domingo, 2 de agosto de 2015

Las hijas de Mohamed

Mohamed es camarero en un lugar que frecuento hace años. Es marroquí de Casablanca: moro, dice él sin complejo ninguno. Con orgullo, incluso. Moro de la morería, ríe cuando hablamos; como aquellos que hace siglos, comenta y sigue riendo, os tuvimos puteados a los españoles; entre otras cosas porque, después de ochocientos años aquí, también éramos españoles. Ojo con eso. Mohamed lo dice así y ríe todo el rato, porque es un tipo simpático. Un amigo inteligente y laborioso. Trabaja sin descanso desde la mañana hasta la tarde, pero nunca ha tenido un mal gesto ni una mala palabra. Para nadie. Es un profesional de confianza, altamente cualificado, al que todos aprecian y respetan. Cuando estamos tranquilos se niega a cobrarme la copa de vino, así que suelo pedírsela a uno de sus compañeros para que me dejen pagarlo. Pero Mohamed, siempre atento, le echa la bronca al colega. Aquí manda el moro, dice. Y vuelve a reír, disfrutando la cosa. 

Siempre nos saludamos con Salam Aleikum y algunas frases que aún recuerdo de su lengua. Mohamed es de esos tipos a los que, si yo fuera millonetis, me llevaría a casa para que se ocupara de todo. Lo contrataría, pagándole un pastón. Cuando estoy con él, a menudo pasa a este lado de la barra y charlamos un rato. Me habla mucho de su familia, de su vida en España. Ya soy español de pleno derecho, me dijo hace tiempo. Con todo en regla. Lo contó orgulloso, feliz, dándome una palmada en la espalda, seguro de que yo me alegraba de escuchar aquello. Y así era, pues, como la mayor parte de los marroquíes que conozco, y son muchos, Mohamed es un hombre valiente, digno y tenaz. Cruzó el Estrecho a los quince años, con menos papeles que un conejo de monte, resuelto a buscarse una vida mejor. Y trabajó muy duro para eso. Para tener un curro decente, un salario decoroso, una casa adecuada. Para ser respetable y respetado. 

En vísperas del último Ramadán, Mohamed me contó que se iba de vacaciones a Casablanca con su mujer y sus hijas, a ver a la familia. A pasar allí las fiestas. Le tomé el pelo un rato, preguntándole si iría al estilo tradicional, con el coche cargado de equipaje cubierto con plástico azul y las crías pidiéndole parar en cada área de descanso para hacer pipí. No, hombre, respondió. Voy en avión, como debe ser. No seas cabrón, Reverte. Y luego me puso otro vino. Hablamos de esos días en su tierra, del ayuno y la comida de noche, de la deliciosa y nutritiva herira, del ambiente estupendo que hay en las calles; un ambiente que conozco bien, pues lo viví muchas veces cuando era reportero dicharachero de Barrio Sésamo, y tengo muchos ramadanes felices en la memoria. Mohamed se enternecía hablando de eso, de su ciudad, de su barrio, de su familia. En España habéis perdido esa idea de la familia, dijo con orgullo: todos los abuelos, tíos y primos juntos, conociéndose, visitándose, ayudándose. Celebrando lo bueno y doliéndose de lo malo. Os envidio, dije un par de veces, escuchándolo. Y él sonreía, bonachón. Como dándome el pésame. Está bien que lleves a tus hijas, añadí, para que no pierdan el recuerdo de la familia. Dentro de veinte o treinta años, tal vez ni siquiera en Marruecos las cosas sean así. Todo se pierde al fin, amigo mío. Todo cambia. 

En ese momento me interesé por sus hijas. ¿Llevan hiyab?, quise saber. Son muy pequeñas, respondió. Pregunté si lo llevarían cuando crecieran, y Mohamed se puso serio un instante, me miró y encogió los hombros con una mezcla de fatalismo y orgullo. No dijo nada, pero lo conozco bien y supe qué decía aquella mirada. La sonrisa que retornaba despacio a su boca. De vosotros depende, era la respuesta. De que vosotros, europeos, hagáis necesario, o no, ese pañuelo en la cabeza de mis hijas. De que nos protejáis con firmeza frente a los que lo exigen en nombre de Dios; pero también, por otra parte, tengáis la inteligencia precisa para que mis hijas, en este Occidente que a menudo no sabe lo que quiere, no se vean obligadas a recurrir a ese pañuelo como símbolo de dignidad, de independencia y de orgullo. Dadles motivos para no llevarlo. Convencedlas, con inteligencia y respeto, de que su identidad debe integrarse en la de todos, sin renunciar por eso a lo que son, a lo que soy, a lo que somos. Persuadidlas de que un compañero de colegio, un vecino, un novio no musulmán, también pueden ser una familia. Un futuro. 

Eso dijeron el silencio, primero, y luego la sonrisa suave de Mohamed. Después me puso delante otra copa de vino; y, como él no bebe alcohol, porque es buen creyente, me apoyó a modo de brindis una mano en el hombro. 

2 de agosto de 2015 

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por el artículo, lo primero.
Entrando en el fondo, puedo decir que yo iba predispuesto a estar en contra del planteamiento, ya que me veía leyendo que los españoles han de ser capaces de adaptarse a la diversidad, sus autoridades gestionar esa diversidad y patatín patatán, pero no, me has sorprendido, siendo yo de los que piensa que si vienes a España es para ser uno más de nosotros y adaptarte a nosotros, a la vez estoy totalmente conforme en que hemos de ser capaces de hacerte sentir uno más de nosotros, para que llegues a serlo.
Es mi opinión, gracias reitero.

alberto aguyaro dijo...

Soy argentino y desde aquí, a pesar de mi condición de occidental, no conozco detalles entre lo que opinan los españoles acerca de los moros, de esa sociedad que debieron formar y compartir con ellos por tantos años, pero es tan globalizado nuestro siglo XXI que debería ser una anécdota la convivencia con otras razas, con otras religiones. Claro que opino desde la ignorancia pero el mundo es otro ¿Aprenderemos a convivir entre humanos, entre "hermanos"?
Alberto Aguyaro.

Unknown dijo...

Yo también conocí a otro marroquí, bueno en la memoria tengo a varios pero especialmente me acuerdo de Cherradi.

Él me regaló un Corán, que guardo, y me dijo que él no era creyente al cien por cien. Nadie lo es realmente en la totalidad de la expresión.

Durante el tiempo que tuvimos contacto me gustaba charlar con él, imagino que cómo Ud.; en mi caso no fue en un bar sino en mi despacho. La justicia española quiso ensañarse con él por un delito al que le condenaron y que intentamos disfrazar de la mejor manera posible.

Era un tipo culto, daba mucho juego su conversación que se desviaba siempre del motivo de la misma.

Agradezco a Cherradi su imponente vitalidad y las enseñanzas compartidas con él. Yo aprendí más de él que él de mi. Al fin y al cabo yo solo fui su abogado pero él fue toda su persona.

Gracias.

Maestre Patarrán dijo...

Joder que, bueno.
Y que triste.
Ay, Señor.
"De vosotros depende, era la respuesta. De que vosotros, europeos, hagáis necesario, o no, ese pañuelo en la cabeza de mis hijas. De que nos protejáis con firmeza frente a los que lo exigen en nombre de Dios; pero también, por otra parte, tengáis la inteligencia precisa para que mis hijas, en este Occidente que a menudo no sabe lo que quiere, no se vean obligadas a recurrir a ese pañuelo como símbolo de dignidad, de independencia y de orgullo. Dadles motivos para no llevarlo. Convencedlas, con inteligencia y respeto, de que su identidad debe integrarse en la de todos, sin renunciar por eso a lo que son, a lo que soy, a lo que somos. Persuadidlas de que un compañero de colegio, un vecino, un novio no musulmán, también pueden ser una familia. Un futuro. "

Anónimo dijo...

Me paice que no. ¿Apego a la familia en muslikistan? No. Y no es por religión ni por desarrollo sino por tradición sin valores.