Hoy vamos de crítica literaria. Porque, diablos, no siempre lo van a criticar los otros a uno. Y la cosa viene porque un fulano de veintiséis años, Juan Manuel de Prada, ha escrito un libro, una novela, titulada Las máscaras del héroe, que es muy buena. O sea, para entendernos, no es que sea buena en el sentido en que estamos acostumbrados a que algunos pontífices literarios digan que una novela es buena, o algo por el estilo. De esta novela, les aseguro, ningún mandarín de las bellas letras dirá todo eso, habitual, de incomparable maestría, hito imprescindible, influida por los minimalistas finlandeses, difícil lectura pero feliz gratificación en la página trescientos veintisiete, hermoso hermetismo, pequeña obra maestra, ecos de Faulkner y Rushdie, no cuenta nada pero lo dice todo, etcétera. No. La verdad es que este cabroncete de Prada se lo ha puesto muy difícil a más de uno de quienes, en vez de escribir novelas propias, viven de contar por el morro cómo escribirían ellos, si de verdad quisieran, las novelas que han escrito otros.
O de asignar géneros y etiquetas, que ésa es otra. Porque también en tal sentido, Juan Manuel de Prada les ha hecho la puñeta a mis primos los orates de la narrativa. A este fulano veinteañero, grandullón y borracho de literatura de verdad, de la de toda la vida, no pueden ponerle la vitola de joven autor, ni de generación Kronen, ni hacerle fotos con chupa de cuero encima de un amoto, ni elucubrar sobre filosofía barata de bar y caña de cerveza, ni pepinillos en vinagre. Que la vida es una mierda, eso ya lo sabía Prada, como todo el mundo, a los siete años; pero saberlo no basta para hacer literatura: da, como mucho, para redacciones escolares y precocidades literarias de pastel, para contarnos las apasionantes vivencias que uno experimenta tomándose una caña con los colegas, o atracando una gasolinera —en Illinois, por supuesto— porque uno está muy desesperado, y escaparse con una chica y una pistola, asunto original donde los haya. Juan Manuel, que es un novelista de verdad, se ha hecho como Dios manda, leyendo con saña patológica a Quevedo, Valle Inclán, Galdós, Pío Baraja, Stendhal, Mann, Balzac, Tolstoi, Proust, Dumas, Dostoievsky, y los demás. Y después, con la mirada que todos ellos le dejaron impresa y con las herramientas aprendidas en sus páginas, se ha puesto a la tarea de reordenar el mundo y la vida sobre una hoja de papel. En su caso, el hecho de ser joven es una mera circunstancia técnica que nada tiene que ver con la literatura. Ser escritor joven es, simplemente, poder hacer eso a los veintiséis tacos en vez de a los cincuenta. Y para el asunto no necesita uno irse a la hamburguesería de Arkansas o a la narrativa ciberpunk de Seattle. La literatura de pata negra, que es variada, amplia y generosa, se hace a solas, cara a cara con los libros que uno ama e incluso con los que detesta. Después se mezcla con la vida, y de ahí sale la energía maravillosa que permite convertirlo todo, amores, odios, sueños y demás, en literatura, devolviéndole así a ésta, como hijo bien nacido, lo mucho que uno le debe. Y lo demás son milongas, y disquisiciones teóricas, y marear la perdiz de mediocres, y también de algunos críticos profesionales que van de compadres y palmeros finos, cuya memoria literaria empieza en el Ulises de Joyce —que encima no han leído entero—, y que no son capaces de escribir un libro en su puñetera vida.
Jóvenes o no tanto, la literatura española actual está llena de magníficos francotiradores. Apenas se les presta atención en los suplementos literarios, o se les perdona la vida. Pero están ahí. Y un día datan su campanazo correspondiente, como acaba de ocurrir con Las máscaras del héroe. Me refiero a gente como mi entrañable gallego Manuel Rivas, el elegantísimo malagueño Juan Campos Reina, que saca en noviembre El bastón del diablo, el magnífico isleño José Carlos Llop —cuyos dietarios mallorquines son de una belleza y una serenidad admirables— o, en otro orden de cosas y diferente registro, mi escritor maldito predilecto, Roberto del Sur, a quien por cierto el otro día trincaron los de seguridad de una librería chorizando el libro de Prada porque no tenía viruta suficiente para pagarse los tres talegos del tocho. Resumiendo: con Las máscaras del héroe, Juan Manuel de Prada ha escrito un libro que va nos hubiera gustado firmar a muchos. El hijoputa.
27 de octubre de 1996
-------------------
Comprar libro: Las máscaras del héroe
O de asignar géneros y etiquetas, que ésa es otra. Porque también en tal sentido, Juan Manuel de Prada les ha hecho la puñeta a mis primos los orates de la narrativa. A este fulano veinteañero, grandullón y borracho de literatura de verdad, de la de toda la vida, no pueden ponerle la vitola de joven autor, ni de generación Kronen, ni hacerle fotos con chupa de cuero encima de un amoto, ni elucubrar sobre filosofía barata de bar y caña de cerveza, ni pepinillos en vinagre. Que la vida es una mierda, eso ya lo sabía Prada, como todo el mundo, a los siete años; pero saberlo no basta para hacer literatura: da, como mucho, para redacciones escolares y precocidades literarias de pastel, para contarnos las apasionantes vivencias que uno experimenta tomándose una caña con los colegas, o atracando una gasolinera —en Illinois, por supuesto— porque uno está muy desesperado, y escaparse con una chica y una pistola, asunto original donde los haya. Juan Manuel, que es un novelista de verdad, se ha hecho como Dios manda, leyendo con saña patológica a Quevedo, Valle Inclán, Galdós, Pío Baraja, Stendhal, Mann, Balzac, Tolstoi, Proust, Dumas, Dostoievsky, y los demás. Y después, con la mirada que todos ellos le dejaron impresa y con las herramientas aprendidas en sus páginas, se ha puesto a la tarea de reordenar el mundo y la vida sobre una hoja de papel. En su caso, el hecho de ser joven es una mera circunstancia técnica que nada tiene que ver con la literatura. Ser escritor joven es, simplemente, poder hacer eso a los veintiséis tacos en vez de a los cincuenta. Y para el asunto no necesita uno irse a la hamburguesería de Arkansas o a la narrativa ciberpunk de Seattle. La literatura de pata negra, que es variada, amplia y generosa, se hace a solas, cara a cara con los libros que uno ama e incluso con los que detesta. Después se mezcla con la vida, y de ahí sale la energía maravillosa que permite convertirlo todo, amores, odios, sueños y demás, en literatura, devolviéndole así a ésta, como hijo bien nacido, lo mucho que uno le debe. Y lo demás son milongas, y disquisiciones teóricas, y marear la perdiz de mediocres, y también de algunos críticos profesionales que van de compadres y palmeros finos, cuya memoria literaria empieza en el Ulises de Joyce —que encima no han leído entero—, y que no son capaces de escribir un libro en su puñetera vida.
Jóvenes o no tanto, la literatura española actual está llena de magníficos francotiradores. Apenas se les presta atención en los suplementos literarios, o se les perdona la vida. Pero están ahí. Y un día datan su campanazo correspondiente, como acaba de ocurrir con Las máscaras del héroe. Me refiero a gente como mi entrañable gallego Manuel Rivas, el elegantísimo malagueño Juan Campos Reina, que saca en noviembre El bastón del diablo, el magnífico isleño José Carlos Llop —cuyos dietarios mallorquines son de una belleza y una serenidad admirables— o, en otro orden de cosas y diferente registro, mi escritor maldito predilecto, Roberto del Sur, a quien por cierto el otro día trincaron los de seguridad de una librería chorizando el libro de Prada porque no tenía viruta suficiente para pagarse los tres talegos del tocho. Resumiendo: con Las máscaras del héroe, Juan Manuel de Prada ha escrito un libro que va nos hubiera gustado firmar a muchos. El hijoputa.
27 de octubre de 1996
-------------------
Comprar libro: Las máscaras del héroe