domingo, 29 de enero de 2017

Ojo con los abuelos

No había leído completas las memorias de Arthur Koestler. Sólo la primera parte, Flecha en el azul, así como el librito Un testamento español y sus novelas El cero y el infinito y Espartaco. Novelista y ensayista, como saben, Koestler fue miembro del partido comunista y espía de Moscú en la guerra de España. Y como en estos tiempos, gracias a mi amigo Lorenzo Falcó, ando zambullido en aquella época tan bárbara e interesante, decidí zanjar cuentas pendientes con Koestler rematando el relato de su vida. En ésas andaba hace días cuando, ya casi al final, encontré un párrafo que, relacionado con otro libro leído del mismo autor, motiva hoy esta reflexión. Algo que da en qué pensar, y mucho. O, por lo menos, a mí me da. 

En Un testamento español, que leí hace años –ahora acaba de reeditarse bajo el título Diálogo con la muerte–, Koestler narra sus penalidades durante la Guerra Civil tras ser apresado por los nacionales. Estuvo a punto de ser fusilado, y esos días de espera lo convirtieron en testigo privilegiado de la vida carcelaria y las implacables ejecuciones de presos, sus compañeros, sacados de sus celdas para llevarlos al paredón. Es un relato de horror, en el que Koestler manifiesta la natural simpatía por sus compañeros de infortunio. Entre esas simpatías incluye la que siente por dos presos a los que llama Byron y El Tísico, éste último «político republicano muy conocido, Byron había sido su secretario. Desde hace tres meses esperan a ser fusilados», e incluso califica a uno de ellos como «hidalgo español». Luego añade: «Me era más difícil dejar a Byron y al tísico que a todos mis amigos y familiares». Y de esa forma logra transmitirnos la sensación de afecto y solidaridad con ellos, la injusticia de su situación y el horror de la suerte que les aguarda. 

Pero oigan. Cosas de la vida. Ahora, al leer la última parte de las Memorias de Koestler, pues allí menciona nombres reales, he sabido al fin quiénes eran los infelices republicanos, el político y su secretario, sus amigos de cárcel condenados a muerte por los franquistas. Él mismo revela el nombre del Tísico: «Fue ejecutado tres días después de que me soltaran. Se llamaba García Atadell y había sido líder de un grupo de vigilantes de Madrid». El nombre, debo confesarlo, me saltó a la cara como un disparo. Para ser exacto, como los disparos en la nuca, torturas, robos y violaciones, que el Tísico amigo de Koestler, o sea, Agapito García Atadell, tristemente célebre en los anales de la Guerra Civil, y su secretario Byron –de nombre real Luis Ortuño–, ejecutados tres días después de la puesta en libertad del escritor, habían estado practicando con entusiasmo durante la época en la que García Atadell ejerció como -eufemismo delicioso- «líder de vigilantes en Madrid». Todo eso, claro, no lo cuenta Koestler porque lo ignoraba, pero está en los libros de Historia, que detallan cómo García Atadell creó una organización de terror al frente de la Brigada de Investigación Criminal, también llamada Brigada del Amanecer, que con beneplácito del Gobierno instaló una checa en el Paseo de la Castellana donde se torturó, violó y mató sin control ninguno, tanto a derechistas como a republicanos que no eran de su cuerda. Hizo una fortuna con lo robado a sus víctimas, y cuando con su ayudante Ortuño, en plena guerra pero con el bolsillo lleno, quiso huir al extranjero, fue capturado casi de casualidad por los franquistas. Que, ojo por ojo en este caso, le dieron las suyas y las del pulpo. Garrote vil. 

El asunto contiene, a mi juicio, un aspecto educativo. Como escribí alguna vez, en la guerra y postguerra civil cayó gente buena de ambos bandos: españoles honrados que luchaban por sus ideas o se vieron atrapados, a su pesar, en aquel disparate sangriento. Pero cuidado. Allí no todos fueron héroes, ni gente digna. Los 200.000 hombres y mujeres asesinados en ambas retaguardias, no murieron solos. Alguien tuvo que asesinarlos. Y muchos nietos que hoy recuerdan con orgullo o dolor a sus abuelos como luchadores de una u otra causa, ignoran que no todos fueron héroes de trinchera o víctimas inocentes. También hubo carniceros emboscados, ladrones, gentuza miserable como García Atadell y sus infames secuaces. Y políticos que los dejaban actuar. Las leyendas son bonitas, y el afecto filial es comprensible. Pero la realidad tiene su propia lectura. Los españoles tuvimos abuelos admirables en ambos bandos, y también sucios oportunistas y abyectos criminales. Aunque el tiempo, la ignorancia y la simpleza de las redes sociales adornen hoy las cosas de otra manera, hay que tener cuidado con la siempre compleja memoria histórica. Así que ya saben. Mucho ojo con los abuelos. 

29 de enero de 2017

domingo, 22 de enero de 2017

Una historia de España (LXXIX)

Cuando un papa, Pío XII en este caso, llama a un país «nación elegida por Dios, baluarte inexpugnable de la fe católica», está claro que quien gobierna ese país va a estar un rato largo gobernándolo. Nadie tuvo nunca un olfato más fino que el Vaticano, y más en aquel 1939, con la Segunda Guerra Mundial a punto de nieve. Lo de Franco y España estaba claro. El general que menos se había comprometido con el golpe a la República y que sin embargo acabó haciéndose con el poder absoluto, el frío militar que había dirigido con crueldad, sin complejos ni prisas, la metódica carnicería de la guerra civil, iba a durar un rato largo. Quien no viera eso, estaba ciego. El franquismo victorioso no era un régimen militar, pues no gobernaban los militares, ni era un régimen fascista, pues tampoco gobernaban los fascistas. Era una dictadura personal y autoritaria, la de Francisco Franco Bahamonde: ese gallego cauto, inteligente, maniobrero, sin otros escrúpulos que su personalísima conciencia de ferviente católico, anticomunista y patriota radical. Todo lo demás, militares, falange, carlismo, españoles en general, le importaba un carajo. Eran simples instrumentos para ejecutar la idea que él tenía de España. Y en esa idea, él era España. Así que, desde el primer momento, aquel astuto trilero manejó con una habilidad asombrosa los cubiletes y la borrega. Tras descabezar la Falange y el carlismo y convertirlos en títeres del régimen (a José Antonio lo habían fusilado los rojos, y a Fal Conde, el jefe carlista, lo echó de España el propio Franco amenazando con hacerle lo mismo), el nuevo y único amo del cotarro utilizó la parafernalia fascista, en la que realmente no creyó nunca, para darle a su régimen un estilo que armonizara con el de los compadres que lo habían ayudado a ganar la guerra, y que en ese momento eran los chulos de Europa y parecían ser dueños del futuro: Hitler y Mussolini. Así que, como lo que se estilaba en ese momento eran los desfiles, el brazo en alto y la viril concepción de la patria, de la guerra y de la vida, el Caudillo, también llamado Generalísimo por los oportunistas y pelotas que siempre están a mano en tales casos, se apuntó a ello con trompetas y tambores. Apoyado por la oligarquía terrateniente y financiera, a los carlistas los fue dejando de lado, pues ya no necesitaba carne de cañón para la guerra, y encomendó a la Falange -a los falangistas dóciles a su régimen, que a esas alturas eran casi todos- el control público visible del asunto, el encuadramiento de la gente, la burocracia, la actividad sindical, la formación de la juventud del mañana y esa clase de cosas, en estrecho maridaje con la Iglesia católica, a la que correspondió, como premio por el agua bendita con que los representantes de Dios en la tierra habían rociado las banderas victoriosas, el control de la educación, la vida social, la moral y las buenas costumbres. Hasta los más íntimos detalles de la vida familiar o conyugal se dirigían desde el púlpito y el confesonario. Ni se te ocurra hacerle eso a tu marido, hija mía. Etcétera. Empezó así la primera etapa del franquismo (que luego, como todo oportunismo sin auténtica ideología, iría evolucionando al compás de la política internacional y de la vida), con un país arruinado por la guerra y acojonado por el bando vencedor, vigilado por una nueva e implacable policía, con las cárceles llenas para depurar responsabilidades políticas -pocos maestros de escuela quedaron a salvo- y los piquetes de fusilamiento currando a destajo; y afuera, en el exilio, lo mejor de la intelectualidad española había tenido que tomar las de Villadiego para escapar de la cárcel o el paredón mientras en sus cátedras se instalaban ahora, ajustando cuentas, los intelectuales afines al régimen. «Somos más papistas que el papa», proclamó sin cortarse el rector de la universidad de Valencia. Y así, en tales manos, España se convirtió en un páramo de luto y tristeza, empobrecida, enferma, miserable, dócil, asustada y gris, teniendo como único alivio los toros, el fútbol y la radio -otra herramienta fundamental en la consolidación del asunto-. La gente se moría de hambre y de tuberculosis mientras los cargos del régimen, los burócratas y los sinvergüenzas hacían negocios. Todo eran cartillas de racionamiento, censura, papeleo, retórica patriotera con añoranzas imperiales, mercado negro, miedo, humillación y miseria moral. Una triste España de cuartel, oficina y sacristía. Un mundo en blanco y negro. Como afirmó cínicamente el embajador, brillante escritor e intelectual derechista Agustín de Foxá, nada sospechoso de oponerse al régimen: «Vivimos en una dictadura dulcificada por la corrupción»

[Continuará]

22 de enero de 2017

domingo, 15 de enero de 2017

El veterano bajo el puente

En Nueva York hace un frío que pela. Finales de diciembre. Estoy dentro de un coche, en un atasco, mirando por la ventanilla. Los automóviles avanzan muy despacio. Bajo un puente, junto a la calzada, hay un hombre y un perro. El perro está tumbado sobre unos cartones, mirando el lento tráfico con indiferencia. El hombre está de pie, inmóvil. Apoyada en un pilar del puente está su mochila, grande y sucia, de aspecto militar. Se trata de un mendigo. Relativamente joven. Lleva un gorro y mitones de lana, y sostiene un cartel ante el pecho: Veterano de guerra. Sin casa ni trabajo. De vez en cuando, desde algún coche, un conductor baja la ventanilla y le alarga unas monedas, que el hombre agradece con una leve inclinación de cabeza. Todo el tiempo se mantiene erguido, quieto, inexpresivo. No le falta dignidad, y eso encaja con lo escrito en el cartel. Hay, en efecto, un porte castrense en el individuo. Si es mentira lo de veterano, si se trata de una artimaña para conmover a la gente, la verdad es que lo hace bien. Estupendamente bien. 

Por alguna razón, la escena no es insólita en los Estados Unidos. Te la crees, en principio. Un veterano de guerra con Iraq o Afganistán a las espaldas, a quien la vida ha llevado bajo este puente con su perro. Todo puede ser. Y si no fuera cierto, al menos resulta creíble. Puede colar. Los conductores que bajan la ventanilla y le dan algo parecen pensar lo mismo. Ellos son de aquí, conocen mejor a su gente. Olerían un fraude mejor que yo; o tal vez, in dubio pro reo, prefieren concederle al hombre del cartel y el perro el beneficio de la duda. Además, en un país como los Estados Unidos, no sería extraño que algún policía –hay un coche detenido algo más allá del puente– se acercase para confirmar la identidad del mendigo. Hay cosas con la que no se juega aquí, y la palabra veterano es una de ellas. Nada que tenga que ver directa o indirectamente con la bandera norteamericana le parece a nadie ajeno. En principio. O a casi nadie. 

En este punto debo decir que siento envidia. Por biografía, edad y educación desconfío de cualquier bandera. Veintiún años cubriendo guerras ajenas, en todos los bandos posibles, curan de muchas cosas. A poco que dures, la vida le acaba quitando la letra mayúscula a palabras que en otro tiempo escribías con ella: Honor, Dios, Patria… Al final, en cuanto escribes o pronuncias se acaba imponiendo la minúscula como inicial. Es inevitable, y el proceso se llama lucidez. O sentido común. Bandera es de las primeras palabras que sufren ese despojo, cuando observas la cantidad de sinvergüenzas, oportunistas, analfabetos, fanáticos y asesinos que se envuelven en ella. Como mucho, lo que te queda es respeto por quienes la mencionan con honradez, y poco más. Respeto hacia ellos, por supuesto, no para un trapo de colores –fabricado en China– que lo mismo sirve para envolver dignidad que para camuflar basura. 

Sin embargo, o tal vez por eso, hay banderas que envidias. O tal vez lo que envidias sea el uso que cierta gente honrada hace de ellas. Me refiero al recurso solidario y natural a la bandera, no como exclusión, imposición o agresión, sino como lugar común, punto de refugio, de encuentro, en torno al que construir cosas decentes y conservarlas. Esas banderas tricolores en la puerta de cada colegio de Francia, por ejemplo. Esa bandera italiana sobre las piedras venerables del foro de Roma. Esas banderas en los coches de bomberos neoyorkinos, en recuerdo de los compañeros muertos, héroes perdidos bajo los escombros de las Torres Gemelas. O ese cartel de veterano de guerra sobre el pecho de un mendigo al que los conductores, en un país socialmente tan poco solidario como los Estados Unidos, no dejan de ayudar con unas monedas. 

Al fin se diluye el atasco y los coches avanzan. Y mientras le echo un último vistazo al mendigo, concluyo con melancolía que esa escena sería imposible en España. ¿Un ex soldado veterano de Afganistán, de Iraq, del Líbano, de los Balcanes, de cualquier misión de Naciones Unidas, con su cartel y su perro, utilizando su pasado militar para pedir ayuda?… Ni hartos de vino, vamos. Iba listo, el fulano. Alardear aquí de eso, nada menos. Vaya desvergüenza. Como mucho, algunos bajarían la ventanilla, no para darle limosna, sino para llamarlo fascista. Por eso, entre otras muchas cosas, Estados Unidos es el país más admirable y poderoso del mundo, y nosotros somos lo que somos. O sea. Exactamente lo que somos. 

15 de enero de 2017 

domingo, 8 de enero de 2017

Intrusos en casa y otras impotencias

Hace unos días, al anochecer, dos ladrones se pasearon por el jardín de mi casa. Uno de ellos, incluso, llegó a introducirse por una ventana semiabierta y penetró en el interior. Estábamos viendo Perdición en la tele y nadie se dio cuenta hasta que Rumba, la perra, alzó la cabeza, gruñó y se lanzó hacia el pasillo, seguida por Sherlock. Cogí la escopeta de caza y la linterna, hice clac-clac metiendo un cartucho de postas en la recámara –no sabía lo que iba a encontrar, y estoy mayor para que me inflen a hostias–, pero el intruso ya se había largado. Así que, tras asegurarme de eso, salí al jardín a echar un vistazo. Pero no había nadie. Los dos fulanos habían saltado el muro, largándose. Así que telefoneé a Picolandia por si entraban en otra casa cercana, guardé la escopeta, cerré la ventana, conecté la alarma, acaricié a los perros y seguí viendo la peli, resignado. Se preguntarán ustedes cómo sé que los asaltantes eran dos. Y la respuesta está chupada: los vi luego en las cámaras de vigilancia. Las imágenes eran todo un espectáculo, pues se veía perfectamente como los malos saltaban el muro con una tranquilidad asombrosa, cual si no les preocupase que los vieran o no. Caminaban rodeando la casa mientras buscaban cómo entrar. Lo hacían sin esconderse, con toda calma, charlando entre ellos mientras comentaban la jugada, esta ventana sí y aquella no, cómo lo ves, colega, etcétera. Ni siquiera se agachaban, y miraban las cámaras –llevaban gorras que les ocultaban la cara– sin esconderse, con ganas de saludar. Y al llegar ante la ventana iluminada del cuarto donde veíamos la tele, se detuvieron un buen rato, estudiándonos. Una familia y dos perros absortos en Fred McMurray, Bárbara Stanwick y Edward G. Robinson. Pan comido, compañero. Ningún problema. Así que siguieron dando la vuelta, vieron entreabierta una ventana en la cocina, uno ayudó al subir el otro, y éste se coló por ahí. Como por su propia casa. 

Tiene huevos el asunto, oigan. Los dos, tan campantes. Y yo, luego, mientras exploraba el jardín con la herramienta en la mano, preocupado por si los encontraba allí. Qué pasa, pensaba, si le pego un tiro a uno, aunque sea en una pierna, y le estropeo algo. O si en la casa, olvidándome de la escopeta, al ver a un tío dentro, hubiera agarrado uno de los sables de caballería napoleónicos que tengo allí para endiñarle un sablazo. O sea, mi ruina total. Si lo dejo vivo, me reclamará daños y perjuicios. Si me lo cargo, su familia vivirá de mí el resto de su vida. Pero si ocurre lo contrario, si es el malo quien madruga y mi mujer o mi hija se los encuentran en el pasillo o el dormitorio, si a mí me dan las mías y las del pulpo –a ver quién se mete en una casa ajena sin llevar, al menos, una navaja en el bolsillo– a ellos no les pasará absolutamente nada. Como mucho, una visita al cuartelillo para comprobar que tienen más antecedentes que Curro Jiménez. Después, un juez aburrido o comprensivo los pondrá en la calle tras afearles la conducta, e incluso sin afeársela, citándolos para dentro de unos meses, o unos años, o nunca. Y si alguna vez les cae algo, que lo dudo, será una cosita suave, poco traumática; porque, a fin de cuentas, el noble deseo de nuestra sociedad no es castigar, sino regenerar. Y más cuando los regenerables se limitan a entrar en casas ajenas y dar a sus propietarios unos golpes o navajazos de nada. Y encima, a lo mejor o casi seguro, esos fulanos que miran las cámaras con todo descaro son producto de una sociedad explotadora e injusta; o incluso, atenuante definitivo, inmigrantes sin trabajo rechazados por la opulenta y egoísta Europa. Y una casa con jardín, propia en España de ricos y de fachas, es provocación pura y dura. 

Total, que esos eran mis alegres pensamientos mientras iba la otra noche con la linterna y la escopeta, mirando rincones como un gilipollas. Podrías ahorrarte el paseo, chaval. Pensaba. Porque ya me contarás, si los encuentras, qué carajo vas a hacer con la posta lobera. Y lo peor es que lo saben. Hasta puede que sean ellos quienes te introduzcan la escopeta por el ojete. Conocen de sobra dónde están, y a qué leyes se enfrentan. Por eso posan tranquilos ante las cámaras. Es la ventaja que tiene vivir en un país como éste, democracia ejemplar donde los derechos y libertades de cualquier hijo de la gran puta empiezan donde acaban los de la gente honrada y normal; no en una pseudo-democracia fascista como, por ejemplo, los Estados Unidos, donde a un intruso pueden pegarle un tiro en cuanto pisa un jardín ajeno. Aquí, eso sólo nos parece bien en las películas de Clint Eastwood. 

8 de enero de 2017 

domingo, 1 de enero de 2017

Una historia de España (LXXVIII)

Y así, después de tres años de matanza y pesadilla, como decía el gran actor Agustín González en la película Las bicicletas son para el verano (inspirada en un texto teatral de Fernando Fernán Gómez), llegó «no la paz, sino la victoria». Cautivo y desarmado el ejército rojo, según señalaba el parte final emitido por el cuartel general de Franco, las tropas nacionales alcanzaron sus últimos objetivos militares mientras los patéticos restos de la República se diluían trágicamente entre los cementerios, las cárceles y el exilio. Como hay fotos de todo, me ahorro descripciones tontas. Ustedes lo saben tan bien como yo: alrededor de 400.000 muertos en ambos lados -sin contar los causados por hambre y enfermedades- y medio millón de expatriados: carreteras llenas de infelices en fuga, críos ateridos y hambrientos que cruzaban la frontera con sus padres, ancianos desvalidos cubiertos por mantas, Antonio Machado viejo y enfermo, con su madre, camino de su triste final en el sur de Francia, allí donde a los fugitivos, maltratados y humillados, se los recluía en campos de concentración bajo la brutal vigilancia de soldados senegaleses. Para esas horas, los que no habían podido escapar o los que confiaban -infelices pardillos- en la promesa de que quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre podían estar tranquilos, eran apresados, cribados, maltratados, internados o fusilados tras juicios sumarísimos en los que, junto al piquete de ejecución -no era cuestión de que se perdieran sus almas, pues Dios aprieta pero no ahoga- nunca faltaba un sacerdote para los últimos auxilios espirituales. La consigna era limpieza total, extirpación absoluta de izquierdismos, sindicalismos, liberalismos, ateísmos, republicanismos, y todo cuanto oliese, hasta de lejos, a democracia y libertad: palabras nefandas que, a juicio del Caudillo y sus partidarios -que ya se contaban por millones, naturalmente- habían llevado a España al desastre. En las prisiones, 300.000 presos políticos esperaban a que se decidiera su suerte, con muchas papeletas para que les tocara cárcel o paredón. Y mientras esos desgraciados pagaban el pato y otros se iban al exilio con lo puesto, los principales responsables del disparate y la derrota, políticos, familiares y no poca gentuza, incluidos conocidos asesinos que habían estado llevándose dinero al extranjero y montándose negocios en previsión de lo inevitable, se instalaron más o menos cómodamente por ahí afuera, a disfrutar del fruto de sus chanchullos, sus robos y sus saqueos (lo de las cuentas en bancos extranjeros no se ha inventado ahora). Muy pocos de los verdaderos culpables políticos o de los más conspicuos asesinos que habían enfangado y ensangrentado la República fueron apresados por los vencedores. Ésos eran los listos. Se habían largado ya, viéndolas venir. En su mayor parte, las tropas franquistas sólo echaron mano y cebaron titulares de prensa y paredones con la morralla, la gente de segunda fila. Con los torpes, los desgraciados o los que tuvieron mala suerte y no espabilaron a tiempo. Y aun en el extranjero, incluso en el exilio, respaldados unos por sus amos de Moscú y otros por sus cuentas bancarias mientras decenas de miles de desgraciados se hacinaban en campos de concentración, los infames dirigentes que con su vileza, mala fe, insolidaridad y ambición habían aniquilado, con la República, las esperanzas de justicia y libertad, siguieron enfrentados entre sí, insultándose, calumniándose e incluso matándose a veces entre ellos, en oscuros ajustes de cuentas. Mientras que en España, como no podía ser de otra forma, la condición humana se manifestaba en su clásica e inevitable evidencia: curándose en salud, todo el mundo acudía en socorro y apoyo del vencedor, las masas se precipitaban a las iglesias para oír misa, obtenían el carnet de Falange, levantaban el brazo en el cine, el fútbol y los toros, y, por poner un ejemplo que vale para cualquier otro sitio, las calles de Barcelona, que hoy frecuentan cientos de miles de patriotas portando esteladas y señeras, se abarrotaron, con los padres y abuelos de esos mismos patriotas, y en mayor número que ahora, de banderas rojigualdas, brazos en alto, caras al sol y en España empieza a amanecer. Tecleen en internet, si les apetece. Abran un par de libros o miren las fotos y revistas de entonces. «Catalunya con el Caudillo», dice una de las pancartas, sobre una multitud inmensa. Eso valía para cualquier lugar de la geografía española, como sigue valiendo para cualquier lugar de la geografía universal. Y se llama supervivencia. 

[Continuará]

1 de enero de 2017