domingo, 31 de marzo de 2019

Mujeres malas

Hace dos o tres semanas les contaba quiénes eran mis villanos de película favoritos, repasando una lista que hice a medias con Javier Marías. También prometí otro artículo sobre ellas, las chicas perversas del cine. Y aquí me tienen, cumpliendo. Esta vez la lista la hago solo, porque Javier está de viaje y no hemos hablado del asunto. Me salen veintiocho, aunque no todas caben en esta página. Pero sé que Javier y yo coincidimos en casi todas. A fin de cuentas tenemos la misma edad, y de jovencitos nos calzamos los mismos tebeos, libros y películas. 

Una precisión previa: lo de chicas malas, sobre todo en el cine de antes, resulta relativo. En otras pelis las mismas actrices hacían de buenas. Incluso cuando encarnaban a personajes oscuros o inmorales, solían redimirse al final. Que nunca dejaran de ser unas irreductibles arpías era privilegio de muy pocas. Además, había matices. Una estupenda Angie Dickinson, por ejemplo, lo mismo podía ser una jugadora de cartas de moral ambigua que al final se enamoraba de John Wayne en Río Bravo, que la mala pécora a la que en Código del hampa le espeta Lee Marvin: «Ya sé por qué no se defendió. Era un hombre muerto. Lo habías matado tú». 

En algunos nombres de mi lista personal de malas requetemalas y villanas de verdad no admito discusión: ahí están Mary Astor en El halcón maltés, Glenn Close en Atracción fatal, Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane?, Judith Anderson en Rebeca, Kathleen Turner en Fuego en el cuerpo o Lana Turner en El cartero siempre llama dos veces o Los tres mosqueteros. Dejando, claro, un merecidísimo puesto de honor a Barbara Stanwyck, perversa y manipuladora de verdad en esa soberbia película titulada Perdición, que es una de las obras maestras del cine negro, con Fred MacMurray diciéndole al final a Edward G. Robinson: «Maté por dinero y por una mujer. No conseguí el dinero ni tampoco la mujer». 

Las que menciono son chicas malas sin redención posible, de las que cuando al final las meten en la cárcel o alguien les pega un tiro te quedas muy a gusto, dándote igual que sean mujeres, hombres o ministros de Hacienda. Pero hay otras categorías más sutiles. Grupo aparte lo forman las que en el fondo son buenas, o no tan malas como parecen cuando las ves cantando en un cabaret, de novias de un gánster, o de ambas cosas a la vez. Es el caso, naturalmente, de Rita Hayworth en Gilda–esa bofetada de Glenn Ford que hoy nadie se atrevería a meter en una película–, pero también de Lauren Bacall en Tener o no tener, de Ava Gardner en Forajidos, de Gloria Grahame en Los sobornados, de Sharon Stone, de la que es ineludible Instinto básicoNo pienso confesar mis secretos porque haya tenido un orgasmo») pero a la que hay que echar un vistazo serio en El especialista, de la deliciosa Brigitte Bardot cuando aún no se dedicaba a salvar focas y bailaba sobre una mesa en Y Dios creó a la mujer o seducía a Jean Gabin en En caso de desgracia

De todas formas, las chicas malas cinematográficas que más me gustan son las que, dicho en elegante, fueron arrastradas por el río de la vida: la Jean Harlow que hace estupendo trío con Clark Gable y Wallace Beery en Mares de China, la Joan Crawford que todos recordamos en Johnny Guitarcon el magnífico Sterling Hayden, pero que yo disfruto más en Lluvia, y también la Greta Garbo de Mata Hari,por citar sólo algunas. Aunque mis amores malvados en este ámbito se centran sobre todo en dos señoras, o más bien en tres. Una es Mae West (No soy ningún ángel), cuyo físico nunca me estimuló nada, pero cuyo sentido del humor, personajes interpretados y diálogos («¿Llevas una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme?», «El sexo es como una partida de póker: si no tienes una buena pareja, más vale que tengas una buena mano») la hacen admirable. Y la otra, mi verdadero mito cinematográfico de toda la vida, es Marlene Dietrich, la mujer mítica que besó a Lorenzo Falcó en un cabaret de París. Adoro sus películas, hasta el punto de que he visto Fatalidad, Siete pecadores y El expreso de Shanghai quince o veinte veces: «Se necesitó más de un hombre para cambiar mi nombre por el de Shanghai Lily»

Dirán ustedes que hablé de tres amores y falta uno. Pero es que me reservaba el mejor: la mujer que dijo eso de «No es que yo sea mala, es que me dibujaron así»: la sin igual, soberbia, espectacular, inmensa Jessica Rabbit. La única mujer del mundo capaz de susurrar: «Quiero que sepas que te quiero más de lo que mujer alguna ha querido a un conejo» y ponerte caliente. Una de esas señoras, da lo mismo malas o buenas, por las que cualquier hombre sería capaz de ir al infierno a buscar fuego para encenderle un cigarrillo. O dos. 

31 de marzo de 2019

domingo, 24 de marzo de 2019

Regreso a Tánger

Escribir novelas tiene efectos secundarios. O puede tenerlos. En mi caso, durante cierto tiempo –suele ser de uno a dos años– vivo inmerso en un mundo complejo, ficticio, paralelo al real, hecho de libros que leo, de documentación diversa, de conversaciones con gente útil, de paseos con libreta de notas o cámara fotográfica por los lugares adecuados para utilizar como escenarios. Mientras la historia toma forma en mi cabeza y las páginas se amontonan despacio en el ordenador y en la mesa de trabajo –siempre imprimo, corrijo en papel con pluma estilográfica y vuelvo a teclear–, observo el mundo y mi propia vida en ese estado de continuo acecho, de tensión permanente de cazador con el zurrón dispuesto. Procuro mirar el mundo como lo hacen mis personajes. Nutrirlos con lo que me nutre. Y así, cuanto en ese tiempo hago, observo, imagino, alcanza a ser útil, o puede serlo, para la historia que tengo entre manos. 

Como sabe cualquiera de mis lectores, la topografía literaria es muy importante para mí. Los escenarios a los que antes aludía. Hay un placer singular en moverse con rigor por donde van a hacerlo tus personajes, mirar lo que ellos miran, caminar por donde ellos caminan. De cada novela escrita, ésos son mis momentos favoritos, incluso antes de escribir una línea: cuando los imagino sentados donde yo lo estoy, asomados al balcón de la misma habitación de hotel, mirando tal o cual paisaje. Cuando siento como suyo el ruido de mis pasos por una calle desierta de Culiacán, París, Buenos Aires, Beirut o Venecia. En realidad escribo novelas para eso: para multiplicar mi vida por otras vidas, otros lugares, otras aventuras que no cabrían en mi simple existencia. Por eso soy un novelista feliz que mira, imagina y escribe. 

Pienso en eso estos días, en Tánger. No había vuelto aquí desde que escribí Eva, segunda parte de la trilogía de mi espía Lorenzo Falcó. Mientras trabajaba en la novela vine a menudo, explorando todo cuanto podía serme útil para contar bien la historia: calles, restaurantes, cafés, lugares apropiados. Recuerdo mi caminata por el bulevar Pasteur en busca de una casa idónea para una peligrosa emboscada –la encontré en el número 28–, o cómo, en una terraza del Zoco Chico, procuraba imaginar a los marinos franquistas y republicanos sentados en los cafés Fuentes y Central. Y también mi larga búsqueda por la parte alta de la Kasbah, hasta que di con ella, de la casa adecuada para Moira Nikolaos; o cómo, desde la terraza del hotel Continental, con un plano antiguo y otro moderno sobre la mesa y con ayuda de fotos de la época, intentaba imaginar aquel mismo lugar en 1936. 

Y es extraño. O ya sólo es curioso. Conocía bien Tánger antes de escribir la novela; pero desde que lo hice, la ciudad es distinta en mi cabeza. Ahora soy incapaz de verla como antes, pues todo en ella se me aparece transformado por cuanto imaginé y escribí. Hay calles y edificios a los que, sin darme cuenta, aludo no por su nombre actual, sino por el que tenían hace ochenta y tres años. Y a menudo, cuando me detengo a mirar una casa, una plaza, una vista panorámica, no puedo evitar que lo imaginado o lo reconstruido se superponga al presente. Hay detalles modernos que borro automáticamente de mi visión, como si no existieran. Cual si fueran molestos, sin derecho a estar allí, porque perturban la imagen intensa que tengo de ese lugar. Lo que escribí. Lo que de verdad recuerdo. 

He caminado, en fin y de nuevo, por Tánger en compañía de mi ya viejo amigo Falcó, y del sicario Paquito Araña, y de los marinos del Martín Álvarez y el Mount Castle. He fumado cigarrillos y hachís, he bebido absenta, he matado, torturado y corrido peligro, mirando a mi espalda en callejas estrechas donde acechan un disparo o un navajazo. Me he emborrachado con un legionario francés en el cabaret de la Hamruch, y tras golpear sin compasión a un hombre he aliviado mi dolor de cabeza tomando cafiaspirinas en el bar del hotel Cecil. También he recibido a media noche la sigilosa visita de Eva Neretva en la habitación 108 del hotel Continental, he peleado con ella a vida o muerte al pie de la muralla, junto al mar, y he visto barcos zarpar entre la niebla al amanecer, rumbo a su último viaje. Y con todo eso, situaciones, personajes, fantasmas familiares que me acompañarán durante el resto de mi vida, sumándose a los de otros personajes en otros lugares y otros relatos, he deambulado satisfecho, feliz, con una sonrisa absorta y agradecida, por esta ciudad que ya siempre será para mí la de la novela que escribí sobre ella, y ninguna otra. 

24 de marzo de 2019 

domingo, 17 de marzo de 2019

En compañía de héroes

Decía el filósofo Diógenes, el del farol y el barril, que para caminar seguro un ser humano debe contar o bien con el estímulo de unos buenos amigos o bien con unos enemigos pertinaces en su odio. Y todo el que se haya movido por los inciertos paisajes de la vida sabe que eso es cierto. A cualquiera con un poco de lucidez aprovechan tanto unos como otros, amigos y enemigos, pues de ambos es capaz de obtener utilidad. 

Los enemigos, buscados o espontáneos –los que brotan como setas tras la lluvia, sin razón aparente, suelen ser numerosos–, ayudan a mantenerse vivo. Son como el mar, que cuando navegas te obliga a vivir vigilante, atento al barómetro, la sonda y el horizonte, pues ahí los descuidos matan. Nadie que tenga camino hecho, que haya tomado decisiones, puede jactarse de no dejar cadáveres en la cuneta, o de no haberlo sido él mismo a manos de otros. Vivir cierto tiempo y que todos te quieran no es imposible, pero sí infrecuente. Por eso desconfío tanto del que dice no tener enemigos como de quien afirma tener infinitos amigos. O mienten o son idiotas. Puestos a citar clásicos, Plutarco lo resumió bien: quien se envanece de no tener enemigos, probablemente no tuvo nunca un verdadero amigo. 

En cuanto a los amigos de verdad –algunos traen de regalo a sus enemigos para sumarlos a los tuyos–, creo que son el verdadero balance de una vida. El fruto de combates, victorias y derrotas. Una forma de calibrar a alguien es considerar quiénes son sus amigos. Decía Gracián –hoy vengo asquerosamente erudito– que singular grandeza es servirse de sabios, y que una de las mejores cartas a jugar es hacer de los amigos maestros; arrimarse a los sabios, prudentes y valientes que tarde o temprano topan con la ventura: «Prenda de héroe es combinar con héroes». 

Entre las escasas certezas que te deja una vida razonablemente larga y agitada, poseo una irrebatible: los amigos abrigan casi tanto como el amor. Amar y ser amado por alguien digno, superior, te engrandece como nada en el mundo; pero también la conciencia de la lealtad, imaginar que algo bueno tendrás para que gente valiosa –buena o mala, porque también hay malvados útiles y fieles en la amistad– te estime y se comprometa por ti, o contigo, es uno de los grandes premios que puede alcanzar el ser humano. Pienso mucho en eso ahora que envejezco, la vida me despoja cada vez de más cosas, y miro al futuro sin ver apenas algo más que el pasado. Lo meditaba el otro día, cenando con algunos amigos, periodistas todos. También en cierto modo ellos son el balance de mi vida, me dije. La prueba de que algo habré hecho bien, después de todo. 

Reflexioné mucho sobre eso mientras los escuchaba. Por lo general no soy muy conversador en esas cenas; prefiero que ellos cuenten cosas. Estaban allí el veterano y entrañable Raúl del Pozo, a quien conocí en el diario Pueblo hace casi medio siglo, y también Ignacio Camacho –quizá el mejor y más lúcido analista político actual– y los jóvenes Antonio Lucas, David Gistau, Manuel Jabois y Edu Galán. Nos reunimos de vez en cuando a cenar en Casa Lucio, en el Madrid viejo (a veces invitamos a alguien especial como Calamaro, Eslava Galán, Álex de la Iglesia o Juan Soto Ivars), o a conceder el ya prestigioso Premio de Periodismo de Opinión que creamos hace cuatro años con el nombre de Raúl –se nos ocurrió una noche algo pasados de copas, en Lucio–, que consiste en una cena con el ganador en Casa Paco, Puerta Cerrada, y que hasta ahora hemos otorgado a Enric González, Sol Gallego-Díaz, Pedro Cuartango y Carlos Alsina. Y les aseguro que raras veces me he visto reunido con tanto talento profesional y tanta inteligencia. Lo interesante es que, siendo como son de los periodistas más brillantes que conozco, cada cual es de su padre y su madre. Trabajan en medios distintos y tienen ideas diversas: Camacho escribe en ABC, Edu trajina la muy salvaje Mongolia, Gistau y Lucas curran en El Mundo y Jabois en El País. Pero rara vez vi tanta admiración y respeto mutuos, tanta necesidad de aprender unos de otros. Tanta lealtad y tanta nobleza, aun más insólitas en los sectarios y sucios tiempos políticos que corren. 

Por eso la otra noche, escuchándolos en torno a unos solomillos con vino tinto, pensé de nuevo en cuanto acabo de escribir más arriba. En lo orgulloso que estoy de que esos fulanos sean mis amigos, como del resto de nombres que llena mi vieja mochila. En los vivos y en los que ya están muertos. Y también en Diógenes, Plutarco, Gracián y tantos otros cuyas palabras y libros me ayudaron a buscarlos, reconocerlos y apropiarme de ellos como botín de vida. 

17 de marzo de 2019 

domingo, 10 de marzo de 2019

Villanos de película

Me ha costado seleccionarlos, pero son ellos. Y no era fácil, porque la lista es larga. Surgió la otra noche, cenando con Javier Marías. Acabamos hablando de cine, como suele ocurrir, y seguimos haciéndolo mientras paseábamos hacia la Plaza Mayor y él fumaba su habitual par de cigarrillos. Villanos de cine clásico: los malos de película que en nuestra infancia fueron la primera visión del rostro del mal, y eso los convirtió en inolvidables. A medio paseo dije que iba a escribir sobre eso, y Javier se echó a reír y dijo que me mandaría una lista con los suyos, cosa que hizo al día siguiente. Setenta, juntamos entre uno y otro. Y aquí me tienen ustedes, cumpliendo. No caben todos, pero sí mis favoritos, que coinciden casi todos con los de él. Tal vez a alguno de ustedes no le suenen ciertos nombres, pero si teclea en un buscador de Internet verá sus fotos y los reconocerá al momento. 

Mientras barajaba nombres los dividí en grupos. Eso no quita que muchos de esos actores puedan situarse también en otros. Incluso hicieron de buenos, como John Ireland, que era chachi en Espartaco y malo en Duelo de titanes. El primer grupo es el del western. Ahí hay villanos habituales indiscutibles, aunque mi grupo salvaje favorito lo constituyen Lee van Cleef (El bueno, el feo y el malo), Jack Elam (el tuerto de Encubridora o El hombre de Laramie) y Robert Wilke, la mirada más fría del Oeste en el estupendo blanco y negro de Solo ante el peligro. A ellos pueden sumarse con todos los honores Rodolfo Acosta, que se infló a hacer de mexicano malo y de indio todavía peor en películas de John Ford, y también Ted de Corsia, Leo Gordon y sobre todo Henry Brandon, inolvidable en sus papeles de Quanah Parker en Dos cabalgan juntos y jefe Cicatriz en Centauros del desierto

Del Oeste, mediante un malo todo terreno como Dan Duryea (Winchester 73, La última bala) que también sobresalió interpretando a malvados de cine negro (La mujer del cuadro, El ministerio del miedo), podemos pasar a eso, al cine policíaco y criminal, recordando el brutal rostro de Neville Brand en la estupenda Con las horas contadas, al malevo y regordete Robert Middleton, a George Macready y su magnífica cicatriz en la cara (inolvidable en Gilda), a Gert Fröbe, que tras ser supervillano en El cebo y Goldfinger rizó el rizo haciendo de malo en Chitty Chitty Bang Bang, y a Michael Madsen, cuya escena de tortura a un policía en Reservoir dogs lo sitúa en el Olimpo maloso cinematográfico, casi a la altura del gran Christopher Lee, uno de los más conspicuos villanos que en el cine han sido. Y entre los que sería injusto olvidar al formidable Erich Von Stroheim (Esposas frívolas me parece una obra maestra), a Sydney Greenstreet, estupendo gordo en El halcón maltés y Casablanca, y a uno de mis grandes favoritos, Peter Lorre, presente en esas dos películas y capaz de hacer de malísimo en El vampiro de Dusseldorf y de bueno en la extraordinaria La máscara de Dimitrios

Por supuesto, como el cine es el cine, hay malos del género negro que repiten sin complejos villanía en el histórico o en el western. Ocurre con Jack Palance («Un rostro que sólo una madre podría amar», dijo Elia Kazan), que con ese careto suyo casi siempre tenía que ser malo, desde Raíces profundas hasta Barrabás; o Henry Daniell, que lo mismo hizo de profesor Moriarty en tres películas de Sherlock Holmes que protagonizó uno de los mejores duelos a espada del cine (contra Errol Flynn en El halcón del mar), casi tan buenos como los que el enorme Basil Rathbone (el mejor Holmes de todos los tiempos y mi malo predilecto cuando hace de malo) ejecuta muy villanamente en El signo del Zorro, Robín de los bosques y El capitán Blood

En fin. Se acaba la página y no caben muchos más, pero no puedo obviar a los villanos reciclados. Aquellos que tras hacer mucho de malvados acabaron interpretando papeles de buenos o se especializaron en personajes ambiguos, con un pie a cada lado de la justicia. De estos últimos, mi favorito es Arthur Kennedy (Murieron con las botas puestas, El hombre de Laramie). Y de los primeros, reverencio dos nombres fundamentales: Richard Widmark (de El beso de la muerte a Vencedores o vencidos) y ese extraordinario actor que fue Lee Marvin, capaz de hacerse matar por John Wayne siendo el perverso Liberty Valance, o de matar él a John Cassavetes en Código del hampa («Ahora sé por qué no se defendió: ya estaba muerto») con la misma naturalidad que empleó para hacer de protagonista bueno en Los profesionales o Doce del patíbulo

Y bueno, eso. De villanas y mujeres malas, si quieren, hablamos otro día. 

10 de marzo de 2019

domingo, 3 de marzo de 2019

El santuario de los guardias valientes

Una advertencia previa a los sectarios y los tontos: eviten este artículo. Hoy hablo de héroes, y eso tiene mala acogida entre cierta gente. Sin embargo, para los ecuánimes, capaces de reconocer la virtud en sus adversarios, los héroes no tienen etiqueta. Aquí hablé varias veces de ellos sin distinción de bando: guerras antiguas, divisionarios en Rusia, maquis antifranquistas, republicanos liberadores de París. Y hoy le toca a Picolandia, con una historia de hace ochenta y dos años. Un episodio admirable por el que todos pasan de puntillas: el santuario de Santa María de la Cabeza. 

Intentaré resumir: sublevación contra la República, guardias civiles que en Jaén se unen a los rebeldes. Unos cruzan las líneas y otros quedan en zona roja, con sus familias. El capitán Santiago Cortés, que se hace con el mando –duro, decidido, implacable–, se atrinchera en el cerro de Santa María de la Cabeza, santuario donde no quedan frailes porque los milicianos los han fusilado a todos. Con trescientos veintidós combatientes (230 guardias y 92 voluntarios) armados con fusiles y novecientos no combatientes –mujeres, ancianos y niños– refugiados en el santuario, Cortés decide pelear y resistir, esperando una ayuda que no llegará nunca. El 14 de septiembre de 1936, un primer intento de las milicias republicanas por hacerse con el cerro es rechazado. Y así empieza el asedio. 

Raras veces en la historia de España se dieron casos de tan extrema tenacidad. La noticia de lo que ocurre en el santuario se extiende por todas partes, y eso lo convierte en serio problema de imagen para la República. Hay que acabar con aquello, y sobre el cerro se lanza de todo: intensos bombardeos, ataques ladera arriba con carros blindados, oleadas de infantería que incluyen tropas de las brigadas internacionales y efectivos españoles bien armados y disciplinados, muy diferentes a los torpes milicianos de los primeros días. La ofensiva republicana es lenta, metódica, brutal. Se producen algunas deserciones; pero la mayor parte de los guardias, gente hecha al oficio, profesionales bajo el mando de otro profesional, vende cara su piel. En los sótanos, sin radio, sin apenas alimentos, sin medicinas, se amontonan heridos y civiles aterrados mientras los muros tiemblan bajo las bombas. Transcurren así ocho meses de combates y agonía. Ocho meses de desesperado coraje en los que se va estrechando el cerco. 

Poco a poco, con muchas bajas, los republicanos avanzan ladera arriba. Desbordados, aprovechando la noche y la lluvia, los guardias que no han muerto en la posición avanzada de Lugar Nuevo se retiran con sus familias al santuario, donde siguen combatiendo. Al amanecer del 1 de mayo, apoyados por ocho carros de combate, 10.000 atacantes dan el asalto definitivo, peleando y muriendo por cada palmo de terreno que les disputa el centenar escaso de hombres que, entre las ruinas, aún está en condiciones de luchar. Algunos hijos de guardias, niños de 12 a 14 años fogueados por el asedio, toman las armas de los caídos, y cinco de ellos defienden durante horas una de las últimas posiciones. No hay rendición, pues nadie la pide. Cuando los republicanos llegan al cerro, cada cual pelea como puede a tiros y culatazos, cuerpo a cuerpo, ya sin mando ni orden ninguno, pues Cortés ha sido herido por una esquirla de metralla. A las cuatro de la tarde, cuando no queda nadie a quien disparar, 46 defensores son hechos prisioneros, ninguno ileso o en condiciones de luchar. Los demás están muertos o heridos. 

Lo que sigue es un ejemplo de humanidad muy raro en esa guerra. Hay fotos e incluso una filmación: los vencedores republicanos, admirados, respetuosos, dejan con vida a los prisioneros y ayudan a salir del sótano a mujeres, niños y ancianos. Algunas mujeres de los muertos visten las guerreras de sus maridos, y se registra la conmovedora imagen de un guardia enflaquecido, agotado, que camina ladera abajo con un hijo pequeño en brazos y otro de la mano. También hay una foto del capitán Cortés, agonizante, puesto en una camilla por los republicanos que no han querido rematarlo: barbudo, flaco, mirando al fotógrafo con ojos febriles y los puños apretados, como diciendo «Volvería a hacerlo otra vez». Aunque el mejor elogio a él y a sus hombres lo hizo el comandante Martínez Cartón, uno de los que tomaron el santuario, a uno de los guardias supervivientes: «Con doscientos como vosotros llegaba yo a Burgos». 

España, a fin de cuentas y otra vez. Ya saben. La pobre, trágica y dura España. 

3 de marzo de 2019