domingo, 23 de octubre de 2022

Me tenéis acorralado, cabrones

Me resisto cuanto puedo, pero no hay manera. Con mi viejo Nokia en el bolsillo, que sólo sirve para hablar por teléfono y no tiene internet, ni aplicaciones, ni siquiera whatsapp –te mando un wasap, dicen, y se molestan porque no tengo–, vivo feliz y no necesito llevar otra cosa encima. Poseo ordenador, como todos, y con eso tengo la vida resuelta, o creía tenerla. Porque resulta que no. Desde hace tiempo, el mundo se confabula para complicármela. Para obligarme a utilizar un maldito smartphone, o como se llame eso. Para reventarme la puta vida. 

Vamos a ver, pandilla de cabrones. Entiendo que hay quien por su trabajo, o por gusto, necesita o desea dar con los deditos en un móvil. Lo comprendo y apruebo, pues cada cual plantea su vida como quiere o puede. Pero dejadnos un margen de libertad a los otros, maldita sea. Dejadnos vivir. Y dejad, también, de dar pretextos a bancos, líneas aéreas y demás corporaciones y negocios sin escrúpulos que, con el pretexto de que facilitan tu vida, se la facilitan y abaratan ellos mientras la hacen imposible a quienes no queremos que nos la facilite nadie. Lo que a mí me hace fácil la vida es recibir por correo, en papel de toda la vida para poder archivarlo, los recibos de la luz, el agua, los impuestos, las multas, las comunicaciones oficiales. No tengo por qué pasar una hora descifrando si consume más el lavaplatos que la tele. Ni convertir una operación bancaria, un pago de tasas municipales o lo que sea, en complicada operación llena de claves, firmas electrónicas, confirmaciones de identidad. Eso, en el caso improbable de que todo funcione a la primera y no haya percances cibernéticos que te manden al carajo. 

Pero es que la última faena, hijos de la grandísima, es que cada vez menos cosas se pueden imprimir. La tarjeta de embarque, la entrada de cine, la del museo, hay que llevarlas ahora en el teléfono, con su código QR. Cada vez menos sistemas permiten pasarlo a papel. Me ocurrió en el cine, el otro día. Y con billetes de una compañía aérea. Y con la reserva de un hotel. El teléfono de última generación se ha convertido en herramienta imprescindible, incluso para quienes no quieren o saben utilizarla. Si deseas viajar, gestionar algo, moverte por la vida, debes abrirte paso en una maraña de aplicaciones, viviendo en un mundo virtual de mensajes, claves y dependencias. Es cierto que los chicos jóvenes –a los que hemos educado en la suicida negación del desastre– parece que nazcan ya adiestrados. Mejor para ellos; pero ¿qué pasa con la gente mayor? ¿Qué hay de quienes no pueden o no les apetece adaptarse a esa forma de vida? Las soluciones que oyes ponen los pelos de punta. Cursos para la tercera edad, proponen. Para que los viejales nos adaptemos al asunto. Para que un abuelo de 80 tacos que no tiene sobrinos, hijos o nietos sepa bajar aplicaciones y se pase lo que le quede de vida pegado al móvil. En fin, oigan. O sea. Háganme el favor de irse a pastar. 

Sé que todo eso es irreversible, claro. No hay otra que tragárselo. Pero al menos tengo esta página para desahogarme. Para ciscarme en los muertos más frescos de quienes me empujan al callejón sin salida, obligándome a vivir de manera insegura y humillante; y también en los muertos de quienes, borregos sumisos, se declaran felices con el sistema y son cómplices por activa o pasiva. Ésos que se resignan o complacen jugándose el subir o no subir a un avión a que les funcione el aparatito. Los que sostienen que hacer que su vida pase única y exclusivamente a través de ese chisme facilita encender la calefacción, tratar con el banco desde casa, poner o quitar alarmas, gestionar viajes o echar gasolina al depósito. Los que aceptan la dependencia absoluta del móvil pero luego se declaran desesperados cuando lo pierden, se lo roban o se les escachifolla, pues pierden las fotos de familia, las aplicaciones para moverse por el mundo, su vida entera, sin dejar atrás ningún papel, ninguna constancia, nada concreto y físico a lo que recurrir para seguir tirando. A quienes –me han hackeado el móvil, exclaman estupefactos, como si fuera imposible– los estafan o les vacían cuentas bancarias desde Singapur o la Patagonia. A todos esos estólidos pringados. 

Será porque estoy mayor y amortizado, pero juro por el cetro de Ottokar que a veces sueño con el moderno iceberg del Titanic: una tormenta solar perfecta, el gran apagón que mande todos los móviles y todas sus aplicaciones a hacer puñetas y deje a la humanidad mirándose unos a otros sin saber qué hacer ni cómo hacerlo. Dirán ustedes que si eso ocurre, también yo me iría al diablo. Y sí, en efecto. Me iría, o me iré con todos. Faltaría más. Pero podrán reconocerme entre quienes suelten carcajadas. Aquí murió Sansón, dirá esa risa, con todos los filisteos. 

23 de octubre de 2022

domingo, 16 de octubre de 2022

Una historia de Europa (XXXIX)

A mediados del siglo XI, los intentos de los emperadores germánicos por que su anhelado Sacro Imperio cuajase en una realidad se fueron definitivamente al carajo. En verdad se trataba de un reino alemán con un poquito de Italia, porque el resto de Europa iba a su propio rollo. Hasta el reino de Francia parecía más estable, pues desde Hugo Capeto se limitaban allí a gobernar el reino. Por su parte, los emperadores alemanes ni siquiera tenían corte fija; iban de acá para allá, hoy en Sajonia, mañana en Franconia y cosas así, y tampoco influían fuera de sus fronteras: Bohemía y Hungría se independizaron, y fueron los daneses-normandos instalados en Inglaterra, no los emperadores alemanes, quienes acabaron cristianizando Dinamarca, Suecia y Noruega. Aun así, la pretensión imperial era asegurar la influencia sobre los papas de Roma para asegurar la lealtad de sus súbditos, y sobre todo controlar a los obispos locales, que eran quienes cortaban el bacalao en sus respectivas diócesis. La costumbre era que los emperadores nombrasen a los obispos a su conveniencia; pero un papa llamado Gregorio VII dijo hasta aquí hemos llegado, chavales, y en lo mío mando yo. Iglesia no hay más que una, y al emperata me lo encontré en la calle. No hay dos poderes (terrenal y espiritual) iguales, sino uno divino al que se subordina el humano. Y fue de ese modo cómo un joven rey alemán, Enrique IV, emperador nominal, se metió en un buen jardín al enfrentarse al tal Gregorio, ignorante de con quién se jugaba el bigote. Aquel pifostio se llamó Guerra de las Investiduras: Enrique reunió un consejo de obispos adictos para que declarasen a Gregorio indigno del papado (falso papa, monje pecador, desertor de su convento, aseguraba Petrus Craso); pero Gregorio, en vez de acojonarse, subió la apuesta excomulgando al emperador y dispensando de obediencia a sus súbditos. Eso ya eran palabras mayores: viéndose solo y tirado como una colilla, a Enrique IV no le quedó otra que humillarse pidiendo cuartelillo al papa en el castillo de Canosa, y lo hizo bajo una nevada tremenda, vestido de penitente y con ceniza en la cabeza (papelón ridículo que no olvidaría en su puta vida). Siguieron una serie de dimes y diretes, de incidentes y zafarranchos que acabaron con los siguientes papas reforzados en su poder con toda Europa detrás, y un Sacro Imperio poco sacro, tan agobiado por sublevaciones, traiciones y aislamiento que no le cabía un cañamón por el ojete. Así que, amanecido el siglo XII (año 1122, para ser exactos), se firmó el concordato de Worms, mediante el que los emperadores renunciaban a nombrar obispos y cada mochuelo a su olivo. Hay que señalar la importancia que Gregorio VII, aquel papa chuleta y peleón, tuvo para la Iglesia y el futuro de Europa; pues, además de emancipar (en líneas generales) al clero del poder laico, inició un proceso irreversible de centralización, prestigio e influencia. El pobre papa no llegó a ver los resultados, porque Enrique IV, que tenía buena memoria, nunca perdonó lo de Canosa y le hizo la puñeta hasta aprisionarlo y hacerlo morir exiliado (Amé la justicia y aborrecí la iniquidad; por eso muero en el destierro, dijo Gregorio mientras palmaba). Pero sus sucesores se beneficiaron de todo eso; y a partir de entonces, aunque con altibajos propios de tan turbulenta época, los obispos de Roma se convirtieron realmente en sumos pontífices. Dios no se ha servido de los reyes para regir a los sacerdotes (lo escribió Anselmo de Luca) sino de los sacerdotes para dirigir a los reyes. Pasó la Iglesia católica, a partir de entonces, a una fase ofensiva del papado en la que grandes pontífices, desde Inocencio III a Bonifacio VIII, consolidaron el enorme poder de la institución. Entre los siglos XI y XIII los papas y su espectacular organización europea sobrevolaron la totalidad de un Occidente donde la idea de imperio se desvanecía en favor de una res publica christiana de naciones soberanas. Intelectuales de campanillas como Bernardo de Claraval (hoy san Bernardo) aseguraron a la Iglesia una sólida base doctrinal, y los predicadores y órdenes mendicantes garantizaron el fervor del pueblo analfabeto mientras una burguesía cada vez más influyente crecía en las ciudades. Según la Iglesia, fuera de ella no había pensamiento ni salvación posibles; y los disidentes, herejes e infieles podían ser legítimamente masacrados. Para contrarrestar ese poder y ejercer el suyo, reyes y príncipes se pertrecharon de abogados, juristas y representantes del pueblo. Dos modelos distintos, abocados al enfrentamiento empezaban a verse en el horizonte. La Europa moderna iba estando a punto de caramelo; pero antes viviría momentos apasionantes con la lucha contra el Islam y las Cruzadas.

[Continuará]. 

16 de octubre de 2022

domingo, 9 de octubre de 2022

Cuando fui soldado soviético

Quizá para un joven de ahora sea difícil comprenderlo, y por eso apelo a la memoria de los veteranos de mi quinta: los que seguimos vivos y coleando pese a haber conocido los años 50 del pasado siglo. La tele no se había adueñado aún de nuestras vidas, y los niños que al final de esa década teníamos ocho o nueve años alimentábamos la imaginación con el cine, las primeras lecturas —Cadete Juvenil, colección Historias, editorial Molino, aventuras de Tintín— y los primeros tebeos. 

Los tebeos tuvieron en mi generación una influencia extraordinaria. Todavía hoy, cuando los supervivientes nos encontramos en confianza, surgen títulos y personajes que nos mencionamos unos a otros como si de un código o ritual masónico se tratara: Supermán, el Llanero Solitario, Batman, Hopalong Cassidy, Gene Autry, Red Rider, Roy Rogers, Dumbo, Pumby, llegaban cada semana a los kioscos donde los niños afortunados de entonces —lamentablemente, no todos lo eran— podíamos comprarlos. Pero entre ésos y muchos otros destacaban cinco españolísimas publicaciones: Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, El Capitán Trueno, El Jabato y Hazañas bélicas

De todos ellos, Hazañas bélicas fue el más popular entre los niños y jóvenes de entonces. Eran relatos de guerra, sobre todo de la Segunda Guerra Mundial, cuyos contenidos evolucionaron con el tiempo desde posturas proalemanas, a tono con la posición inicial del régimen franquista, a otras proaliadas y liberales, aunque sin abandonar nunca un claro anticomunismo. Contribuían a su éxito las excelentes ilustraciones de Boixcar, primer dibujante que dio impulso a la serie. Y fue tanta su influencia que jugábamos a representar sus personajes, llevábamos los tebeos al colegio y discutíamos en los recreos sobre la bondad de tal o cual episodio. En el papel cuadriculado de los cuadernos escolares dibujábamos tanques, aviones y submarinos, estrellas aliadas, cruces de la Resistencia francesa, soles nacientes de kamikazes, esvásticas y cruces de hierro nazis que luego, a la hora de jugar, nos cosíamos a la ropa con toda naturalidad. Con la inocencia de aquellos años. 

Jugábamos, sobre todo, a ser norteamericanos y alemanes, pero nunca rusos. La Unión Soviética, como digo, no tenía buena imagen, y en los tebeos sus soldados aparecían a menudo como malvados y sin escrúpulos. Yo tenía ocho o nueve años, y mis juguetes favoritos eran un casco de plástico que imitaba los de acero y una ametralladora Thompson que me habían traído los Reyes. Ese equipo, envidiado por mis amigos, daba unas dosis de realismo complementario a la hora de jugar a la batalla de Stalingrado o al desembarco en Normandía, que eran los escenarios favoritos para mi pandilla. Yo siempre hacía de soldado americano o alemán, con las correspondientes insignias dibujadas; pero un día, tras haber leído un episodio de Hazañas bélicas, decidí probar la experiencia de ser soldado ruso en la fábrica de tractores Barricadas, junto al Volga. Y cierto sábado, con el tesón de los niños de entonces y de ahora, me puse a ello: en papel de cuaderno dibujé una hoz y un martillo y me los pegué en el casco. 

Y ahora imaginen ustedes a un niño de ocho años, con su descaro e inocencia, paseándose durante todo un día por las calles y los campos en 1959, en España, en plena dictadura franquista, con una ametralladora y un casco con la hoz y el martillo. No recuerdo las caras de los vecinos que me vieran pasar con tres o cuatro amigos disfrazados de la misma guisa, aunque las imagino perfectamente. Con mi hoz y martillo en el casco, corriendo agachado por los campos y los jardines, aquel día combatí en Stalingrado hasta el último cartucho, y luego me retiré con mis camaradas sintiendo la satisfacción del deber bolchevique cumplido. 

Pero lo que mejor recuerdo es el desenlace. Regresaba el soldado soviético Arturín a su hogar, porque era hora de cenar —qué envidiable era la libertad de un niño de entonces y qué felicidad haberla disfrutado—, cuando me encontré con mi padre, que volvía del trabajo. Y nunca olvidaré su expresión cuando estuvo lo bastante cerca para ver lo que llevaba pegado en el casco: se quedó blanco como la cera, miró a un lado y otro, y de un manotazo me quitó el casco de la cabeza y le arrancó el papelito con la hoz y el martillo. No entendí por qué, y él no me lo dijo. En realidad no dijo ni una palabra. Sólo quitó la pegatina y me devolvió el casco sin hacer comentarios. Tampoco luego, durante la cena, comentó nada. Sólo lo sorprendí varias veces mirándome pensativo. Y en algún momento me pareció que se reía quedo, muy bajito. Como para sí mismo. 

9 de octubre de 2022

domingo, 2 de octubre de 2022

Una historia de Europa (XXXVIII)

De ese modo, los guerreros de Francia y España (esta última ya con dos siglos de acuchillarse con la morisma local, lo que no era mala escuela) se convirtieron en los mejores del mundo de entonces. Volviendo al historiador Pirenne, que (pese a ser belga y estar hoy un poquito superado) lo resumió bastante bien: Violentos, toscos, supersticiosos pero excelentes soldados, esos caballeros practicaban comúnmente la perfidia, pero jamás faltaban a la palabra dada. Y, bueno. Así fue. Mientras tanto, en torno a ellos, con sus virtudes y defectos, fraguaba despacio la futura Europa. Lo definió por escrito el clérigo Adalberón a finales del siglo X, en plena alta Edad Media: La ciudad de Dios es triple; unos rezan, otros combaten y otros trabajan. Y ahí se resume el asunto. Estructurada así la población europea, iba a mantenerse de ese modo mientras, poco a poco, los descendientes de los antiguos bárbaros (lombardos, francos, visigodos, normandos, etcétera) se convertían en futuros italianos, franceses, alemanes, ingleses y españoles. Los intentos de consolidar un imperio extenso según la idea del abuelo Carlomagno se habían ido al carajo y todo estaba fragmentado, pero la idea seguía viva. Unos reyes alemanes llamados Otón (uno apodado el grande y otro el breve, pues murió jovencito) quisieron reanimar el Sacro Imperio, esta vez llamándolo Germánico, haciéndose coronar por los papas de turno; pero les salió el cochino mal capado y la cosa no fue más allá. Los papas, sin embargo, pese a dimes, diretes y reveses de la fortuna, estaban que se salían del mapa, porque la debilidad y sobresaltos del poder político en los diversos reinos reforzaban la autoridad de los obispos locales, que acabaron cediendo su poder a Roma. Se convirtió así el Sumo Pontífice en una especie de don Corleone europeo, padrino y máxima autoridad en un momento crucial por varias razones. De un lado, a partir de 1013 los normandos pusieron el ojo en las islas británicas, que acabarían conquistando tras dar a los anglosajones y su rey Harold la del pulpo en la famosa batalla de Hastings (1066). Por otra parte, espachurrada la herencia carolingia, un fulano muy listo llamado Hugo Capeto accedió al trono de Francia e instauró una dinastía duradera, bajo el principio de que los reyes ya no pretendían ser emperadores de la cristiandad, sino simples gobernantes de su reino. Y en la belicosa España, los pequeños núcleos cristianos de resistencia a la invasión musulmana se convertían poco a poco en reinos poderosos, ganando terreno a la morisma. Sin embargo, el gran acontecimiento político y cultural europeo, iniciado en el siglo X pero que hizo sentir sus efectos en el XI, fue la aparición de los monjes negros de la abadía de Cluny, en Francia. La orden cluniacense, que llegó a tener 2.000 monasterios en Europa, resultó decisiva para la cristiandad: reformó a los monjes benedictinos, dejó en segundo plano el trabajo manual y potenció la oración, la creación de escuelas, la copia de libros, la arquitectura, la ciencia y el pensamiento intelectual (la idea era menos labora y más reza y piensa, chaval, que a Dios también se llega con la inteligencia). Pero la guinda del pastel, el detalle que convirtió Cluny en herramienta utilísima para los papas, fue que, como decía su documento fundacional (No estarán sometidos al yugo de ningún poder terrenal, o sea, son intocables), los monjes negros sólo rendían cuentas al pontífice. Dicho en corto, que el hombre consagrado a Dios, monje o sacerdote, sólo podía pertenecer a la Iglesia y no estaba sujeto a reyes ni príncipes. Tampoco convenía que se viera lastrado por una familia, así que su matrimonio (hasta entonces más o menos tolerado en ciertos lugares) quedaba prohibido. De este modo, a la casta caballeresca de la antigua nobleza acabó oponiéndose la casta eclesiástica. Con un detalle importantísimo que atrajo a los mejores cerebros de la época: la gente de clase baja, siervos y campesinos, no podía entrar en la casta militar; sin embargo, para la eclesiástica bastaban la tonsura y aprender latín. Convertida en árbitro de la vida espiritual e intelectual, intermediaria entre lo divino y lo humano, la Iglesia consiguió así inmensa riqueza en tierras, limosnas, privilegios e influencia, hasta el punto de que se hizo costumbre que las grandes familias destinaran a los segundones, hijos no herederos, a la carrera eclesiástica, a fin de estar en misa y repicando. Y no es casual que en esta época empezaran a abundar los llamados espejos de príncipes: una literatura con antecedentes griegos y latinos (Isócrates y Marco Aurelio), ahora escrita por autores eclesiásticos, destinada a establecer las virtudes de los buenos gobernantes. A partir de ahí es la Iglesia quien arbitra, aprueba o rechaza, dando a los monarcas que son amiguetes suyos un respaldo espiritual que garantice la lealtad de los súbditos, e incluso atribuyéndoles poderes taumatúrgicos (según el historiador Marc Bloch, los reyes de Francia e Inglaterra pasaban incluso por curar ciertas enfermedades con el contacto de sus manos). Ese apoyo contribuyó a eliminar los residuos feudales y crear monarquías fuertes; pero es verdad que la Iglesia supo cobrárselo bien, mostrándose implacable cuando no le abonaban la factura. En los siguientes capítulos veremos cómo eran esos pulsos y quién los ganaba.

[Continuará]. 

2 de octubre de 2022