domingo, 22 de febrero de 2015

Reinas del Sur y otras ficciones

En este mismo número de XLSemanal, unas páginas más adelante, les cuentan a ustedes cómo una pobre infeliz, chica guapa, simple novia y amiga de narcos llamada Sandra Ávila, víctima de una descarada operación publicitaria de las autoridades mejicanas, se comió el marrón de ser nada menos que la Reina del Pacífico, o al menos así la bautizaron ante la prensa sus aprehensores: una supuesta narcotraficante sinaloense que habría enviado toneladas de cocaína a Estados Unidos y dirigido redes de lavado de dinero y otras operaciones clandestinas. Hasta habría, tal era la coletilla clave, inspirado mi novela La Reina del Sur. Ninguno de los desmentidos que hicimos la propia interesada y yo mismo -que pasé un tiempo en Sinaloa, traté a unos cuantos narcos y jamás había tenido antes noticia de su existencia- tuvo efecto. Sandra Ávila estuvo varios años en prisión y no fue liberada hasta que una juez con sentido común dijo se acabó y la puso en la calle hace unas semanas. Aun así, el apodo de Reina del Pacífico se le quedará para lo que le resta de vida. «La novela de Pérez-Reverte y las canciones y narcocorridos que se hicieron sobre su personaje -le confesó en prisión Sandra Ávila al periodista Julio Scherer- me perjudicaron mucho. Se corrió el bulo de que se había inspirado en mí, me dieron una importancia que no tenía, y sufrí las consecuencias». 

El caso de Sandra Ávila, dramático en lo que a ella se refiere, no es único. Desde que existe la literatura, muchos personajes de ficción han pasado la frontera de lo imaginado por el autor para instalarse en una realidad imaginada por los lectores. Esto ha ocurrido en innumerables ocasiones, tanto con personajes reales en los que, con más o menos verdad, se inspiraron entes de ficción, como con personajes ficticios asentados en la imaginación del público hasta considerarse encarnaduras reales. Un buen ejemplo de los auténticos es Charles de Batz Castemore, en cuya vida se inspiró Alejandro Dumas para crear el D'Artagnan de Los tres mosqueteros; y quizá el caso más notable de los imaginados sea Sherlock Holmes, de cuyo museo londinense es casi imposible salir sin la certeza de que él y su colega el doctor Watson existieron realmente. Unos inmortales Holmes y Watson, valga el ejemplo, a los que Javier Marías y yo, cuando andamos de cena o paseando mientas él consume cigarrillo tras cigarrillo, solemos referirnos, con toda naturalidad, como a dos viejos amigos absolutamente reales. 

En mi modesta parcela personal, y salvando las siderales distancias con Dumas y Conan Doyle, también se han dado un par de casos. Quizá el más notable sea el capitán Alatriste, cuya existencia real -incluso hay en el Madrid de los Austrias un buen restaurante con su nombre, con el que no tengo nada que ver- dan muchos lectores por cierta, incluida la ingenua directora de un importante centro hispanista de París, que hace tiempo me escribió preguntándome muy formal cómo podía consultar el manuscrito original de las memorias de Íñigo Balboa -Papeles del alférez Balboa- que, según afirmo malvado en alguna de mis novelas, se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid. 

Sin embargo, el episodio más fascinante de mi vida en lo que a ficción-realidad se refiere lo viví en Culiacán, Sinaloa, cuando al socaire del éxito de La Reina del Sur regresé allí para que los periodistas Carmen Aristegui y Javier Solórzano realizaran un documental sobre los escenarios de la novela. Estábamos grabando a las cambiadoras de dólares de la calle Juárez, frente al mercadito Buelna -doladeras las llaman, con esa magnífica facilidad mejicana para el neologismo eficaz-, donde la protagonista de mi novela había empezado su azarosa carrera, antes de conocer al Güero Dávila y meterse en líos. Estábamos en eso, platicando con las chicas entre campesinos que bajaban en autobuses de la sierra y narcos que detenían sus Cheyennes, Avalanches y Silverados con los Tigres del Norte atronando por las ventanillas -«Voy a cantar un corrido / escuchen muy bien mis compas / para la Reina del Sur / traficante muy famosa»-, cuando una de las jefas, madura y todavía de buen ver, muy chula y maquillada, se acercó al ver las cámaras. «¿Sobre qué hacen esto?», preguntó, suspicaz. «Sobre la Reina del Sur», respondió Carmen Aristegui. Y entonces, a la doladera jefe se le iluminó la cara, sonrió entusiasmada, señaló un lugar detrás de ella y dijo: «¿Teresita Mendoza, la que se fue a España?... ¿La Tere?... Yo la conocí, y buena amiga mía que era. ¡En esa esquina se ponía!». 

22 de febrero de 2015 

domingo, 15 de febrero de 2015

Menos olas, marinero

Hoy me van a disculpar ustedes la frivolidad, pero voy a destripar una vieja canción. De José Luis Perales, por más señas. Cuando yo era todavía jovencito, una canción suya me gustaba mucho. Se titulaba Un velero llamado Libertad, y me ponía bastante. Me daba marcha. Por aquel tiempo, guerras aparte -llevaba cinco o seis años dando tumbos por el mundo como reportero, con una mochila al hombro-, yo consideraba ya el mar como una solución para muchas cosas. Y esta canción que hablaba de navegar y de amor, por ese orden, tenía su puntito. La escuché muchas veces, quedándome de ella con la cosa náutico-poética, y luego la olvidé, como tantos otros olvidos. Y así estuvo, aparcada durante casi cuarenta años, hasta que el otro día, por casualidad, volví a escucharla. 

Ustedes la conocen mejor que yo, sin duda. Tiene una letra muy bonita, con un irresistible toque aventurero: Ayer se fue / tomó sus cosas y se puso a navegar. El protagonista del asunto, un chico joven e intrépido, coge una camisa y un pantalón vaquero y se pira de casa, o de donde esté. Dónde irá, dice la letra. Dónde irá. Admirado, el oyente que hace cuatro décadas era yo se enteraba, a continuación, de que el osado mozo decidió batirse duelo con el mar / y recorrer el mundo en su velero / y navegar, na, na, na / y navegar. Con un par, oigan. Recorrer el mundo en un velero no era cualquier cosa, y sigue sin serlo. Yo también, pensaba, cuando esté hasta el cimbel de hoteles con agujeros, animales con escopeta, cebollazos y sobresaltos, quiero irme con mi pantalón vaquero y hacer lo mismo. Pintar estelas en el mar y toda la parafernalia marinera, o sea. Y navegar, na, na, na. Y navegar. 

Ésa, sobre todo, es la parte de la canción que yo recordaba más. Pero el otro día, como digo, escuchándola de nuevo después de tanto tiempo, caí en la cuenta de que el fondo de la historia peralesca se me había escapado por completo. También es verdad, dicho sea en mi descargo, que ahora llevo veintidós años navegando en un velero, aunque éste no se llame Libertad sino de otra manera, y sé de qué va la cosa. Para qué les digo que no, si sí. Por eso empecé a mosquearme en la siguiente estrofa: Su corazón / buscó una forma diferente de vivir / pero las olas le gritaron: vete / con los demás, na, na, na, / con los demás. Porque vamos a ver, concluí después de pensarlo un rato. El pavo se larga a dar la vuelta al mundo en su velero, dispuesto a pintar estelas en el mar y a descubrir en el cielo gaviotas, na, na, na, y en cuanto sale del puerto y el velero empieza a cabecear con la marejada, y el viento y la mar empiezan a darle por saco, como a todo el mundo, descubre que las olas tienen muy mala leche y que allí se está incómodo, y la escala de Douglas le recomienda personalmente que se vaya con los demás, o sea, a tierra firme, na, na, na. Y que deje de hacer el panoli. 

Mal vamos, chaval, concluyo en ese punto de la canción, cada vez más atento a la letra. Pero supongo que ahora, decidido a batirte en duelo con el mar como ibas, con toda una vuelta al mundo por delante, le echarás huevos al asunto, tomarás rizos a la mayor e izarás la trinquetilla. Sin embargo, estupefacto, compruebo que, según Perales, lo que hace el muy irresponsable es bajar a la camareta y echarse a dormir: Y se durmió / y la noche le gritó: dónde vas. Y claro. No me extraña que la noche le gritara eso, dónde vas, Tomás, a un tonto del ciruelo que sale a navegar sin tener ni idea, se jiña por la pata abajo con las primeras olas, y la primera noche, o sea, todavía cerca de la costa, con todo el tráfico de mercantes tripulados por pakistaníes y rusos borrachos que hay por allí, que lo tienen a uno de guardia hasta el alba con el I call to the motor vessel in my port en la boca, el tío pone el piloto automático, se echa a sobar y se desentiende del asunto. 

Así que la siguiente estrofa ya no me pilla desprevenido. No me extraña en absoluto que Perales, a continuación, nos informe de que: En sus sueños dibujó gaviotas / y pensó: hoy debo regresar. Porque entonces va y regresa, el tío. Y apenas pisa tierra, una voz -supongo que de cachondeo- le pregunta ¿Cómo estás?. Y claro. ¿Cómo va a estar ese imbécil?, concluyes. Pues acojonado. Un pavo que decide batirse en duelo con el mar y dar la vuelta al mundo, pero se asusta con las olas, se echa a dormir la primera noche y a la mañana siguiente da media vuelta. Como mucho, calculas, habrá hecho treinta millas. El hijoputa. Y entonces va Perales y le hace una canción, por la cara. No me digan ustedes que ese intrépido navegante, que iba a comerse las olas sin pelar, no les recuerda a muchos políticos españoles. Y sus programas. 

15 de febrero de 2015

domingo, 8 de febrero de 2015

Esos delfines violadores

Hace un par de semanas escribí en esta página, parafraseando un antiguo dicho, que una ardilla podría recorrer España saltando de gilipollas en gilipollas sin tocar el suelo. Y hay quien se ha mosqueado, claro. Ya está el Reverte insultando. Pero lo blanco y en tetrabrik suele ser leche. Asumámoslo. En España, por alguna razón que tiene que ver con nuestra triste historia, con nuestra tradicional, voluntaria y gozosa incultura trufada de complejos y con ese toque de demagogia oportunista que algunos, a falta de otra ocupación decente, han convertido en medio de vida, los extremos de gilipollez nacional pueden ser formidables. Y si a los cantamañanas natos, vocacionales o simples aficionados, añades los simples tontos de infantería -otrosí llamados tontos de baba o tontos del culo-, el número de unos y otros, coincidiendo a menudo en maneras y objetivos, se hace infinito, en plan muchedumbre tan apretada que en cuanto nazcamos unos pocos más acabaremos cayéndonos al agua. Como suele decir Carlos Herrera, que conoce a la peña hasta por las tapas, aquí hay más tontos que botellines de cerveza. 

Como el espacio de que dispongo no es mucho, voy a poner sólo dos ejemplos recientes. Pero estoy seguro de que cada uno de ustedes podría aportar su buena docena y media. O más. Uno lo escuché en la radio y otro en la tele. El de la radio fue en boca de una presunta señora que, indignada, reprochaba a un novelista que éste hubiera mencionado la famosa frase de Alejandro Dumas referida a sus propias novelas: «Es lícito violar la Historia, pero a condición de hacerle hermosas criaturas». Como habrán ustedes adivinado, la señora ponía de vuelta y media no sólo al autor de El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros, al que calificó de machista sin escrúpulos, sino también al infeliz juntaletras que se había atrevido a citar la frase. El uso del verbo violar ya era una agresión a la mujer, sostenía la señora. Hasta decir «violar la correspondencia» o «violar la intimidad» lo era, sostuvo, del mismo modo que decir «el terrorismo es el cáncer de la sociedad moderna», como se había dicho un rato antes en el mismo programa, era insultar a todos los enfermos de cáncer. Pero es que, además, según la antedicha dama, el resto de la cita dumasiana justificaba la violación y la presentaba como algo positivo y hasta lícito, lo que ya era el colmo. De ahí pasó a mencionar las violaciones y el genocidio en Bosnia y Ruanda, asegurando que de unas cosas vienen otras, y acabó afirmando con rotundidad: «Nunca leeré una novela de ese Dumas». Pero lo más simpático fue que el novelista que estaba siendo entrevistado, en vez de tomárselo a cachondeo, hablar de contextos socioculturales distintos entre Dumas y lo de ahora, o recomendar a la señora que leyese a Belén Esteban, que habría sido una forma elegante de mandarla a hacer puñetas, se disculpó casi balbuciente, dándole la razón y prometiendo enmendarse en el futuro. El muy tiñalpa. 

La otra fue más bonita, si cabe. Más zoológicamente universal. Porque hablando de la imagen simpática que suele tenerse de los delfines, un pavo -esta vez era varón, mi primo- dijo muy serio en la tele que de simpáticos nada; pues ahí donde los ven, con su sonrisa indeleble, los machos son crueles porque «acosan a las hembras y las obligan a mantener relaciones sexuales». A tal afirmación siguió entre los contertulios un silencio, ignoro si horrorizado o desconcertado, que duró unos segundos, antes de pasar a hablar de otra cosa, mariposa. Y ahí, lo confieso malevo, sí eché en falta a alguien que, como la señora indignada con Dumas, se solidarizara con las pobres delfinas, forzadas por los malvados delfinos a tener relaciones sexuales contra su voluntad. Forzadas impunemente por esos fasciomachistas con aletas en la profundidad de los mares. Y ya puestos a ser consecuentes, que denunciara también, exigiendo soluciones urgentes, la triste situación sumisa de leonas, focas, cebras, lobas, conejas, gallinas, palomas mensajeras o sin mensaje, escarabajas peloteras, osas panda, patas azulonas, rinocerontas, tigresas de Ranchipur, urracas, murciélagas, grullas, cernícalas lagartijeras, perras salchicha, canguras australianas e hipopótamas del río Congo, entre infinidad de otras hembras oprimidas y por oprimir. Que, todas ellas, todavía en este siglo XXI, siguen siendo forzadas al sexo con intolerable desconsideración por los machos de su especie, que van al asunto con salvaje brutalidad animal en vez de acercarse a ellas con el debido respeto y la pregunta previa de si están de humor, prenda mía, o les duele la cabeza. 

8 de febrero de 2015 

domingo, 1 de febrero de 2015

Una historia de España (XXXVIII)

Además de convertir Madrid y otros lugares en sitios bastante bonitos, dentro de lo que cabe, Carlos III fue un rey simpático. No en lo personal -contando chistes, aquel Borbón no era nada del otro mundo- sino de intenciones y maneras. Venía de Nápoles, de donde por esos chanchullos dinásticos de entonces había sido rey, y traía de allí aficiones, ideas y maneras que lo acercaban mucho a la modernidad. En España, claro, aquello chocaba con la oscuridad tradicional de los rectores más reaccionarios, que seguían tirando para el otro lado. Pero aun así, en veintinueve años de reinado, ese monarca de buenas intenciones hizo lo que pudo. Fue un rey ilustrado que procuró rodearse de gente competente. Si en una hemeroteca consultamos la Gazeta de Madrid correspondiente a su reinado, nos quedaremos de pasta de boniato, admirados de la cantidad de leyes justas y oportunas con la que aquel muy decente Borbón intentó abrir las ventanas y airear el olor a cerrado y sacristía que enrarecía este putiferio. Hubo apoyo a la investigación y la ciencia, repoblación con inmigrantes de regiones abandonadas, y leyes eficaces que hacían justicia a los desfavorecidos, rompían el inmovilismo de gremios y corporaciones de talante medieval, permitían ejercer oficios honorables a los hijos ilegítimos y abrían a las mujeres la posibilidad de ejercer oficios que hasta entonces les estaban vedados. Parecía, resumiendo la cosa, que otra España era posible; y lo cierto es que esa otra España se asentó bastante, apuntando esperanzas que ya no iban a perderse nunca. Pero no todo fueron alegrías. La cosa bélica, por ejemplo, ruló bastante mal. Los pactos de familia con Francia y el apoyo a las colonias rebeldes de Norteamérica en su guerra de independencia (como unos linces, apoyamos a quienes luego nos despojarían de todo) nos zambulleron en un par de guerras con Inglaterra de las que, como siempre, pagamos los platos rotos y el total de la factura, perdiendo unas posesiones y recuperando otras, pero sin conseguir nunca echarle el guante a Gibraltar. Por la parte eclesiástica, los reformadores e ilustrados cercanos a Carlos III seguían empeñados en recortar las alas de la Iglesia católica, que seguía siendo el gallo del corral, y educar al pueblo para apartarlo de supersticiones y barroquismos inmovilistas. En ese momento, la poderosa Compañía de Jesús representaba cuanto aquellos ilustrados detestaban: potencia intelectual, apoyo del papa, vasta red de colegios donde se educaban los nobles y los millonetis, influencia como confesores de reyes y reinas, y otros etcéteras. Así que, con el pretexto de un motín popular contra el ministro reformista Squillace (un italiano que no sabía en qué país se jugaba los cuartos y el pescuezo), motín al que los jesuitas no fueron del todo ajenos, Carlos III decretó su expulsión de España. Sin embargo, la Iglesia católica -las otras órdenes religiosas, españolas al fin, estaban encantadas con que se cepillaran a los competidores ignacianos- siguió atrincherada en sus privilegios, púlpitos y confesonarios, y la Inquisición se apuntó un tanto demoledor con la detención y proceso del ministro Olavide, empapelado por progresista y por ejecutar reformas que el rey le había encargado, y al que luego, cuando los cuervos negros le cayeron encima, dejaron todos, rey incluido -en eso cae algo menos simpático Carlos III-, tirado como una puta colilla. El escarmiento de Olavide acojonó bastante a la peña, y los reformistas, aunque sin renunciar a lo suyo, se anduvieron en adelante con más cuidado. Por eso buena parte de las reformas se quedaron en parches o arreglos parciales, cuando no bajadas de calzón en toda regla. Hubo ahí un intento interesante, que fue convertir el teatro, que era la diversión popular más estimada -lo que hoy es la tele-, en vehículo de educación, reforma de costumbres y ejemplo de patriotismo laborioso y bien entendido, mostrando modelos de buenos ciudadanos, de jueces incorruptibles, de burgueses trabajadores, de artesanos honrados, de prudentes padres de familia. Pero, como era de esperar -España eterna, igual que la de ahora-, eso fue valorado sólo por algunos. Los grandes éxitos seguían siendo sainetes bajunos, episodios chocarreros que encajaban más con el gusto, no sólo del pueblo resignado e inculto, sino también de una nobleza frívola y a veces analfabeta: aquella aristocracia castiza de misa y trono, que prefería las modas y maneras del populacho de Lavapiés o la gitanería del Sacromonte a las luces de la razón, el progreso y el buen gusto que ya estaban iluminando Europa. 

[Continuará]. 

1 de febrero de 2015