No es una palabra que viva su mejor momento: hombres. Por circunstancias que ustedes conocen perfectamente, hasta el término está puesto en cuestión. Según el contexto o quien lo utiliza, puede incluso ser peyorativo. Y no todo puede atribuirse a campañas de feministas radicales, a chiringuitos subvencionados que necesitan justificar su existencia, ni a simpleza de tontos y tontas del ciruelo, del chichi o de lo que corresponda. El machismo tóxico ha existido siempre, en todas partes. Y culpas milenarias, responsabilidades sociales, egoísmos, torpezas, crueldades, violencias, pasan hoy una factura a menudo merecida. En un mundo, o una historia del mundo, donde las mujeres son víctimas con demasiada frecuencia, la palabra hombres tiene una justificada mala prensa. Como escribí más de una vez, en ocasiones se avergüenza uno de serlo. También es cierto que a veces querría ver las tetas de Femen en Riad, Kabul o Bamako, por ejemplo, además de Madrid o París, donde hacen menos falta. Pero ésa es otra historia.
Hoy quiero hablar de otros hombres. O tal vez de los mismos, pero en otras circunstancias. Y esto no me lo han contado, ni lo he leído, ni visto en la tele. Tendrán que creerme bajo palabra, porque apelo a mi memoria. Durante veintiún años trabajé en lugares donde los hombres en particular, o los seres humanos en general, se comportaban según lo mejor y peor de su naturaleza: la cruel simetría de un universo al que el bien y el mal son indiferentes porque tiene sus propias y frías reglas. Allí, observando, leyendo y aplicando lo que leía a lo que observaba, aprendí algunas lecciones útiles para vivir y envejecer, e incluso para morir. Fue ése el botín de mi vida, y con él escribo ahora novelas. Con él miro el mundo. La paz y la guerra.
Estos días, ante una nueva guerra, no puedo evitar asociarla con mi memoria. No sé qué idiota dijo que ninguna guerra se parece a otra, pero quien lo hizo era evidente que había visto pocas o no las había mirado bien. De Troya a Ucrania sólo ha cambiado la forma técnica de arrasar ciudades y destruir vidas, pero la tragedia es idéntica, como lo son las atrocidades y heroísmos de que es capaz el ser humano: a veces la misma persona y a veces el mismo día. Héroes por la mañana y verdugos por la tarde, o viceversa. No me lo han contado, insisto. Lo he visto yo.
Ésa es precisamente la cuestión. Entre el horror, la destrucción y la muerte veo imágenes que me hacen recordar y me conmueven. Mujeres decididas, fuertes, con hijos de la mano, que asumen con estoica entereza la misión de poner a salvo a sus familias. Niños que llevan en brazos sus osos de peluche o sus mascotas. Padres, maridos, hijos que los despiden, a veces blancos de miedo, angustiados porque ellos se quedan a luchar. A protegerlos. A cumplir con la obligación, impuesta o voluntaria, de pelear para defender casas, ciudades, vidas. De morir, quizás, mientras sus mujeres, sus hijos, sus ancianos, intentan ponerse a salvo.
Fíjense en sus rostros: jóvenes, adultos. Ninguno nació para luchar, pero tienen que hacerlo. Es ley de la historia y de la vida. También hay mujeres que combaten, claro; siempre las hubo, pero fueron y son excepción. La inmensa mayoría son hombres: varones con toda la culpa colectiva que podamos atribuirles. Entre ellos hay buenos, honrados, decentes, y también canallas, ruines, maltratadores, miserables. La guerra los ha hecho camaradas, poniéndoles un fusil en las manos. Asumen su destino porque no les queda otra; y van a combatir, les guste o no. Van a ser héroes y cobardes, harán cosas prodigiosas e impensables y también sucias y terribles. Serán hombres en el sentido ancestral de la palabra, asumiendo su destino. Se redimirán protegiendo a la familia, a la tribu. El oculto jugador de ajedrez los reclama, y esta vez les toca a ellos pagar, con o sin culpa, el precio de los viejos privilegios masculinos. Ahora van a correr bajo el fuego, a pasar miseria, miedo y horror. Van a matar y a morir, como siempre ocurrió cuando ocurría. Mírenlos, por favor: cuando deben pagar el precio de ser hombres, lo pagan. Qué remedio. Y si es bien cierto que son a menudo despreciables, no los desprecien estos días. No hagan cierto lo que hace casi un siglo opinó un periodista y escritor alemán:
Algunas mujeres ignoran lo que hay de grande y temible en el hombre. Nos ven demasiado jóvenes o demasiado viejos, nos ven agacharnos con dificultad, nos ven en paro forzoso, desorientados en este mundo, nos ven abrir sus puertas y sonreír, nos ven de cerca y… ¡Nada, no saben nada!
20 de marzo de 2022
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