Yo odiaba a Barbie, fíjense. Tan rubia ella. Tan gringa. Cursi como la madre que la parió. Cada vez que la veía, pensaba que la peliteñida esa de cinturita de avispa y guardarropa era perfecta para tirarla en paracaídas sobre un campamento de chetniks serbios. El odio venía de antiguo. Cuando era jovenzuelo, figúrense, hace la tira, a mi hermana Marili le regalaron una Barbie por reyes, o por su comunión. Y recuerdo con desaforado odio mediterráneo a la repipi de mi hermana jugando a las casitas con aquella muñequita escuchimizada que se parecía a las tías de los anuncios del Reader’s Digest y a las que salían en las portadas de las novelas de Daphne du Maurier y Vicky Baum que leía mi tía Pura: Barbie Dulces Sueños, Barbie en el Lago de los Cisnes, Barbie y sus Animalitos Mimosos, etcétera. Para echar la pota. Yo aprovechaba cuando mi hermana estaba en el colegio para ahorcar a la muñeca en el hueco de la escalera; y al volver ella con la banda de alumna predilecta puesta se pegaba unas llanteras de órdago al ver a su muñeca girando en el vacío con un hilo bramante atado al cuello. Lo de mi otra hermana, Petunia, era más bonito si cabe: cada vez que se acercaba al moisés de su muñeco Tumbelino y lo destapaba, se lo encontraba apuñalado con un abrecartas de mi padre que tenía forma de daga moruna. Pero en fin. El capullo de Tumbelino no tiene nada que ver con esta historia.
Odiaba a Barbie, insisto. Por su pinta y por lo que representaba: ese estúpido aspecto de superioridad étnica, de norteamericana impasible, de ejemplar madre de familia blanca, protestante y anglosajona, segura de que su nación confía en Dios y viceversa, con su pinta de Doris Day bulímica –sólo tolero a esa torda haciendo de señora MacKenna en El hombre que sabía demasiado–, aséptica, pulquérrima, de sexualidad descafeinada del tipo tú a Boston y yo a California, un martini seco al volver el esposo del trabajo en la clínica –médico o arquitecto cualificado, por supuesto, con prestigio y viruta– y luego, figúrense: oichss, querido, cómo pretendes que yo te haga eso. La puntita nada más.
Con esos antecedentes me senté el otro día a hojear el periódico junto a una niña que jugaba poniéndole vestiditos a una muñeca que al principio me pareció una Barbie, pero luego comprobé que no lo era. Más bien tenía pinta de putón verbenero. La muñeca. Así que le pregunté a la tierna infanta cómo se llamaba su pavita. «Bratz», dijo, mirándome con mucha desconfianza y mala leche. Al principio pensé que la niña eructaba o me estaba insultando, pero luego deduje que no. A ver si la criatura es hija de inmigrantes, me dije, y todavía no chamulla bien la lengua fascista del Imperio, o sea, esta jerga infame que se inventó Franco. Así que fui a preguntarle a mi hija, que ya no tiene edad de muñecas pero se infla a ver la tele, como todos los de su quinta. Y despejé la incógnita. Bratz, me dijo, es el nombre de la rival de Barbie. Que no te enteras, papi.
Picadísimo por mi ignorancia, me puse a investigar. Y resulta que la Bratz esa, como la Santísima Trinidad, es una pero en realidad son tres: Cloe, Dana, Jade, con dos amigos que se llaman Dylan y Eitan. Por lo visto son unas pájaras de aquí te espero: cabezonas, de ojos grandes, con curvas sinuosas, que se visten bajunas y apretadas, en plan Gran Hermano, o sea, vil gallofa. Dicen todo el tiempo jenial, buen rollito, oye tía, kedamos y wapa, no le hacen ascos a nada, y claro, arrasan. Ellas son las culpables de que a la pobre Barbie de toda la vida le haya venido una depresión espantosa, agravada por el hecho de que su hija Kelly creció, cambió su nombre por el de Myscene, y le ha salido un poquito puta, tal vez por la mala influencia de sus amigas íntimas Madison, Chelsea y Nolee, que a su vez se lo hacen con Ellis, River y Brian, unos chicos modernos amigos suyos. En cuanto a Barbie, para más drama, el novio aquel que tenía, Kent, le salió más maricón que un palomo cojo. Así que ella se lió con un muñeco australiano y cachas, cambió de vida, ahora se hace llamar Flava y ya no se viste de Laura Ashley, sino de rapera estilo Madonna; y a sus cuarenta y tres tacos –que ya es tener poca vergüenza– ha decidido, al fin, practicar sexo oral. O sea, que se arrastra por el fango. Imagínense. Quién me iba a decir que un día echaría de menos a aquella Barbie de mi juventud: tan recatada, tan pulcra, tan honesta. Que era una calientapollas, sí. Pero oigan. También era una señora.
22 de marzo de 2004
Odiaba a Barbie, insisto. Por su pinta y por lo que representaba: ese estúpido aspecto de superioridad étnica, de norteamericana impasible, de ejemplar madre de familia blanca, protestante y anglosajona, segura de que su nación confía en Dios y viceversa, con su pinta de Doris Day bulímica –sólo tolero a esa torda haciendo de señora MacKenna en El hombre que sabía demasiado–, aséptica, pulquérrima, de sexualidad descafeinada del tipo tú a Boston y yo a California, un martini seco al volver el esposo del trabajo en la clínica –médico o arquitecto cualificado, por supuesto, con prestigio y viruta– y luego, figúrense: oichss, querido, cómo pretendes que yo te haga eso. La puntita nada más.
Con esos antecedentes me senté el otro día a hojear el periódico junto a una niña que jugaba poniéndole vestiditos a una muñeca que al principio me pareció una Barbie, pero luego comprobé que no lo era. Más bien tenía pinta de putón verbenero. La muñeca. Así que le pregunté a la tierna infanta cómo se llamaba su pavita. «Bratz», dijo, mirándome con mucha desconfianza y mala leche. Al principio pensé que la niña eructaba o me estaba insultando, pero luego deduje que no. A ver si la criatura es hija de inmigrantes, me dije, y todavía no chamulla bien la lengua fascista del Imperio, o sea, esta jerga infame que se inventó Franco. Así que fui a preguntarle a mi hija, que ya no tiene edad de muñecas pero se infla a ver la tele, como todos los de su quinta. Y despejé la incógnita. Bratz, me dijo, es el nombre de la rival de Barbie. Que no te enteras, papi.
Picadísimo por mi ignorancia, me puse a investigar. Y resulta que la Bratz esa, como la Santísima Trinidad, es una pero en realidad son tres: Cloe, Dana, Jade, con dos amigos que se llaman Dylan y Eitan. Por lo visto son unas pájaras de aquí te espero: cabezonas, de ojos grandes, con curvas sinuosas, que se visten bajunas y apretadas, en plan Gran Hermano, o sea, vil gallofa. Dicen todo el tiempo jenial, buen rollito, oye tía, kedamos y wapa, no le hacen ascos a nada, y claro, arrasan. Ellas son las culpables de que a la pobre Barbie de toda la vida le haya venido una depresión espantosa, agravada por el hecho de que su hija Kelly creció, cambió su nombre por el de Myscene, y le ha salido un poquito puta, tal vez por la mala influencia de sus amigas íntimas Madison, Chelsea y Nolee, que a su vez se lo hacen con Ellis, River y Brian, unos chicos modernos amigos suyos. En cuanto a Barbie, para más drama, el novio aquel que tenía, Kent, le salió más maricón que un palomo cojo. Así que ella se lió con un muñeco australiano y cachas, cambió de vida, ahora se hace llamar Flava y ya no se viste de Laura Ashley, sino de rapera estilo Madonna; y a sus cuarenta y tres tacos –que ya es tener poca vergüenza– ha decidido, al fin, practicar sexo oral. O sea, que se arrastra por el fango. Imagínense. Quién me iba a decir que un día echaría de menos a aquella Barbie de mi juventud: tan recatada, tan pulcra, tan honesta. Que era una calientapollas, sí. Pero oigan. También era una señora.
22 de marzo de 2004
Desde luego Don Arturo, yo al contrario que usted siempre he querido tener una Barbie. Ahora peino 31 (vale, 32) años y me alegro de no haberla tenido.
ResponderEliminarLa incógnita es, ¿qué tipo de muñeca les compraré a mis hijas? Si hasta las barriguitas parecen putones ya... y no le digo nada de aquellos Pin y Pon, versión infantil de los clics, que ahora parecen integrantes del burdel más barato de la carretera de La Coruña... qué futuro más negro hasta para los juguetes...
http://numero13callemelancolia.blogspot.com.es/
Jajaja! Con el debido respeto Sr. Cuando vea como se visten sus hijas las muñecas ya no le parecerán tan putones..
EliminarMis cuatro hermanitos de la caridad, igual de cabroncetes que Ud. también aprovechaban cualquier descuido para dejarme tuerta, apuñalada o ahorcada a la pobre Barbie de turno, superviviente del año a mi propia crueldad. La pobrecita mía ahora es made in USA, pero en su época, para ser valenciana de origen no hay que negarle que fue una visionaria que marcó tendencias y Bratz, pobre anoréxica y las demás son una mala copia. Por eso ahora el Sr. Arturo las ve con mejores ojos. Por eso, porque ya no será tan cerril como de niño y porque en definitiva se ha hecho mayor. También siente cierta nostalgia por las putas de antes no? Lo mismo. Eran auténticas, las originales..
ResponderEliminarRectificando. Me he liado con la Nancy que tambien ha pasado por la cirugía estética.Barbie de origen es gringa pura y de adopción fue valenciana desde 1966 por su fabricación, hasta que desbancada en ventas por su hermana espurea Bratz, enana, anoréxica con gran cabeza, se le dio pasaporte al made in usa. Que aquí estaba para ganar dinero.
EliminarAl final eran d mismo padre, pero la Barbie era legitima, la otra enana y cabezona perdió ante los tribunales, precisamente por ser copia. Pago una buena indemnización y a día de hoy está claro que a su hermanita le hace sombra, a pesar de ser más choni poligonera. Por eso Barbie dejó de ser rentable en España y se abandonó tal registro para la fabricación. Creo que la familia Molto de Onil lo sabe todo, vamos q le dieron pasaporte pa usa definitivamente..
ResponderEliminarLas que lo petan ahora, dicen mis sobris , son las Monster High, que si las conociera don Arturo preferiría no ya a la Barbie calientapollas, sino a la mismísima GÜENDOLINA incluso vestida de militronchi. Una tropa de lumis de rotonda de variados estilismos, colores y nacionalidades..
ResponderEliminarCOmo puede ser tan desagradable leerte, como esperar al frío teniendo gripe y habiendo pasado las 6hs del paracetamol. Quizás solo pase si eres tía, eres consciente y osas buscar una frase en latín para traducirla sin haber estudiado latín en la vida. Sin proclamarme -ista de nada, siento indignacion, siento preocupacion que alguien que ocupa la segunda busqueda de algo en latín, pueda insultar tanto a la especie.
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