domingo, 27 de agosto de 2017

Una historia de España (y XCII)

Desde hace cuatro años, alternando con otros asuntos, he venido contando en esta página una visión de la historia de España. En ningún momento, como fue fácil deducir de tonos y contenidos, pretendí suplantar a los historiadores. Un par de ellos, gente de poca cintura y a menudo con planteamientos sectarios de rojos y azules, de blancos y negros, de buenos y malos, bobos más o menos ilustrados en busca de etiquetas, que confunden ecuanimidad con equidistancia, se han ofendido como si les hubiera mentado a la madre; pero su irritación me es indiferente. En cuanto a los lectores, si durante este tiempo logré despertar la curiosidad de alguno y dirigirla hacia libros de Historia específicos y serios donde informarse de verdad, me doy por más que satisfecho. No era mi objetivo principal, aunque me alegro. En mi caso se trataba, únicamente, de divertirme, releer y disfrutar. De un pretexto para mirar atrás desde los tiempos remotos hasta el presente, reflexionar un poco sobre ello y contarlo por escrito de una manera personal, amena y poco ortodoxa con la que, como digo, he pasado muy buenos ratos oyendo graznar a los patos. En estos noventa y dos artículos paseé por nuestra historia, la de los españoles, la mía, una mirada propia, subjetiva, hecha de lecturas, de experiencia, de sentido común dentro de lo posible. Al fin de cuentas, sesenta y cinco años de libros, de viajes, de vida, no transcurren en balde, y hasta el más torpe puede extraer de todo ello conclusiones oportunas. Esa mirada, la misma con que escribo novelas y artículos, no la elegí yo, sino que es resultado de todas esas cosas: la visión, ácida más a menudo que dulce, de quien, como dice un personaje de una de mis novelas, sabe que ser lúcido en España aparejó siempre mucha amargura, mucha soledad y mucha desesperanza. Nadie que conozca bien nuestro pasado puede hacerse ilusiones; o al menos, eso creo. Los españoles estamos infectados de una enfermedad histórica, mortal, cuyo origen quizá haya aflorado a lo largo de todos estos artículos. Siglos de guerra, violencia y opresión bajo reyes incapaces, ministros corruptos y obispos fanáticos, la guerra civil contra el moro, la Inquisición y su infame sistema de delación y sospecha, la insolidaridad, la envidia como indiscutible pecado nacional, la atroz falta de cultura que nos ha puesto siempre –y nos sigue poniendo– en manos de predicadores y charlatanes de todo signo, nos hicieron como somos: entre otras cosas, uno de los pocos países del llamado Occidente que se avergüenzan de su gloria y se complacen en su miseria, que insultan sus gestas históricas, que maltratan y olvidan a sus grandes hombres y mujeres, que borran la memoria de lo digno y sólo conservan, como arma arrojadiza contra el vecino, la memoria del agravio y ese cainismo suicida que salta a la cara como un escupitajo al pasar cada página de nuestro pasado (muchos ignoran que los españoles ya nos odiábamos antes de Franco). Estremece tanta falta de respeto a nosotros mismos. Frente a eso, los libros, la educación escolar, la cultura como acicate noble de la memoria, serían el único antídoto. La única esperanza. Pero temo que esa batalla esté perdida desde hace tiempo. La semana pasada detuve mi repaso histórico en la victoria socialista de 1982, en la España ilusionada de entonces, entre otras cosas porque desde esa fecha hasta hoy los lectores tienen ya una memoria viva y directa. Pero también, debo confesarlo, porque me daba pereza repetir el viejo ciclo: contar por enésima vez cómo de nuevo, tras conseguir empresas dignas y abrir puertas al futuro, los españoles volvemos a demoler lo conseguido, tristemente fieles a nosotros mismos, con nuestro habitual entusiasmo suicida, con la osadía de nuestra ignorancia, con nuestra irresponsable y arrogante frivolidad, con nuestra cómoda indiferencia, en el mejor de los casos. Y sobre todo, con esa estúpida, contumaz, analfabeta, criminal vileza, tan española, que no quiere al adversario vencido ni convencido, sino exterminado. Borrado de la memoria. Lean los libros que cuentan o explican nuestro pasado: no hay nadie que se suicide históricamente con tan estremecedora naturalidad como un español con un arma en la mano o una opinión en la lengua. Creo –y seguramente me equivoco, pero es lo que de verdad creo– que España como nación, como país, como conjunto histórico, como queramos llamarlo, ha perdido el control de la educación escolar y la cultura. Y creo que esa pérdida es irreparable, pues sin ellas somos incapaces de asentar un futuro. De enseñar a nuestros hijos, con honradez y sin complejos, lo que fuimos, lo que somos y lo que podríamos ser si nos lo propusiéramos. 

27 de agosto de 2017 

domingo, 20 de agosto de 2017

Una historia de España (XCI)

Fue, paradójicamente, un golpe de estado, o el intento de darlo, lo que acabó por consolidar y hacer adulta la recién recobrada democracia española. El 23 de febrero de 1981, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, respaldado por el capitán general de Valencia, general Milans del Bosch, y una trama de militares y civiles nostálgicos del franquismo, asaltó el parlamento y mantuvo secuestrados a los diputados durante una tensa jornada, reviviendo la vieja y siniestra tradición española de pronunciamiento, cuartelazo y tentetieso, tan cara a los espadones decimonónicos (nunca la lectura de El ruedo ibérico de Valle-Inclán y los Episodios Nacionales de Galdós fue tan recomendable como en los tiempos que corren, para entender aquello y entendernos hoy). Entraron Tejero y sus guardias en las Cortes, gritó aquel animal «¡Todos al suelo!», y toda España contuvo el aliento, viéndose otra vez en las zozobras de siempre. Con todos los diputados en el suelo, en efecto, acojonados y agazapados como conejos –no siempre Iberia parió leones– excepto el dirigente comunista Santiago Carrillo (lo iban a fusilar seguro, y se fumó un pitillo sin molestarse en agachar la cabeza), el presidente Adolfo Suárez y el teniente general Gutiérrez Mellado, que le echaron unos huevos enormes enfrentándose a los golpistas (Tejero cometió la vileza de querer zancadillear al viejo general, sin conseguirlo), todo estuvo en el alero hasta que el rey Juan Carlos, sus asesores y los altos mandos del Ejército detuvieron el golpe, manteniendo la disciplina militar. Pero no fueron ellos solos, porque millones de españoles se movilizaron en toda España, y los periódicos, primero El País, luego Diario 16 y al fin el resto, hicieron ediciones especiales llamando a la gente a defender la democracia. Ahí fue donde la peña estuvo magnífica (o estuvimos, porque los de mi quinta ya estábamos), a la altura de la España que deseaba tener. Y se curró su libertad. Eso quedó claro cuando, dimitido Suárez –sus compadres políticos no le perdonaron el éxito, ni que fuera chulo, ni que fuera guapo, y algunos ni siquiera le perdonaban la democracia– y gobernando Leopoldo Calvo-Sotelo, en España se instaló la plena normalidad democrática, aprobándose los estatutos de autonomía y entrando nuestras fuerzas armadas en la OTAN, decisión que tuvo una doble ventaja: nos alineaba con las democracias occidentales y obligaba a los militares españoles a modernizarse, conocer mundo y olvidar la caspa golpista y cuartelera. En cuanto a las comunidades, la Constitución de 1978, consensuada por todas –subrayo el todas– las fuerzas políticas y redactada por notables personalidades de todos los registros, había definido la España del futuro con nacionalidades y regiones autónomas, a punto de caramelo para 17 autonomías de las más avanzadas de Europa, en lo que uno de nuestros más ilustres historiadores vivos –quizá el que más–, Juan Pablo Fusi, define como «un estado social y democrático de derecho, una democracia plena y avanzada». Antes de salir de escena, y a fin de desactivar una vieja fuente de conflicto que siempre amenazó la estabilidad de España, Adolfo Suárez había logrado unos acuerdos especiales para Cataluña restableciendo la Generalidad, abolida tras la Guerra Civil, haciendo regresar triunfal del exilio a su presidente, Josep Tarradellas. Pero en el País Vasco las cosas no fueron tan fáciles, debido por una parte a la violencia descerebrada y criminal de ETA, y por otra al extremismo sabiniano de un individuo en mi opinión nefasto llamado Xabier Arzalluz, que llevó al PNV a posiciones de turbio oportunismo político (recordemos su cínico «unos mueven el árbol y otros recogemos las nueces» mientras ETA mataba a derecha e izquierda). Aun así, pese a que el terrorismo vasco iba a ser una llaga constante en el costado de la joven democracia española, ésta resistió con valor y entereza sus infames zarpazos. Y en las elecciones de octubre de 1982 se logró lo que desde 1939 parecía imposible: el partido socialista ganó las elecciones, y lo hizo con 10 millones de votos –Alianza Popular tuvo 5,4–. El PSOE, con Felipe González y Alfonso Guerra a la cabeza, gobernó España. Y durante su largo mandato, pese a todos los errores y problemas, que los hubo, con la traumática reconversión industrial, terrorismo y crisis diversas, los españoles encontramos, de nuevo, nuestra dignidad y nuestro papel en el mundo. En 1985 entrábamos en la Comunidad Europea, y el progreso y la modernidad llegaron para quedarse. Alfonso Guerra lo había clavado: «A España no la va a reconocer ni la madre que la parió»

[Continuará]

20 de agosto de 2017 

domingo, 13 de agosto de 2017

Los chicos de aquel verano

Atardece mientras estoy fondeado cerca de tierra, al pie de un acantilado de mediana altura. El lugar es tranquilo, pues la playa está lejos y en las proximidades sólo hay una antigua torre vigía medio en ruinas, como la de El pintor de batallas, y una urbanización a lo lejos, medio oculta por las rocas. El mar está muy quieto y estoy sentado a popa, leyendo por enésima vez Juventud, de Joseph Conrad. En la pared rocosa que tengo a menos de un cable hay tallada una escalera que lleva a un pequeño mirador, y de vez en cuando oigo los chapuzones de una docena de muchachos que se arrojan al agua desde allí, suben y vuelven a arrojarse de nuevo. A veces dejo de leer, levanto la vista y los observo. Son una pandilla, chicos y chicas entre los doce y los quince años, de ésas que suelen formarse en verano. Sin duda son de la urbanización cercana. Cuando se cansan del agua se sientan en el repecho, con las piernas colgado, a mirar el mar. A ratos, el incipiente terral trae el eco de sus voces y sus risas. 

Cierro un momento el libro y los observo con más atención. La pareja, chico y chica sentados un poco aparte, que charla en voz baja. El que parece líder del grupo. El tímido algo marginado. El que les arranca carcajadas. El audaz que se lanza al agua desde más arriba que los otros. Las tres jovencitas hablando en voz baja de sus cosas… Los reconozco tan fácilmente como si yo mismo fuera uno de ellos. Cualquiera de ustedes los reconocería, supongo. No hay nada de extraño en eso, pues también fuimos ellos alguna vez: veranos que parecían interminables, atardeceres cárdenos, rumor suave del agua en la orilla, sabor de sal, juegos, chapuzones, reuniones al atardecer en lugares como éste, primeros ensayos de libertad, de amistad, de amor. El roce de una mano, las miradas reveladoras de sentimientos, el primer atisbo de la zona no bronceada en una piel morena, el calor de un cuerpo cercano, o el primer beso. El despertar al mundo, al sexo, a la vida, gracias al mar cercano y cómplice. 

Sigo mirando a los chicos del acantilado. Los conozco bien, como digo. Cada año desde hace muchos, cuando aferro las velas y echo el ancla en este lugar, ellos siguen ahí sin envejecer nunca, en el mirador tallado en la roca. Siempre distintos y siempre idénticos. Se van relevando a sí mismos y siempre tienen entre doce y quince años, y la pareja se sienta un poco aparte, y el líder de la pandilla sugiere tal o cual cosa, y el tímido mira de lejos a la muchacha que le gusta, y el gracioso los hace reír a todos, y el audaz se lanza al agua desde más arriba, y las tres jovencitas siguen sentadas un poquito aparte, mirando a hurtadillas a los chicos mientras hablan de sus cosas. Y aunque todos ellos, los que fueron y los que fuimos, ya se encuentran lejos de allí, o quizá son padres y abuelos que ahora están en esa urbanización cercana, sentados viendo la tele, o la vida los llevó a lugares distintos, o los borró de ella hace muchos años, esa pandilla de chicos tostados por el sol y con sal en la piel, con las piernas colgando del repecho del mirador, obra el milagro de mantener intacto el bucle de la memoria y de la vida que se renueva a sí misma. Y ustedes, y yo, y cuantos nos precedieron junto al mar impasible, seguimos sentados ahí arriba, despertando cada verano al mundo, al amor, al sexo y a la vida mientras alguien nos observa desde lejos, quizá desde un velero solitario anclado en la bahía, con un libro en las manos. Y ese alguien sonríe, porque comprende; y de ese modo, con la sonrisa aún en la boca, vuelve al viejo Conrad y lee: 

«Lo más maravilloso de todo es el mar, o eso creo. El mismo mar. ¿O es sólo la juventud? ¿Quién sabe? Todos habéis logrado algo en la vida; dinero, amor, cuanto se consigue en tierra. Pero decidme: ¿No fue el mejor de los tiempos cuando éramos jóvenes y no teníamos nada, en el mar que no daba más que duros golpes y a veces una oportunidad para ponernos a prueba, sólo eso? ¿No es lo que echáis de menos? 

Y todos asentimos: el financiero, el contable, al abogado, asentimos sobre la mesa pulida que, como una lámina de agua parda e inmóvil reflejaba nuestras caras con surcos y arrugas, marcadas por la fatiga del trabajo, las decepciones, los éxitos, el amor; nuestros ojos fatigados que buscaban todavía, buscaban siempre, buscaban ansiosos ese algo de vida que mientras se espera ya se ha ido, que ha pasado sin ser visto, en un suspiro, en un instante, junto con la juventud, con la fuerza, con el ensueño de las ilusiones». 

13 de agosto de 2017 

domingo, 6 de agosto de 2017

Una historia de España (XC)

Y así llegamos, señoras y caballeros, a la mayor hazaña ciudadana y patriótica llevada a cabo por los españoles en su larga, violenta y triste historia. Un acontecimiento que –alguna vez tenía que ser– suscitó la admiración de las democracias y nos puso en un lugar de dignidad y prestigio internacional nunca visto antes (dignidad y prestigio que hoy llevamos un par de décadas demoliendo con imbécil irresponsabilidad). La cosa milagrosa, que se llamó Transición, fue un auténtico encaje de bolillos, y por primera vez en la historia de Europa se hizo el cambio pacífico de una dictadura a una democracia. De las leyes franquistas a las leyes del pueblo, sin violencia. «De la ley a la ley», en afortunada expresión de Torcuato Fernández Miranda, uno de los principales consejeros del rey Juan Carlos que timonearon el asunto. Por primera y –lamentablemente– última vez, la memoria histórica se utilizó no para enfrentar, sino para unir sin olvidar. Precisamente esa ausencia de olvido, la útil certeza de que todos habían tenido Paracuellos o Badajoz en el currículum, aunque la ilegalidad de los vencedores hubiese matado más y durante mucho más tiempo que la legalidad de los vencidos, impuso la urgencia de no volver a repetir errores, arrogancias y vilezas. Y así, España, sus políticos y sus ciudadanos se embarcaron en un ejercicio de ingeniería democrática. De ruptura mediante reforma. Eso fue posible, naturalmente, por el sentido de Estado de las diferentes fuerzas, que supieron crear un espacio común de debate y negociación que a todos beneficiaba. Adolfo Suárez, un joven, brillante y ambicioso elemento –era de Ávila– que había vestido camisa azul y provenía del Movimiento, fue el encargado de organizar aquello. Y lo hizo de maravilla, repartiendo tabaco, palmadas en la espalda y mirando a los ojos al personal (fue un grande entre los grandes, a medio camino entre nobleza de espíritu y trilero de Lavapiés, y además, guapo). Respaldado por el rey, auxiliado por la oposición –socialistas, comunistas y otros partidos–, apoyado por la confianza e ilusión de una opinión pública consciente de lo delicado del momento, Suárez lo consiguió con cintura e inteligencia, sometiendo al Búnker, que aún mostraba peligrosamente los dientes, y encajando también, además de la asesina reticencia de la ultraderecha, los zarpazos del imbécil y criminal terrorismo vasco; que parecía, incluso, más interesado en destrozar el proceso que los propios franquistas. Fue legalizado así el Partido Socialista, y al poco tiempo también el Partido Comunista, ya en pleno e irreversible proceso hacia la libertad. Un proceso complejo, aquél, cuyas etapas se fueron sucediendo: Ley de Reforma Política, aprobada por las Cortes en 1976 y respaldada por referéndum nacional, y primeras elecciones democráticas en 1977 –¡España votaba de nuevo!–, que filtraron la sopa de letras de los nuevos y viejos partidos y establecieron las fuerzas principales: Unión de Centro Democrático, o sea, derecha de la que luego saldría Alianza Popular (165 escaños, a 11 de la mayoría absoluta), PSOE (118 escaños) y Partido Comunista (20 escaños). El resto se agrupó en formaciones más pequeñas o partidos nacionalistas. Todo esto, naturalmente, hacía rechinar los dientes a la derecha extrema y a los generales franquistas, que no vacilaban en llamar a Juan Carlos rey perjuro y a Suárez traidor fusilable. Y ahí de nuevo, los cojones –las cosas por su nombre– y el talento negociador de Adolfo Suárez, respaldado por la buena voluntad de los líderes socialista y comunista, Felipe González y Santiago Carrillo, mantuvieron a raya a los militares, los cuarteles bajo un control razonable y los tanques en sus garajes, o en donde se guarden los tanques, superando los siniestros obstáculos que el terrorismo de extrema derecha (matanza de Atocha y otras barbaries), el de extrema izquierda (Grapo) y la cerril brutalidad nacionalista (ETA) planteaban a cada paso. Y de ese modo, con la libertad cogida con alfileres pero con voluntad de consolidarla, abordamos los españoles el siguiente paso: dotarnos de una Constitución que regulase nuestros derechos y deberes, que reconociese la realidad de España y que estableciera un marco de convivencia que evitase repetir errores y tragedias del pasado. Y a esa tarea, redactar la que sería la Carta Magna de 1978, se dedicaron los hombres –las mujeres iban apareciendo ya, pero aún las dejaban al extremo de la foto– mejores y más brillantes de todas las fuerzas políticas de entonces. Con sus intereses y ambiciones, claro; pero también con una generosidad y un sentido común nunca vistos en nuestra Historia. 

[Continuará] 

6 de agosto de 2017