domingo, 29 de noviembre de 1998

El niño que no cantó

Tengo un amigo que, merced a sus emisiones de radio, a un programa de la tele y a su columna en el diario Reforma es, posiblemente, el periodista cultural que más influye en Méjico. Sin duda se cabreará conmigo porque escribo Méjico y no México; pero como soy un gachupín cabroncete y ahora estoy en España, y además su hija Juana Inés lee mis novelas desde antes de que lo hiciera él, escribo Méjico como me sale de los higadillos. Con jota de joder aztecas, que diría aquel animal de Alvarado, el que se escapó por los pelos, él y cuatro más, de la escabechina en la retaguardia de la Noche Triste, cuando Cortés dijo maricón el último. En cuanto a mi amigo, se llama Germán Dehesa y es un cincuentón chaparro, lúcido, hipocondríaco y mordaz, que- se ha convertido en la cruz del gobierno del señor Zedillo porque no le da martillazo sin clavo. El último episodio corresponde a una recepción en la que Zedillo, al saludar a Germán, le susurró entre campechano y dolido: «Cómo chingas». A lo que éste respondió: «Sí, señor presidente. Pero yo chingo a uno, y otros chingan a noventa millones de mejicanos».

Germán, que está casado con su Hillary, o sea, la rubia y guapísima cantante Adriana Landeros, le daba clase de Literatura a las señoras ricas de la buena sociedad mejicana, por supuesto a cambio de una pasta gansa, y con eso pudo ir tirando hasta que la vida empezó a irle bien. Ahora esas mismas señoras, y sus nueras e hijas e incluso nietas, siguen acudiendo a él para que les hable de Borges y de Quevedo y de Valle Inclán, y además le forman una especie de club de fans de marujas cultas -o de lupitas, o de como diablos se diga allí- que siguen todas sus intervenciones públicas, y que darían por él alma, corazón y vida, cual reza el bolero. Además, Germán es apacible y de apariencia desvalida, torpe como pato fuera del agua, de esos fulanos que siempre olvidan la gabardina en el taxi y le dan mal a los botones del ascensor, e ignoran el funcionamiento de un microondas, y necesitan que alguien vaya a buscarles medicinas a las cuatro de la mañana. Todo lo cual explota el muy hijo deputa en su beneficio; y las señoras, y su mujer, y el pedazo de nórdica súrdica con aire de valkiria que le oficia como ayudante, lo llevan de acá para allá, abrigándolo para que no se resfríe, conduciéndole el coche para que no se fatigue. Así que no vean cómo se lo monta, el tío.

No siempre fue así. Descendiente de asturianos que emigraron a Méjico hace varias generaciones, e incluso desempeñaron cargos públicos en tiempos de Porfirio Díaz, Germán tuvo una infancia modesta. Pobre, la define él cuando recuerda el tiempo en que su aspiración era cantar en el coro del colegio, donde llegó a figurar entre las terceras voces, siendo la primera -un niño español llamado Plácido Domingo. Germán creyó llegado el momento de su vida cuando anunciaron un recital del coro en Bellas Artes. Necesitaba unos zapatos para el acontecimiento, y sus padres, haciendo un sacrificio costoso, decidieron comprarle unos. Tuvo que ser a plazos, pero que Germancito cantara en Bellas Artes, bien merecía el sacrificio. De modo que pagaron la primera cantidad, y él, ilusionado, pudo probarse los zapatos nuevos, relucientes. Ya imaginaba a su madre, y a su padre encorbatado, escuchándolo. Pero no llegó a ir nunca. La víspera, el director del coro hizo un último ensayo de voces y el niño Germán se quedó fuera, con aquellos zapatos nuevos de los que sus padres habían pagado el primer plazo. Y nunca llegó a cantar en Bellas Artes ni en ningún otro maldito sitio.

Ahora tiene viruta, una casa estupenda, políticos que lo temen y se esfuerzan en hacerle la pelota, fans marujonas a las que se les hace el asunto agua de limón cuando lo oyen recitar un soneto de Quevedo, y amigos por los que es capaz de batirse, si se tercia, a espada y daga. Amigos que, cuando viajan a las Indias, beben con él tequila Herradura reposado y disfrutan de su amistad generosa, tranquila y cómplice. Pero con todo eso, Germán no ha olvidado nunca al niño que no llegó a cantar en Bellas Artes. Y a veces, al anochecer, cuando bebe despacio una copa o cuando entorna los ojos entre el humo de un cigarrillo, se interrumpe y parece atento a unos pasos lejanos, a un sonido o al rumor de la lluvia. Y entonces sonríe melancólico, como si el fantasma de aquel niño con zapatos nuevos comprados a plazos, que nunca pisaron el suelo encerado de Bellas artes, aún esperase afuera.

29 de noviembre de 1998

domingo, 22 de noviembre de 1998

Tásame mucho

Pues nada. Que resulta que, sin premeditación, le echo un vistazo al Boletín Oficial del Estado, alias BOE, y me encuentro con un buen tocho de páginas donde pone TASAS, firmado Juan Carlos R., y abajo, en letra menos importante, José María Aznar López. Y me digo ojo, chaval, peligro. Inmersión, aú, aú. Inmersión. Reunión de pastores, oveja muerta. A ver qué nuevo gravamen, o gabela, o exacción, o como se diga en bonito, acaban de sacarse mis primos de la manga. A ver con qué nuevo pretexto el Estado estatal va a darnos un poco más por saco en la cosa de la pasta, y cómo se las ingenian para exprimirnos todavía un pelín el gaznate. Lo mismo es una tasa nueva para financiar más bodas en Sevilla, o recursos del fiscal Fungairiño. Igual se les ha ocurrido gravar ahora el bostezo, o los salmonetes, o las señoras estupendas. O pagarle de una vez la jubilación a Julio Anguita, a ver si se dedica a escribir sus memorias -De la quema de conventos al pacto de Estella, sería un bonito título- e Izquierda Unida deja de parecer el teatro chino de Manolita Chen.

Pero no. Falsa alarma. Leo, y compruebo que no se trata de nuevas tasas, sino de la puesta a punto del régimen legal ya existente. Así que aprovecho para darle un repaso. Confieso que entro en materia algo asustado, porque ya el inicio es poco alentador, al precisar que las tasas se aplicarán al sujeto pasivo, o sea, a mí, cuando los servicios no sean de solicitud voluntaria y cuando los bienes, servicios o actividades sean imprescindibles para la vida privada o social del solicitante. Por lo menos, me digo intentando ver el lado positivo del asunto, lo que no es imprescindible no me lo tasan. Algo es algo.

Veamos. Hay una tasa por expedición de certificados, pasaporte y Deneí. También otra por vacunación de viajeros internacionales y otra de cinco mil pesetas por cambiarles el nombre a caballos y yeguas de pura raza. También se estipula otra por certificar compases magnéticos, o sea, que las brújulas señalen el norte y no el este, o el sureste. Eso vale mil quinientas, pero si la brújula tiene más de 100 mm. de diámetro, entonces sube a mil ochocientas, por el morro. En cuanto a las brújulas que señalan a donde les sale de los cojones, ésas, a lo que parece, quedan libres de tasas. Y es que ya ven. La Administración aprieta, pero no ahoga.

Prosigamos. Por analizar carne se cobra una tasa variable, según se usen, ojo al dato, cromatografías o fluorescencias indirectas. Eso es lógico. La duda me asalta cuando compruebo que también se cobra tasa por instalación de respiraderos, puertas de entrada o elementos análogos que ocupen el suelo o el subsuelo para dar luces, ventilación o acceso de personas. De lo que deduzco que, amén de lograr el viejo sueño de la Administración de tasarnos hasta el acto de respirar, todas aquellas puertas que no estén situadas al nivel de la calle, o sea, las que se abran cuatro palmos sobre la acera, e incluso más altas si cabe, quedan exentas de tasas. No deja de ser un detalle por parte del redactor del texto, probo funcionario sin duda, al que imagino con una importante tajada de Jumilla, hips, el día que le dijo su jefe de negociado: oiga, Romerales, márquese unas tasas.

A ver qué más se sacó el funcionario de la manga. Hay tasas por los servicios de prevención y extinción de incendios, por la recogida de algas y/o sargazos –joder con Romerales-, por las asistencias y estancias en hospitales, y por la desinfectación, desratización y destrucción de gérmenes nocivos para la salud pública prestados a domicilio o por encargo. Imagino que al llegar a este punto, Romerales ya había perdido todo respecto a lo humano y lo divino, pues acto seguido añadió como objeto de tasas asistencias y estancias en residencias de ancianos y guarderías infantiles, visitas a museos, bibliotecas y monumentos históricos o artísticos. Redactado lo cual, supongo, se frotó las manos con sádica sonrisa y añadió uso de cementerios locales, conducción de cadáveres y otros servicios fúnebres, recogida, tratamiento y eliminación de residuos sólidos urbanos, servicios de alcantarillado y mondas de pozos negros. Pero, claro, recordemos que se trataba exactamente de eso, de tasar actividades imprescindibles; y a eso debió de aplicarse el buen Romerales con ahínco. Me lo imagino mirando por la ventana y contando con los dedos, a ver, qué se me ocurre que sea imprescindible. De tasar lo prescindible pasó por completo, el muy hijo de puta.

22 de noviembre de 1998

domingo, 15 de noviembre de 1998

Los amos del mundo

Usted no lo sabe, pero depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos hijos de la gran puta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la tecla intro del ordenador, su futuro y el de sus hijos. Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres punto siete, o un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro. Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de Pryca, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un master en Tokio, o al revés, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street, y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje como quien comenta el partido del domingo. Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros. Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando ganan, y nunca pierden ellos, cuando pierden.

No crean riqueza, sino que especulan. Lanzan al medio combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tiene que ver con la economía productiva. Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la tierra pierden el culo por darles coba y subirse al carro. Esto no puede fallar, dicen. Aquí nadie va a perder. El riesgo es mínimo. Los avalan premios Nobel de Economía, periodistas financieros de prestigio, grupos internacionales con siglas de reconocida solvencia. Y entonces el presidente del banco transeuropeo tal, y el presidente de la unión de bancos helvéticos, y el capitoste del banco latinoamericano, y el consorcio euroasiático y la madre que los parió a todos, se embarcan con alegría en la aventura, y meten viruta por un tubo, y luego se sientan a esperar ese pelotazo que los va a forrar aún más a todos ellos y a sus representados. Y en cuanto sale bien la primera operación ya están arriesgando más en la segunda, que el chollo es el chollo, e intereses de un tropecientos por ciento no se encuentran todos los días. Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, lodo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas de divisas. Y esto, señores, es Jauja.

Y de pronto resulta que no. De pronto resulta que el invento tenía sus fallos, y que lo de alto riesgo no era una frase sino exactamente eso: alto riesgo de verdad. Y entonces todo el tinglado se va a tomar por saco. Y esos fondos especiales, peligrosos, que cada vez tienen más peso en la economía mundial, muestran su lado negro. Y entonces, oh prodigio, mientras que los beneficios eran para los tiburones que controlaban el cotarro y para los que especulaban con dinero de otros, resulta que las pérdidas, no. Las pérdidas, el mordisco financiero, el pago de los errores de esos pijolandios que juegan con la economía internacional como si jugaran al Monopoly, recae directamente sobre las espaldas de todos nosotros. Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia, con fondos de salvación para evitar efectos dominó y chichis de la Bernarda. Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la paga con su pellejo, con sus ahorros y a veces con su puesto de trabajo Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida.

Eso es lo que viene, me temo. Nadie perdonará un duro de la deuda externa de países pobres, pero nunca faltarán fondos para tapar agujeros de especuladores y canallas que juegan a la ruleta rusa en cabeza ajena. Así que podemos ir amarrándonos los machos. Ese es el panorama que los amos de la economía mundial nos deparan, con el cuento de tanto neoliberalismo económico y tanta mierda, de tanta especulación y de tanta poca vergüenza.

15 de noviembre de 1998

domingo, 8 de noviembre de 1998

A buenas horas

Hace unos días, cuando el Alcázar de Toledo acogió por fin la biblioteca de los cardenales Lorenzana y Borbón, y el presidente de Castilla-La Mancha se montó un magnífico acto inaugural para que libros, memoria y fantasmas del pasado convivan sin problemas entre las piedras venerables del emperador Carlos, tuve ocasión de oír al presidente del Gobierno, Felipe González, hablando de España, y de Historia, y de nación. Cosas que resulta natural oír en boca de un ex presidente de Gobierno, y que tampoco estarían mal en boca de un presidente de Gobierno en activo, como ahora José María Aznar, o, puestos a eso, el propio señor González durante su pasada ejecutoria. Lo que ocurre es que los presidentes, cuando están en ejercicio, se tientan mucho la ropa antes de pronunciar ciertas palabras o de ahondar en ellas, por aquello de no vaya a molestarse alguien, y se las reservan para cuando se jubilan. No vaya a ser que los tomen por patriotas españolistas fanáticos. Por Dios.

Confieso que cuando oí decir al ex presidente del Gobierno que España es una nación como la copa de un pino, citando de paso a romanos, visigodos y musulmanes, me removí incómodo en el asiento. No porque yo disienta de que España sea una de las naciones más viejas del mundo, cuestión que hay que ser muy bestia y muy ignorante, o tener muy mala leche histórica para negar por el morro. Ni tampoco porque aquélla fuese la primera vez que le oía hablar de España como nación: concepto que, en honor a la verdad, González manejó siempre públicamente con menos complejos que su sucesor Aznar; tal vez porque este último se pasa la vida contenido, retenido y estreñido, intentando inútilmente no parecer de derechas, como si aquí todos fuésemos idiotas y no conociéramos el percal.

Mi malestar al oír a González provenía de otro registro. Hay que fastidiarse, me dije. Ahora viene con la memoria y la Historia y lo chachi que es identificar cada piedra con los hitos de la larga y dolorosa construcción de este complejo lugar llamado España. Ahora viene con ésas, cuando durante trece años los caga mandurrias a quienes encomendó la educación y la cultura en los sucesivos gobiernos por él presididos, ministros que se llamaron Maravall, Solana y algún otro nombre que piadosamente he olvidado, se pusieron con entusiasmo a la tarea de desmantelar todos y cada uno de los mecanismos culturales de este país, sustituyendo el concepto tradicional de Cultura e Historia por una papilla ‘light’ diseñada por psicólogos, amiguetes y compadres de pelotazo, donde Almodóvar y la pasarela Cibeles tuvieron -y tienen- más relieve que Nebrija o el monasterio de Yuste. Aligerando hasta la estupidez los libros de texto. Persiguiendo con saña cualquier resquicio de Humanidades. Enviando a campos de exterminio el Griego y el Latín, lenguas madres de la de Cervantes, Quevedo y Delibes. Convirtiendo a las generaciones jóvenes en huérfanos sin memoria ni conciencia nacional propia. Resumiendo los Siglos de Oro en media página de texto, pero dedicándole, eso sí, veinte a la Transición con foto de González incluida. O incurriendo en la misma canallada en que incurrieron los cuarenta años de franquismo imperial: o sea, mientras que aquellos lo contaminaron todo de patrioterismo barato, negaron éstos el orgullo legítimo de los siglos vividos y la certeza de lo español como viejísima encrucijada de pueblos, lenguas y culturas. Haciendo que todo cuanto suena a pasado, a batallas, a descubrimientos, a memoria, parezca de derechas. Incapaces, tan cretinos y maniqueos como los otros, de asumir que luces y sombras son caras de una misma realidad histórica. Soslayando vergonzantes el hecho fundamental de que Hernán Cortés era extremeño, los Pinzones andaluces, Churruca vasco, Jaime I aragonés y catalán, el Cid castellano de Burgos, Abderramán III cordobés, y etcétera. Ocultando que España tuvo agarrado al mundo durante dos siglos por el pescuezo, y que Europa, cuando se hizo, se hizo precisamente contra una nación bronca, difícil, peligrosa hacia fuera y puñetera hacia dentro, que ya entonces, con untar de huevos, se llamaba España. Y que el yugo y las flechas que cierto alcalde analfabeto mandó retirar de un monumento de los Reyes Católicos construido durante el pasado siglo, ya estaba en los pendones de esos reyes en 1492, cuando la toma de Granada.

Así que a buenas horas, me dije, viene mi primo hablando de Historia. Que le pregunte a sus imbéciles sicarios lo que hicieron con ella.

8 de noviembre de 1998

domingo, 1 de noviembre de 1998

Otoño de amigos y libros

Son días felices estos. Lo son cuando llegan esas mañanas soleadas en que no compro periódicos, ni pongo la radio para oír cómo pontifican los tertulianos profesionales, sino que abro un libro como quien abre la puerta de un viaje o una aventura. Días en cuyos anocheceres no apetece zapear entre Lo que necesitas es saber dónde y el telediario, sino que vas directamente al vídeo y te calzas la Máscara de Dimitrios de Negulesco o No eran imprescindibles del abuelo Ford, y luego te duermes con sueños en los ojos y una sonrisa en la boca. Son días felices porque hay una novela que acaba de terminarse, por fin, tras ese calvario de los últimos meses releyendo y corrigiendo, a la caza agotadora del adverbio superfluo, de la errata, del gazapo, y ahora el asunto es exclusiva responsabilidad del editor. Y también- son días felices porque hay otra novela, densa, larga, que rondaba como una mujer hermosa y ahora, por fin, uno se ha animado a decirle hola, buenas, y se zambulle en ella con esa expectación maravillosa del tiempo en que aún todo es posible.

También son días en que los amigos me mandan sus libros recién publicados, y yo deshago los envoltorios como cuando de niño deshacía los regalos de los reyes magos, y luego me siento en el jardín; a leerlos despacio, con la doble ternura del lector y del cómplice. Otros caen en las pausas que deja el poniente suave antes de rolar a lebeche borde y tenerme ocupado rizando velas y blasfemando, a remojo. Las últimas páginas de Señorita, de Juan Eslava Galán, por ejemplo, están arrugadas de humedad y saben a sal de rociones de treinta nudos, como si fueran lágrimas, lo que no es mal homenaje para esa novela estupenda, hecha a la manera en que siempre sé hicieron, a base de folletín, aventura, aviación, tragedia, humor y espionaje, que una vez Juan me anunció en una tasca de Sevilla y que, dos años después, ha escrito tal y como me la contó. También Alfonso Rojo, viejo compañero de guerras ajenas y de hoteles con agujeros, acaba de mandarme su Instinto animal -de ese tipo de instintos sabe Alfonso un rato largo-, con el que ha compuesto un best seller duro y puro, español, eficaz, trepidante y sin complejos, demostrando una vez más que no hay que llamarse Follet o Grisham e irse a Illinois para escribir una novela de acción chachi piruli, con mucha pajarraca y mucho fiambre.

También Julio Ollero, que además de amigo mío es quien edita los más impecables libros de este país, me ha mandado una hermosa novela de Francisco Coloane, ese abuelete chileno de ochenta y tantos años cuyas líneas tienen el rumor de mar de las mejores páginas de London, Conrad o Melville. El camino de la ballena es un libro de los que ya apenas se escriben, entre otras cosas porque hace falta toda una vida de memoria y de libros hermosos para poder hacerlo, y sentir el mar, y las soledades antárticas, y el enigma fascinante y terrible de la caza de la ballena para seguir como es debido a Pedro Nauto, el joven protagonista, en su inolvidable singladura de páginas, temporales, cacerías y existencia.

Dicho lo cual, punto y aparte. Porque el punto y aparte se llama Manuel Rivas. Y Manuel Rivas, que vive por decisión propia cerca de la Costa de la Muerte, entre nieblas y temporales, y de puro periférico se sitúa, el muy cabrón, en el centro del mundo, ha escrito en gallego -se las traduce Dolores Vilavedra- una novela corta, bellísima, llena de humanidad y de ternura, que se llama El lápiz del carpintero y que me tuvo todo un atardecer emocionado, atornillado a una hamaca pasando página tras página. El lápiz del carpintero es exactamente eso, la historia de un lápiz que pasa de mano en mano al inicio de la guerra civil, y de los acordeones que tras un naufragio suenan movidos por el mar en una playa del Finisterre, y de hombres que matan y hombres que mueren, y de víctimas y de verdugos, y de lo más ruin y miserable que anida en el corazón del hombre, y de lo otro, lo hermoso y lo noble que a veces lo salva. Una historia de amor que fue real, y que Rivas ha convertido en mágica ficción, metáfora de lo ruin de nuestra Historia eterna, la maldición de quienes vivimos en ésta tierra de rencores llamada España, pero también símbolo de solidaridad, y decencia, y esperanza. Una de esas historias conmovedoras que son importantes y necesarias, porque al terminar de leerlas, al cerrar despacio el libro y quedarnos absortos, flotando todavía en las páginas que nos resistimos a abandonar, nos hacen mejores. Nos hacen más dignos y más humanos.

1 de noviembre de 1998