A veces uno se pregunta cómo es posible que las cosas sensatas, razonables, tarden tanto en arraigar, cuando lo hacen, o se pierdan de la manera más boba, y sin embargo cualquier gilipollez se imponga con pasmosa facilidad, cunda y se haga moda y costumbre, con todos los cantamañanas del mundo practicándola encantados. Cada cual tendrá su lista, supongo. Ustedes la suya y yo la mía. Menos los tontos, claro. Porque a ésos no hay tontería que se lo parezca, y se apuntan con entusiasmo a lo que sea. Y cuando una estupidez toma cuerpo en ese territorio, ya no hay cristo que se libre de ella; pues, como dijo no me acuerdo ahora quién, cuando un tonto sigue un camino, se acaba el camino pero sigue el tonto. Y como dijo otro -que tampoco me acuerdo ni tengo gana de levantarme a mirarlo-, a un tonto no hay manera de convencerlo de que deje de serlo, porque para eso hay que bajar a su nivel. Y en ese nivel, los tontos son imbatibles. Sobre todo en España.
Los minutos de silencio, por ejemplo. Es costumbre antigua, cuando sobreviene una desgracia, que en determinados lugares o reuniones se guarde un minuto de silencio en memoria de los fallecidos. Eso está bien, porque demuestra sensibilidad, dolor y respeto. En España, sin embargo, eso del minuto se les queda corto a muchos. Sesenta segundos de inmovilidad y silencio, parecen opinar, no expresan de modo adecuado el inmenso dolor y respeto que sienten. Así que ahora está de moda guardar no uno, sino tres o cinco minutos de silencio. Y hace poco, en no sé qué corporación municipal, se guardaron hasta diez. O por ahí. Prueben ustedes a quedarse quietos cinco minutos pensando en algo doloroso, y ya me dirán el resultado. El aburrimiento. Pero da igual. La cosa estriba en demostrar al mundo, a ser posible con cámaras de televisión delante, que puestos a sentir desconsuelo y solidaridad, a los españoles no nos supera nadie en sensibilidad tácita. Que para silencios emotivos, los nuestros. Y así se dan, cada vez con más frecuencia, esas penosas escenas de un montón de concejales, o diputados, o alumnos de tal institución o colegio, callados e inmóviles con los brazos cruzados y las caras serias, mirando el reloj de reojo durante casi un cuarto de hora, mientras los de la segunda o tercera fila, que se les ve menos, aprovechan para echar un vistazo a los teléfonos móviles. Para demostrar que a todos nos duele de cojones.
Otra gilipollez que se ha impuesto de modo aterrador es la de los besos. Desde siempre, uno da la mano a las personas a las que acababa de conocer y reserva el beso para las personas queridas, o para aquellos con quienes les une mucho afecto o confianza. Pero ahora, en cuanto te ponen a alguien delante, vas y lo besas. O viceversa. Generalmente, y eso es lo curioso del asunto, es el varón quien se inclina a besar a la otra persona, si ésta es mujer. Y ella, en vez de extender con firmeza la mano y mantener al imbécil a la distancia adecuada a la que saluda una señora consciente de serlo, se deja besuquear, encantada. O lo parece. No entre gente de confianza, ojo, ni en ambientes juveniles ni amistosos, donde besarse es muy natural, sino entre gente mayor y en cualquier circunstancia. Smuac, smuac. Por no mencionar a los políticos. Y además, eso del osculeo sobreviene en las situaciones más absurdas. Llegas y dices, aquí Fulano, aquí Mengana, y el pavo va y le calza a la señora, automáticamente, un beso en cada mejilla, como si se conocieran del colegio o hubieran tenido rollo antes. O ella, que también, pone la cara para que se la besen aunque sea la farmacéutica y hayas ido a comprarle aspirinas. Me sorprende que las más ultrarradicales feministas, tan sensibles para otras idioteces, no se indignen con eso. Con que al saludar los hombres las besen a ellas, pero se den la mano entre ellos. Más machista, imposible. Creo.
Siempre recordaré la cara de un buen amigo mío, francés de toda la vida, hombre elegante y correctísimo, cuando al llegar a un restaurante madrileño salió a recibirnos un pavo con el nombre bordado en la camisa, que tuteándonos sin habernos visto antes en su puta vida, le estampó a su legítima dos besos sonoros en las mejillas antes de que ninguno pudiéramos evitarlo. «¿Por qué besa usted a mi mujer?», le preguntó el francés, entre molesto y sarcástico. Y el otro, confuso, sin entender un carajo, lo miraba como si fuera un marciano. Entonces me acordé de una frase que solía decir mi abuelo -que era un caballero nacido en 1890- cuando alguien se le dirigía de forma grosera o mal educada: «Debe de creer que hemos guardado juntos cerdos en la misma cochinera».
24 de enero de 2016
Jopé.
ResponderEliminarQue bueno.
Me imagino la cara del fulano ante la pregunta de "Monsieur".
Impagable.
Fijo que sí.
;-)