domingo, 26 de febrero de 2017

Articulistas parásitos

En este mundo traidor donde nada es verdad ni es mentira, donde todo es según el color del cristal con que se mira –como dijo no recuerdo quién–, las redes sociales e Internet están dando cobertura, en los últimos tiempos, a una figura de articulista marcadamente siniestra. Y hoy me apetece contarles por qué opino eso. 

El periodismo español tiene una respetable tradición de articulistas: Larra, Gómez de la Serna, González Ruano, García Serrano, Umbral, escribieron textos legendarios. El periodismo de opinión español, nómina ilustre, conserva todavía hoy, entre otros nombres de prestigio, los del maestro Manuel Alcántara, Raúl del Pozo, Arcadi Espada, Rosa Montero, Javier Marías o Ignacio Camacho –en mi opinión, el más riguroso y solvente columnista político actual–. Y en la última década, esa relación se ve reforzada y prolongada con la nueva generación que encabezan Antonio Lucas, Manuel Jabois, David Gistau y otros brillantes periodistas todavía jóvenes, a los que el tiempo y el oficio acabarán convirtiendo, como a sus predecesores, en maestros y en clásicos. 

Hay, sin embargo, y se extiende de forma casposa e irritante, otro tipo de articulista parásito, tramposo, oportunista, a menudo joven también, caracterizado por la falta de talento propio, la ausencia de ideas, inteligencia y estilo; adobado todo, además, con una especie de complejo de Salieri: la biliosa envidia del mediocre, consciente de que nunca llegará a superar sus pobres límites. Esta variedad cutre del articulismo hispano, que se da en ambos sexos, encuentra terreno abonado en medios digitales frívolos en los que tan pródigo es Internet. El mecanismo de acción es muy sencillo. Muy fácil. El columnista parásito carece de ideas propias, pero lee a los que sí las tienen y expresan con talento. Y lo que hace es, simplemente, escribir sobre lo que otros ya han escrito. Si Javier Marías habla de esto, si Antonio Lucas habla de aquello, el casposo oportunista emboscado dedicará un artículo a comentar lo que él opina de lo que han opinado ellos. Sin apenas esfuerzo, sin despeinarse. Emitiendo veredicto censor desde la altura de su pequeñez intelectual y moral. Sabiendo que así no arriesga nada y gana siempre. 

Porque ahí interviene un factor característico del negocio. Por su propia naturaleza, raro es que el articulista parásito tenga la formación, la cultura y el talento del parasitado. De lo contrario, no se vería forzado a parasitar a nadie. Sería original. Lo que hace esa sanguijuela de la tecla es aplicar sus propias limitaciones, sus carencias de comprensión lectora, sus complejos, envidias y mediocridades, y a veces también su sectarismo analfabeto, al texto ajeno. Con lo que el resultado no sólo es tan mediocre como el autor, sino que consiste en una burda manipulación del texto original. Eso da al parásito, claro, algunos beneficios notables: rellena su columna, comenta asuntos interesantes que él nunca habría podido plantear por su cuenta, y se codea con firmas de postín como de tú a tú, babeando de gozo. Además, factor decisivo, se beneficia de que, en las redes sociales, un nombre de prestigio puesto en titulares, en buscadores de Internet, es tuiteado y alcanza una difusión amplia; con lo que, gracias al nombre y texto ajenos, el parásito consigue lo que jamás habría alcanzado por su propio nombre y mérito. Todo eso, claro, fomentado por la cabecera del medio digital donde escribe; encantados sus propietarios de que ese pobre hombre o pobre mujer –seamos paritarios también en la infamia– les dé visibilidad a tan bajo coste. 

Hay trucos sucios, además, que refuerzan la eficacia del columnista parásito. Que hacen más rentable su negocio. Por mala fe, o porque su intelecto no da para más, el sujeto en cuestión suele descontextualizar frases del texto parasitado; e incluso titula, no con lo que el texto original dice, sino con su interpretación sesgada o malintencionada. Y eso, en un lugar tan atrozmente falto de comprensión lectora como España, donde no suele opinarse sobre un texto original, sino sobre lo que alguien dice que otro ha dicho, los efectos adquieren dimensiones disparatadas. Si Vargas Llosa –por poner un ejemplo imaginario de autor muy respetable– escribiera un artículo diciendo que, además de las jóvenes cantantes, a las que le encanta escuchar, le gustan aquellas de vestido largo y voz ronca y sensual que cantaban en los 40, no faltarían parásitos que titularían su columna: «El Nobel no encuentra sensuales a las cantantes de ahora». Lo que, traducido a Twitter, acabaría siendo: «Intolerable machismo musical de Vargas Llosa»

26 de febrero de 2017 

domingo, 19 de febrero de 2017

Una historia de España (LXXXI)

Durante la Segunda Guerra Mundial, no sólo hubo compatriotas nuestros en los campos de exterminio, en la Resistencia francesa o en las tropas aliadas que combatieron en Europa Occidental. La diáspora republicana había sido enorme, y también el frente del Este, donde se enfrentaban la Alemania nazi y la Unión Soviética, oyó blasfemar, rezar, discutir o entonar una copla en español. Como escribió Pons Prades, muchos de aquellos hombres y mujeres que habían cruzado los Pirineos con el pelo enmarañado, desaliñados, malolientes, con barba de pordioseros, el uniforme salpicado de sangre y plomo y el mirar de visionarios, no se sentían vencidos. Porque hay gente que no se rinde nunca, o no se acuerda de hacerlo. Su origen y destino fue diverso: de entre los niños enviados a la URSS durante la Guerra Civil, de los marinos republicanos exiliados, de los jóvenes pilotos enviados para formarse en Moscú, de los comunistas resueltos a no dejar las armas, salieron numerosos combatientes que se enfrentaron a la Wehrmacht encuadrados en el ejército ruso, como guerrilleros tras las líneas enemigas o como pilotos de caza. Uno de éstos, José Pascual Santamaría, conocido por Popeye, ganó la orden de Lenin a título póstumo combatiendo sobre Stalingrado. Y cuando el periódico Zashitnik Otechevsta titulaba «Derrotemos al enemigo como los pilotos del capitán Alexander Guerasimov», pocos sabían que ese heroico capitán Guerasimov se llamaba en realidad Alfonso Martín García, y entre sus camaradas era conocido por El Madrileño. O que una unidad de zapadores minadores integrada por españoles, bajo el mando del teniente Manuel Alberdi, combatió desde Moscú hasta Berlín, dándose el gusto de rebautizar calles berlinesas escribiendo encima, con tiza, los nombres de sus camaradas muertos. En cuanto a lucha de guerrillas, la relación de españoles implicados sería interminable, haciendo de nuevo verdad aquel viejo y sombrío dicho: «No hay combatiente más peligroso que un español acorralado y con un arma en las manos». Centenares de irreductibles republicanos exiliados lucharon y murieron así, en combate o ejecutados por los nazis, tras las líneas enemigas a lo largo de todo el frente ruso, y también en Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia y otros lugares de los Balcanes. El balance oficial lo dice todo: dos héroes de la Unión Soviética, dos órdenes de Lenin, 70 Banderas y Estrellas Rojas (una, a una mujer: María Pardina, nacida en Cuatro Caminos), otras 650 condecoraciones diversas ganadas en Moscú, Leningrado, Stalingrado y Berlín, y centenares de tumbas anónimas. Y en Rusia se dio, también, una de esas amargas paradojas propias de nuestra Historia y nuestra permanente guerra civil; porque en el frente de Leningrado volvieron a enfrentarse españoles contra españoles. De una parte estaban los encuadrados en las guerrillas y el ejército soviético, y de la otra, los combatientes de la División Azul: la unidad de voluntarios españoles que Franco había enviado a Rusia como parte de sus compromisos con la Alemania de Hitler. En ella, conviene señalarlo, había de todo: un núcleo duro falangista y militares de carrera, pero también voluntarios de diversa procedencia, desde jóvenes con ganas de aventura a gente desempleada y hambrienta, ansiosa de comer caliente, o sospechosos al régimen que así podían ponerse a salvo o aliviar la suerte de algún familiar preso o comprometido. Y el caso es que, aunque la causa que defendían era infame, también ellos pelearon en Rusia con una dureza y un valor extremos, en un infierno de frío, nieve y hielo, en el frente del Voljov, en la hazaña casi suicida del lago Ilmen (los 228 españoles de la Compañía de Esquiadores combatieron a 50º bajo cero, y al terminar sólo quedaban 12 hombres en pie), en el frente de Leningrado o en Krasny Bor, donde todo el frente alemán se hundió menos el sector donde, durante el día más largo de sus vidas y muertes, 5.000 españoles pelearon como fieras, a la desesperada, aguantando el ataque masivo de 44.000 soldados soviéticos y 100 carros de combate, con el resultado de una compañía aniquilada, varias diezmadas, y otras pidiendo fuego artillero propio sobre sus posiciones, por estar inundados de rusos con los que peleaban cuerpo a cuerpo. Obteniendo, en fin, del propio Hitler este comentario: «Extraordinariamente duros para las privaciones y ferozmente indisciplinados». Y confirmando así unos y otros, rojos y azules, otra vez en nuestra triste historia, aquel viejo dicho medieval que parece nuestra eterna maldición nacional: «Qué buen vasallo que fuera, si tuviese buen señor». 

[Continuará]

19 de febrero de 2017 

domingo, 12 de febrero de 2017

Una historia de España (LXXX)

Las cosas como son: Franco era un fulano con suerte. Frío y astuto como la madre que lo parió, pero con la fortuna –la baraka, decía él, veterano militar africanista– sentada en el hombro como el loro del pirata. Cuando se lió el pifostio contra la República, los que prácticamente mandaban en Europa eran de su cuerda, así que lo apoyaron como buenos compadres y lo ayudaron a ganar. Y cuando éstos al fin fueron derrotados en la Segunda Guerra Mundial, resultó que las potencias occidentales vencedoras con los EEUU a la cabeza, que ya le veían las orejas al lobo Stalin y a la amenazante Rusia soviética que se había zampado media Europa, necesitaban a elementos como Franco para asentarse bien en el continente, poner bases militares, anudar lazos anticomunistas y cosas así. De modo que le perdonaron al dictador su dictadura, o la miraron de otra manera, olvidando los viejos pecadillos, las amistades siniestras y los grandes cementerios bajo la luna. Por eso los republicanos exiliados, o algunos de ellos, los que no se resignaban y seguían queriendo pelear, o sea, los que esperaban que tras la victoria contra nazis y fascistas le llegara el turno a Franco, se quedaron con las ganas. «¿En quién me vengo yo ahora?», como decía La venganza de don Mendo –a cuyo autor Muñoz Seca, por cierto, habían fusilado ellos–. Pensaban esos ingenuos que al acabar la guerra mundial volverían a España respaldados por los vencedores, pero de eso no hubo nada. Y no fue porque no hubieran hecho méritos, oigan. Buena parte de aquellos republicanos que habían pasado los Pirineos con el Tercio y los moros de Franco pisándoles los talones, un puño en alto y llevando apretado en él un puñado de tierra española, masticando el sabor amargo de la derrota, el exilio y la miseria, eran gente derrotada pero no vencida. Por eso en 1940, cuando se probó una vez más que las carreteras de Francia están cubiertas de árboles para que los alemanes puedan invadir el país a la sombra, y el ejército gabacho y su línea Maginot y sus generales de opereta se fueron a tomar por saco –en una de las más vergonzosas derrotas de la Historia–, los sucios y piojosos republicanos españoles, a quienes los franceses habían humillado y recluido en campos de concentración, se plantearon el asunto en términos simples: los alemanes por un lado y la España franquista por otro, dicho en corto, compañeros, que estamos jodidos y no hay a dónde ir. Así que, por lo menos, vendamos caro el pellejo. De manera que, de perdidos al río, centenares de esos veteranos con tres años de experiencia bélica en el currículum, hombres y mujeres duros como el pedernal, cogieron las armas que el ejército franchute había tirado en la fuga y empezaron a pegarles tiros a los alemanes, echándose al monte y convirtiéndose en instructores, primero, y en núcleo importante, luego, de esa Resistencia francesa, tanto la urbana como la del maquis rural, de la que tanto presumieron luego los de allí. Y no hay mejor prueba que darnos una vuelta por los pueblos y lugares del país vecino, donde con estremecedora frecuencia es posible encontrar monumentos conmemorativos con la frase: «A los combatientes españoles muertos por Francia». Y vaya si combatieron. Unos, capturados por los nazis y rechazados por la España franquista, acabaron en campos de exterminio. Otros murieron luchando o asistieron a la liberación. El recorrido de bastantes de ellos –es muy recomendable la lectura de La Nueve, de Evelyn Mesquida– fue de epopeya; como el caso de los que, enrolados algunos en la Legión Extranjera francesa y fugitivos otros del norte de África, acabaron integrados en las fuerzas francesas libres del general De Gaulle, y desde África central viajaron a Inglaterra, y de allí a Normandía; y luego, con la famosa división Leclerc, liberaron París, combatieron y murieron en suelo alemán, llegando los supervivientes hasta el cuartel general del Führer (tuve el honor de estar cinco años sentado en la Real Academia Española junto a uno de ellos, Claudio Guillén Cahen, hijo del poeta Jorge Guillén). Y todavía lo remueve a uno por dentro y le empaña los ojos ver en las fotos y los viejos documentales de la liberación de París, cuando pasan los carros blindados aliados por las calles, aplaudidos y besados por franceses y francesas, a un montón de fulanos bajitos, morenos y sonrientes, despechugados de uniforme y siempre con un pitillo a medio fumar en la boca, y leer con asombro los nombres que esos tipos indestructibles pintaron sobre el acero para bautizar sus tanques: Guernica, Guadalajara, Brunete, Don Quijote y España Cañí

[Continuará]

12 de febrero de 2017 

domingo, 5 de febrero de 2017

El padre de Rapunzel

Acabo de darme una vuelta por la cuesta Moyano de Madrid, deteniéndome a charlar con los viejos amigos de las casetas, y camino sin prisas, dando un paseo con el botín de la jornada en una bolsa de lona. La mañana de caza no ha estado mal: un par de libros útiles para documentar un episodio de la segunda novela de Falcó, que va por su quinto capítulo sin problemas dignos de mención, y también, aunque ya están en mi biblioteca, El asesinato de Rogelio Ackroyd, de Agatha Christie, Las hazañas del brigadier Gerard, de Conan Doyle, y el volumen de obras completas de Wodehouse sobre Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves; libros estupendos que cada vez que me tropiezo con ellos compro para regalar a algún amigo. Total del gasto, y eso que el de Jeeves es caro, 59 euros. Para que luego vengan diciendo los que nunca leen –y no sé cómo lo consiguen– que los libros cuestan demasiado y que la perra vida no tiene analgésicos. 

Paseo, como digo, con mi biblioteca portátil en la mano, camino de la terraza de un café para echar un vistazo tranquilo a las alforjas, cuando me cruzo con un grupo de niños de ambos sexos acompañados por algunos padres y madres. Los críos tendrán entre los seis y los ocho años. Debe de haber alguna fiesta escolar cerca, porque todos llevan disfraces. No soy nada ducho en iconografía infantil, pero reconozco a alguno de los personajes homenajeados: uno va de Mario Bros y otro de Bob Esponja, emparedado entre dos cartones pintados de amarillo. Me los quedo mirando con una sonrisa, porque incluso esos días en los que uno se levanta, oye la radio, hojea los diarios, mira el mundo y piensa que no habría nada más grato que olor a napalm por la mañana, los niños y los perros siempre se salvan. Los dejas aparte. Lo de los críos es más discutible porque luego crecen, se parecen a los padres y se convierten, a su vez, en buenos candidatos al napalm. Pero de momento, a esa edad, aún te remueven cosas. Como los perros, ya digo. Los niños, con su lógica implacable y su honradez intelectual, aún están a la altura de esos chuchos nobles y leales. Todavía te ponen blandito por dentro. El caso es que estoy viendo pasar el grupillo de enanos, y hay una niña que viene algo más retrasada, junto a uno de los padres. Lleva un vestido violeta y una larga peluca rubia de Rapunzel, y camina algo entorpecida por el ruedo de la falda. Y de pronto, otro de los críos se vuelve y le grita: «Venga, Carlos, que llegamos tarde». Entonces veo que Rapunzel hace ademán de acelerar el paso, le miro bien la cara y descubro, o comprendo, que no es una niña sino un niño. Ignoro si la sorpresa se me refleja en la cara o no, pero lo cierto es que lo miro –la miro– con discreta curiosidad. Y en ese momento, mi mirada se cruza con la del padre que camina a su lado. Es un hombre todavía joven, bien vestido. Nos observamos durante unos segundos. Ignoro si me reconoce o no, pero acto seguido tiene una reacción rápida, casi brusca. Extiende una mano, coge la de su hijo y me sostiene la mirada con aire desafiante. Sigo mi camino, y él y su hijo siguen el suyo. Y me alejo dándole vueltas a la mirada de ese padre, entre otras cosas porque, a partir de cierta edad y con ciertas cosas en la mochila, uno sabe interpretar miradas como ésa. Y la que el padre de Rapunzel me dirigió era elocuente. Atrévete a sonreír, decía sin palabras, y te arranco la cabeza. 

Y oigan. No tengo ni idea de pedagogía, ni de aficiones a tal o cual disfraz, ni de hasta qué punto un crío de ocho años disfrazado o travestido de chica entra en los cánones convencionales de la normalidad de sexos, o se sale de ésta. Ni idea. No sé si eso es bueno o malo para él, e ignoro si un padre que accede a que su hijo se disfrace así hace lo correcto, o no lo hace. Opinar sobre ello no es asunto mío. Todo ser humano es un mundo; y cada familia, un laberinto de afectos y esperanzas, un territorio complejo que resulta estúpido juzgar de forma superficial, desde fuera. De lo que sí estoy seguro es de que hace falta mucho amor y mucha entereza para acceder a que un hijo tuyo, nacido varón, vaya a una fiesta escolar cumpliendo su ilusión de vestirse de niña. Y, lo que es aún más importante, acompañarlo con paso firme y la cabeza bien alta, dándole la mano, protector, cuando temes que alguien pueda mirarlo con burla o desprecio. 

Así que rectifico. No sólo críos y perros. También, si uno se fija, hay adultos que se salvan y nos salvan. Porque no me cabe duda: si yo fuera un niño al que le hiciera ilusión vestirse de Rapunzel, querría tener un padre como ése.

5 de febrero de 2017