Uno abre los diarios y se entera de que España o para ser más exactos la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, aspira a imprimir el tengue que es la nueva moneda que sustituye al rublo en la república de Kazajistan. Está bien eso de que seamos agresivos en materia de contratos extranjeros, y si además del Kazajistán conseguimos el Beluchistán y el Azerbaiyán, y en los ratos libres le seguimos dando a la manivela y salen unos cuantos marcos alemanes, para qué les voy a contar. Los billetes de banco hechos en España suelen ser bastante bonitos y se pueden enseñar por ahí con la cabeza muy alta, incluso los de 2.000 pesetas, que llevan a la derecha la efigie de José Celestino Mutis, patriarca de la Botánica hispana, y a la izquierda la firma de Mariano Rubio, ex gobernador del Banco de España. (No sé si sitúan ustedes a don Celestino, pero seguro que se acuerdan de don Mariano).
Es bueno eso de imprimir moneda extranjera, porque proporciona ingresos al Tesoro y trabajo a dibujantes y operarios. También da prestigio, y justo a eso iba. Porque si además de papel este asunto incluye acuñación metálica, aviados están los kazajos. Si algo distingue a nuestras monedas en los últimos doce años, es su carácter perfectamente horroroso dentro de la más estricta anarquía.
Desconozco los criterios que la FNMT aplica a la hora de elegir dibujantes y diseñadores de tan pésimo gusto, pero me los imagino. Y no me gusta nada lo que imagino. En este país cualquiera vale para cualquier cosa, y todo el mundo tiene un amigo -yo un primo segundo, sin ir más lejos- que dibuja, y diseña, y toca de oído, y lo mismo guisa un estofado que le saca brillo al copón de Bullas. Los estofados y las procesiones de Semana Santa nos salen de maravilla, es cierto. Pero tenemos, con mucho, las monedas más feas y variopintas de Europa, hasta el punto de que el muestrario nacional parece la ventanilla de cambio de una casa de putas.
Échenle un vistazo al bolsillo y vean si exagero. Cada vez que viene un amigo de afuera y lo llevo a tomar unas cañas, manifiesta su desconcierto ante dos hechos capitales: que no haya dos españoles que pidan el mismo café, y el caos de monedas que en España consideramos de curso legal.
Por ejemplo: en el momento de teclear estas líneas, el arriba firmante posee una peseta minúscula de níquel, otras más grandes del Mundial de Fútbol y otra con la cara del Rey en el anverso y la gallina imperial en el reverso. En cuanto a duros, tengo tres: un duro enano y confuso en el que se descifra con dificultad un 5 -creo que en algún sitio pone pesetas-, otro del Rey joven con una pelota de fútbol, y otro de Franco en edad provecta. En cuanto a monedas de cinco duros también dispongo de amplia variedad, en la que destacan una cosa con agujero donde pone Expo, otra con otro agujero que reza País Vasco, y otra de Barcelona 92. Amén de las piezas grandes con el escudo real, una, y el Generalísimo -de perfil, cincuentón, en plena forma- en la otra.
Pero no crean que para ahí la cosa. Porque estaba yo con las 100 pesetas -la dorada con el escudo constitucional y el Rey me parece la más correcta de todas- cuando me tropiezo con un Camino de Santiago que incita abiertamente a elegir otro camino. Después aparece a traición, con el mismo tamaño, una de níquel de 2 pesetas de 1982 que no me atrevo a usar por si resulta que es falsa. Y en cuanto a las de 50 -el Mundial, Franco, el Rey, la Biblia en verso-acabo de estar a punto de tirar una moneda de color plateado, creyéndola machacada en los bordes por algún desaprensivo. Pero resulta que me fijo y es pieza de 50, nuevecita, con un singular cuño de misteriosas muescas alrededor, que reza Extremadura y me pregunto qué habrán hecho los extremeños para merecer tan cruel venganza.
Tampoco tiene otra explicación el turbio ajuste de cuentas con la Institución monárquica que me echo a la cara con otra pieza enana de doscientas, que luce -es un decir-una efigie regia perpetrada por indudable mano republicana. Moneda, por cierto, que convive en mi bolsillo con otra de idéntico valor, donde un oso y un madroño nos aseguran, bajo su exclusiva responsabilidad, que Madrid fue en el 92 capital europea de la Cultura.
Es como para volverse majara. Imagínense ser ciego en España y tener que identificar todo eso al tacto, día tras día, en un quiosco de la ONCE. Nunca pareció tan vil el vil metal.
24 de abril de 1994
Es bueno eso de imprimir moneda extranjera, porque proporciona ingresos al Tesoro y trabajo a dibujantes y operarios. También da prestigio, y justo a eso iba. Porque si además de papel este asunto incluye acuñación metálica, aviados están los kazajos. Si algo distingue a nuestras monedas en los últimos doce años, es su carácter perfectamente horroroso dentro de la más estricta anarquía.
Desconozco los criterios que la FNMT aplica a la hora de elegir dibujantes y diseñadores de tan pésimo gusto, pero me los imagino. Y no me gusta nada lo que imagino. En este país cualquiera vale para cualquier cosa, y todo el mundo tiene un amigo -yo un primo segundo, sin ir más lejos- que dibuja, y diseña, y toca de oído, y lo mismo guisa un estofado que le saca brillo al copón de Bullas. Los estofados y las procesiones de Semana Santa nos salen de maravilla, es cierto. Pero tenemos, con mucho, las monedas más feas y variopintas de Europa, hasta el punto de que el muestrario nacional parece la ventanilla de cambio de una casa de putas.
Échenle un vistazo al bolsillo y vean si exagero. Cada vez que viene un amigo de afuera y lo llevo a tomar unas cañas, manifiesta su desconcierto ante dos hechos capitales: que no haya dos españoles que pidan el mismo café, y el caos de monedas que en España consideramos de curso legal.
Por ejemplo: en el momento de teclear estas líneas, el arriba firmante posee una peseta minúscula de níquel, otras más grandes del Mundial de Fútbol y otra con la cara del Rey en el anverso y la gallina imperial en el reverso. En cuanto a duros, tengo tres: un duro enano y confuso en el que se descifra con dificultad un 5 -creo que en algún sitio pone pesetas-, otro del Rey joven con una pelota de fútbol, y otro de Franco en edad provecta. En cuanto a monedas de cinco duros también dispongo de amplia variedad, en la que destacan una cosa con agujero donde pone Expo, otra con otro agujero que reza País Vasco, y otra de Barcelona 92. Amén de las piezas grandes con el escudo real, una, y el Generalísimo -de perfil, cincuentón, en plena forma- en la otra.
Pero no crean que para ahí la cosa. Porque estaba yo con las 100 pesetas -la dorada con el escudo constitucional y el Rey me parece la más correcta de todas- cuando me tropiezo con un Camino de Santiago que incita abiertamente a elegir otro camino. Después aparece a traición, con el mismo tamaño, una de níquel de 2 pesetas de 1982 que no me atrevo a usar por si resulta que es falsa. Y en cuanto a las de 50 -el Mundial, Franco, el Rey, la Biblia en verso-acabo de estar a punto de tirar una moneda de color plateado, creyéndola machacada en los bordes por algún desaprensivo. Pero resulta que me fijo y es pieza de 50, nuevecita, con un singular cuño de misteriosas muescas alrededor, que reza Extremadura y me pregunto qué habrán hecho los extremeños para merecer tan cruel venganza.
Tampoco tiene otra explicación el turbio ajuste de cuentas con la Institución monárquica que me echo a la cara con otra pieza enana de doscientas, que luce -es un decir-una efigie regia perpetrada por indudable mano republicana. Moneda, por cierto, que convive en mi bolsillo con otra de idéntico valor, donde un oso y un madroño nos aseguran, bajo su exclusiva responsabilidad, que Madrid fue en el 92 capital europea de la Cultura.
Es como para volverse majara. Imagínense ser ciego en España y tener que identificar todo eso al tacto, día tras día, en un quiosco de la ONCE. Nunca pareció tan vil el vil metal.
24 de abril de 1994