Tengo en mi biblioteca dos libros que son botín de guerra. Fueron impresos hace tres siglos y se encuentran en buen estado, pese a las circunstancias en que cayeron en mis manos. La palabra botín de guerra no es casual. Y no tengo remordimientos. Uno lo rescaté entre las ruinas de un pueblo fantasma llamado Vukovar, y otro en el incendio de la biblioteca de Sarajevo. Transmitidas las imágenes para la tele –lo primero era lo primero– trabajé después con algunos voluntarios en salvar cuantos libros y documentos pudimos rescatar de las llamas. Fue un día difícil, con los francotiradores y los artilleros serbios –hijos de la gran puta– dificultando la tarea. Así que al final decidí recompensarme a mí mismo eligiendo un libro al azar, sin que ninguno de los allí presentes pusiera pegas. Tal vez pensaban que me lo había ganado.
De vez en cuando limpio y aireo esos libros mientras recuerdo, y reflexiono. Es curioso: crecí entre libros, formé luego mi propia biblioteca, y durante cierto tiempo tuve la seguridad de que, si un día no tenía sucesores dignos de ella, preferiría verla desaparecer antes que dejar mis libros atrás, dispersos, huérfanos, sujetos a la estupidez y a la maldad humana, o al azar. En sueños me imaginaba pegándole fuego a la biblioteca antes de hacer mutis por el foro. Un mechero, gasolina. Fluosss. A tomar por saco. La maté porque era mía.
Háganse cargo. La certeza de la fragilidad de la vida, adquirida en lugares donde bibliotecas y seres humanos se convertían fácilmente en cenizas, acabó convenciéndome de lo provisional que es todo. Por eso nunca quise poner en mis libros una marca de propietario. Ni siquiera una firma. Como asiduo de librerías anticuarias y de viejo, veía demasiadas dedicatorias y ex libris que siempre me causaban inmensa tristeza; la misma que al mirar viejos juguetes o muñecas en un escaparate polvoriento, cuando te preguntas dónde están los sueños y las ilusiones de los niños que jugaron con ellos.
Sin embargo, en los últimos tiempos algo ha cambiado. Tal vez porque envejezco, o porque al cabo uno comprende que el amor a los libros, a las personas, a lo que sea, atormenta demasiado cuando lo perturban el egoísmo, la incertidumbre, el miedo, el deseo de conservar a toda costa, más allá de lo posible, lo que la vida entrega y arrebata con inapelable naturalidad. Caí en la cuenta hace años, al conseguir una primera edición muy deseada. El ejemplar tenía un antiguo ex libris: don Cosme Tal, digamos. Y de pronto pensé: diablos. Si don Cosme Tal, cuyos descendientes, si los tuvo, quizá fueron indignos de conservar este libro, hubiera sabido que alguien, ahora, iba a pasar con cuidado estas páginas, a acariciar la piel de su encuadernación y a acogerlo en una biblioteca junto a otros hermanos rescatados, como él, de los innumerables naufragios de infinitas vidas, sin duda habría sonreído satisfecho, tranquilizado por la suerte de ese libro que amó hasta el punto de marcarlo con su nombre y su emblema.
Ese día, supongo, comprendí que un libro, como todo, es sólo un depósito temporal. Que al fin desaparecemos mientras la vida sigue, y que los libros también deben vivir su aventura, sujetos a los avatares e incertidumbres de la existencia. Morir, vivir, deshacerse entre las manos de lectores, ser víctimas de la ignorancia, la barbarie, la maldad. Y así, con el tiempo, los supervivientes, uniéndose y separándose unos de otros, como hacemos los hombres que los crearon, llevan en sus páginas y en su encuadernación su propia historia. Su propia vida.
Por eso ya no sufro por mi biblioteca. Sé que un día se verá destruida o dispersa, pero no me angustia esa idea. Aunque algunos de mis libros se pierdan o perezcan en esa diáspora inevitable, otros volverán al mundo para ser rescatados de nuevo y hacer la felicidad de afortunados lectores que tal vez no han nacido todavía. Y un día, quizás, esos lectores pasarán sus páginas con el mismo cariño y atención con que yo lo hice. Y cuidándolos, atesorándolos, leyéndolos, tal vez intuyan en esos viejos y nobles libros las huellas centenarias de las manos que los acariciaron o maltrataron, los fantasmas sonrientes de quienes nos inclinamos sobre ellos persiguiendo placer, conocimiento, lucidez. En busca de respuestas a las preguntas que desde hace siglos nos hacemos todos.
28 de diciembre de 2003
De vez en cuando limpio y aireo esos libros mientras recuerdo, y reflexiono. Es curioso: crecí entre libros, formé luego mi propia biblioteca, y durante cierto tiempo tuve la seguridad de que, si un día no tenía sucesores dignos de ella, preferiría verla desaparecer antes que dejar mis libros atrás, dispersos, huérfanos, sujetos a la estupidez y a la maldad humana, o al azar. En sueños me imaginaba pegándole fuego a la biblioteca antes de hacer mutis por el foro. Un mechero, gasolina. Fluosss. A tomar por saco. La maté porque era mía.
Háganse cargo. La certeza de la fragilidad de la vida, adquirida en lugares donde bibliotecas y seres humanos se convertían fácilmente en cenizas, acabó convenciéndome de lo provisional que es todo. Por eso nunca quise poner en mis libros una marca de propietario. Ni siquiera una firma. Como asiduo de librerías anticuarias y de viejo, veía demasiadas dedicatorias y ex libris que siempre me causaban inmensa tristeza; la misma que al mirar viejos juguetes o muñecas en un escaparate polvoriento, cuando te preguntas dónde están los sueños y las ilusiones de los niños que jugaron con ellos.
Sin embargo, en los últimos tiempos algo ha cambiado. Tal vez porque envejezco, o porque al cabo uno comprende que el amor a los libros, a las personas, a lo que sea, atormenta demasiado cuando lo perturban el egoísmo, la incertidumbre, el miedo, el deseo de conservar a toda costa, más allá de lo posible, lo que la vida entrega y arrebata con inapelable naturalidad. Caí en la cuenta hace años, al conseguir una primera edición muy deseada. El ejemplar tenía un antiguo ex libris: don Cosme Tal, digamos. Y de pronto pensé: diablos. Si don Cosme Tal, cuyos descendientes, si los tuvo, quizá fueron indignos de conservar este libro, hubiera sabido que alguien, ahora, iba a pasar con cuidado estas páginas, a acariciar la piel de su encuadernación y a acogerlo en una biblioteca junto a otros hermanos rescatados, como él, de los innumerables naufragios de infinitas vidas, sin duda habría sonreído satisfecho, tranquilizado por la suerte de ese libro que amó hasta el punto de marcarlo con su nombre y su emblema.
Ese día, supongo, comprendí que un libro, como todo, es sólo un depósito temporal. Que al fin desaparecemos mientras la vida sigue, y que los libros también deben vivir su aventura, sujetos a los avatares e incertidumbres de la existencia. Morir, vivir, deshacerse entre las manos de lectores, ser víctimas de la ignorancia, la barbarie, la maldad. Y así, con el tiempo, los supervivientes, uniéndose y separándose unos de otros, como hacemos los hombres que los crearon, llevan en sus páginas y en su encuadernación su propia historia. Su propia vida.
Por eso ya no sufro por mi biblioteca. Sé que un día se verá destruida o dispersa, pero no me angustia esa idea. Aunque algunos de mis libros se pierdan o perezcan en esa diáspora inevitable, otros volverán al mundo para ser rescatados de nuevo y hacer la felicidad de afortunados lectores que tal vez no han nacido todavía. Y un día, quizás, esos lectores pasarán sus páginas con el mismo cariño y atención con que yo lo hice. Y cuidándolos, atesorándolos, leyéndolos, tal vez intuyan en esos viejos y nobles libros las huellas centenarias de las manos que los acariciaron o maltrataron, los fantasmas sonrientes de quienes nos inclinamos sobre ellos persiguiendo placer, conocimiento, lucidez. En busca de respuestas a las preguntas que desde hace siglos nos hacemos todos.
28 de diciembre de 2003