domingo, 24 de abril de 1994

El vil metal


Uno abre los diarios y se entera de que España o para ser más exactos la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, aspira a imprimir el tengue que es la nueva moneda que sustituye al rublo en la república de Kazajistan. Está bien eso de que seamos agresivos en materia de contratos extranjeros, y si además del Kazajistán conseguimos el Beluchistán y el Azerbaiyán, y en los ratos libres le seguimos dando a la manivela y salen unos cuantos marcos alemanes, para qué les voy a contar. Los billetes de banco hechos en España suelen ser bastante bonitos y se pueden enseñar por ahí con la cabeza muy alta, incluso los de 2.000 pesetas, que llevan a la derecha la efigie de José Celestino Mutis, patriarca de la Botánica hispana, y a la izquierda la firma de Mariano Rubio, ex gobernador del Banco de España. (No sé si sitúan ustedes a don Celestino, pero seguro que se acuerdan de don Mariano).

Es bueno eso de imprimir moneda extranjera, porque proporciona ingresos al Tesoro y trabajo a dibujantes y operarios. También da prestigio, y justo a eso iba. Porque si además de papel este asunto incluye acuñación metálica, aviados están los kazajos. Si algo distingue a nuestras monedas en los últimos doce años, es su carácter perfectamente horroroso dentro de la más estricta anarquía.

Desconozco los criterios que la FNMT aplica a la hora de elegir dibujantes y diseñadores de tan pésimo gusto, pero me los imagino. Y no me gusta nada lo que imagino. En este país cualquiera vale para cualquier cosa, y todo el mundo tiene un amigo -yo un primo segundo, sin ir más lejos- que dibuja, y diseña, y toca de oído, y lo mismo guisa un estofado que le saca brillo al copón de Bullas. Los estofados y las procesiones de Semana Santa nos salen de maravilla, es cierto. Pero tenemos, con mucho, las monedas más feas y variopintas de Europa, hasta el punto de que el muestrario nacional parece la ventanilla de cambio de una casa de putas.

Échenle un vistazo al bolsillo y vean si exagero. Cada vez que viene un amigo de afuera y lo llevo a tomar unas cañas, manifiesta su desconcierto ante dos hechos capitales: que no haya dos españoles que pidan el mismo café, y el caos de monedas que en España consideramos de curso legal.

Por ejemplo: en el momento de teclear estas líneas, el arriba firmante posee una peseta minúscula de níquel, otras más grandes del Mundial de Fútbol y otra con la cara del Rey en el anverso y la gallina imperial en el reverso. En cuanto a duros, tengo tres: un duro enano y confuso en el que se descifra con dificultad un 5 -creo que en algún sitio pone pesetas-, otro del Rey joven con una pelota de fútbol, y otro de Franco en edad provecta. En cuanto a monedas de cinco duros también dispongo de amplia variedad, en la que destacan una cosa con agujero donde pone Expo, otra con otro agujero que reza País Vasco, y otra de Barcelona 92. Amén de las piezas grandes con el escudo real, una, y el Generalísimo -de perfil, cincuentón, en plena forma- en la otra.

Pero no crean que para ahí la cosa. Porque estaba yo con las 100 pesetas -la dorada con el escudo constitucional y el Rey me parece la más correcta de todas- cuando me tropiezo con un Camino de Santiago que incita abiertamente a elegir otro camino. Después aparece a traición, con el mismo tamaño, una de níquel de 2 pesetas de 1982 que no me atrevo a usar por si resulta que es falsa. Y en cuanto a las de 50 -el Mundial, Franco, el Rey, la Biblia en verso-acabo de estar a punto de tirar una moneda de color plateado, creyéndola machacada en los bordes por algún desaprensivo. Pero resulta que me fijo y es pieza de 50, nuevecita, con un singular cuño de misteriosas muescas alrededor, que reza Extremadura y me pregunto qué habrán hecho los extremeños para merecer tan cruel venganza.

Tampoco tiene otra explicación el turbio ajuste de cuentas con la Institución monárquica que me echo a la cara con otra pieza enana de doscientas, que luce -es un decir-una efigie regia perpetrada por indudable mano republicana. Moneda, por cierto, que convive en mi bolsillo con otra de idéntico valor, donde un oso y un madroño nos aseguran, bajo su exclusiva responsabilidad, que Madrid fue en el 92 capital europea de la Cultura.

Es como para volverse majara. Imagínense ser ciego en España y tener que identificar todo eso al tacto, día tras día, en un quiosco de la ONCE. Nunca pareció tan vil el vil metal.

24 de abril de 1994

domingo, 17 de abril de 1994

Sobre analfabetos y cafés


El viejo café Zurich de Barcelona está condenado a muerte, y esta vez la sentencia es inapelable. Ciertos lugares y establecimientos resultan incompatibles con el tiempo en que vivimos, y el Zurich pronto seguirá la triste suerte del Oro del Rhin, La Luna, el Lyon de Madrid y tantos otros: convertirse en hamburgueserías o bancos. Símbolos de la convivencia de tertulia, reductos cosmopolitas de la tradición y la cultura, los antiguos cafés españoles siguen muriendo uno tras otro, y no se puede cruzar el umbral de los últimos supervivientes -el Gijón de Madrid, el Ca'n Tomeu de Mallorca, el Novelti de Salamanca- sin la incómoda sensación de que también sus días están contados.

Si la conservación de cafés antiguos fuese un criterio de nivel cultural, en España seríamos analfabetos. El enunciado, brillante, no es mío, sino de un amigo. El amigo se llama Jean Schalekamp, y es uno de esos hombres del norte, escritor por más señas, que un día deciden adoptar la patria mediterránea y se quedan en ella para siempre. Vive desde hace muchos años en Mallorca y allí, en la soleada paz de su estudio, me hace el honor de traducir mis novelas al holandés. A Jean le gusta sentarse en las terrazas y en los cafés a ver pasar la vida, y en los últimos tiempos dirige una particular cruzada: una asociación en defensa de esos viejos recintos contra la especulación y la piqueta. Se llama Amics deis Café y es una causa perdida, por supuesto. Pero ninguna causa tendría encanto sino peleáramos por ella hasta quebrar el sable, incluso poseyendo la certeza de que estamos vencidos de antemano.

La idea de Jean es que los cafés españoles con larga y noble tradición, aquellos que han sabido conservar su casticismo y su sentido histórico, sean declarados patrimonio cultural bajo la protección de los ayuntamientos o el Estado. Y que a cambio se les impongan estrictas normas de conservación, decoración y ambiente. A fin de cuentas, un café es un microcosmos denso y cálido, un foco intelectual de comunicación humana, que forma parte de la cultura viva de una ciudad tanto como los teatros, los museos, o las salas de conciertos.

Esto, que para sorpresa de mi amigo holandés es necesario explicar a todo el mundo en España, en otros lugares de Europa resulta tan obvio que nadie plantea siquiera la cuestión. París, como puede atestiguar el señor De Vilallonga unas páginas más adelante, no sería París sin el Flore, La Paix o Les Deu Magots. En el Greco de Roma tomaba café, entre otros, Stendhal, y ése es motivo suficiente para que siga abierto y cuidado como un santuario. En cuanto a Viena, que tiene los más hermosos cafés del mundo, el Sacher, el Braüenerhof, el Schwarzer, el Dommayer y los demás se miman y conservan como lo que son: auténticos tesoros del patrimonio nacional. Un patrimonio que se inscribe en el ámbito europeo y en el de la cultura universal, como comprende uno cuando ve a 400.000 japoneses que, en la puerta, con reverencial respeto, mueven la cabeza y dicen hai mientras hacen fotos.

Decir que somos unos notorios imbéciles no supone, a estas alturas, descubrir el Mediterráneo. Los españoles nos estamos ganando a pulso el café en vasos de plástico y las camareras con gorrito multicolor en vez de viejos, sabios e impasibles camareros de toda la vida. Aquí confundimos demasiado fácilmente tradición con reacción, memoria con inmovilismo, y pendientes del eterno que dirán y del no vayan a creer que yo, aceptamos alegremente la orfandad estéril a que nos condenan los políticos que aspiran a que su mujer parezca Hilary Clinton, los ministros de Cultura que gastan millones en campañas de diseño en vez de mandar libros a los colegios, la televisión que recurre a modelos ajenos, los bancos, las cadenas de hamburguesas, las pizzerías a la americana, las gilipolleces que estamos obligados a escuchar cada día. Y justo cuando miles de turistas norteamericanos acuden a la vieja Europa en busca de sus raíces y los ecos de su antigua cultura, nosotros nos vestimos de neón y colorines para imitar, sobre los escombros de lo que fuimos aquello de lo que precisamente ellos huyen.

¿Saben lo que les digo? Me encanta ser español. Me encantan las terrazas al sol y las tertulias entre humo hasta la madrugada. Por eso rompo hoy esta lanza por los antiguos cafés, que son, como mi amigo Jean Schalekamp y yo, carne y sangre y semen del Mediterráneo y de la vieja Europa. Y a las hamburgueserías y a los bancos, que les vayan dando.

17 de abril de 1994

domingo, 10 de abril de 1994

El filo de la navaja


Tuvo que ser la pera. Y confieso que al principio no lo comprendía. En el colegio, cuando estudiaba Historia de España, y más tarde como lector adulto, siempre me acerqué desconcertado a los vaivenes y querellas internas que salpican -pleitos, contiendas civiles, sangre de amigos y vecinos- nuestros siglos de existencia. Al tierno infante que yo era le resultaba odioso y extraordinario que, por un quítame allá esos agravios, el tal Don Julián le abriese a los moros la puerta de atrás para reventar al rey don Rodrigo y, de paso, poner la Península patas arriba. Me escamaba tanto antiguo castillo demolido, no por los enemigos, sino por orden del rey. Y me extrañaba mucho que jefes y capitanes con nombres sonoros, gentes ilustres que habían dado a la Corona tierras, riquezas y gloria, terminasen acuchillándose entre sí allá en las Indias, cuando no arcabuceados por la espalda o ahorcados por sus propios monarcas.

Pero después uno se hace mayor y comprende. Igual que la Historia esclarece el presente, también nuestro presente explica los sucesos del pasado. Basta echar un vistazo alrededor, leer los diarios, escuchar las tertulias de la radio, tender un poco la oreja en la calle, en la oficina, para captar las claves del asunto. Hemos sido lo que somos, y también somos lo que fuimos, en este país donde el pecado capital no es el orgullo, ni la pereza -erraban los turistas románticos- , sino la envidia y su brazo armado, la maledicencia. En este país donde, para el sol, es pura rutina perfilar la sombra de Caín. En este país que se reconoce no en los lienzos de Velázquez sino en los de Goya, donde las espadas siempre terminan fundiéndose para forjar navajas cachicuernas. En este país que prefiere perder un ojo con tal de que el vecino pierda dos, y donde lo grave no es el insulto, la descalificación o la calumnia, sino la cantidad de hijos de puta que se lanzan sobre ello como una jauría, encantados de que pudiera ser cierto.

Si a todo eso sumamos, amén los correveidiles y los parásitos que viven de mirar, el hecho de que nuestra cepa abunde en noventa y nueve Sanchopanzas por cada Quijote que alumbra, vemos perfilarse claro el panorama. A esa luz puede uno, con los años, entender muchas cosas. Desde Viriato acuchillado en su tienda por los capitanes vendidos a Roma -y seguro que el oro fue lo de menos en el asunto- hasta Tarik y Muza, Riego metido en un cesto del suplicio, los Copons, Fornet, Mañas y Balcells de las compañías almogávares acuchillándose entre sí cuando no tenían turcos o bizantinos que les despertaran el ferro, o las tropas nacionales ganando batallas mientras, en la retaguardia, anarquistas y comunistas , por ejemplo , se fusilaban unos a otros con ese particular esmero que siempre ponemos los españoles , en la hora de nuestras íntimas carnicerías.

En cuanto a lo de América, aquello tuvo que ser como para sacar nota. Imagínense ustedes al personal, esos segundones castellanos o extremeños, bravos como toros de lidia, sin nada que perder y buscándose la vida lejos de autoridades y reyes. Esos Pizarro, Almagro, Cortés, Núñez de Balboa, aliándose y traicionándose unos a otros, montándoselo a su aire, escribiendo cartas a España a ver quien llegaba antes que el adversario, delatando a quien les hacía sombra, tendiendo emboscadas, entre virreyes y emisarios que iban y venían con orden de prisión para uno, de libertad para el otro, de confiscar los bienes de aquel o ahorcar sumariamente a Mengano. El rey Nuestro Señor trincando el oro y la plata con una mano y firmando la prisión o la ejecución con la otra, con los consejeros susurrándole al oído que si el tal Cortés se pasaba de listo, que si el tal Pizarro ya me entendéis, Majestad.

Sin embargo, también eso es España. También eso tiene su especial grandeza, aunque a veces sea retorcida e infame. Siempre dispuestos a disparar el trabuco, es precisamente ese ciego encono, nuestra flagrante mala sangre de emboscada y navajazo, la que nos hace tan duros y peligroso. Lo que talla a golpe de hacha -a menudo de verdugo- los peldaños de nuestra Historia, que no es sino un largo ajuste de cuentas. Los españoles no hemos estado jamás a gusto en nuestra piel, y por eso envidiamos y apuñalamos tanto: para desquitarnos. Quizá no sepamos vivir, pero seguimos -miren alrededor- sabiendo odiar y matar como nadie. Que recuerden eso los aprendices de brujo; los irresponsables que juguetean con la tapa de la caja de la truenos y se pasean alegremente, como si esto fuera Suiza, por el filo de la navaja.

10 de abril de 1994

lunes, 4 de abril de 1994

Perfume de mujer fatal


Ahora le ha dado a todo el mundo por llamarlos grandes superficies, quizás porque suena más técnico, más profesional. A mí, llamar grandes superficies a lo que siempre fueron grandes almacenes me parece una chorrada notoria; pero en este país oímos tantas al día, que da lo mismo. Hace una semana escuché a un ministro hablar de la filosofía del partido. Si hubiera sido más imaginativo, habría podido por ejemplo, acuñar el término filosofía operativa, y en el acto todos los políticos y los empresarios dinámicos, los banqueros y los sindicalistas, se habrían lanzado sobre el término, y a estas alturas tendríamos filosofía operativa hasta en las declaraciones de los entrenadores de fútbol: Nos metieron cuatro a uno porque Juanita no asimiló la filosofía operativa. Y cosas así.

Respecto a los grandes almacenes, vaya por delante que nada tengo contra su existencia. Me gusta perderme por ellos, mirar cosas, observar a la gente y a las dependientas de las secciones de perfumería, que siempre huelen a mujer fatal. Antes, incluso me divertía mucho haciendo gestos sospechosos con las bolsas para que llegaran los de seguridad y metieran la pata al decirme oiga usted; lo que pasa es que ahora les suena mi careto y ya no pican. Con todo esto quiero decir que los grandes almacenes son divertidos y conoces gente. A mí me caen simpáticos, y compro en ellos los tejanos, las cintas de vídeo, los disquetes de ordenador y cosas así. Pero no me ciega la pasión.

En España, la competencia de algunos grandes almacenes estrangula a los pequeños comerciantes. Crecen y crecen y se multiplican como en las películas de terror y ciencia ficción, mientras los pequeños, incapaces de competir ni en precios ni en el aspecto visual de la oferta, palman uno tras otro o sobreviven a duras penas. No hay zonas delimitadas como las antiguas reservas comanches, ni cascos históricos ni barrios tradicionales a respetar. El asunto escuece, sobre todo, en los centros tradicionales de las ciudades, donde el pequeño comercio local, amén de dar de comer a las familias que a él se dedican desde hace años, proporciona vida a las calles. Y cuando el pequeño comercio desaparece, ya saben lo que nos queda. Desoladas manzanas de oficinas y bancos con muchos vigilantes jurados en la puerta. Un paisaje frío, hostil, muy de nuestro tiempo.

Mienten como bellacos quienes sostienen que eso es inevitable. Uno se da una vuelta por Lisboa, por algunos barrios de París, por cualquier ciudad italiana con cierto sentido del orgullo local, la estética y la vergüenza torera, y comprende que no en todas partes cuecen las mismas habas. En muchos sitios la implantación de grandes locales comerciales se concede de modo racional, con cuentagotas, en las afueras, o no se tolera en absoluto, precisamente para evitar que las calles y barrios tradicionales pierdan su ambiente, su sabor y su vida. Nadie verá un cartel de hamburgueserías norteamericanas en el casco antiguo de Venecia, aunque las haya, ni unos grandes almacenes en la plaza de Vosgos de París. Mientras que en España, cualquier japonés, cualquier francés o cualquier fulano le sugiere a un alcalde montar un híbrido de Disneylandia y Galerías Lafayette en la plaza Mayor de Madrid o en el barrio de Santa Cruz de Sevilla, y las corporaciones municipales y los ministros y consejeros de industria se abren de piernas en el acto porque eso suena a inversión, sin que nadie se moleste en hacer estudios de las repercusiones a largo plazo, turismo, economía local o puro buen gusto que la cosa va a traer consigo.

Nos quejamos de que los viejos barrios, las hermosas calles de nuestras antiguas ciudades, se mueren cada día. Pero somos nosotros quienes tenemos la culpa. En vez de seguir también fieles a los ultramarinos de la esquina, comprar algunos libros en la librería de toda la vida, o seguir encargándole chuletas al carnicero Manolo, damos nuestra particular exclusiva al supermercado, a los grandes almacenes, a la tienda de moda de tal o cual cadena internacional, porque es más cómodo, más divertido.

Porque tiene más filosofía operativa. Y los ultramarinos, y la librería, y el carnicero acaban cerrando para que, a cambio, las acciones de Supertodo coticen en bolsa. O, lo que es peor, para que Jean-Louis Lechón, director general de Alosanfán S.A., se compre un yate en Niza, Tadamichi Juribayasi cambie de residencia en Osaka, o Douglas Morris sea elegido hombre del año por la revista Time. Y a mí, que quieren que les diga, eso me pone de muy mala leche.

3 de abril de 1994