Tengo un amigo que, merced a sus emisiones de radio, a un programa de la tele y a su columna en el diario Reforma es, posiblemente, el periodista cultural que más influye en Méjico. Sin duda se cabreará conmigo porque escribo Méjico y no México; pero como soy un gachupín cabroncete y ahora estoy en España, y además su hija Juana Inés lee mis novelas desde antes de que lo hiciera él, escribo Méjico como me sale de los higadillos. Con jota de joder aztecas, que diría aquel animal de Alvarado, el que se escapó por los pelos, él y cuatro más, de la escabechina en la retaguardia de la Noche Triste, cuando Cortés dijo maricón el último. En cuanto a mi amigo, se llama Germán Dehesa y es un cincuentón chaparro, lúcido, hipocondríaco y mordaz, que- se ha convertido en la cruz del gobierno del señor Zedillo porque no le da martillazo sin clavo. El último episodio corresponde a una recepción en la que Zedillo, al saludar a Germán, le susurró entre campechano y dolido: «Cómo chingas». A lo que éste respondió: «Sí, señor presidente. Pero yo chingo a uno, y otros chingan a noventa millones de mejicanos».
Germán, que está casado con su Hillary, o sea, la rubia y guapísima cantante Adriana Landeros, le daba clase de Literatura a las señoras ricas de la buena sociedad mejicana, por supuesto a cambio de una pasta gansa, y con eso pudo ir tirando hasta que la vida empezó a irle bien. Ahora esas mismas señoras, y sus nueras e hijas e incluso nietas, siguen acudiendo a él para que les hable de Borges y de Quevedo y de Valle Inclán, y además le forman una especie de club de fans de marujas cultas -o de lupitas, o de como diablos se diga allí- que siguen todas sus intervenciones públicas, y que darían por él alma, corazón y vida, cual reza el bolero. Además, Germán es apacible y de apariencia desvalida, torpe como pato fuera del agua, de esos fulanos que siempre olvidan la gabardina en el taxi y le dan mal a los botones del ascensor, e ignoran el funcionamiento de un microondas, y necesitan que alguien vaya a buscarles medicinas a las cuatro de la mañana. Todo lo cual explota el muy hijo deputa en su beneficio; y las señoras, y su mujer, y el pedazo de nórdica súrdica con aire de valkiria que le oficia como ayudante, lo llevan de acá para allá, abrigándolo para que no se resfríe, conduciéndole el coche para que no se fatigue. Así que no vean cómo se lo monta, el tío.
No siempre fue así. Descendiente de asturianos que emigraron a Méjico hace varias generaciones, e incluso desempeñaron cargos públicos en tiempos de Porfirio Díaz, Germán tuvo una infancia modesta. Pobre, la define él cuando recuerda el tiempo en que su aspiración era cantar en el coro del colegio, donde llegó a figurar entre las terceras voces, siendo la primera -un niño español llamado Plácido Domingo. Germán creyó llegado el momento de su vida cuando anunciaron un recital del coro en Bellas Artes. Necesitaba unos zapatos para el acontecimiento, y sus padres, haciendo un sacrificio costoso, decidieron comprarle unos. Tuvo que ser a plazos, pero que Germancito cantara en Bellas Artes, bien merecía el sacrificio. De modo que pagaron la primera cantidad, y él, ilusionado, pudo probarse los zapatos nuevos, relucientes. Ya imaginaba a su madre, y a su padre encorbatado, escuchándolo. Pero no llegó a ir nunca. La víspera, el director del coro hizo un último ensayo de voces y el niño Germán se quedó fuera, con aquellos zapatos nuevos de los que sus padres habían pagado el primer plazo. Y nunca llegó a cantar en Bellas Artes ni en ningún otro maldito sitio.
Ahora tiene viruta, una casa estupenda, políticos que lo temen y se esfuerzan en hacerle la pelota, fans marujonas a las que se les hace el asunto agua de limón cuando lo oyen recitar un soneto de Quevedo, y amigos por los que es capaz de batirse, si se tercia, a espada y daga. Amigos que, cuando viajan a las Indias, beben con él tequila Herradura reposado y disfrutan de su amistad generosa, tranquila y cómplice. Pero con todo eso, Germán no ha olvidado nunca al niño que no llegó a cantar en Bellas Artes. Y a veces, al anochecer, cuando bebe despacio una copa o cuando entorna los ojos entre el humo de un cigarrillo, se interrumpe y parece atento a unos pasos lejanos, a un sonido o al rumor de la lluvia. Y entonces sonríe melancólico, como si el fantasma de aquel niño con zapatos nuevos comprados a plazos, que nunca pisaron el suelo encerado de Bellas artes, aún esperase afuera.
29 de noviembre de 1998
Germán, que está casado con su Hillary, o sea, la rubia y guapísima cantante Adriana Landeros, le daba clase de Literatura a las señoras ricas de la buena sociedad mejicana, por supuesto a cambio de una pasta gansa, y con eso pudo ir tirando hasta que la vida empezó a irle bien. Ahora esas mismas señoras, y sus nueras e hijas e incluso nietas, siguen acudiendo a él para que les hable de Borges y de Quevedo y de Valle Inclán, y además le forman una especie de club de fans de marujas cultas -o de lupitas, o de como diablos se diga allí- que siguen todas sus intervenciones públicas, y que darían por él alma, corazón y vida, cual reza el bolero. Además, Germán es apacible y de apariencia desvalida, torpe como pato fuera del agua, de esos fulanos que siempre olvidan la gabardina en el taxi y le dan mal a los botones del ascensor, e ignoran el funcionamiento de un microondas, y necesitan que alguien vaya a buscarles medicinas a las cuatro de la mañana. Todo lo cual explota el muy hijo deputa en su beneficio; y las señoras, y su mujer, y el pedazo de nórdica súrdica con aire de valkiria que le oficia como ayudante, lo llevan de acá para allá, abrigándolo para que no se resfríe, conduciéndole el coche para que no se fatigue. Así que no vean cómo se lo monta, el tío.
No siempre fue así. Descendiente de asturianos que emigraron a Méjico hace varias generaciones, e incluso desempeñaron cargos públicos en tiempos de Porfirio Díaz, Germán tuvo una infancia modesta. Pobre, la define él cuando recuerda el tiempo en que su aspiración era cantar en el coro del colegio, donde llegó a figurar entre las terceras voces, siendo la primera -un niño español llamado Plácido Domingo. Germán creyó llegado el momento de su vida cuando anunciaron un recital del coro en Bellas Artes. Necesitaba unos zapatos para el acontecimiento, y sus padres, haciendo un sacrificio costoso, decidieron comprarle unos. Tuvo que ser a plazos, pero que Germancito cantara en Bellas Artes, bien merecía el sacrificio. De modo que pagaron la primera cantidad, y él, ilusionado, pudo probarse los zapatos nuevos, relucientes. Ya imaginaba a su madre, y a su padre encorbatado, escuchándolo. Pero no llegó a ir nunca. La víspera, el director del coro hizo un último ensayo de voces y el niño Germán se quedó fuera, con aquellos zapatos nuevos de los que sus padres habían pagado el primer plazo. Y nunca llegó a cantar en Bellas Artes ni en ningún otro maldito sitio.
Ahora tiene viruta, una casa estupenda, políticos que lo temen y se esfuerzan en hacerle la pelota, fans marujonas a las que se les hace el asunto agua de limón cuando lo oyen recitar un soneto de Quevedo, y amigos por los que es capaz de batirse, si se tercia, a espada y daga. Amigos que, cuando viajan a las Indias, beben con él tequila Herradura reposado y disfrutan de su amistad generosa, tranquila y cómplice. Pero con todo eso, Germán no ha olvidado nunca al niño que no llegó a cantar en Bellas Artes. Y a veces, al anochecer, cuando bebe despacio una copa o cuando entorna los ojos entre el humo de un cigarrillo, se interrumpe y parece atento a unos pasos lejanos, a un sonido o al rumor de la lluvia. Y entonces sonríe melancólico, como si el fantasma de aquel niño con zapatos nuevos comprados a plazos, que nunca pisaron el suelo encerado de Bellas artes, aún esperase afuera.
29 de noviembre de 1998