He tardado casi cuarenta años en desvelar el enigma, pero al fin lo conseguí. Ocurrió el otro día, cuando amarré en Cartagena con lebeche suave y buena mar, y me fui con Paco el Piloto a beber unas cañas para hablar de barcos, y de la vida. Y estando sentados frente al puerto, en la terraza del bar Valencia, empezamos a charlar de los viejos tiempos, y de cuando yo era un crío que curioseaba entre los barcos amarrados y los tinglados y grúas de los muelles. Y salieron personajes de entonces, resaca de la vida que cualquier puerto hacía numerosa en aquellos tiempos. Tipos pintorescos, graciosos, singulares, que permanecen anclados en mi infancia. Unos porque los conocí, y otros porque oí hablar de ellos. Muchos eran infelices, pobre gente objeto de las burlas de las tertulias y los bares del puerto y la calle Mayor. Se llamaban Popeye, Antoñico, el Curiana, o aquellos legendarios Pichi, el Negro del Muelle, el Jaqueta —que toreaba a los automóviles con periódicos y saludaba luego a un tendido imaginario—, y don Ginés, que durante la guerra mundial se había creído Hitler, y pasó el resto de su vida escuchando a los guasones locales preguntarle, muy serios, qué tal iban las cosas por el Tercer Reich. También estaba aquel cochero de la funeraria al que los chiquillos le decían, en choteo: «¿Nos das una vuelta?», y él contestaba: «Cuando se muera tu madre la voy a llevar por todos los baches».
El Piloto los había conocido a todos, y yo recordaba a la mayor parte. Incluido el Ratón, que pescaba gatos con un anzuelo y una sardina y luego se los guisaba con arroz. Eran otros tiempos: finales de los años cincuenta, y los niños mirábamos a tales personajes con una mezcla de temor y admiración. Éramos crueles como puede serlo la naturaleza de un crío acicateada por la maldad o la falta de caridad de los adultos. Algunos eran objeto de nuestras burlas; y ahora no puedo evitar, al recordarlo, una incómoda sensación. Supongo que el nombre es remordimiento. Y ese remordimiento es hoy más intenso por el recuerdo del Gramola.
Federico Trillo, que ahora manda huevos, o mis amigos Elías Madrid Corredera y Miguel Cebrián Pazos lo recordarán bien, pues nos lo encontrábamos vendiendo lotería a la salida de los Maristas. El Gramola lucía despareja dentadura y gafas muy gruesas. Tenía muy poca vista, y se veía obligado a acercarse mucho los décimos a los ojos para verles el número. Su voz cascada, chirriante, sonaba por las esquinas anunciando el siguiente sorteo. Los graciosos de los bares —un cartagenero sentado a la puerta de un bar muerde hasta con la boca cerrada— nos decían a los niños, por lo bajini, que le preguntáramos por la Vieja. Nosotros no sabíamos quién era aquella vieja, pero nos fascinaba el efecto de mencionarla. Bastaba con acercarnos y decir: «Gramola, ¿y la Vieja?», y de pronto el pobre hombre se volvía un basilisco, nos buscaba con sus ojos miopes y blandía las tiras de décimos fulminándonos con aquella maldición suya que nosotros, asustados y emocionados, esperábamos a quemarropa: «Ojalá le salga a tu padre un cáncer negro en la punta del pijo».
Nunca supe quién era aquella Vieja, y en esa ignorancia permanecí hasta que, entre caña y caña, Paco el Piloto sacó a relucir al Gramola. Yo le comenté lo de la Vieja, y el Piloto me miró con sus veteranos ojos azules descoloridos de sol, mar y viento. Me miró un rato callado y luego dijo que la Vieja no era sino una pobre mujer que había sustituido a la verdadera madre del Gramola, que en su juventud, decían, había sido puta. La llamaban la Valenciana, añadió. Y el Gramola, que era un hombre pacífico y un infeliz, se ponía fuera de sí cada vez que le recordaban su presunto origen.
Luego el Piloto se encogió de hombros y pidió otra caña, y yo me quedé dándole vueltas a aquello. Pensando: hay que ver, y qué perra es la vida. Uno la vive, y camina mientras lo hace, y nunca sabe con exactitud cuántos cadáveres va dejando atrás en el camino. Gente a la que matas por descuido, por indiferencia, por estupidez. Por simple ignorancia. Y a veces, muy de vez en cuando, uno de esos fantasmas aparece de pronto en la espuma de un vaso de cerveza, y te das cuenta de que es demasiado tarde para volver atrás y remediar lo que ya no tiene remedio. Demasiado tarde para correr a la esquina de la calle Mayor, balbucear "Gramola, lo siento" o qué sé yo. Para comprarle, tal vez, hasta el último de aquellos humildes, entrañables, décimos de lotería.
25 de abril de 1999
El Piloto los había conocido a todos, y yo recordaba a la mayor parte. Incluido el Ratón, que pescaba gatos con un anzuelo y una sardina y luego se los guisaba con arroz. Eran otros tiempos: finales de los años cincuenta, y los niños mirábamos a tales personajes con una mezcla de temor y admiración. Éramos crueles como puede serlo la naturaleza de un crío acicateada por la maldad o la falta de caridad de los adultos. Algunos eran objeto de nuestras burlas; y ahora no puedo evitar, al recordarlo, una incómoda sensación. Supongo que el nombre es remordimiento. Y ese remordimiento es hoy más intenso por el recuerdo del Gramola.
Federico Trillo, que ahora manda huevos, o mis amigos Elías Madrid Corredera y Miguel Cebrián Pazos lo recordarán bien, pues nos lo encontrábamos vendiendo lotería a la salida de los Maristas. El Gramola lucía despareja dentadura y gafas muy gruesas. Tenía muy poca vista, y se veía obligado a acercarse mucho los décimos a los ojos para verles el número. Su voz cascada, chirriante, sonaba por las esquinas anunciando el siguiente sorteo. Los graciosos de los bares —un cartagenero sentado a la puerta de un bar muerde hasta con la boca cerrada— nos decían a los niños, por lo bajini, que le preguntáramos por la Vieja. Nosotros no sabíamos quién era aquella vieja, pero nos fascinaba el efecto de mencionarla. Bastaba con acercarnos y decir: «Gramola, ¿y la Vieja?», y de pronto el pobre hombre se volvía un basilisco, nos buscaba con sus ojos miopes y blandía las tiras de décimos fulminándonos con aquella maldición suya que nosotros, asustados y emocionados, esperábamos a quemarropa: «Ojalá le salga a tu padre un cáncer negro en la punta del pijo».
Nunca supe quién era aquella Vieja, y en esa ignorancia permanecí hasta que, entre caña y caña, Paco el Piloto sacó a relucir al Gramola. Yo le comenté lo de la Vieja, y el Piloto me miró con sus veteranos ojos azules descoloridos de sol, mar y viento. Me miró un rato callado y luego dijo que la Vieja no era sino una pobre mujer que había sustituido a la verdadera madre del Gramola, que en su juventud, decían, había sido puta. La llamaban la Valenciana, añadió. Y el Gramola, que era un hombre pacífico y un infeliz, se ponía fuera de sí cada vez que le recordaban su presunto origen.
Luego el Piloto se encogió de hombros y pidió otra caña, y yo me quedé dándole vueltas a aquello. Pensando: hay que ver, y qué perra es la vida. Uno la vive, y camina mientras lo hace, y nunca sabe con exactitud cuántos cadáveres va dejando atrás en el camino. Gente a la que matas por descuido, por indiferencia, por estupidez. Por simple ignorancia. Y a veces, muy de vez en cuando, uno de esos fantasmas aparece de pronto en la espuma de un vaso de cerveza, y te das cuenta de que es demasiado tarde para volver atrás y remediar lo que ya no tiene remedio. Demasiado tarde para correr a la esquina de la calle Mayor, balbucear "Gramola, lo siento" o qué sé yo. Para comprarle, tal vez, hasta el último de aquellos humildes, entrañables, décimos de lotería.
25 de abril de 1999
me encanta este tipo, gracias por subir estas publicaciones.
ResponderEliminarGracias por recordarme a esos personajes, ya que nací en el 50. Igual que me acuerdo de verte en el Denver.
ResponderEliminarSaludos