Si hay algo estupendo en Méjico, son los maestros. No enseñantes, ni docentes, ni esas gilipolleces que utilizamos aquí a modo de innecesario eufemismo. Se llaman a sí mismos maestros, y a mucha honra. Quien ha visitado sus modestas escuelas rurales o del extrarradio monstruoso del Deefe, sabe hasta qué punto su trabajo es heroico, hasta qué extremo llega su amor por la lengua española de la que tan orgullosos se sienten, y lo respetados que son por la sociedad a la que sirven. Tienen sus cosas, claro. Sus mafias sindicales y demás. Pero eso va en dos direcciones, y casi nunca es malo. Al contrario. Que un millón de maestros se pongan de acuerdo para pelear por ellos y por sus alumnos, me parece magnífico. Ojalá en España, en vez de héroes solitarios por una parte y abúlicos mercenarios de la tiza por otra, tuviéramos una mafia magistral como ésa, capaz de romperle la cara, metafórica o literalmente, a tanta Logse, a tanta idiotez, a tanto diseño, a tanta pseudocultura paleta y a tanto ministro analfabeto. Pero, en fin. Cada cual tiene lo que merece tener.
El caso es que en los estados de Sinaloa, Michoacán y Tamaulipas, según me cuentan los amigos, se ha retirado de las aulas el libro Cien corridos mexicanos, que formaba parte de las bibliotecas escolares seleccionadas por doce mil maestros de allí. En Méjico son los profesores quienes deciden con qué libros trabajan sus alumnos, y uno de los elegidos había sido ése, pues el corrido fue siempre medio tradicional, popularísimo, para contar la vida real, tan ajena a los discursos oficiales: antes hablaba de revolución y delincuencia, y ahora de narcotráfico. El libro en cuestión incluye corridos narcos, y algunos senadores han puesto el grito en el cielo. Esas canciones, dicen, pervierten a la juventud y cuentan historias ilegales. Por eso está prohibida su difusión radiofónica o televisada, muy en la línea de la actitud oficial sobre el asunto: ya que no puede erradicarse el problema, que mucha gente vive de eso y que gente poderosa coquetea con el negocio, la solución es negar la evidencia y mirar para otro lado. Tuve ocasión de comprobarlo cuando publiqué en Méjico La Reina del Sur, y algunos políticos le hicieron una promoción eficacísima exigiendo que se retirase de las librerías. Así que les estoy muy agradecido a esos pendejos por ponerme un piso.
Cada vez que voy a Méjico y me preguntan por la música narca, digo lo mismo: lo inmoral, lo censurable, es que el Gobierno permita la pobreza y la injusticia que empuja a la gente a buscarse la vida con el tráfico de droga, y que tanto alto personaje de la nación haya mojado en la salsa. Además, el narcotráfico es una realidad social. Ese mundo existe, tiene sus costumbres, su música y su literatura. Negarlo no soluciona nada. Los niños de las escuelas seguirán oyendo Carga ladeada, La banda del carro rojo o Regalo caro en casa, por la calle, en los centros comerciales, entre otras cosas porque esas canciones cuentan historias fascinantes y las cuentan muy bien, conectando con el sentir popular. En Méjico, la palabra Gobierno fue casi siempre sinónimo de enemigo –es herencia de familia, dice un corrido famoso, trabajar contra la ley–. En ciertos estados norteños, narcos y pistoleros son leyenda, y hasta tienen su patrón sinaloense: el bandido Malverde, santificado por el pueblo. Por eso, iniciativas como la de llevar esas canciones a las escuelas son oportunas e inteligentes. Permiten justo lo que no hace el pusilánime Gobierno: razonar, orientar, debatir el problema. Explicar el lado oscuro de ese mundo sucio a los jóvenes que, fascinados por leyendas falsamente idílicas, aspiran a convertirse en traficantes por poder y por dinero, soñando con música, mujeres y carros del año. A vivir, como cerveza Pacífico en mano decía mi compadre el Batman Güemes, «tres años como un rey en vez de treinta como un buey».
Por eso dedico hoy esta página a los maestros de Méjico. Son ellos quienes tienen razón. El narcotráfico existe, luego debe explicarse. Lo que hace daño es lo inexplicable: que la televisión que censura una obra maestra como la canción Pacas de a kilo difunda sin escrúpulo programas de basura rosa, o idiotice a los jóvenes con la siniestra vacuidad de Gran hermano. E incluso, puestos a comparar, algunos de los valores que cantan los narcocorridos tienen su puntito en los tiempos que corren. Hablo en serio. Conozco a traficantes mejicanos más leales, fiables y cumplidores que algunas de las llamadas personas decentes.
27 de marzo de 2005