lunes, 19 de abril de 2004

Omar y Willy al volante

En este país de gilipollas y gilipollos, donde confundimos realidad y demagogia, donde cualquier cantamañanas puede soltar la chorrada más inmensa y el gobernante local o general de turno responder, oiga, vale, bueno, de acuerdo, vamos a estudiarlo detenidamente, etcétera, más que nada porque no se diga que él no es más razonable y más liberal y más demócrata que el copón de Bullas, hay temas de opinión incómodos. Uno de ellos tiene que ver con la inmigración, y eso lo hace más delicado todavía, pues abordar la materia supone moverse por la cuerda floja, entre los cenutrios xenófobos que echan su estupidez y frustraciones sobre la espalda del inmigrante que viene a trabajar y ganarse honradamente la vida, y los imbéciles de buena voluntad que sostienen, impertérritos, que todos los que llegan son cachos de pan bendito. O sea: que un pedazo moro de diecisiete años con una navaja, o un hijoputa latino que clona tarjetas de crédito en el restaurante donde trabaja de camarero, son, respectivamente, un pobre menor magrebí marginado por la sociedad occidental y un entrañable indiecito guaraní como el del bolero. Y bueno. Todo esto viene a cuento por un asunto que llevo tiempo esquivando: los permisos de conducir de los emigrantes. Lo que pasa es que hoy no se me ocurre otra murga para teclear. Además hace frío, me he tomado dos orujos, y lo socialmente correcto me importa un huevo. 

No todos, claro. Pero algunos conducen como para darles cuatro tiros. Muchos son peligros públicos al volante de máquinas de matar y de matarse. Las razones son evidentes: menos exigencias para obtener los permisos en sus países de origen, o la adquisición de aquéllos con el único trámite del pago de su importe, sin prácticas, ni autoescuelas, ni ciruelos en vinagre. El funcionario trinca lo suyo y tú puedes conducir lo que te salga. Eso ocurre en ciertos países de Hispanoamérica, el Magreb y África; pero es que, además, ni siquiera todos los permisos allí obtenidos por la vía derecha son garantía absoluta. Sólo a un retrasado mental se le ocurre sostener que el nivel exigido a un conductor en Senegal es el mismo que en España o en Holanda. Además, en Europa se estilan comportamientos al volante que, sin ser homogéneos, ni perfectos –tampoco vamos a comparar a un italiano o un español con un alemán o un sueco–, se sitúan dentro de una convención general que tiende al civismo, a la urbanidad, al respeto por las normas. Es lo que algunos llaman educación vial; pero en algunos países de origen de nuestros inmigrantes, ese marco de convivencia no siempre es el mismo, sino al contrario: cada uno por su cuenta y todos contra todos. 

Y claro. Luego llegan aquí Willy Rodríguez, Omar Nguema o Ludmila Popescu, se compran un cacharro de tercera o cuarta mano –que ésa es otra–, se suben ocho o diez para poder llegar temprano al tajo, al taller, al invernadero donde los explotan por cuatro putos duros, y en el paso a nivel los desparrama a todos el Talgo, o en la curva se empotran contra una familia. O se matan ellos solos con la moto de mensaka yendo en dirección contraria con el casco a lo Pericles, o te endiñan por detrás y por delante con la furgoneta de reparto, o se saltan el semáforo que en Bamako, Quito o Tirana siempre está fundido, o adelantan en cambio de rasante porque en su tierra están acostumbrados, si un policía les dice ojos negros tienes, a soltar dos mortadelos y aquí no ha pasado nada. Y eso no puede ser, porque además cada vez son más –y es bueno que lo sean, que vengan a meterle sangre joven y ambición y cojones a esta vieja Europa arrugada, estéril, zángana, caduca y egoísta–. Por eso es preciso que todo se regule con sentido común y con justicia, y que en vez de que salgan a la calle, como hace poco no sé dónde, cuatro mil pardillos a pedir que se homologuen sin más trámite ni requisitos, por la cara, todos los permisos de conducir de los emigrantes sin excepción, ya mismo, o sea, ipsoflauto, intentemos evitar que cada año sean detenidos en España, estadísticas en mano, diez mil que circulan sin carnet de conducir, con éste irregular o sin el seguro obligatorio –que ésa es otra: te espilfarran y vete a cobrar los daños–. Pero eso no se improvisa con simplezas solidarias. Se planifica despacio, con cuidado, a largo plazo. Sin vulnerar derechos de gente honrada, pero sin tampoco hacer el chorra. Sin demagogia barata. Con garantías para los inmigrantes, claro. Y para todos. 

19 de abril de 2004 

2 comentarios:

Soledad dijo...

¡Que bueno!la verdad es que somos gilipollas, a nosotros se nos exige un examen de conducir perfecto y si no a renovar papeles y cuidado si no llevas los papeles en regla y vienen los inmigrantes y para no parecer racista, hay que convalidarles lo que haga falta.
Lo que tenían que haber hecho es regularizar la inmigración y no dejar que entraran inmigrantes por todas las partes irregularmente. Pero a mucha gente le interesaba tener mano de obra barata y en muchos casos sin asegurar así que a hacer la vista gorda.
A mí no me molesta que vengan personas de otros países a trabajar y cotizar al estado como los españoles pero es que aquí venían porque sabían que muchas cosas las tenían gratis como educación, sanidad, ayuda legal, etc... aunque no trabajaran ni cotizaran y eso no hay un país que lo resista, sin hablar de las bandas organizadas que han venido a robar y otras dedicadas a la prostitución porque sabían que aquí la ley es muy permisiva y hasta que no cometían un montón de faltas no se consideraba delito.
Enhorabuena por el artículo.
Un saludo

Gonzalo Del Castillo dijo...

Propongo que la RAE acuñe el neologismo "xenofilia" (inventado por un servidor, que también toma orujos) como la antítesis de la xenofobia y con un valor demencial similar.
Su definición: "Inclinación obtusa de los miembros más autocomplacientes de un país a defender a capa y espada la inmigración ilegal, así como a tolerar el conjunto de delitos y faltas cometidos por extranjeros por el mero hecho de serlo".
Ejemplos:
–Fulanito recurre siempre a la xenofilia para sentirse moralmente superior a los demás.
–Pues Menganito, que es aún más xenófilo, dice que es un lujo poder insultar así gravemente a los que le llevan la contraria y quedar impune.
–Yo no soy xenófilo, pero toco fatal el xilofón o xilófono –farfulló Zutanito.

Bravo por su valentía y ecuanimidad. Saludos.