciles de llevar al huerto con el concurso del clero local, los curas de pueblo que cada domingo subían al púlpito para poner a parir a los progres de Madrid: «Hablad en vasco -decían, y no recuerdo ahora si el testimonio es de Baroja o de Unamuno-, que el castellano es la lengua de los liberales y del demonio». Con lo que pueden imaginarse la peña y el panorama. La finura ideológica. En el otro bando, cerca de la regente Cristina y de su niña Isabelita, que tantas horas de gloria privada y pública iba a darnos pronto, se situaban, en general, los políticos progresistas y liberales, los altos mandos militares, la burguesía urbana y los partidarios de la industrialización, el progreso social y la modernidad. O sea, el comercio, los sables y el dinero. Y también -nunca hay que poner todos los huevos en el mismo cesto- algunas altas jerarquías de la Iglesia católica situadas cerca de los núcleos de poder del Estado; que aunque de corazón estaban más con los de Dios, Patria y Rey, tampoco veían con buenos ojos a aquellos humildes párrocos broncos y sin afeitar: esos curas trabucaires que, sin el menor complejo, se echaban al monte con boina roja, animaban a fusilar liberales y se pasaban por el prepucio las mansas exhortaciones pastorales de sus obispos -lo que igual a ustedes les suena a reciente-. El caso es que la sublevación carlista, léase (simplificando la cosa, claro, esto no es más que un artículo de folio y medio) campo contra ciudad, fueros contra centralismo, tradición frente a modernidad, meapilas contra liberales y otros etcéteras, acabaría siendo un desparrame sanguinario a nuestro clásico estilo, donde las dos Españas, unidas en la vieja España de toda la vida, la de la violencia, la delación, el odio y la represalia infame, estallaron y ajustaron cuentas sin distinción de bandos en lo que a vileza e hijoputez se refiere, fusilándose incluso a madres, esposas e hijos de los militares enemigos; mientras que por arriba, como ocurre siempre, alrededor de don Carlos, de la regente y la futura Isabel II, unos y otros, generales y políticos con boina o sin ella, disfrazaban el mismo objetivo: hacerse con el poder y establecer un despotismo hipócrita que sometiera a los españoles a los mismos caciques de toda la vida. A los trincones y mangantes enquistados en nuestro tuétano desde que el cabo de la Nao era soldado raso. Lo expresaba muy bien Galdós en uno de sus Episodios Nacionales: «La pobre y asendereada España continuaría su desabrida historia dedicándose a cambiar de pescuezo, en los diferentes perros, los mismos dorados collares». En fin. Como lo de los carlistas fue muy importante en nuestra historia, el desarrollo de la cosa militar, Zumalacárregui, Cabrera, Espartero y compañía, lo dejaremos para otro capítulo. De momento recurramos a un escritor que también trató el asunto, Pío Baroja, que era vasco y cuya simpatía por los carlistas puede resumirse en dos citas: «El carlista es un animal de cresta colorada que habita el monte y que de vez en cuando baja al llano al grito de ¡rediós!, atacando al hombre». Y la otra: «El carlismo se cura leyendo, y el nacionalismo, viajando». Un tercer aserto vale para ambos bandos: «Europa acaba en los Pirineos». Con tales antecedentes, se comprende que en el 36 Baroja tuviera que refugiarse en Francia, huyendo de los carlistas que querían agradecerle las citas; aunque, de haber estado en zona republicana, el tiro se lo habrían pegado los otros. Detalle también muy español: como criticaba por igual a unos y a otros, era intensamente odiado por unos y por otros. 

[Continuará] 

26 de julio de 2015 

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