domingo, 27 de febrero de 2022

Una historia de Europa (XXIII)

Con poco más de 30 años de edad, Octavio se hizo dueño del mundo. Aquel cabroncete que con tanta habilidad se había quitado de encima a la competencia, criado entre guerras civiles y conspiraciones senatoriales, era muy inteligente y tenía horchata en las venas. Dicho en términos taurinos, sabía torear a Roma por los dos pitones. Y así lo hizo, pese a su juventud. Las formas republicanas se habían ido al carajo tiempo atrás y el senado era una piltrafa corrupta. Le habría sido fácil hacerse proclamar rey, pero era más listo que todo eso. Después de tanto Catilina, tanto Espartaco, tanto César y tanto soponcio, lo que los romanos anhelaban era paz, tranquilidad y trabajo. Y si el precio era la democracia, pues se pagaba y santas pascuas. Roma quería un amo. Así estaban las cosas, y el lince de Octavio lo vio claro. También vio que era necesario guardar las formas: hacer como que no. Así que se fue arrimando al poder absoluto con mucha maña y mucho tiento. Benefició a los legionarios jubilados y creó una burocracia administrativa eficaz que resolvió no pocas papeletas. Al senado se lo metió en el bolsillo con privilegios y enjuagues, transformándolo en un consejo que le era por completo adicto; y en el año 27 antes de Cristo les jugó a todos la de Fumanchú, o sea, hizo una maniobra magistral: de pronto devolvió los poderes al senado (que como digo, comía de su mano), dijo que volvía la República y que él se retiraba a su casa a ver la tele, o lo que se viera entonces. Por supuesto, el senado y Roma entera dijeron que ni se le ocurriera eso, por Dios. Que le daban todos los poderes habidos y por haber, que pidiera por esa boca. Así que a partir de ahí lo tuvo fácil. Ayudaba mucho que era hombre sobrio y cumplidor, trabajador, familiar, más bien soso, de costumbres moderadas y con gran sentido patriótico y del estado. Procuró, sobre todo al principio, comportarse como un ciudadano más, no como un jefe absoluto, aunque lo fuera. Y realmente era un tipo valioso. Su sistema administrativo resultó formidable, construyó ciudades, carreteras y hermosos edificios en la capital (se jactaba de que encontró una Roma de ladrillo y la dejaba de mármol), y comprendiendo que la religión era una manera de atar en corto a la peña, defendió y potenció aquélla, construyendo además uno de los más hermosos lugares de la ciudad: el Panteón o templo de todos los dioses. Como era hombre culto, supongo que había leído lo escrito un siglo antes por Polibio: Si fuera posible un estado que habitaran sólo personas inteligentes, la religión no sería necesaria. Pero la muchedumbre es tornadiza, y alberga pasiones injustas, falta de razón e impulsos violentos. La única solución es contenerla con el miedo a cosas desconocidas. Así que se introdujo él mismo en el concepto. Comprendiendo, perspicaz, que una religión vinculada a lo oficial facilitaba las cosas, se puso a ello, relacionando con gran habilidad el culto a los dioses con el culto al estado. Y claro, de ahí a trasladar ese culto a quien regía el estado, el imperator augustus, sólo mediaba un paso, que dio sin despeinarse. A partir de entonces, Octavio se convirtió en el divino Augusto, cabeza militar, civil y religiosa de un extenso estado multicultural, la Roma eterna, aglutinada bajo su imperium y gobernada con su personal y paterna bondad (Por un dios presente entre nosotros será tenido Augusto, escribió Horacio, que además de gran poeta era un pelota). Inventó así, ese pedazo de artista político, el truco del almendruco: el poder te hace dios. O sea, el culto casi religioso, o sin casi, al líder divinizado, que tanto éxito tendría en la historia, y del que notables ejemplos serían veinte siglos después Stalin y Mao Tsé-Tung, o Zedong, o como se escriba ahora. Con el tiempo, todo eso fue fraguando en instituciones sólidas y en el largo período de prosperidad que (sobresaltos y guerras menores aparte) se acabó llamando pax romana. Una consolidación del imperio, aquélla, a la que contribuyó la política de los emperadores que sucedieron a Augusto, y a la que no fue ajena la extensión de la ciudadanía a provincias lejanas: a quien pagaba impuestos sin rechistar y ponía su lealtad a Roma, a sus dioses e instituciones, por encima de querencias locales. Y además, detalle clave, la nueva identidad, que otorgaba igualdad de derechos sociales, políticos y fiscales, se transmitía de padres a hijos. Muy pocos dejaban de querer eso, de modo que la cada vez mayor población del imperio se fue aglutinando y fundiendo bajo la común etiqueta. Durante los tres y hasta cuatro siglos siguientes, pese a las muchas peripecias, resquebrajamientos y sobresaltos que jalonarían la historia, millones de ciudadanos iban a pronunciar con orgullo la famosa (y bella) frase Civis romanus sum
 
[Continuará]. 
 
27 de febrero de 2022

domingo, 20 de febrero de 2022

Ojalá fueran malvados

No se equivoquen con ellos. No son malvados. No adornemos con la palabra maldad lo que sólo es estupidez. Es cierto que a veces resulta difícil diferenciar a un tonto de un malvado, pues hay malos absolutamente idiotas; pero basta con escuchar las palabras, fijarse en los gestos y ademanes, detenerse en las miradas. Estudiar argumentos, propósitos, conclusiones. En los casos más brillantes de maldad, serlo exige una capacidad intelectual de la que los imbéciles comunes carecen. Y éstos a los que me refiero son sólo políticos mediocres sin preparación ni sentido del ridículo. Analfabetos a los que el azar, el esperpento de un país asombroso como es España, sitúan en puestos que les permiten tomar decisiones tan limitadas, tan estólidas, tan miserables como su propia altura. 
 
No es verdad, pese a lo que sostiene gente docta, que haya una conspiración contra las Humanidades: contra la enseñanza de la historia, la filosofía, la literatura, el griego, el latín y todo cuanto supone cimiento cultural de la tres veces milenaria cultura occidental. Si el actual gobierno español, perseverando en la demolición emprendida por anteriores gobiernos mediante sus respectivos ministros y ministras de Educación –de Maravall y Solana a Wert y Celaá, y tiro porque me toca–, sostiene una reforma que liquida la enseñanza de la filosofía, el griego y el latín, borra parte de la historia española y universal, y disloca la cronología de lo que estudian los alumnos, es porque la herencia cultural europea en general, y la española en particular, se contradicen con esa papilla descremada y pasteurizada, fruto de una peligrosa deriva de la psicopedagogía –disciplina muy útil cuando no se pretende convertirla en árbitro supremo e inapelable–, que en su faceta más perversa abunda en equilibrios afectivos, emociones participativas y otras gilipolleces que tanto entusiasman a los departamentos de Educación, pues hasta el ministro más torpe, el político más ágrafo, el demagogo más ignorante, el cateto más simple, pueden cacarearlas aparentando saber de qué hablan. 
 
Una y otra vez, el gobierno, o los sucesivos gobiernos, se pasan por el forro de leyes y decretos las advertencias y protestas, no sólo de educadores cualificados, sino de las Academias y otras instituciones vinculadas al cuidado y enseñanza de las Humanidades. La contradicción es que, mientras los responsables del disparate sostienen que los alumnos de bachillerato deben acabar capacitados para interrogar el mundo de modo crítico, les niegan al mismo tiempo la panoplia de herramientas defensivas, los conocimientos básicos para entender el desarrollo y antecedentes de la sociedad en que viven; con el detalle siniestro de que, al hurtar los hechos, además del pensamiento y la cronología necesarios para situarlos –estudiar fechas es educación fascista, han llegado a decir–, los dejan inermes frente al revisionismo histórico, la manipulación partidista, demagógica y populista de un pasado sin el que es imposible entender el presente: el Mediterráneo, Grecia, Roma, el Islam, el papel del cristianismo en la formación de Occidente, la Ilustración, los Derechos Humanos y todo eso. Cancelando, como se dice ahora, a Homero, a Platón, a Virgilio, a Cervantes, a Montaigne, a Voltaire, a Kant, esos canallas irresponsables fabrican huérfanos a merced del primero que llega y dice que es su padre. La Historia según Maquiavelo, como instrumento de la política. Y eso ocurre, paradójicamente, en un momento en que mayor es la demanda social –hartazgo de basura, manipulación y versiones interesadas– de libros, películas, relatos. De historia, en fin. O sea, justo cuando más se reclama. Se necesita. 
 
Y seamos ecuánimes, porque no es sólo el gobierno de Pedro Sánchez. Aquí no hay inocentes. El Pepé de Pablo Casado y del antiguo presidente Mariano Rajoy –que no visitó la Real Academia Española ni la de la Historia en sus dos legislaturas–, tan culpable en el pasado como otros lo son ahora, lo único que defiende es la titularidad de los colegios y la educación concertada. O sea, su eterno y mezquino qué hay de lo mío. Y para qué hablar de los caciques de cada taifa. Nadie es ajeno a esa siniestra inclinación a llenarse la boca con dotar a los jóvenes de mecanismos para afrontar los problemas del mundo –un mundo donde al humanismo lo sustituye hoy un cursi humanitarismo– mientras privan a esos jóvenes de conocimientos con los que sus problemas serían solucionables o, al menos, comprensibles. La verdadera educación es poner una Odisea, una Biblia, un Bernal Díaz del Castillo o un Quijote en manos de un chico del barrio de Salamanca igual que en las de uno de Villaverde Bajo. Lo otro son milongas. 
 
20 de febrero de 2022

domingo, 13 de febrero de 2022

Una historia de Europa (XXII)

Durante los dos primeros tercios del siglo I antes de Cristo, Roma, poderosa en el exterior, fue un verdadero putiferio en el interior. La ambición de políticos y generales la sumió en una guerra civil muy desagradable, en la que espadones como Mario, Sila, Sertorio, Craso, Pompeyo y algún otro, respaldados por sus legiones, anduvieron de un lado para otro trincando cuanto podían, dando por saco y minando los cimientos de la antes (al menos así la recuerda la Historia) sobria y virtuosa república. Pero de todo aquel sindiós surgió una figura interesante, de ésas que los siglos alumbran de vez en cuando: un fulano a la altura de Aníbal o Alejandro Magno, o de lo que mucho más tarde serían Gengis Khan, Hernán Cortés, Napoleón y algún otro. Éste se llamaba César, Julio de nombre: un niño pijo de buena familia, político y militar que empezó repartiéndose el poder con dos de sus colegas (primer triunvirato) y acabó haciéndose dueño del cotarro. Conquistó y pacificó la vecina Galia, desembarcó en lo que hoy llamamos Inglaterra, y con un instinto extraordinario para la autopromoción, escribió en tercera persona un best-seller (Comentarios a la guerra de las Galias) que todavía hoy, veintiún siglos después, traducen en el cole los pocos alumnos a quienes los políticos analfabetos que nos gobiernan permiten estudiar latín: Gallia est omnis divisa in partes tres, etc. El caso fue que entre libro, hazañas bélicas, respaldo de sus fieles legionarios y reparto de dinero a senadores y otros golfos, César hizo encaje de bolillos. A la guerra civil le dio el finiquito librándose de su examigo y ahora enemigo Pompeyo, al que derrotó en la batalla de Farsalia. Asesinado Pompeyo y liquidados sus últimos seguidores en Munda (Montilla, España, ahí donde el vino), a partir del 44 a. C. no quedaba quien le hiciera sombra. Así que blindó su poder a perpetuidad, se nombró pontífice máximo, combinó dictadura con consulados, sobornó todo lo que se movía, impuso los magistrados que le salieron del cimbel y purgó de enemigos el Senado. Además, pagando juegos en el circo y con otros muchos gestos populistas (el tío era más listo que los ratones coloraos) se metió al populus romanus en el bolsillo. Incluso tuvo un sonado encame con Cleopatra, reina de Egipto, que era un trueno de señora, exótica y tal, clavadita a Elizabeth Taylor, y a la que en un episodio digno del Hola (revista que entonces se habría llamado Ave), le hizo una criatura llamada Cesarión (recomiendo la serie televisiva Roma, donde se cuenta todo eso de maravilla). Pero claro. Aquello era demasiado para el cuerpo de senadores insatisfechos con el personaje, unos porque ya no trincaban como antes y otros más honrados (digo yo que alguno habría), cabreadísimos por ver cómo César se pasaba por el arco del triunfo las antiguas y dignas costumbres republicanas, y por cómo sus compadres, ojo al dato, lo tentaban con la corona real. Así que entre varios montaron una conspiración preciosa, y el año 44 a. C. le dieron a don Julio las suyas y las de un bombero. O sea, que los conspiratas lo apuñalaron hasta darle matarile en plena calle (ya saben, Kaì sú téknon, Brute? y todo eso). Para disfrutar más del episodio, recomiendo una novela cojonuda de Thornton Wilder que se titula Los idus de marzo. Y, bueno. El caso fue que muerto César, o sea, el hombre providencial a la vieja usanza, padre de la plebe y otros camelos, la huérfana república se convirtió en un problema político. Aquella Roma tan extensa y poderosa no podía volver a una monarquía a la antigua, ni la aristocracia podía ya hacerse cargo, ni la democracia cívica funcionaba. Era como con doña Ana de Pantoja en el Tenorio: Don Juan, yo la amaba, sí / más con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí. O sea, que tras la guerra civil y el episodio cesariano la cosa no tenía arreglo. Surgió entonces un nuevo triunvirato para repartirse el poder entre unos jóvenes amigos de César: Lépido, Marco Antonio y Octavio. Pero este último, que era el listo de la pandi, les jugó a los otros la del chino. Dejó a Lépido, el más pardillo, fuera de circulación, y luego le hizo la cama a Marco Antonio, que también se había enrollado con Cleopatra. Los derrotó a uno y a otra en la batalla de Actium, y Marco Antonio se suicidó poco después. Por su parte, Cleopatra quiso repetir la jugada habitual con Octavio, haciéndose un triplete de romanos. Pero aquel, jovencito, frío como la madre que lo parió, era de otra pasta. Pasó por completo de la egipcia tentadora, que también acabó suicidándose, hizo que asesinaran al Cesarito junior para despejar el paisaje, y se convirtió en lo que hoy llamaríamos puto amo de Roma. Lo que me propongo contarles en el próximo capítulo. 
 
[Continuará]. 
 
13 de febrero de 2022

domingo, 6 de febrero de 2022

Un té en el Palace

Lo mejor de leer, o de haber leído, o de ver películas de las de antes, o de haber conocido a quien supo lo que el mundo fue o pudo haber sido, es que permite situarse ante el presente con una mirada que hace fotoshop –o como se escriba– con la realidad. Que permite proyectar, reconstruir, lo que tienes en la imaginación y la memoria. Se trata de un ejercicio de lo más útil, pues convierte el equipaje que llevas contigo en aliado poderoso. En cómplice imbatible. Te permite ver cosas que tal vez nunca serías capaz de advertir de otro modo. 
 
El Palace es mi hotel en Madrid. Desde que hace medio siglo empecé como reportero jovencito, mi vida profesional está vinculada a él. Allí hice entrevistas cuando era yo quien estaba al otro lado del bloc y el bolígrafo, y allí las hago de este lado cuando tengo novela nueva. Me alojo en él y frecuento su rotonda, uno de los espacios más bonitos que conozco. Tomo algo, leo, espero. Me gusta, pues gracias a un personal admirable conserva un estilo correcto, educado, cada vez más raro de encontrar: las buenas maneras de la gran hostelería europea. 
 
A menudo, cuando estoy sentado en alguna butaca de la rotonda –tengo una en casa, que me regaló la dirección del hotel cuando cumplí sesenta años–, miro alrededor e imagino. Elimino parte de lo que es y amueblo ese espacio con lo que fue. Es un ejercicio divertido; educativo, incluso. Y ayer lo hice. Estaba leyendo Las cuatro plumas cuando alcé la vista, miré alrededor y me perdí en el tiempo. Ayudaba la música del piano. Y como si viajara a un siglo atrás, lo vi todo de nuevo como pudo ser. O como fue. 
 
Estaban allí otra vez, todos ellos. Les aseguro que los vi, con su distinción y su glamour tan encantadores y elegantes. Tan injustos, también. Con aquel frívolo aplomo que no pocos de ellos, años más tarde, iban a pagar caro en una España donde la vida real, la Historia con mayúscula, siempre termina pasando factura. Pero en ese momento y lugar, la desigualdad, la miseria, la desesperación que acabarían sacudiéndolo todo, quedaban lejos. Hasta la rotonda del Palace, entre las columnas de mármol y bajo el cielo de vidrio multicolor, no llegaban los gritos de cólera que sacudían España y Europa. Sólo la música. Y claro: visto desde aquel lugar privilegiado, el mundo parecía un lugar maravilloso. 
 
Miré alrededor y los observé atento. Hombres apuestos, mujeres como dibujadas por Penagos con sombreros cloche y ligeras túnicas de crespón, cuellos Arrow, corbatas, humo de cigarrillos Kedive, perfume de Coty, vestidos de Chanel, de Worth, de Poiret. Un caballero delgado y correcto, de aire melancólico, subía por la escalera y tras contemplar un momento la rotonda, pensativo, decidía refugiarse en el american bar, ante el camarero. 
 
–Ponme un fizz, Gregorio. 
 
–Ahora mismo, don Luis… ¿Ginebra nacional o importada? 
 
–No seas bromista, hombre. Inglesa. 
 
En los sillones de mimbre conversaban animados, en torno al té y los cócteles, pollos elegantes y niñas bien, muchachas y señoras llamadas Tinita, Nina, Toti. Unas en toda frescura, otras en plena belleza, otras sosteniendo su edad con los andamios habituales. Charlaban o flirteaban con hombres llamados Julito, Quique o conde de Verín, más partidarios de Joselito que de Belmonte. Discutían ellos las bondades mecánicas del automóvil Packard frente al Pierce-Arrow, vestidos con pantalón de pliegues, americana encogida, corbata puente y pelo planchado de brillantina. Unos y otras se hacían confidencias entre risas y sorbos de long drinks
 
–No te pongas Bertini, hija mía. Enamoro al latazo de Polito para fastidiar a Niní, que lo tenía ya para las mulillas. 
 
–¡Catastrófico! Pues yo quiero demasiado a Pepín como para casarme con él. 
 
–Colosal. ¿Y tú qué opinas, Jaime? 
 
–Lo vuestro, chicas, es que descoyunta. 
 
Detrás de las columnas, la orquesta atacó un fox-trot y parejas jóvenes salieron a bailar a la pista mientras las mamás, burguesas, jamonas, aburridas, hablaban de los tés del Ritz, del Armenonville, del Negresco, de las cenas de Cyro’s y de los grandes duques rusos uniformados de porteros en París. Y mientras tanto, moviéndose bandeja en alto entre las mesas, alguno de aquellos impasibles camareros de chaquetilla blanca les tomaba a todos, entre ojeadas de silencioso pronóstico, hechuras para la Casa de Campo o la tapia del cementerio. 
 
6 de febrero de 2022