domingo, 30 de diciembre de 2018

La Nochevieja en que bailé con putas

La historia la conté en esta página hace veintiún años, así que muchos de ustedes no la recordarán, o lo más probable es que no la leyeran nunca. Yo mismo la tenía casi olvidada hasta que una querida compañera de esos territorios comanches que anudan para siempre lazos de afecto y lealtad, Berna González Harbour, me la recordó hace poco. Y hoy me ha vuelto a la cabeza al considerar que mañana, último día del año, habrán transcurrido veintinueve tacos exactos de almanaque desde que ocurrió. Y fue en Rumanía, durante la revolución de 1989. 

Había sido una triste Nochebuena, con tiroteos y demasiados muertos en las calles heladas de Bucarest. No éramos muchos los reporteros que cubríamos aquello, y el trabajo era difícil y peligroso. Los miembros de la tribu de enviados especiales –casi todos nos conocíamos de otras guerras– habíamos establecido el cuartel general en el hotel Intercontinental, donde los servicios eran pocos y las provisiones escaseaban; pero había teléfonos que funcionaban y agua caliente. Eran días tristes y duros, como digo, y las fechas no mejoraban los ánimos. Además, los francotiradores nos habían matado a dos compañeros: Jean Pierre Calderón –viejo amigo del Líbano– y a otro cuyo nombre no recuerdo. 

De mutuo acuerdo, decidimos no pasar el último día del año como habíamos pasado la Navidad, tumbados cada uno mirando el techo de su habitación: Julio Alonso, Alfonso Rojo, Ulf Davidson, Josemi el Chunguito, Hermann Tertsch, los hermanos Dalton y algún otro. Las reporteras españolas eran Berna, Carmen Postigo y Carmen Romero, y las tres acogieron la idea con entusiasmo. Había que levantar la moral, así que nos pusimos a organizar una fiesta. El problema era que éramos demasiados nosotros y pocas nosotras. No había paridad, como se dice ahora; y puestos a no haber, tampoco había comida adecuada, tabaco ni alcohol. Por suerte yo tenía fichado como chófer e intérprete a Nilo, un ex proxeneta rumano que era un auténtico canalla, pero utilísimo en tales circunstancias, pues lo mismo conseguía gasolina que sobornaba a un policía o robaba un coche para TVE. 

El caso es que le planteé la cosa a Nilo, abaniqué su cara de cemento con unos dólares extra y me dijo no hay problema, jefe. Yo me encargo. Al día siguiente teníamos en mi habitación botellas de whisky y de ginebra, cartones de tabaco y latas de conserva. Quedaba pendiente el asunto femenino, el de la paridad, y para resolverlo, guiado por Nilo, visité los mejores burdeles de la ciudad entrevistando a dieciocho candidatas de las que, al fin, elegí a ocho. No se trata de acostarse con los compañeros o las compañeras, advertí, sino de cenar, bailar y pasarlo bien. Que quede claro que acudís como chicas libres. Para ellas no era ninguna tontería, pues todas habían trabajado de chivatas para la Securitate, estaban asustadas y no se atrevían a salir. Que las devolviéramos a la vida social en el mejor hotel las rehabilitaba y ponía de nuevo en circulación profesional. Y además, cobraban. 

Alquilamos entre todos una suite del hotel y fue un éxito: una fiesta estupenda. Y como ya he dicho que hace veintiún años la conté aquí mismo, me parece tonto hacerlo hoy de otra manera. Así que me limitaré a recordar lo que escribí entonces: 

Música, baile, humo de cigarrillos, conversación. Las reporteras hembras mostraron una generosidad y un tacto admirables, y los varones, hasta quienes estaban más mamados, no perdimos los papeles. Una enorme china de chocolate hizo su aparición y fue debidamente honrada. A las doce en punto, desde la terraza, los más eufóricos le tiraron bolas de nieve al de la CNN que estaba en la calle, emitiendo en directo. Luego los novios de las chicas vinieron a buscarlas y los invitamos a unas copas, y al final se sumaron también los camareros en mangas de camisa, y la gente se iba quedando cocida o dormida en los sofás y los sillones, y algunos cantaban en grupos, y otros salían a la terraza cubierta de nieve a ver amanecer. Y todavía subieron los soldados que estaban de centinela en las barricadas cercanas al hotel. Y hubo un momento en que todos, soldados, macarras, camareros, putas y periodistas, estábamos cocidos pero muy tranquilos y muy a gusto, y nos pasábamos los brazos por los hombros, y cantábamos en varias lenguas distintas canciones melancólicas y canciones de amor. Y los macarras, agradecidos, nos ofrecían irnos a la cama con sus chicas, pero nadie aceptaba la oferta porque era otro plan. Les dábamos un abrazo a ellos y besábamos a las chicas y decíamos que, no, gracias, que no era necesario, que así estábamos bien. Y ellos sonreían un poco, entre desconcertados y amistosos. Y nos daban fuego al cigarrillo. 

30 de diciembre de 2018

domingo, 23 de diciembre de 2018

Cuando las reglas son las reglas

A veces la vida te regala cosas, y una de ellas son los amigos. Me refiero a amigos de verdad, sólidos y fiables, de ésos a los que, como escribió no recuerdo quién, puedes llamar a las cuatro de la mañana diciendo «me he cargado a un fulano» y se limitan a responder «voy para allá con una pala». Lo cierto es que la pala no me hizo falta nunca, o de momento, pero sí tuve ocasión de que acudieran cuando los necesité, o de acudir yo cuando me necesitaron. Tales son las reglas. 

Acabo de regresar de México, donde me he visto con varios de esos amigos: el novelista Xavier Velasco, mi antiguo editor Fernando Esteves y algún otro. Y sin esperarlo, por casualidad y esta vez durante sólo diez minutos para darnos un abrazo, con mi casi hermano sinaloense –mi carnal, como dicen allá– el escritor Élmer Mendoza. Élmer, que acaba de cumplir los 69 tacos, es catedrático de literatura y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, novelista de gran éxito y autor respetadísimo –lo llaman patriarca de la literatura norteña– porque fue el primero en fijar por escrito el habla de la frontera y el efecto del narcotráfico en el fascinante idioma español que allí se maneja. Un fulano capaz de decir sin complejos: «Me gusta la palabra narcoliteratura porque los que estamos comprometidos con ese registro tenemos las pelotas para escribir sobre ello, porque crecimos allí y sabemos de qué hablamos». 

Somos amigos desde hace 18 años, cuando me llevó de la mano para que me empapara bien del origen de Teresa Mendoza, mi Reina del Sur. Por eso aparece como personaje real en la novela, con nuestros compadres Julio Bernal y el Batman Güemes, y una buena parte de los escenarios de Sinaloa que ambientan la novela los conocí gracias a él. En aquellas semanas y meses en los que se forjó nuestra amistad, cuando yo caminaba a su lado anotando cuanta palabra escuchaba y él traducía para mí, incluidas las suyas propias, fui un hombre feliz, pues la novela que sólo era un proyecto y unos personajes en mi cabeza fue tomando forma, creciendo en estructura y páginas hasta hacerse realidad. A él se la debo, y sin él jamás habría podido escribirla. Sin su compañía nunca habría comprendido las palabras de aquella rola de Los Tigres del Norte, o Los Tucanes, o no recuerdo quién: Saben que soy sinaloense, ¿p’a qué se meten conmigo? 

Con él anduve días y noches por garitos, cantinas y puticlubs de Culiacán: La Ballena, el mítico Don Quijote –donde te pasan el detector de metales a la entrada–, el téibol Lord Black y otros antros frecuentados por lo peor de cada casa. Y sé cómo lo respetan en su tierra; incluso, o en especial, los narcos. Cuando nos conocimos él había escrito ya Un asesino solitario; y sus siguientes novelas, en especial la serie protagonizada por el Zurdo Mendieta, lo situaron en un altar comparable al del santo bandido Jesús Malverde que se venera en Culiacán. El mismísimo Chapo Guzmán prohibió que lo tocaran. Pude comprobarlo en mis siguientes visitas: en una tierra de campesinos semianalfabetos, traficantes y violencia, donde morir de un balazo es morir de muerte natural, Élmer es un prestigioso profesor universitario que sale en la tele, habla de libros y de cultura, y menciona el narco con la objetiva ecuanimidad de quien conoce su realidad, causas y efectos. He visto a patrulleros corruptos, de los que se acercan en busca de mordida con la chamarra cerrada para ocultar el número de placa, cuadrarse al reconocerlo. Y he visto a narcos con el bulto de la pistola en la cintura, de los que apenas respetan nada sobre la tierra, saludarlo con una inclinación de cabeza o dejarle pagada una copa. 

Lo he contado alguna vez. Mi mejor recuerdo de Élmer, porque sucedió la noche en que empecé a conocerlo de verdad, tuvo lugar en el Don Quijote. Estábamos en nuestra mesa cuando el camarero, señalando a dos tipos bigotudos y patibularios, de ésos que al entrar nadie cachea porque es evidente lo que llevan encima, nos puso dos tequilas en la mesa. «Invitan los señores», dijo. Yo sabía que Élmer, con úlcera de estómago por esa época, no bebía alcohol. Lo sabía todo Culiacán. Sin embargo, sin vacilar, tomó su caballito de Herradura Reposado, lo alzó en dirección a los dos sujetos y lo bebió de un trago, impasible. «Son las reglas, carnal», me dijo poniendo el vaso vacío sobre la mesa. Y vi que, desde la suya, los dos fulanos asentían agradecidos, muy aprobadores y muy serios. Con todo el respeto del mundo. 

23 de diciembre de 2018

domingo, 16 de diciembre de 2018

Piratas, combates y barcos perdidos

Hace un par de meses comenté aquí las películas del Oeste que de una u otra forma marcaron mi vida; y más tarde, a petición de algunos amigos, prometí repetir el asunto con otros géneros. Recordé ayer el compromiso viendo Cuando todo está perdido, una de las peores películas del mar que me calcé nunca, con Robert Redford encarnando a un marino solitario en una interpretación tan poco realista, tan ajena a los principios básicos de la navegación, que hasta un espectador de tierra adentro comprende que es normal que todo se pierda, e incluso llega a desear con plena justicia que el protagonista se ahogue, por incompetente. 

Voy a mencionar hoy 28 películas sobre el mar. No son las mejores ni todas las que me gustan, pero están entre mis favoritas. Las vi en cines de antes, con pantalla grande, y dos marcaron mi infancia marinera. Una es El misterio del barco perdido, con la que el niño que yo era asoció la figura de Gary Cooper y sus chaquetas con botones dorados a los capitanes mercantes que, por razones familiares, ya admiraba sin reservas. La otra fue El mundo en sus manos: Gregory Peck, Anthony Quinn y la carrera de las dos goletas, la Peregrina quitándole el viento por barlovento a la Santa Isabel, y la música, y la emoción que todavía, a mi edad y con alguna mar navegada, me asalta cada vez que veo tan formidable escena. 

Del mar y la antigüedad tengo dos debilidades: Jasón y los argonautas y Los vikingos –estupendos Kirk Douglas y Tony Curtis–. Y en cuanto a la Segunda Guerra Mundial, hay muchas que me gustan, pero siete ocupan lugar especial en mi memoria: Hundid el Bismarck, La batalla del Río de la Plata –la primera vez que estuve en Montevideo tenía el Graf Spee en la cabeza–, Mar Cruel, El zorro de los océanos –¡John Wayne como capitán mercante alemán!–, la extraordinaria No eran imprescindibles,de John Ford, la claustrofóbica y soberbia Náufragos, de Hitchcock, y la que tal vez sea para mí la mejor de todas, Duelo en el Atlántico: un épico desafío a vida y muerte entre un destructor norteamericano, cuyo capitán es Robert Mitchum, y un submarino alemán bajo el mando de Curd Jürgens. 

Los motines en el mar también dan de sí. El motín del Caine y Motín en el Defiant son muy buenas, y sus dos sombríos capitanes, encarnados por Humphrey Bogart y Alec Guinness, forman espléndido trío, o cuarteto, con el capitán Blight, comandante del HMS Bounty en Rebelión a bordo, sobre el que sigo dudando quién me roba más el corazón: el Charles Laughton de la versión de 1935 o el Trevor Howard de 1962. Y pasando de motines y navegación a vela a la época naval casi napoléonica, o sin casi, es inevitable mencionar otra buena película y una obra maestra. La primera es La fragata infernal, basada en el relato Billy Budd de Melville. Y la otra, seguramente la mejor de guerras navales a vela de todos los tiempos, es Master & Commander, con Russell Crowe interpretando al mítico capitán Jack Aubrey; una de las pocas, por cierto, donde la terminología naval, o su doblaje, no incurre en disparates del tipo «amurad escotas» o «izad velas a barlovento» tan frecuentes en el género, pues la versión española fue supervisada por mi amigo Miguel Antón, brillante traductor de novelas de Patrick O’Brian. 

Se acaba la página y quedan muchas, así que resumiré cuanto pueda. Moby Dick, de John Houston, es otra indiscutible obra maestra, como lo es La última noche del Titanic, la mejor de las realizadas sobre esa tragedia. De marinos y niños, sin duda Capitanes intrépidos. De piratas, La isla del Tesoro –la versión con Wallace Beery como Long John Silver es mi preferida–, El Cisne Negro y El capitán Blood, joya del género, en la que un soberbio Errol Flynn encuentra perfecto oponente en el malvado pirata Levasseur interpretado por Basil Rathbone. También hay un thriller náutico-policial que me gusta mucho, El buque faro, con Robert Duvall haciendo de malo malísimo. Peter O’Toole protagoniza Lord Jim de forma inolvidable, y La tormenta perfecta es una estremecedora historia de mar y marinos de verdad. En El gran azul descubrí para toda la vida al mejor Jean Reno. Y Tener y no tener, con Humphrey Bogart y Lauren Bacall –hay otras versiones peores, con John Garfield y con Audie Murphy–, es una de las tres o cuatro grandes películas que en caso de naufragio llevaría a una isla desierta. Aunque, puestos a ir a esa isla, con quien iría sin dudarlo es con la Sophia Loren que emerge del agua, mojada la blusa, en la primera y fascinante secuencia de La sirena y el delfín

Cine del mar, en fin. Cine con sabor a sal, a vida y a aventura. Cine de toda la vida.

16 de diciembre de 2018

domingo, 9 de diciembre de 2018

Payasadas y viento de levante

Lo escuché ayer en la radio, a un fulano: «La payasada que hicimos en Perejil», dijo. Y me quedé un rato pensando en cómo la ignorancia, a menudo aliada con la estupidez, alumbran frases como ésa. Me quedé pensándolo porque sobre esa payasada de Perejil conozco dos cosas. Una es el lugar, islote de soberanía española pegado a la costa de Marruecos, que el 11 de julio de 2002 fue tomado por fuerzas marroquíes y seis días más tarde recuperado por tropas españolas. Me es familiar porque en otro tiempo lo sobrevolé y navegué de cerca con Vigilancia Aduanera. Y la otra cosa que conozco bien es la operación militar que zanjó el asunto. Así que, como llamar a aquello payasada me toca el trigémino, voy a recordarles a quienes lo ignoran, o lo han olvidado, lo que ocurrió allí. 

Y lo que ocurrió es que había una crisis diplomática entre Marruecos y España, y el primero decidió dar un pequeño golpe de fuerza ocupando con algunos soldados el islote desierto, que por viejos tratados decimonónicos –y con absoluta injusticia geográfica– pertenece a España. Esos incidentes suelen resolverse en la mesa de negociación, pero eran malos tiempos para la lírica. Así que el gobierno Aznar, que era quien mandaba entonces, decidió recuperarlo por las bravas. La decisión de hacerlo así podría ser discutible, o no; Aznar puede ser calificado de lo que cada cual le reserve, y su ministro de Defensa Federico Trillo, el del Yak, no fue el que más lustre dio a su cargo. En todo eso estamos de acuerdo; pero el hecho concreto es que los 27 hombres y una mujer del Grupo de Operaciones Especiales y los pilotos de helicópteros a quienes se ordenó recuperar Perejil eran soldados españoles que, cumpliendo órdenes y sin saber cuántos marroquíes había en el islote y en los cercanísimos acantilados que lo dominan desde tierra firme, volaron de noche a quince metros de altura sobre el Estrecho para no ser detectados, pasaron sobre un buen número de barcos de guerra españoles y marroquíes concentrados en la zona, y a las seis de la mañana, con un viento de 90 kilómetros por hora que zarandeaba los helicópteros, a oscuras y viendo verde a través de sus gafas de visión nocturna, arrojaron sus mochilas sobre las escarpadas rocas y después saltaron ellos, tiznado el rostro, cargados de armas y equipo de combate, desde tres y cuatro metros de altura. Y luego, con sólo gritos en español y francés y los puntos rojos de sus miras láser bailando en los cuerpos de los adversarios, sin pegar un tiro aunque estaban autorizados para hacerlo, redujeron a los seis soldados que Marruecos había dejado allí, izaron la bandera española y, en espera de una unidad de la Legión que debía relevarlos entrado el día, se atrincheraron lo mejor que pudieron. 

Conozco Perejil, como digo, y les aseguro que imaginarlo acojona: un pequeño islote, y arriba, a pocos metros, los acantilados de tierra firme desde donde los marroquíes podían machacar cada roca y cada palmo de terreno. Y aquellos 28 soldados en la oscuridad y luego en la incierta luz del alba, las armas en las manos, mirando hacia arriba sin saber, o suponiendo, lo que podía caerles encima si Marruecos encaraba el órdago. Imagínenlos en esos momentos en que las agujas del reloj parecen paradas, veintisiete hombres y una mujer con la boca seca y los dientes apretados, esperando. Pensando en lo que se piensa en situaciones como ésa. En lo a gusto que estarían en cualquier otro lugar de la tierra. En los familiares –por seguridad, a nadie se había informado de la operación–, que a esa hora dormían sin saber que marido, novia, hijo, padre, estaba en el culo del mundo, esperando el ataque, los bombazos, los disparos que podían mandarlo al diablo. 

Nada ocurrió, al fin. Final feliz. Aunque hoy muchos lo niegan, recuerdo la satisfacción de casi toda España –sólo Izquierda Unida y los políticos vascos y catalanes criticaron la acción– cuando se supo la noticia. Ahora el tiempo ha pasado, el infausto recuerdo de Aznar y Trillo contamina demasiadas cosas, incluido Perejil, y algunos de quienes ignoran los detalles de aquello, o prefieren ignorarlos, se permiten llamarlo payasada. Y, bueno. Quizá Aznar y su ministro de Defensa no estuvieran, a menudo, lejos de la pista de un circo. Pero los doce pilotos de helicóptero y los veintisiete hombres y una mujer que hace dieciséis años saltaron a oscuras sobre un islote rocoso, jugándose la vida en la costa misma de Marruecos, merecen toda admiración y todo respeto. Eran soldados, eran profesionales, eran valientes. Y eran los nuestros. 

9 de diciembre de 2018

domingo, 2 de diciembre de 2018

El librero de Venecia

Confieso que he dudado antes de encabezar este artículo con el título que lleva, pues me parecía algo sobado. El librero de Venecia suena a novela de las que ahora llenan las mesas de novedades; esos títulos basados en un oficio o actividad y una localización geográfica –no entro a valorar calidad, pues entre ellos hay de todo– que desde hace unos años se han puesto de moda y que parecen una combinación de tópicos faltos de imaginación por parte de autores y editores, perfectamente combinables entre sí, estilo cubo de Rubik: El carpintero de Auschwitz, La violinista de Estambul, La taxidermista de Shanghái, El fontanero de Mauthausen, La mecanógrafa de Cáceres. Me daba apuro, insisto, pero es que hoy quiero hablarles exactamente de eso; de un librero al que conocí hace unas semanas en Venecia. Así que no me quedaba otra que titular por el tópico. El tópico Da Vinci. 

Callejeaba por esa ciudad, como suelo hacer cuando voy, esperando la hora de ir a mi restaurante favorito a zamparme unos espaguetis con botarga. Antes me había dejado caer por la deliciosa librería Acqua Alta, cerca de Santa María Formosa, que gracias a que sale en las guías turísticas como visita obligada estaba llena de gente, lo cual es insólito y formidable, tratándose de un lugar donde se venden libros. Y al regreso, continuando hasta la calle del Paradiso, di con el escaparate de una pequeña librería que me era desconocida pese a que llevo treinta años pateando calles venecianas: Librería Filippi. Había en el escaparate, entre libros de historia, música, arquitectura, arte y postales antiguas, un viejo libro sobre el impresor Aldo Manuzio que me interesaba, y entré a comprarlo. Sentado al fondo, entre pilas de volúmenes más o menos polvorientos, había un tipo canoso y barbudo, leyendo Curiosità Veneziane de Tassini, que alzó la vista y me miró con la desgana de quien se ve interrumpido por un turista. Pero cuando oyó decir «Aldo Manuzio» se le iluminó la cara. 

Siguió una larguísima conversación –o más bien monólogo– de tintes surrealistas. Porque don Franco Filippi, el librero, resultó ser, no ya un aficionado, sino un apasionado fanático del impresor que, a caballo entre los siglos XV y XVI, revolucionó el arte de su oficio con ediciones de clásicos griegos, latinos e italianos, impresos con la bellísima tipografía que hoy seguimos llamando aldina, inspirada, o así lo afirma la leyenda, en la letra manuscrita de Petrarca; y que, entre muchos otros libros, alumbró uno de los más raros y hermosos de su tiempo: la Hypnerotomachia Poliphili. El caso es que el señor Filippi, feliz por tener alguien con quien conversar sobre su ídolo, del que demostró saberlo todo y un poco más, se pasó la siguiente media hora –treinta y dos minutos de reloj– asestándome una documentada e interesante conferencia sobre su impresor favorito, en la que apenas pude introducir algunos monosílabos y un par de conjunciones adversativas. Veneziani si nasce o si diventa?,argumentaba don Franco defendiendo la ciudadanía de su héroe impresor, adobada la charla con anécdotas, datos biográficos y técnicos, torrenciales opiniones sobre éste o aquel aspecto de sus trabajos. Yo estaba fascinado, pero temía que me cerrasen la cocina del restaurante de los espaguetis; así que de vez en cuando intentaba pagar el libro y tomárselo de las manos donde lo agitaba como prueba de cuanto decía; pero él lo tenía bien trincado y no lo soltaba. Yo tiraba, y cada vez él lo aferraba más fuerte. «Los presuntos expertos en Manuzio –decía, amargo– no tienen ni la más remota idea. He ido desmontando todas sus tesis una por una. Hubo un congreso sobre él y no me invitaron. Asistí como simple público, y cuando llegaron las preguntas tuve todo el rato la mano levantada. Pero hacían como que no me veían. Son unos ignorantes y me tienen miedo». 

Conseguí, al fin, arrebatarle el libro, pagar –se le había olvidado cobrármelo, y creo que le daba igual– y despedirme tras jurar por los Adagia de Erasmo que volvería para continuar la charla. Me dejó ir con un apretón de manos y una sonrisa satisfecha, feliz por haberse cobrado una víctima que le parecía dócil y simpática, capaz de encajar treinta y dos minutos aldinos y sobrevivir al asunto sin daños cerebrales visibles. Y me fui calle del Paradiso abajo, acariciando el libro tan heroicamente adquirido. Pensaba que, de haberlo conocido treinta años antes, el librero veneciano Franco Filippi habría figurado con todos los honores en mi novela El club Dumas, sin la menor duda. En realidad, concluí con una sonrisa, parecía haber salido directamente de ella. 

2 de diciembre de 2018