domingo, 8 de enero de 2017

Intrusos en casa y otras impotencias

Hace unos días, al anochecer, dos ladrones se pasearon por el jardín de mi casa. Uno de ellos, incluso, llegó a introducirse por una ventana semiabierta y penetró en el interior. Estábamos viendo Perdición en la tele y nadie se dio cuenta hasta que Rumba, la perra, alzó la cabeza, gruñó y se lanzó hacia el pasillo, seguida por Sherlock. Cogí la escopeta de caza y la linterna, hice clac-clac metiendo un cartucho de postas en la recámara –no sabía lo que iba a encontrar, y estoy mayor para que me inflen a hostias–, pero el intruso ya se había largado. Así que, tras asegurarme de eso, salí al jardín a echar un vistazo. Pero no había nadie. Los dos fulanos habían saltado el muro, largándose. Así que telefoneé a Picolandia por si entraban en otra casa cercana, guardé la escopeta, cerré la ventana, conecté la alarma, acaricié a los perros y seguí viendo la peli, resignado. Se preguntarán ustedes cómo sé que los asaltantes eran dos. Y la respuesta está chupada: los vi luego en las cámaras de vigilancia. Las imágenes eran todo un espectáculo, pues se veía perfectamente como los malos saltaban el muro con una tranquilidad asombrosa, cual si no les preocupase que los vieran o no. Caminaban rodeando la casa mientras buscaban cómo entrar. Lo hacían sin esconderse, con toda calma, charlando entre ellos mientras comentaban la jugada, esta ventana sí y aquella no, cómo lo ves, colega, etcétera. Ni siquiera se agachaban, y miraban las cámaras –llevaban gorras que les ocultaban la cara– sin esconderse, con ganas de saludar. Y al llegar ante la ventana iluminada del cuarto donde veíamos la tele, se detuvieron un buen rato, estudiándonos. Una familia y dos perros absortos en Fred McMurray, Bárbara Stanwick y Edward G. Robinson. Pan comido, compañero. Ningún problema. Así que siguieron dando la vuelta, vieron entreabierta una ventana en la cocina, uno ayudó al subir el otro, y éste se coló por ahí. Como por su propia casa. 

Tiene huevos el asunto, oigan. Los dos, tan campantes. Y yo, luego, mientras exploraba el jardín con la herramienta en la mano, preocupado por si los encontraba allí. Qué pasa, pensaba, si le pego un tiro a uno, aunque sea en una pierna, y le estropeo algo. O si en la casa, olvidándome de la escopeta, al ver a un tío dentro, hubiera agarrado uno de los sables de caballería napoleónicos que tengo allí para endiñarle un sablazo. O sea, mi ruina total. Si lo dejo vivo, me reclamará daños y perjuicios. Si me lo cargo, su familia vivirá de mí el resto de su vida. Pero si ocurre lo contrario, si es el malo quien madruga y mi mujer o mi hija se los encuentran en el pasillo o el dormitorio, si a mí me dan las mías y las del pulpo –a ver quién se mete en una casa ajena sin llevar, al menos, una navaja en el bolsillo– a ellos no les pasará absolutamente nada. Como mucho, una visita al cuartelillo para comprobar que tienen más antecedentes que Curro Jiménez. Después, un juez aburrido o comprensivo los pondrá en la calle tras afearles la conducta, e incluso sin afeársela, citándolos para dentro de unos meses, o unos años, o nunca. Y si alguna vez les cae algo, que lo dudo, será una cosita suave, poco traumática; porque, a fin de cuentas, el noble deseo de nuestra sociedad no es castigar, sino regenerar. Y más cuando los regenerables se limitan a entrar en casas ajenas y dar a sus propietarios unos golpes o navajazos de nada. Y encima, a lo mejor o casi seguro, esos fulanos que miran las cámaras con todo descaro son producto de una sociedad explotadora e injusta; o incluso, atenuante definitivo, inmigrantes sin trabajo rechazados por la opulenta y egoísta Europa. Y una casa con jardín, propia en España de ricos y de fachas, es provocación pura y dura. 

Total, que esos eran mis alegres pensamientos mientras iba la otra noche con la linterna y la escopeta, mirando rincones como un gilipollas. Podrías ahorrarte el paseo, chaval. Pensaba. Porque ya me contarás, si los encuentras, qué carajo vas a hacer con la posta lobera. Y lo peor es que lo saben. Hasta puede que sean ellos quienes te introduzcan la escopeta por el ojete. Conocen de sobra dónde están, y a qué leyes se enfrentan. Por eso posan tranquilos ante las cámaras. Es la ventaja que tiene vivir en un país como éste, democracia ejemplar donde los derechos y libertades de cualquier hijo de la gran puta empiezan donde acaban los de la gente honrada y normal; no en una pseudo-democracia fascista como, por ejemplo, los Estados Unidos, donde a un intruso pueden pegarle un tiro en cuanto pisa un jardín ajeno. Aquí, eso sólo nos parece bien en las películas de Clint Eastwood. 

8 de enero de 2017 

5 comentarios:

Unknown dijo...

Que razón tienes Arturo.

Y que se puede hacer contra todo esto?

Algo es algo, al menos al leerte toma uno conciencia del asunto.

Gracias.

Jeimen dijo...

Don Arturo, por Dios, si tiene usted jardin... le vacia los cartuchos en la zona del cuerpo que mejor le parezca, eso si, asegurandose que deje de respirar despues de ello, y le alquila un trozito de jardin para la eternidad ... con un poco de suerte se ahorra hasta el abonado de sus plantas por unos años - jegrrjegrrjegrr

Anónimo dijo...

Tiene usted toda la razón, el que tiene todo a perder es uno mismo ,ellos son escoria y como tal les da igual las consecuencias,no tienen nada que perder y mucho que ganar. Aunque algún día ellos se encontraran con un currela harto de que le mangoneen en la vida y les de una somanta,lo aparque en el container más cercano y se vaya a dormir con una sonrisa en la boca.
Por fin alguien ha pagado el pato.
Un saludo.

Antonio dijo...

D. Arturo prefiero vivir en una sociedad imperfecta, garantista, con el estado de derecho como baluarte también para "los malos", que ser rehén de las armas como única vía o forma de impartir Justicia. Donald Trump estaría encantado de cargarse de un plumazo todos los avances sociales que hemos conseguido en Occidente.

Anónimo dijo...

Yo le descerrajo un tiro en la cabeza al menor contratiempo, para que llore mi madre que llore la suya, amén