domingo, 31 de diciembre de 2017

Los héroes están aquí

Octavio y yo somos amigos hace más de veinte años. Es, sin embargo, mucho más joven que yo. También es melancólico e inteligente; lo que no le impide, por fortuna, conservar cierta noble ingenuidad. Vivió la emigración reciente a la que están condenados tantos jóvenes españoles, aunque hace poco tuvo la suerte de volver. Como buena parte de su generación, tiempo atrás, al comienzo de nuestra amistad, hablaba de sus padres con ese distanciamiento, tan común en esa etapa, propio de los pocos años. Algo natural en quien todavía no había hecho guardia en las duras trincheras de la vida. Con los años y la experiencia, ese despego se transformó en comprensión y afecto. Pero hasta ahora, nunca lo había oído hablar de sus padres con admiración. Con tan sereno y lúcido orgullo. 

Ocurrió el otro día, Reverte, me cuenta. Y antes de proseguir se queda un rato mirando la cerveza que tiene delante con ese gesto de quien, como buen gallego, posee un sentido más bien trágico de la vida: el de quien sabe, al fin, que ésta es un camino demasiado largo hacia un lugar demasiado oscuro, bajo un cielo demasiado gris, donde se pasa siempre demasiado frío. Mis padres, continúa al fin mi amigo, son, ya sabes. Son eso, padres. Mayores, trabajadores, honrados, de su tiempo. Octogenarios, fíjate. Él y ella. Siempre los quise más por lo que eran que por lo que hacían o les veía hacer. O así era antes. Y de pronto, un día, zas. Los miras y ves a otros. A unos que también estaban ahí, aunque tú no los vieras. Y te lo juro, viejo camarada. Te emocionas como un chiquillo. 

Fui el otro día a comer a su casa, sigue contando Octavio. Lo hago de vez en cuando, añade. Y me lo dijeron casi a regañadientes, tras uno de esos largos silencios en los que suelen habitar cuando se trata de sí mismos. La vecina de arriba aporreando la puerta. Fuego, hay fuego, le gritó a mi madre, señalando la puerta de al lado. Mi madre llamó a mi padre y salieron todos al rellano. El olor del humo se mezclaba con los gritos que sonaban en el interior de la casa. La vecina estaba dentro y pedía ayuda. Tiene cáncer en fase avanzada y estaba en la cama, sin poder valerse. Todo el edificio lo sabe. Lo sabía. 

Mis padres siempre han tenido llave de esa casa; es frecuente entre vecinos de toda la vida. Así que figúrate la escena: mis padres mandan a la vecina a llamar a Emergencias, mi padre se hace con uno de los extintores de la escalera y se mete en el pasillo lleno de humo sin ver nada, seguido por mi madre. Ocho o diez metros de pasillo negro, asfixiante, y al fondo la voz de la vecina que sigue pidiendo auxilio. Imagínatelos, allí, a los dos abuelos. Mi padre llega hasta la cocina, donde combate el fuego, y mi madre se mete en la habitación de la vecina, carga con ella hasta la ventana y la abre para que pueda respirar aire fresco. Al fin llegan los bomberos. Fin del episodio. Final del drama. 

¿Te das cuenta, Reverte?… Yo los escuchaba contar aquello –a mi madre, que era la que hablaba– sin dar crédito. Mis padres tienen ochenta años, te repito. ¿Qué habría pasado si se hubieran desmayado, si se hubieran dado un golpe al no ver entre el humo negro y tóxico?… Y sin embargo, mi madre me lo refería sin darle importancia, mientras seguía cocinando. Mi padre permanecía sentado junto a la mesa de la cocina, leyendo el periódico, a lo suyo, porque ya conocía de sobra la historia. Habían pasado cuatro o cinco días y el olor a quemado y humo en el edificio era todavía insoportable. Imaginé a los dos allí dentro y me puse a temblar, te lo juro. Asombrado de que siguieran en su casa, cocinando y leyendo el periódico. Tan tranquilos. Vivos y tan tranquilos. 

En ese momento, Reverte, le pregunté a mi madre cómo se decidieron a entrar. Si no hubiera sido más prudente esperar a los bomberos, o a la ambulancia, antes de meterse en aquel humo negro a jugarse la vida, entrando de cabeza en la boca del lobo. Y entonces, sin soltar el cuchillo con el que seguía cortando patatas, haciendo un ademán circular que abarcaba con naturalidad la escena vivida, el pasillo oculto por el humo y a ellos dos en el umbral, cada uno con sus ochenta años de vida, y tras mirar brevemente a mi padre, que seguía leyendo el periódico como si no le interesara demasiado la conversación, mi madre, fíjate, respondió a mi pregunta resumiéndolo todo en ocho sencillas palabras: «Pero hijo, ¿y cómo no íbamos a entrar?» 

31 de diciembre de 2017 

domingo, 24 de diciembre de 2017

Fantasmas de Navidad

Durante buena parte de mi vida pasé muchas navidades, quizá demasiadas, en lugares donde la palabra Nochebuena sonaba a sarcasmo. La primera de esas fechas vividas de modo poco convencional fue con 19 años, a bordo del petrolero Puertollano, en 1970, durante el terrible temporal que ese invierno sacudió el Mediterráneo. La última fue con los cascos azules españoles en Mostar, Bosnia, en 1994. En los veinticinco años que mediaron entre una y otra, hubo de todo: navidades cálidas en lugares donde la única sombra era mi sombrero, como aquella en la que toqué el metal oxidado de los restos de los trenes que voló Lawrence de Arabia, y navidades gélidas, como otra en la que vi picar el hielo de Bucarest para enterrar a los muertos de la revolución y escuché, en boca de una madre, el más triste epitafio que conocí en mi vida: «Es oscura la casa donde ahora vives». 

Hubo una conversación de Nochebuena que marcó mi vida. Yo era muy joven y estaba en ese momento en que el trabajo de un reportero era un cóctel de adrenalina, intensidad y aventura. Me hallaba en compañía de un veterano corresponsal español con el que compartía sobresaltos profesionales. Estábamos apoyados en la barra de un bar oriental de mala muerte, rodeados de putas, hablando de nuestras cosas. En realidad quien hablaba era mi compañero, pues por esa época yo era uno de esos chicos despiertos que pagan las copas, hacen las preguntas oportunas y mantienen la boca cerrada mientras atesoran lo que escuchan. Y de pronto, mi viejo colega, con un pitillo humeándole en la boca, se quedó mirando el vaso que tenía en la mano y dijo algo que jamás he olvidado: «No creo que regrese nunca, porque nadie me espera. No tengo retaguardia. Llevo toda mi vida dando tumbos como una maleta vieja… Ya no conozco a nadie allí». 

Esas palabras, como digo, cambiaron mi existencia. O la cambiarían con el paso el tiempo, cuando la idea que aquel viejo y cansado periodista introdujo en mi cabeza maduró lo suficiente. No quiero, fue mi conclusión, acabar como él, con sesenta años en un burdel de Beirut o Bangkok, alcoholizado y hecho polvo, contándole mi vida a un reportero que empieza. No es un final feliz. Así que viviré la vida que quiero vivir, pero manteniendo una puerta a mi espalda, un camino de regreso. Un vínculo con la normalidad que me permita envejecer de modo razonable –suponiendo que llegue vivo a eso–, escapando al destino que, con un estremecimiento, acabo de vislumbrar esta noche en la barra cutre de un bar de una ciudad remota. Y así lo hice, o lo procuré. Fabricarme sin prisas un refugio. Una retaguardia. Y tuve suerte, porque aquí me tienen. En ella y en Nochebuena. 

Sin embargo, no hay retaguardias perfectas. Sobre todo porque nadie llega a ellas desprendiéndose de la mochila que lleva al hombro. Ni de los años dejados atrás, que ya no te abandonan nunca. En una de mis novelas, uno de los personajes dice «Hay lugares de los que nunca se vuelve». Efecto literario aparte, eso no deja de ser cierto. Pero también es verdad que hay lugares a los que resulta imposible volver. Camino estos días por la ciudad, veo luces en las calles y escaparates de comercios iluminados, observo a adultos que –más o menos sinceramente– se desean felicidad, a niños todavía ingenuos que se asoman fascinados al esplendor de las fiestas familiares, de la ilusión y de la vida que para ellos empieza, y contemplo en todos ellos el fantasma de las navidades pasadas, que diría Dickens. Miro lo que fui y ya no soy. Supongo que le pasa a cualquiera que cumpla años; no es necesario haber viajado a la isla de los piratas para eso. Pero el desarraigo que siento, la distancia emocional, quizá tenga que ver con tantas otras fechas similares inciertas o solitarias. 

Fui un niño feliz, sin embargo. Caí en el lado bueno de la vida y, a diferencia de otros menos afortunados, tuve hermosas navidades rodeado de rostros afables y queridos. A menudo me veo buscando esos rostros y buscando al niño entre los pequeñajos que, con fondo de villancicos, caminan de la mano de sus padres, deslumbrados por las luces, con gorros de lana y bufandas hasta la nariz; pero entre él y yo se interponen demasiadas botas pisando cristales rotos, demasiados amaneceres grises, y aquella noche que canturreé «Navidad, blanca Navidad» con fiebre y tumbado en un hotel miserable del culo del mundo. Nadie puede elegir lo que recuerda, ni lo que le matan. También aquel niño vive en una casa oscura.

24 de diciembre de 2017 

domingo, 17 de diciembre de 2017

Telefonear al mafioso

De toda la vida hubo actores de cine y teatro, incluso escritores, que acabaron poseídos por los personajes que interpretaban o escribían. Creyéndose ellos. A la cabeza del ser humano se le aflojan los muelles de vez en cuando, y hay ficciones propias o ajenas tan intensas que pueden acabar poseyéndonos. A veces esa posesión es suave, sin consecuencias serias o visibles, y otras reviste carácter más serio, más grave –a todos nos ha dado por utilizar ahora el torpe anglicismo severo en lugar de grave–, con el resultado de trastornos de personalidad casi patológicos, o sin casi. Un buen ejemplo es la película de Ronald Colman Doble vida, en la que éste interpreta a un actor que, encarnando a su vez a Otelo, acaba queriendo asesinar, por celos, a la actriz que hace de Desdémona. 

Fuera de la ficción, o a caballo entre ésta y la vida real, hay casos notables muy conocidos. Johnny Weissmuller, el atlético actor que junto a Maureen O’Sullivan interpretó a Tarzán en doce películas, acabó majareta perdido, en la ancianidad, lanzando su famoso grito de la selva. Y Bela Lugosi, el mejor Drácula de todos los tiempos, terminó convencido de ser su propio personaje, hasta el punto de que pasó los últimos años en un psiquiátrico donde, dicen, exigía dormir en un ataúd. También cuentan que lo enterraron con su capa de vampiro, y que su amigo Peter Lorre, a modo de homenaje, propuso dejarle una estaca clavada en el corazón. 

Sin llegar a esos extremos, y en plan actual, he conocido a actores que llegaron a asumir hasta más allá de lo normal sus papeles protagonizados para el cine o la televisión. La mexicana Kate del Castillo, por ejemplo, llegó a relacionarse con narcos reales, como el Chapo Guzmán, al no despegarse del todo del personaje de Teresita Mendoza, la Reina del Sur, y ahora está entusiasmada porque va a protagonizar una segunda parte de la serie televisiva en español. Y Viggo Mortensen, aquel formidable Alatriste, dormía durante el rodaje con la espada junto a la cama, y tardó mucho tiempo y varias películas en desprenderse del personaje que encarnó con todo su talento y toda su alma. 

También eso se da en el público, lector de libros o espectador de películas. Algunos se identifican con lo que ven o leen hasta extremos notables, o atribuyen al autor de una novela o al actor de una película virtudes, defectos y actitudes de los personajes de éstas. El galán español Alfredo Mayo contaba que las mujeres se le acercaban creyendo hacerlo a sus personajes, y eso mismo ocurría con los hombres que temblaban ante Louise Brooks, Greta Garbo o Brigitte Bardot. Del lado opuesto, odios y aversiones, el mismo Peter Lorre del que antes hablé llegó a sufrirlos en carne propia tras interpretar a un asesino de niños en El vampiro de Dusseldorf (la película M, de Fritz Lang), pues a veces era insultado y acosado por la calle. No pocos malvados del cine y la televisión corrieron la misma suerte. Hasta el actor Conrad Veidt fue llamado nazi varias veces después de interpretar al comandante Strasser en Casablanca. Lo que es curiosa paradoja en alguien como él, perseguido por la Gestapo y exiliado de la Alemania hitleriana. 

Podría creerse que las cosas han cambiado, pero no es así. O no lo parece. La credulidad del público deriva hacia otras cosas, otros formatos, pero sigue estando ahí. Hace un par de semanas, en una serie televisiva llamada Rosy Abate, un mafioso de ficción italiano mostraba un número de teléfono propio. Por simple azar, el número coincidía con uno real, el de un matrimonio de Domodossola. Y en ese teléfono se recibieron varias llamadas increpando al mafioso de la tele, incluida una en la que alguien –anónimo, claro– gritaba: «No me das miedo. Voy a tu casa y te mato». Por supuesto, algunas de esas llamadas podían ser simple guasa; pero los propietarios del teléfono aseguran que otras iban en serio. Y estoy convencido de eso. No creo que se trate sólo de una cuestión de cultura, ni siquiera de inteligencia –aunque también–, sino de ciertos mecanismos muy propios de la humana naturaleza. Las redes sociales, el anonimato y sus disparatadas derivaciones dan testimonio diario: torpeza, ruindad, infamia, complejos, frustraciones, rencores, desahogos… Pese al tiempo en que vivimos, a tantas cosas por fortuna dejadas atrás, a nuestra indudable mayor lucidez y educación, con frecuencia ciertos impulsos oscuros siguen imponiéndose a la razón. También eso somos nosotros, simplemente. Estúpidos y peligrosos. El lado irracional del ser humano, en todo lo suyo. 

17 de diciembre de 2017 

domingo, 10 de diciembre de 2017

Vade retro, Satanás

Soy visitante habitual de las librerías San Pablo, tanto la que está en la plaza de Jacinto Benavente de Madrid como la de la calle Sierpes de Sevilla. Están especializadas en libros sobre religión, y suelo curiosear en busca de obras de patrología e historia de la Iglesia mientras miro de reojo a la clientela, que a menudo es interesante. Como ni curas ni monjas suelen ir ya de uniforme, me gusta observar su aspecto e indumento, la forma de comportarse ante tal o cual libro, mientras intento establecer lo que son y lo que les interesa. En una ocasión, incluso, tuve la satisfacción de que tres monjas jóvenes me reconocieran y se confesaran lectoras de La piel del tambor, sobre la que una de ellas comentó algo divertido: «Desde que leímos esa novela, siempre clasificamos a los sacerdotes en padres Quart y padres Ferro». 

Mi autor moderno favorito, en ese territorio, es Hans Küng. Soy viejo lector del teólogo suizo, disidente y perseguido por el ala más negra y reaccionaria del Vaticano, encarnada sobre todo en el difunto Juan Pablo II y su sucesor, todavía vivo aunque jubilado, el siniestro Ratzinger, en su juventud compañero de Küng y luego jefe de la Inquisición, o Congregación para la Defensa de la Fe, o como diablos se llame ahora. Me gustan la lucidez, la talla intelectual y el coraje de Küng, y considero sus tres volúmenes de memorias un documento clave para comprender lo que ha ocurrido en la Iglesia Católica desde principios del siglo XX. Quizá por eso, dos de sus libros se cuentan entre los que más veces he regalado a gente a la que aprecio: su magnífico y breve La iglesia católica, y su más breve todavía La mujer en el cristianismo, del que basta una cita («El sometimiento de la esposa al marido no forma parte de la esencia del matrimonio cristiano») para comprender por qué el Vaticano azuzó a sus perros negros durante tanto tiempo tras el rastro del irreductible Küng. 

El caso es que estoy en la San Pablo sevillana, feliz porque acabo de cazar una edición del Nuevo Testamento en griego, latín y castellano –la de Bover y O’Callaghan– que creía agotada, cuando detecto presencia clerical próxima. Y al levantar la mirada veo a dos sacerdotes jóvenes vestidos como Dios manda: camisa negra y cuello romano. Tienen aspecto aseado y simpático. El más alto es español. El otro, moreno y guapo, hispanoamericano. Miran novedades y conversan hasta que, al encontrar mi mirada, el español sonríe, sorprendido. «Nunca habría imaginado encontrarlo a usted aquí», dice. Le respondo que es fácil encontrarme, pues soy cliente asiduo. El sacerdote explica a su compañero quién soy, y los tres conversamos sobre libros y autores eclesiásticos. Al fin me preguntan si hay algún libro que pueda recomendarles; y yo, sin dudar, les muestro el demoledor Siete papas, de Hans Küng. «Aunque supongo –añado– que ya lo conocen». 

Para mi estupefacción, casi dan un paso atrás. Amagan un retroceso físico, instintivo, cuando les muestro el libro, y su ademán tiene algo de prevención medieval ante lo horrendo o diabólico. Sólo es un instante, claro. Son jóvenes educados y sin duda cultos. Rápidamente, la expresión de alarma se desvanece bajo una doble sonrisa. «Eso es droga dura», apunta el español. Lo miro con sorpresa. «¿No han leído nada de Küng?», pregunto. «Nada en absoluto», confirman ambos. «Pero ustedes son jóvenes y tienen formación –insisto–. ¿No sienten curiosidad por saber qué hace a un brillante teólogo ingrato a la Iglesia oficial?». El español encoge los hombros: «No está bien visto. Preferimos tenerlo lejos». 

Muevo la cabeza. «Hay puertas que es mejor no abrir», comento. No responden a eso. Nos despedimos y siguen mirando libros mientras los observo pensativo, aún asombrado: dos sacerdotes jóvenes que ante el nombre de un disidente muestran una prevención escandalizada, casi atávica, y afirman sin complejos no haberlo leído. Vade retro, Satanás. Todavía hoy, en la segunda década del siglo XXI. Y es que la sombra siniestra sigue ahí, desde el seminario. Librando aún su antigua guerra contra el tiempo, las luces y la razón. 

Al fin me marcho y paso cerca de los curas, que no lo advierten. Me alejo ya cuando oigo decir al español: «Vamos a llevarnos el de los papas que dice Reverte». Así que salgo a la calle Sierpes y a la luz sevillana riendo entre dientes, malévolo. Es divertido, pienso, abrir pequeñas rendijas, humildes grietas en los viejos muros de sombra. Así que chúpate ésa, Ratzinger.

10 de diciembre de 2017
 

domingo, 3 de diciembre de 2017

La Europa que estamos matando

Es posible que me equivoque; pero creo que a la Europa cultural, a esa antigua, formidable e interesante señora que en sus 3.000 años de memoria incluye desde Homero, Platón, Sócrates, Virgilio y aquellos fulanos –y fulanas– de entonces hasta los de hace pocos días, pasando por Shakespeare, Leonardo, Cervantes, Velázquez, Montaigne, Voltaire, Van Gogh y el resto de la peña, no la matarán el terrorismo islámico, la inmigración o la multiculturalidad; ni siquiera la pandilla de políticos semianalfabetos que legisla y trinca en Bruselas con el objetivo, que se diría deliberado, de igualarlo todo en la mediocridad y aplastar la inteligencia allí donde todavía puede brillar. En mi opinión, lo que destruye la Europa que en otro tiempo fue faro intelectual y referencia moral del mundo es el turismo de masas: la invasión descontrolada, imparable, de multitudes –entre las que nos contamos ustedes y yo– que circulan arrasándolo todo a su paso. Transformándolo, allí donde se posan como plaga de langosta, en un escenario diferente al que fue, reconvertido ahora a su, o nuestra, imagen y semejanza. 

Nada puede sobrevivir, porque es imposible, a diez o veinte mil turistas arrojados de golpe por cruceros y viajes baratos –suena mejor low cost–, en un solo fin de semana sobre ciudades como Roma, Florencia, París, Madrid o Barcelona. Y no se trata únicamente del efecto de masas que las hace intransitables, complica el acceso a museos y puntos de interés, degrada el entorno, ensucia y satura. Se trata también, y sobre todo, de cómo los lugares van perdiendo poco a poco, y a veces con extraordinaria rapidez, los rasgos que los hacían singulares, adaptándose, qué remedio, a la nueva situación. 

Tiendas de toda la vida, restaurantes, librerías, comercios, establecimientos que durante décadas o siglos dieron carácter local, desaparecen o se adaptan a los nuevos visitantes. Ofreciendo, naturalmente, lo que ese nuevo cliente exige, o exigimos: tiendas de souvenirs, bares y cafeterías impersonales, comida rápida y sobre todo ropa, mucha ropa. De Algeciras a Estambul, de Palermo a Oslo, de cada dos comercios que cierran y reabren, uno lo hace como tienda de ropa. O de teléfonos móviles, también, a fin de que todos podamos ir dándole con el dedo a la pantallita; e incluso enterarnos, gracias a ella, de lo que tenemos alrededor sin necesitar la tontería viejuna de mirarlo. Paseando por lugares cuya historia ignoramos, fotografiándonos ante monumentos y cuadros que nos importan un carajo, pero que se indican como parada obligatoria. Trofeo del safari. 

Pienso en eso en Lisboa, sentado en la terraza de la pastelería Suiça, mientras compruebo en qué hemos convertido, también, esta hermosa ciudad hasta hace poco elegante y tranquila. Los operadores turísticos se lanzan ahora sobre Portugal, y todo está lleno de gente en calzoncillos que bloquea las calles caminando tras guías políglotas que levantan en alto banderitas y paraguas de colores. Eso trae dinero, claro. A ver quién se resiste a eso, así que toda Lisboa está en fase de adaptarse a los nuevos tiempos y las nuevas gentes. No hay un taxi libre, ni una mesa en un café. Los abueletes que necesitan subir al Barrio Alto ya no pueden utilizar el elevador de Santa Justa, porque colas enormes de turistas aguardan turno para subir en él y hacerse una foto. Frente a La Brasileira, docenas de guiris que ni saben quién fue Pessoa ni les importará jamás se retratan junto a la estatua del escritor que, de verse tan sobado, se ciscaría en su puñetera madre. Y el barrio de Alfama, donde antes te atracaban de noche como Dios manda, y podías pasear a oscuras sólo si te arriesgabas a ello, ahora rebosa de locales de fado, con ingleses y alemanes preguntando dónde pueden comer la típica paella portuguesa. 

Esto es hoy Lisboa. En la vieja Suiça, donde intento leer tranquilo, un grupo de anglosajones especialmente escandaloso y bestial bebe alcohol, grita, canta y maltrata al veterano camarero de chaquetilla blanca. Harto de esos animales, entristecido por la suerte de la ciudad antigua y señorial, me levanto y ocupo una mesa que ha quedado libre en el extremo opuesto de la terraza. Al poco se acerca el camarero, trayendo mi bebida. Entonces miro hacia aquellos escandalosos hijos de puta y le digo al camarero: «He tenido que venir a una mesa que esté lejos». Y el camarero, con ademán triste y elegante de viejo lisboeta, se encoge de hombros, sonríe melancólico y responde: «Ya no hay mesas lo bastante lejos». 

3 de diciembre de 2017