domingo, 29 de octubre de 2017

El Poteras y su enemigo

Repasando, casi por azar, unos viejos volúmenes de novelas policíacas -Peter Cheyney, Harmon Coxe, Eric Ambler-, acabo de encontrar uno de Ellery Queen que me transporta más de medio siglo atrás en el tiempo, al lector que yo era a los doce o trece años. Por suerte para mí, las bibliotecas de mis abuelos estaban especializadas en asuntos diferentes: la de mi abuelo paterno era más de clásicos y gran literatura del XIX, mientras que mi abuela materna y mi tía Pura, su hermana, eran lectoras apasionadas de bestsellers contemporáneos -Vicky Baum, Colette, Somerset Maugham- y novela policíaca, de la que tenían un armario lleno hasta arriba; en el que, cuando iba a visitarlas, yo buceaba con entusiasmo de cazador precoz, pues podía llevarme lo que me apeteciera. Allí descubrí a Hammett y Chandler, entre otros. Y uno de aquellos hallazgos tempranos, las novelas de Ellery Queen, tuvo serios efectos colaterales. 

Yo tenía doce años y estaba en tercero de bachillerato en los Maristas de Cartagena, donde pasé mi infancia de estudiante hasta que me expulsaron dos años después. Era un pésimo alumno, pues sólo me interesaban la literatura, el latín y la historia. Todo lo demás eran suspensos. E indisciplina. Cada profesor, religiosos en su mayor parte, tenía para nosotros su apodo: el Cuellotoro, el Dumbo, el Tomate, el Pulga (uno de los más logrados era el del profesor de matemáticas, un seglar elegante y fumador de rubio emboquillado llamado don Francisco Márquez, cuyo magnífico sobrenombre era Paco Farolas). Y el de mi clase, ese curso, era el hermano Emilio, alias el Poteras. 

El Poteras y yo nos odiábamos sin disimulo. Era de esos profesores con la mano larga, muy dados a pegar a los alumnos -en aquel tiempo eso era normalísimo-, pero solía ejercer esa potestad con excesiva saña. Yo no era un alumno fácil, por otra parte. Si tocaba hacer un ejercicio de redacción, me las arreglaba para que estuviera muy bien escrito, pero al mismo tiempo fuese esencialmente insultante para él -recuerdo bien un tema libre: La pesca del calamar con potera-. Y las represalias, por supuesto, estaban a la altura. Castigos y leña al mono. Los padres no intervenían en esas cosas, pues la disciplina a la brava formaba parte del sistema. Aquello, los chicos teníamos que comérnoslo solos. Doblabas la bisagra, o mantenías el desafío en plan guerrillero y afrontabas las consecuencias. Algunos -Miguel Cebrián, Manolico el Nabo, Julio Mínguez- las encarábamos con la cabeza bien alta. Éramos pequeños cimarrones en pantalón corto. Indomables cabroncetes, cada uno a su estilo. Peligrosos como la madre que nos parió. 

Una novela de Ellery Queen inspiró una de mis campañas contra el Poteras. Apropiándome de la idea -un asesino que envía mensajes previos en verso a sus víctimas-, durante un mes le estuve mandando a mi acérrimo enemigo breves mensajes anónimos con versos míos (recuerdo uno de ellos: En este tu penúltimo día / tu matador te envía / este mensaje grato / que te hará bicarbonato). Por supuesto, yo era un delincuente imberbe, un criminal ingenuo; y los mensajes estaban escritos en papel cuadriculado de cuaderno escolar, a bolígrafo y con mi letra. Al Poteras le bastaron cinco minutos para identificarme, y me sometió a un duro interrogatorio. Lo negué todo, con un par de infantiles cojoncillos, y no pudo sacarme nada. Al día siguiente le mandé un nuevo mensaje, y a los pocos días, otro. El siguiente interrogatorio tuvo lugar en el aula desierta, a la hora del recreo, y no creo haber recibido tantas bofetadas en mi vida. No abrí la boca más que para negarlo todo. Además, procuraba sonreír entre hostia y hostia, como los héroes de las películas. Me dejó ir, por imposible, y al día siguiente le mandé otro mensaje. 

El nuevo interrogatorio tuvo lugar en el colegio unos días más tarde, pero en el despacho del director: éste, el Poteras, mi padre, y yo en posición de firmes ante ellos. El Poteras, descompuesto, acumulaba mensajes sobre la mesa, comparaba la letra con la de mis ejercicios escolares, me acusaba de delincuente infantil. Yo seguía negándolo todo. Ésa no es mi letra, sostenía impasible. Por fin, harto de aquello, muy serio, mi padre dijo: «Cuando vean a mi hijo dejando personalmente uno de esos papeles, avísenme». Luego me sacó de allí. Caminamos en silencio por la calle, uno junto al otro, mientras él me miraba de reojo. Al fin dijo: «Ya lo has matado, ya vale». Y me dio un buen pescozón. Entonces no me di cuenta, pero ahora comprendo que sonreía. 

29 de octubre de 2017

domingo, 22 de octubre de 2017

Turistas de la idiotez

El ser humano es, ante todo y en líneas generales, un hijo de puta. Luego, ya en detalle, puede ser también otras cosas. Esta frase inicial, que les regalo a ustedes porque es mía, no proviene de libros ni conversaciones de barra de bar, sino de una certeza visual propia, empírica, ilustrada de primera mano allí donde los hijos de puta suelen mostrarse en todo su esplendor. Una impresión precoz, casi juvenil, que los años y la experiencia han acabado convirtiendo en absoluta certeza.

Contaba hace poco el novelista mexicano Jorge Zepeda Patterson que, tras el último terremoto que asoló su ciudad y causó daños en su casa, observó un fenómeno que él llama turismo humanitario: gente de variada condición, habitantes de barrios adinerados y suburbios humildes, que acudía a las zonas de desastre con el pretexto de prestar ayuda, pero que en realidad se dedicaba a pasear entre las ruinas con casco, chaleco reflectante y mascarilla protectora, haciéndose fotos. Ocurrió sobre todo el primer fin de semana; y entre los abnegados voluntarios de los equipos de rescate, que realmente trabajaban intentando salvar vidas y se dejaban el alma y la piel en ello, pululaban ociosos de ambos sexos disfrazados de socorristas, haciéndose selfis ante las ruinas e, incluso, teniendo el descaro de agacharse para posar junto a los perros rescatadores.

La cosa, en realidad, no es nueva. En tiempos de la erupción sobre Pompeya o de la caída de Bizancio no había teléfonos móviles con cámara incorporada, pero estoy seguro de que el personal se las apañaba con algún método equivalente. La desgracia ajena motiva mucho, y uno suele arrimarse a ella con morboso deleite, como en esas antiguas fotos de bandoleros metidos en un cajón, rodeados de gente que posa, o la del Che Guevara de cuerpo presente y en nutrida compañía. Quizá la diferencia esté en el careto que ahora pone la peña. Antes todos posaban solemnes, por aquello de la circunstancia. Sin embargo, hace tiempo que pocos guardan las formas. Se sonríe ante la cámara, incluso se hacen gestitos divertidos y posturas simpáticas, una pierna por alto, un ojo guiñado y todo eso, lo mismo si tienes detrás la torre Eiffel que media docena de fiambres de patera ahogados en una playa.

No es de ahora, insisto, aunque el tiempo y la tecnología mejoran y afinan. Recuerdo dos variedades de cantamañanas habituales en la guerra de los Balcanes y el cerco de Sarajevo. Una eran los políticos, filósofos y escritores de ambos sexos que se dejaban caer por allí un par de días para hacerse una foto con chaleco antibalas, en plan turistas japoneses, y luego explicar al mundo con detalle de qué iba la tragedia. Otra eran los periodistas ful o los falsos cooperantes humanitarios, chusma intrusa a la que nadie había dado vela en aquel entierro, que aparecían y desaparecían cuando tenían las fotos o el vídeo, tras haber incordiado todo lo imaginable a los profesionales que estábamos haciendo nuestro trabajo. Y esa clase de gente, adaptada a los nuevos tiempos y escenarios, sigue ahí, metiéndose de por medio cámara en alto. Dando por saco. Pendientes de la foto, o de ellos mismos en la foto, sin mirar apenas lo que tienen detrás. Lo mismo en el museo del Prado que en el terremoto mexicano, o en una matanza en las Ramblas de Barcelona. Grabando tragedias en vez de evitarlas, teléfonos móviles dispuestos, registrando agresiones y tragedias en vez de actuar contra los agresores o socorrer a las víctimas. Hasta a sus propias familias se lo hacen. O se lo hacemos.

Y es que ya no miramos directamente la realidad. Ni siquiera lo creemos necesario. Las imágenes, sean de horror o de felicidad, sólo interesan para su posterior reproducción y difusión. Es nuestro minuto de gloria. Colgar fotos en Instagram y vídeos en Youtube se ha vuelto objetivo de nuestras vidas, como esos corredores de los encierros taurinos que, en vez de disfrutar con la adrenalina y el peligro, van con el móvil en la mano intentando grabar al toro; o las docenas de imbéciles y cobardes que graban en sus teléfonos la paliza mortal a un desgraciado en lugar de evitarla. Hasta una violación grabaríamos, como por otra parte ya se ha hecho. Cuanto hacemos está destinado a ser testimonio turístico: yo estaba allí, mira lo que comí ese día, mira cómo le sacudían a ése, mira cómo se desangraban las víctimas del terrorista. A ver si conseguimos hacerlo viral, oye. Que lo vea la familia, los amigos. Que lo vean todos, y por supuesto que me vean. Incluso los que no me conocen y a quienes importo un carajo.

Y todavía hay quien pregunta por qué prefiero los perros a las personas.

22 de octubre de 2017

domingo, 15 de octubre de 2017

Pagando una antigua deuda

Hoy debo ajustar una cuenta pendiente. Reparar una injusticia que es casi una traición. La mayor parte de ustedes, seguramente, y sobre todo los lectores jóvenes, ignora quién fue Jean Lartéguy. También yo soy algo responsable de eso, de que lo ignoren, pues creo que es la primera vez que lo menciono en público. En realidad ya casi nadie lo hace, o sin casi. Hace mucho se hundió en el olvido. Ni siquiera se le recuerda en Francia, su patria, lugar donde la palabra patria, hablando sobre Lartéguy, está más que justificada. Sin embargo, era un tío capaz de vender, en los años 60, medio millón de ejemplares de un libro. Las suyas eran novelas de guerra, descolonización y política. Fue soldado, reportero y novelista. Un tipo duro. Un baroudeur, como dicen allí. Murió hace seis años, a los noventa. Y posiblemente sea uno de los autores que más influyeron en mi juventud. Uno de los que me hicieron echarme al hombro la mochila e irme a la isla de los piratas.

Lo he recordado al hojear una biografía suya que encontré en un librero de viejo francés: Le dernier centurion, el último centurión. El título resulta apropiado, pues la trilogía de Lartéguy, la que lo hizo famoso, es Los centuriones, Los pretorianos y Los mercenarios. En la portada figura mi foto favorita de él, que también era la suya: Lartéguy sobre los cincuenta años, el pelo corto en cepillo como solía llevarlo, un cigarrillo en la boca y una expresión entre divertida y chulesca. Hay biografías que pueden leerse en la cara, y la suya era de ésas: comando con 19 años durante la 2.ª Guerra Mundial, teniente herido en Corea, reportero en Indochina y Argelia, sus libros, especialmente los que trataban sobre la guerra revolucionaria y quienes la combatían, tuvieron una enorme influencia en su tiempo.

Jean Lartéguy fue, con Oriana Fallaci y su libro Nada y así sea, así como Brincourt y Leblanc con Los reporteros, Pierre Schoendoerffer con Sangre en Indochina y Graham Greene con El americano tranquilo, el autor que más contribuyó a convencer a un lector de 16 o 17 años, el que yo era entonces, de que viajar a la guerra era penetrar en el corazón de las preguntas peligrosas que a esa edad me hacía. A él debo, por tanto, buena parte de algo que nunca manifiesto. Cuando me preguntan por mis influencias como novelista, éstas suelen ser literarias, y a eso respondo: clásicos griegos y latinos, Dumas, Stendhal, Galdós, Conrad, Mann… es cierto que Lartéguy nunca me viene a la boca cuando hablo de literatura. Pero cada vez que pienso en el reportero que fui, lo tengo muy presente. Tuve ocasión de decírselo en persona en el hotel Commodore de Beirut a principios de los años 80 –«Señor Lartéguy, sólo quiero estrechar su mano»–, como también la tuve con Oriana Fallaci poco antes de su muerte, durante la primera guerra del Golfo.

Oriana y Lartéguy fueron mis primeros y entrañables maestros. Pisando la huella de una y otro tuve el privilegio, aunque llegué cuando ya casi apagaban la luz, de ser el más joven de aquella veterana generación de enviados especiales a la que pertenecieron Miguel de la Cuadra, Manu Leguineche, Tomás Alcoverro, Vicente Talón y otros resabiados perros del oficio, para quienes hablar de Lartéguy y sus reportajes en Paris Match era mencionar a Dios. Fue él, por tanto, quien desde 1973 me convirtió en el más joven de los viejos reporteros y en el más viejo de los jóvenes. También, llegado el momento, me aclaró que escribir novelas era una forma eficaz de abandonar un oficio que, en palabras de Hemingway, es estupendo si sabes dejarlo a tiempo. Y cuando miro atrás no puedo quejarme de eso en absoluto. Por eso estoy hoy aquí, dándole a la tecla sobre él. Saldando mi deuda.

En el punto y aparte anterior, con un impulso nostálgico, me he levantado para acercarme a la parte de la biblioteca donde amarillean todos sus libros; incluso, en francés, los que no llegaron a publicarse en España: Las quimeras negras, La amarilla nostalgia, Los bufones… Y al abrir el último, de modo casual, encuentro unas líneas subrayadas por mí hace casi medio siglo, y que releo con una sonrisa: «Respondíamos a la exaltación con la ironía, la elegancia de nuestras actitudes y la grosería de nuestro lenguaje. No sabíamos cantar a coro». Después cierro el libro, y cuando lo devuelvo a su estante todavía sonrío, porque pienso que esas líneas muy bien podría haberlas escrito yo mismo. Pero es que, en realidad, también las he escrito yo, mucho más tarde, gracias en parte a Jean Lartéguy. Como consecuencia de sus libros, de la mirada que también él me adiestró, y de mi propia vida.

15 de octubre de 2017

domingo, 8 de octubre de 2017

En compañía de tontos

Puestos a ser justos, no sólo es España. Gracias a Dios. Las habas de la estupidez y la mala fe se cuecen en todas partes; y si eso no consuela demasiado, al menos lo hace más llevadero. Saber, por ejemplo, que la estatua de Colón en Barcelona no es la única que tiene la piqueta de demolición en el cogote, consuela un poco. Nada hay más tranquilizador que la estupidez compartida, global, en un mundo donde, ya desde la más remota antigüedad –y ahí seguimos–, juntas a un fanático o un malvado con 1.000 tontos y, matemáticamente, obtienes 1.001 hijos de la gran puta.

La tendencia actual de borrar la parte oscura del pasado y reinventar éste con la parte buena, o la que cada uno considera como tal, está sumiendo el mundo en un caos cultural ajeno a los hechos y razones que lo definen. Ignoramos que la historia no es buena ni mala, sino sólo historia, y borrándola creemos corregirla o librarnos de ella, cuando el resultado es justo lo contrario. Sin memoria, sin las claves que nos explican, somos monigotes en manos de oportunistas y sinvergüenzas, o rehenes de los estúpidos apóstoles de lo políticamente correcto. Y más cuando éstos se empeñan en que miremos el pasado, tan diferente en espíritu y maneras, con ojos del presente. Exigiéndole, por ejemplo, a una banda de aventureros hambrientos, duros, ambiciosos y desesperados que se comportaran en el siglo XV con los criterios morales de una oenegé del siglo XXI. Así nunca pueden salir las cuentas. Todos tuvimos bisabuelos que lucharon en guerras, invasiones, conquistas y reconquistas. Que mataron y murieron por un plato de comida, por una ambición, por una mala suerte, por una idea. Ocultarlos es amputarnos a nosotros mismos. Olvidar que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.

Al pobre Colón, como digo, lleva tiempo cayéndole la del pulpo. Él sólo quería descubrir un mundo nuevo al otro lado del Atlántico, y se jugó el tipo para conseguirlo, gracias al apoyo que le dieron los reyes de España –ese país ahora de pronto inexistente– allá por el año 1492. Pero ya ven. Ha acabado comiéndose un marrón genocida como el sombrero de un picador: Cristina Kirchner le demolió la estatua en Buenos Aires, Ada Colau y la CUP quieren demolérsela en Barcelona, e innumerables cantamañanas de toda condición y pelaje andan buscándole las vueltas a don Cristóbal. Jugándole la del chino.

La última que yo sepa, se la han montado en Los Ángeles, California, ciudad hispana por excelencia empezando por el nombre (Nuestra Señora Reina de los Ángeles) y por quienes la fundaron. Pues bueno. Allí, con el silencio cuando no el aplauso de la abrumadoramente mayoritaria comunidad hispana, o sea, gente que se apellida Sánchez y Martínez, han suprimido el Columbus Day o Día de Colón –con el único voto en contra de un concejal de origen italiano, para más guasa–, y colocado en su lugar el Día de los Pueblos Indígenas. Lo cual estaría muy bien en muchos sitios, sobre todo de México para abajo; pero en Estados Unidos suena a sarcasmo guarro, porque allí precisamente, en la pulcra América anglosajona, y a diferencia de la sucia y grasienta América hispana, los pueblos indígenas fueron sistemáticamente exterminados, y los escasos supervivientes confinados en infames reservas. Y así, el gran John Ford pudo decirle a Peter Bogdanovich en una entrevista: «Los indios son un pueblo digno incluso en la derrota, pero eso no está bien visto en los Estados Unidos. Al público le gusta ver cómo matan a los indios. No los consideran seres humanos».

Así que, en fin. Qué quieren que les diga. Estos días va a estrenarse una película dirigida por Agustín Díaz Yanes, Oro, basada en un relato del arriba firmante, donde se cuenta mi manera de ver lo que fue la conquista de América: una sucesión de episodios fascinantes, terribles, épicos a veces y, desde luego, crueles y poco simpáticos. Pero asumiendo cuanto de terrible haya que asumir de la Historia, del horror y de la vida, que en el caso de la Conquista es mucho, el hecho cierto es que los indios de la América hispana siguen ahí, vivitos y coleando, compartiendo una lengua formidable entre quinientos millones de personas. Y muchos, por simple justicia histórica, han venido a vivir a España; mientras en los Estados Unidos ni están ni se les espera, entre otras cosas porque allí, con la Biblia y la cochina supremacía blanca por delante, se los cargaron a todos. Así que, por mí, como hispano que soy, como español que asume sin complejos su pasado en lo bueno y lo malo, la municipalidad de Los Ángeles puede irse a hacer puñetas. A excepción del concejal de origen italiano, claro. Ese tío cachondo.

8 de octubre de 2017

domingo, 1 de octubre de 2017

Coleccionar felicidad

Acabo de conseguir otro sable de caballería. Se trata de una herramienta soberbia y peligrosa, de combate. Da miedo verla. Como hago siempre, he pasado muchos días redactando su ficha, estudiando sus cuños y marcas, reconstruyendo su historia. Y la de este sable es, como siempre, fascinante: hoja inglesa del modelo 1796, llegada a España como parte de la ayuda militar británica en la guerra contra Napoleón, montada en 1815 en Toledo con empuñadura fabricada en Éibar, viajada a América para actuar allí en las guerras de independencia, posiblemente llevada a Texas –El Álamo– por las tropas de Santa Anna, para acabar en manos de un anticuario norteamericano y, al fin, en las mías. Y a las que llegue después. Porque un sable no es sólo un objeto antiguo, o de colección. Nada que se coleccione lo es. Y no hablo de huevos de Fabergé o cuadros carísimos, sino de cosas a menudo sencillas. Incluso humildes. Un sable, una pistola, un sello, una vitola de habano, una chapa de refresco, una moneda, una colección de cajas de cerillas, insectos, folletos de cine, fósiles, uniformes, estilográficas o ceniceros antiguos, de lo que sea, además de ser motivos de placer personal son puertas para aprender. Para mirar atrás en la historia, en la ciencia, en la vida propia o ajena. En la memoria.

Si hablo de felicidad de cazador, de instinto predatorio, de ese hormigueo que recorre la punta de los dedos ante la pieza codiciada, todo coleccionista auténtico sabrá a qué me refiero: a esa pulsión casi infantil, o sin casi, de posesión, de querer hacerte a toda costa con el objeto anhelado. De conseguirlo al fin y ponerlo junto a otros similares para saborear la contemplación, el orgullo íntimo, la felicidad que sólo quien ama algo de forma tan especial puede experimentar.

Mientras escribo esto, caigo en la cuenta de que el de coleccionista es un instinto más frecuente en hombres que en mujeres. Sin que esto, naturalmente, las excluya a ellas. Quizá tenga que ver con el lado lúdico, infantil, que los varones solemos conservar por más tiempo; mientras que ellas, con su abrumador instinto práctico, con su realismo lúcido, dedican aficiones y energías a aspectos más funcionales. Quizá una excepción notable a eso, entre mujeres, sean los libros. Si consideramos, con todo rigor, coleccionismo la pasión de lectores compulsivos obsesionados por acumular libros leídos o –lo más frecuente– por leer, sin duda hay más mujeres coleccionistas de libros que hombres. Lo que, con lectura de por medio, no deja de tener su lógica. Ellas leen más, creo, porque miran la vida cara a cara. Porque necesitan interpretar mejor. Su naturaleza les exige descifrar códigos que los hombres, en nuestra simpleza congénita, ignoramos o nos son indiferentes.

En cualquier caso, los coleccionistas son seres afortunados. Poseen una gracia friki casi divina. En algunos casos la afición se atenúa con el paso del tiempo; pero en otros, los vocacionales, lo que hace es intensificarse. Pasa igual con quienes, coleccionistas o no, tienen aficiones que los apasionan; los que construyen maquetas de barcos –yo hice eso durante muchos años–, los que aman la música, el cine, alistarse en recreaciones históricas o en una legión de la Guerra de las Galaxias; los que construyen torres Eiffel con mondadientes, adiestran palomas o crían hormigas para estudiar cómo viven. Lo que sea. Todos ellos conocen una clase de goce particular negado a otra clase de gente. Su afán de coleccionistas, sus intensas aficiones, su fascinante pasión, los elevan por encima de muchas cosas, a veces incluso más allá de la mediocridad y la grisura de sus –o nuestras, de ustedes y mía– propias vidas. Les permiten refugiarse en el ámbito maravilloso de un mundo singular, controlable, de reglas y límites definidos, donde son posibles la felicidad y el respeto hacia sí mismos. La propia estima. Los hacen, o nos hacen, seres especiales en algo, al fin.

Y así es como sucede un hermoso milagro. Cuando alguien consigue evadirse de las trampas que la vida nos tiende cada día, y dispone de tiempo para, en vez de atornillarse frente al televisor o el dispositivo electrónico, mirar sellos con una lupa, pintar soldaditos de plomo, pasar revista a una colección de dedales de coser, de tebeos antiguos, de ex libris conseguidos en librerías de viejo… Cuando ocurre algo de eso, el territorio hostil que nos rodea se difumina por un rato, o adquiere contornos soportables. Y el ser humano vuelve, en ese momento de íntima felicidad, a lo que nunca debe dejar de ser: la materia maravillosa donde germinan los sueños.

1 de octubre de 2017