domingo, 29 de diciembre de 2019

El salto del tigre

Estoy en Nueva York, tomando una cerveza en un bar que acabo de convertir en mi favorito: un acogedor antro del Village con una barra en la que a media mañana se alinea una fila de bebedores tempranos con pinta de tipos duros, incluido un guaperas sesentón que se pasa el tiempo mirando en el móvil fotos que le mandan sus novias. El bar tiene pinta de pub irlandés con madera oscura y chimenea, incluida una camarera perfecta para el sitio, simpática, rubia, guapa, grandota y maternal, a la que supongo, porque da el tipo y es el lugar idóneo, diversos tatuajes repartidos de modo estratégico por su abundante anatomía. Cualquier intento de despejar la curiosidad sobre el asunto, dadas las notables dimensiones de la señora, sería agotador a mi edad, y me temo que a la de cualquiera; así que me limito a los cálculos intelectuales distantes mientras estoy en el bar, como digo, trasegando una Heineken después de haberme tomado un Actrón, disfrutando del sitio y de la compañía, y pensando que, aun con todo eso, lo que más me gusta de este bar es el nombre: The Blind Tiger, el tigre ciego. Que es un nombre cojonudo. 

A lo mejor es el efecto combinado del ácido acetilsalicílico con el paracetamol y la cerveza, o la rotunda camarera, o la pinta de los parroquianos alineados hombro con hombro en la barra –una especie de Village People en versión macho–, pero empiezo a reírme por dentro porque el nombre del sitio y la concurrencia me traen a la memoria una de las más sobadas leyendas urbanas de mi juventud hispana: el salto del tigre. Ciego o con buena vista, lo del tigre, desaparecido hace tiempo del habla coloquial, fue un punto recurrente en otra época, cuando las conversaciones entre varones giraban en torno al sexo y su práctica, en aquel tiempo escasa, cuyas heterodoxias se conocían más de oídas que de otra cosa. Alguien llegaba al bar, y mientras daba un sorbo al vermut y pinchaba una aceituna decía, solemne: «Anoche le hice a mi señora –o a quien fuera– el salto del tigre». Y los amigos o compadres lo miraban expectantes, ansiando pormenores. 

Qué tiempos, oigan. Y no precisamente maravillosos. El salto del tigre era como el unicornio: todos hablaban de él pero nadie lo había visto. En esos grises años era el mito sexual por excelencia, la proeza de la que un varón ibérico debía alardear en el bar o el casino. Equivalía, más o menos, al también clásico «tres sin sacarla» que con «a la madre y a la hija» era el triple arsenal de proezas eróticas que todo fantasma imbécil manejaba de boquilla para tirarse pegotes sobre la materia. Técnicamente y sin detallar demasiado, lo del salto del tigre consistía en situarse la parte actuante a una distancia razonable –dos o tres metros como mínimo– de la parte recipiendaria, y tras tomar impulso arrojarse desde esa distancia, para con puntería infalible acertar en plena bisectriz de la dama. «Te voy a hacer el salto del tigre», anunciaba uno, sobrado y seguro de sí. Y la cosa mejoraba, en lo espectacular, si se situaba antes de pie sobre la cómoda, o sobre el armario, para lanzarse desde allí con el poderoso impulso de una fiera, en plan híbrido de Tarzán y Alfredo Landa. Por supuesto, en la posterior narración de la hazaña todas las mujeres objeto del salto quedaban satisfechas y agradecidas, y algunas incluso pedían un bis extra, o varios, antes de la ovación final y vuelta al ruedo. Luego, naturalmente, tres sin sacarla. Y etcétera. 

Por fortuna los tiempos cambiaron hace mucho. Los bocazas de bar son personajes anticuados y ridículos, y la vida íntima ya no se controla desde ministerios, cuarteles, comisarías, púlpitos y confesonarios. El sexo no es ahora algo que el personal suela conocer de oídas, y el salto del tigre, o lo rancio que representa, quedó relegado al baúl de aquella España casposa y gris de la que tanto nos costó salir y a la que algunos –sin distinción de ideologías, cada cual a su estúpida e inquisitorial manera– pretenden hoy devolvernos por otros e indirectos caminos. Si un cretino dice a los amigos «Ayer le hice a Concha el salto del tigre» pueden ocurrir tres cosas: que los oyentes ignoren de qué puñetas les habla, que es lo más probable; que lo miren como si fuera –y en este caso efectivamente es– completamente gilipollas, o que se lo tomen a coña marinera. «¿Y no se te engancharon los huevos en la lámpara del techo?», pueden preguntarle con mucha y natural guasa. Y pensando en todo eso, con una sonrisa interior, sigo suponiendo tatuajes ocultos en la voluminosa y guapa camarera del Blind Tiger mientras le pido otra cerveza y el Actrón empieza a hacer su benéfico efecto. 

29 de diciembre de 2019 

domingo, 22 de diciembre de 2019

Imperioapología y otros disparates

«Con la Ilustración, el extranjerismo y las malsanas doctrinas se infiltraron en nuestra patria»… Esa frase, leída en 1958 en mi libro escolar de Historia de España, figura con palabras casi idénticas en Fracasología, de María Elvira Roca Barea, que acabo de leer con más estupor que indignación. En su anterior libro Imperiofobia y leyenda negra, donde reivindicaba lo mejor de nuestra historia a costa de ocultar estragos y sombras, Roca Barea dedicó una mención poco simpática a las novelas del capitán Alatriste: criticar a la Inquisición le parecía antipatriótico. En su momento no le di importancia, pues novelistas como Pérez Galdós, Baroja y Blasco Ibáñez, de más talla que la mía, hacen innecesario rebatir esa estupidez. Pero en su nuevo libro, furibundo ataque contra la Enciclopedia y la Ilustración española del XVIII, Roca Barea vuelve a darme un pellizquito de monja, esta vez con Hombres buenos: precisamente una novela que escribí sobre el difícil empeño de los ilustrados en España, con el resultado de un siglo XIX infame y un XX trágico. 

Así que, en vista de su insistencia y confiando en que me dé nuevos motivos, voy a ocuparme de Roca Barea; cuyo argumento en ambos libros, aplaudidos por lectores respetables –cada cual es muy dueño, y ahí no me meto– pero sobre todo por una derecha política necesitada de vitaminas para su anemia intelectual, es que nuestros males no provienen de gobernantes ni súbditos, sino de la conjura de otros imperios –judeomasónica, falta decir– que nos tenían envidia cochina. Montesquieu, Voltaire son culpables, y la España de los Austrias fue más moderna que la Francia ilustrada. En su doble, caprichosa y desordenada obra, donde mezcla hechos irrefutables con turbios escamoteos y desvergonzados autoelogios, Roca Barea llama «catetos» a los afrancesados, se chotea de Jovellanos, se pasa por la bisectriz o ignora el pesimismo de Galdós, la trágica dualidad de Goya («Dibuja lo que nunca ha visto»), la triste suerte de Moratín, la mirada de Larra, los juicios a fray Luis de Granada y fray Luis de León, el vitriolo de Quevedo, la melancolía de Cervantes, el Índice de libros prohibidos, el drama de los liberales perseguidos, el proceso Olavide, las universidades que, mientras la Ilustración cambiaba Europa, discutían si el purgatorio era sólido, líquido o gaseoso y forzaban a Jorge Juan, que trajo el cálculo infinitesimal de Newton, a escribir en sus libros: «Esto, que parece probado científicamente, no debe creerse por contrario a la doctrina de la Iglesia»

Y así, todo. Cuando afirma «la resistencia que el desarrollo científico encontró en España fue la misma que en todas partes», Roca Barea niega la tenaza de oligarcas y obispos que nos mantuvo analfabetos y atrasados durante siglos. Y al criticar el «cientifismo» con torpes argumentos («Cristina de Suecia era ilustrada pero insoportable») prescinde de lo escrito por historiadores serios, culpa de la independencia de América a las reformas ilustradas, menosprecia a Las Casas, olvida las revueltas indias aplastadas, sostiene que expulsar a los judíos no fue para tanto, atribuye la decadencia a conspiraciones francesas, inglesas y protestantes, descalifica a los intelectuales españoles, perdona la vida a Ganivet, Unamuno y Ortega, afirma que el problema de España son los autores que no la aplauden, y, lo que ya es el colmo, acusa a Menéndez Pelayo de dar munición al enemigo con su Historia de los heterodoxos españoles. Para rematar con algo inaudito: «España no ha sabido aceptar su posición subsidiaria en el imperio hegemónico que es EE.UU.». 

Si Imperiofobia y Fracasología no fuesen monumento sincero al antieuropeísmo y la vanidad sin complejos de la autora («¿Alguien ha leído despacio a Max Weber?»), podrían atribuirse a mala fe. Para quien conoce las fuentes documentales que utiliza o esconde, su lectura produce vergüenza ajena: ninguna culpa tienen el gobernante corrupto ni el vulgo analfabeto. Los suyos son libros exculpatorios, no para mejorar lo que podríamos ser, sino para justificar lo que somos. Detalle clave es que pase de puntillas por algo fundamental: el Estado español nunca fue capaz de oponer un relato alternativo al de sus enemigos, pero no por causa de éstos, sino por incompetencia y dejación propias. Eso hizo que nuestra imagen exterior la modelasen quienes la autora llama «cotarro intelectual protestante». Y qué triste casualidad: ya no existen Isabel de Inglaterra ni Luis XIV, pero lo mismo ocurre hoy con la imagen de España que el separatismo catalán impone en Europa. Y si lo que podemos oponer a tal desafío es el relato reaccionario, ajeno a la ética y a la historia real, que Roca Barea propone, culpando de nuestro mal no a los españoles sino a Lutero, a Voltaire o a una conspiración de marcianos venidos en platillos volantes, que el Dios imperial y católico que tanto le gusta nos coja confesados. 

22 de diciembre de 2019 

domingo, 15 de diciembre de 2019

El guardián del paraíso

Era un hombre sabio, honrado y bueno. Y además era todo un caballero. Uno de esos seres humanos, raros pero no infrecuentes, que al desaparecer del mundo hacen éste peor, más triste y oscuro. Se llamaba Luis Bardón Mesa, tenía 86 años y era librero anticuario, quizá el más conocido de España y notable entre los mejores y famosos. Además, era mi amigo. Murió hace un par de semanas, yo estaba entre viaje y viaje, y no pude asistir ni a su entierro ni a su funeral. Así que le adeudo esta página. Sobre todo, porque a él debo muchos momentos de felicidad y un enorme reconocimiento. En mi biblioteca hay –mientras tecleo estas líneas lo tengo a la vista– abundantes pruebas de ello. 

Conocí a Luis a finales de 1990, cuando, entre viaje y viaje profesional –todavía era yo entonces un reportero de la tele–, andaba huroneando entre París, Lisboa y Madrid tras libreros y bibliófilos para escribir El Club Dumas, que se publicaría dos años después. Fui a verlo a su hermosa librería de la plaza de las Descalzas Reales de Madrid, en busca de información, y con generosidad y paciencia me ayudó a profundizar, desde un punto de vista profesional, en el mundo fascinante por el que se acabarían moviendo Lucas Corso, Boris Balkan, Liana Taillefer y los demás personajes de la novela. Y si aquel texto pasó con éxito los filtros críticos de bibliófilos y especialistas en medio centenar de países, buena parte de ello se debió a sus conocimientos, anécdotas y consejos. Desde entonces, junto a nombres de libreros anticuarios como Guillermo Blázquez, Porrúa y Berrocal, Luis Bardón formó parte de mi personal mitología bibliófila. Y para mí fue príncipe entre todos ellos, pues en los años siguientes y hasta su muerte nuestra relación se afianzó más allá de la relación librero-cliente, en lazos estrechos de amistad y respeto. 

He dicho más arriba que Luis era un caballero, y no se trata de simple elogio a un amigo muerto. Lo era de verdad. Hijo del fundador de la librería, crecido entre ediciones raras e incunables, tenía la tranquila autoridad, el aplomo elegante de quien conoce su oficio y a sus clientes. Es el único librero anticuario del mundo con el que he discutido –a veces con amistosa dureza–, porque se empeñaba en hacerme, en algunos libros, rebajas que yo consideraba excesivas. «El librero soy yo, y tú el amigo. Así que les pongo el precio que quiero», decía. Y cuando me negaba y me iba, él me los mandaba a casa. Algunos de mis más queridos Cervantes, Quevedos, tratados de náutica, se los debo a él, que siempre me atendió con deferencia y tacto exquisitos. Me ofrecía los mejores ejemplares disponibles y siempre encontraba lo que yo andaba buscando, que me mostraba con orgullo de viejo cazador. El momento culminante de nuestra relación ocurrió en 2004: apasionado de Cervantes, compuso tres maravillosos catálogos de las obras de don Miguel que pasaron por sus manos; y el primero de ellos –con 155 ediciones distintas de El Quijote– lo editó con un prólogo mío. Pero aún me hizo otro honor mayor: «Acabo de conseguir un manuscrito original de Alejandro Dumas –me dijo un día–. Y te lo voy a dar al mismo precio que pagué por él, porque quien debe tenerlo eres tú». Y así lo hizo. 

En los últimos tiempos lo vi con menos frecuencia. Demasiados viajes por mi parte; mientras que él, gastado por la edad y los achaques, seguía yendo cuanto podía, aunque ya de forma intermitente, a la librería, cuya responsabilidad principal había pasado a sus hijas Alicia y Belén –otra hija, Susana, se independizó hace mucho, también como librera anticuaria–. La penúltima vez que entré en su paraíso para bibliófilos de la plaza de las Descalzas lo encontré sentado en el despacho del interior de la tienda, tenaz guardián del sagrario más íntimo de aquel formidable laberinto libresco; consecuente hasta el fin con su vocación, su trabajo, su vida y su leyenda; fiel a sus clientes y a sus amigos, que a menudo fueron, o fuimos, una y otra cosa a la vez: los que aún seguimos vivos y los que lo precedieron en la despedida. Murió, me cuentan sus hijas, con mi última novela a medio leer en su mesita de noche. Supo extinguirse despacio, sereno, como el señor que siempre fue; con la certeza lúcida y melancólica de que también cierta clase de mundo desaparecía con él: un mundo que huele a piel con lomos dorados, a noble papel de hilo resistente al tiempo, a pecios de mil naufragios rescatados y puestos de nuevo a flote por hombres y mujeres como él. Sin Luis Bardón, sin todos ellos, el mundo que viene tendrá lo que sin duda desea y merece: libros de plástico, aún durante cierto tiempo, para acabar en un tiempo sin libros. Y después, que el diablo nos lleve a todos. 

15 de diciembre de 2019 

domingo, 8 de diciembre de 2019

Un selfi en Venecia

Desde hace mucho tiempo, en la cruceta de babor del velero en el que navego llevo la bandera de Venecia. No ondea ahí porque sea bonita, que lo es, sino porque durante dos décadas, por razones familiares, pasé la última semana de cada fin de año en esa ciudad. La conozco bien y algunas veces he hablado de ella en esta página; incluso aparece en mis novelas El pintor de batallas y El puente de los asesinos. Mi relación con Venecia, sin embargo, no es de amor ciego, pues hay muchas cosas de ella que no me gustan. Pero el tiempo, la costumbre y otras razones acabaron convirtiéndola en parte de mi biografía personal y sentimental: recuerdos, sensaciones, imágenes. Ya saben. Momentos de una vida. 

Todo eso me da cierta idea de la ciudad y sus problemas. La visité por primera vez a finales de los años 70 y estuve por última vez hace unos meses, así que conozco las diversas etapas de la degradación sufrida en medio siglo. Y creo que la culpa de su destrucción lenta e inevitable no la tienen sólo las inundaciones, ni la invasión de los millones de turistas que a ella viajamos, ni la corrupción italiana que chupa y dispersa recursos necesarios. Todo eso me parece grave; pero lo peor es que en realidad Venecia ya no pertenece a Italia ni a los venecianos, sino a las corporaciones internacionales, cadenas hoteleras, grandes empresas y fondos de inversión que lo han comprado todo, se llevan los beneficios y practican allí una devastadora política de cuanto más mejor, dándoles igual que el pan que hoy come la ciudad sea hambre para mañana: exprimir la ubre lo más fuerte y rápido posible, y luego, cuando todo sea una simple carcasa vacía, que se vaya a hacer puñetas. 

Por supuesto, nada de eso sería posible sin nuestra complicidad. Sin nuestra estólida facilidad para comprar estupidez y gato por liebre. Desembarcamos por millares de los cruceros que destruyen los pilotes sobre los que se asienta la ciudad, saturamos sin el menor criterio personal sus calles y monumentos, pasamos por sus canales sin mirarlos más que a través de la pantallita del teléfono móvil. Y lo que es peor, sin enterarnos apenas de lo que pisamos y vemos. Sin preocuparnos por su historia y la de quienes la protagonizaron. Las tiendas de recuerdos y de chorradas están llenas, pero a menudo los museos se ven a media bandera y las librerías –las pocas que sobreviven–, desoladoramente vacías. Sólo hay una que siempre está a tope, Acqua Alta, pero porque figura en las guías turísticas como lugar pintoresco. Y cuando vas y te fijas, compruebas que quienes entran no suelen hacerlo para comprar libros, sino para hacerse una foto. 

En los últimos años he adquirido la certeza de que lo que está acabando con la cultura en Europa no es la inmigración ilegal, ni las crisis económicas, sino las fotos: los putos selfis. Las imágenes de las inundaciones de hace unas semanas en Venecia han vuelto a convencerme de ello. Mientras la laguna lo anegaba todo y el barro destruía ese palimpsesto cultural de quince siglos, centenares de gilipollas saturaban las redes sociales con fotos haciendo el gamba, chapoteando felices en los estragos, guiñando un ojo, poniendo morritos y caras para Twitter e Instagram, adoptando posturas divertidas para mandar las imágenes a sus amigos de Tokio, Los Ángeles, Londres o Madrid, metidos hasta media pierna en el agua que arrasaba la ciudad, su cultura y su historia. Pero no sólo eso. Porque tecleando esos días en Internet encontré el colmo de los colmos: una de las páginas más visitadas fue, lo juro por la gorra de Corto Maltés, una guía que aconseja lugares –no los explica, sólo los recomienda– para hacerse selfis. Con acqua alta la ciudad se inunda y su belleza se duplica, dice. Y lo mejor: No dejes de agacharte y colocar la cámara casi sobre el agua. Los reflejos serán todavía más bonitos

Así que, en vista del éxito, y como también yo conozco Venecia y escribo cosas, estoy pensando hacer mi propia guía para que los turistas se hagan fotos con acqua alta, a ver si por fin triunfo. En realidad ya la tengo medio planeada, y el primer párrafo sería éste: 

El mejor selfi lo puedes hacer si metes la cabeza dentro del agua en la plaza de San Marcos y la mantienes allí diez o quince minutos mientras tus amigos te la sujetan, para divertiros mucho todos. O subirte al Campanile y andar hacia atrás sonriéndole a la cámara, a ser posible abrazada a tu novio, y ya verás qué risa mientras caéis. O hacerte un selfi colgado con una mano del puente de Rialto, con las piernas abiertas mientras los ferros de las góndolas que pasan te van dando en los cojones… Grandísimo imbécil. 

8 de diciembre de 2019 

domingo, 1 de diciembre de 2019

Déjennos escribir, idiotas

Vuelven siempre, instalados en su estupidez. Alentados por un coro de oportunistas de ambos sexos que, incapaces de ser ellos mismos, buscan contemporizar para sobrevivir. Vuelven sin irse jamás porque, carentes de brillantez o talento creador, necesitan hacerse visibles con titulares que los justifiquen. Son parásitos que no viven de su trabajo sino de juzgar el de otros. De erigirse en verdugos de textos y costumbres: inquisidores, perdonavidas puritanos, esbirros que toda dictadura de la clase que sea —hay muchas para elegir—, encuentra siempre para hacer, con entusiasmo de conversos, el trabajo sucio. 

Acabo de escuchar a una autodenominada escritora española asegurar que un novelista debe comprometerse con los valores éticos y no escribir lo que pueda interpretarse —ojo al pueda interpretarse— como apología de la violencia, machismo y otros perversos mecanismos. «Hay que exigir responsabilidad a los creadores», afirma, citando como autoridad a una crítica literaria que hace un año metió la gamba hasta el corvejón afirmando que Lolita de Nabokov es una apología de la violación pedófila, y que los escritores deben tener cuidado con lo que escriben. Pero como ya la pusieron en su sitio algunos escritores españoles, llamándola de todo menos inteligente, no voy a detenerme en ella ni en la otra. Lo que importa es subrayar que sigue la murga, y que va a más la cacería de quienes no crean, pintan, componen o escriben cosas al dictado de los nuevos tiempos. 

Porque vamos a ver, mojigatos de pastel. Hablando de contar historias, que es mi oficio y el de otros, hay autores que asumen compromisos éticos, políticos o de lo que sea, y los sostienen con dignidad y consecuencia; como José Saramago, por ejemplo, que fue mi amigo y siempre mantuvo, dentro y fuera de sus novelas, un compromiso moral. Pero ésa no es obligación, sino elección libre. Un novelista puede elegir la postura opuesta, o ninguna: enfocar cada trama y personaje como le dé la gana. ¿Por qué no un protagonista violador o asesino? ¿Por qué renunciar a caracteres inmorales, perversos, viciosos? ¿Acaso somos tan imbéciles como para creer que lo que piensa o hace un personaje de ficción es trasunto del autor? 

Otros inquisidores van más allá. No exigen relatos, sino propaganda de sus ideas. Y si no, que se retiren los libros. Que los quemen y desaparezcan. En unos casos, porque juzgan inconveniente el contenido. En otros, fuera de la obra —que ni siquiera conocen—, porque consideran al autor antipático, inmoral o malvado, y creen que eso invalida una obra. Hace poco, una concejal de Avilés pidió prohibir los libros de Vargas Llosa y los míos porque nos considera «machistas y misóginos» (lo que demuestra que esa criatura no ha leído una novela de Mario ni mía en su puta vida). Pero lo peor no es la gentuza ignorante, sino quienes amedrentados por ella se pliegan a su dictadura. Hace poco, tras un asesinato cometido en Rusia por el historiador Oleg Sokolov —lo conozco y está como una cabra, pero su obra es interesante— hubo libreros que anunciaron públicamente que retiraban sus títulos de los estantes. Hay que ser gilipollas. 

Un autor sólo tiene una responsabilidad: contar bien sus historias para que luego el público apruebe o condene su resultado, no al autor. Imaginen, de ser así, qué sobreviviría en literatura. Curiosamente, basura moral como Sartre, el Neruda admirador de Stalin o gente con la sucia vida privada de Carlos Marx —iconos de la izquierda— escapan siempre de la quema; pero ¿qué pasaría con la Biblia, con ese Yahvé vengativo y hasta criminal? ¿O con Rousseau, pésimo padre y misógino sin complejos? ¿Y con Cèline, D’Annunzio, el Barón Corvo, Curzio Malaparte, Casanova, Ian Fleming, Bukowsky, el Bram Stoker de Drácula o la Emily Bronte de Cumbres borracosas? ¿O con el espantadizo y poco comprometido Stefan Zweig? 

Salvando la distancia con todos esos autores, puedo afirmar que desde hace treinta años escribo novelas, no para mejorar el mundo ni redimir a la Humanidad, sino porque me gusta imaginar historias y contarlas. Lo mismo me manejo con un torturador y asesino que con una buena persona o un perfecto caballero. Lo que busco es limpieza y eficacia narrativas; y según las necesidades de la trama, me reservo el derecho a representar el bien y el mal como crea conveniente. Y a quien no le guste, que lea a Paulo Coelho. Escribo con la libertad que me dan mis lectores. Y no serán una pedorra analfabeta ni un sectario cantamañanas quienes me controlen la tecla. Les aseguro que no. 

1 de diciembre de 2019 

domingo, 24 de noviembre de 2019

Villanos de cine y otros malvados

A veces esta página se convierte en ejercicio de nostalgia. Eso no es malo, pues a unos puede traerles recuerdos agradables y apuntar a otros cosas que tal vez no conocieron. Pensaba en eso hace unos días, cuando al hilo de la espléndida edición de El prisionero de Zenda que acaba de publicar la editorial Zenda Aventuras –título ineludible en ese contexto– pasé una tarde en el bar de Lola de Twitter charlando con los interesados en el asunto, que fueron muchos. Todo acabó derivando hacia los personajes malvados de la literatura y el cine: los villanos clásicos. Empezamos hablando del extraordinario Rupert de Hentzau zendiano, encarnado en tres versiones cinematográficas por Ramón Novarro, Douglas Fairbanks Jr. y James Mason, y nos fuimos enredando con duelos a espada o pistola y enfrentamientos entre el bueno y el malo de cada historia. La mayor parte eran villanos de cine de aventuras, aunque al fin acabaron saliendo desde el Bela Lugosi de Drácula hasta el último Joker, pasando por el Harvey Keitel de Los duelistas o ese inmortal Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.  

Fue una tarde agradable, y mientras conversábamos acabé por darme cuenta de algo que hasta ese momento me había pasado inadvertido: para la mayor parte de los jóvenes, hablar de villanos del cine, hombres o mujeres, supone hacerlo de personajes de reciente factura. A menos que estén reactivados por remakes o mantenidos vivos por aficionados de culto, como ocurre con Moriarty, Darth Vader, Freddy Krueger o los Skeksis de Cristal Oscuro, hasta malvados míticos de hace veinte o treinta años se apagan en el recuerdo. Muchos jóvenes desconocen ya a la Annie Wilkes de Misery, al Jack Torrance de El resplandor, a la Alex Forrest de Atracción fatal e incluso al Roy Batty de Blade Runner o al mismísimo e impresionante Hannibal Lecter. Y para qué hablar del Large de La naranja mecánica, el Frank Booth de Terciopelo azul, o incluso el capitán Garfio de Peter Pan, la Cruella de Vil de 101 dálmatas o el gran Pierre Nodoyuna de Los autos locos

En ese panorama, los villanos clásicos de toda la vida, los que solían tenernos toda la película esperando que el protagonista los despachase de un disparo o una estocada, son cada vez más lejanos y desconocidos. Ahora los malos se mueven en zonas ambiguas que hasta acaban poniendo al espectador de su parte. Es una visión acorde con los tiempos y tal vez más real: pero también una pena, porque pocos malvados modernos tienen la personalidad y prestancia de sus malignos abuelos. Era gente de la que incluso se podía aprender. Fue Raymond Chandler quien dijo que en la ficción los buenos modales debían dejarse a cargo del villano, y eso fue muy cierto cuando la ficción alumbraba malos estupendos, canallas ejemplares, hombres y mujeres que, encarnados por actores extraordinarios, salpimentaban esas historias de modo fascinante, pues nada era tan eficaz como un buen malo de toda la vida: Fantomas, Fumanchú, el malvado Zaroff… Actores enormes como Robert Mitchum, Joan Crawford, Boris Karlof, Edward G. Robinson, James Cagney, Wallace Beery, Lee Marvin, Peter Lorre y muchos otros lograron creaciones perfectas que hoy jalonan la gran historia del cine. 

Naturalmente, sean clásicos, antiguos o modernos, cada cual tiene sus villanos predilectos. En lo que a mí se refiere, cuando me preguntan qué malos recomiendo entre los mejores de la historia del cine, de una muy larga lista menciono al menos una docena: el capitán Bligh de Rebelión a bordo (Charles Laughton), el despiadado seductor de Foolish wives (Erich von Stroheim), la Phyllis Dietrichson de Perdición (Barbara Stanwyck), el Noel de Maynes de Scaramouche (Mel Ferrer), el ambiguo Portugués de El mundo en sus manos (Anthony Quinn), el Rupert de Hentzau de El prisionero de Zenda (Douglas Fairbanks Jr.), el Auric Goldfinger de Goldfinger o el asesino de niñas de El cebo (Gert Froebe), el siniestro pistolero de Raíces profundas (Jack Palance), el Bois-Gilbert de Ivanhoe (George Sanders), el Nerón de Quo Vadis (Peter Ustinov), el Harry Lime de El tercer hombre (Orson Welles), el Jamesy MacArdle de Mares de China (Wallace Beery), el Chauvelin de La Pimpinela Escarlata (Raymond Massey) y, naturalmente, el mejor espadachín de la pantalla, mi malo favorito entre todos los malos que en el cine han sido: el gran Basil Rathbone cuando no hace de Sherlock Holmes sino todo lo contrario: Levasseur en El capitán Blood, capitán Pasquale en El signo del Zorro o sir Guy de Gisbourne en Robin de los bosques… Villanos legendarios, todos ellos, de cuando el cine era cine de verdad porque sólo pretendía ser mentira. 

24 de noviembre de 2019 

domingo, 17 de noviembre de 2019

Trenes que pasan en la noche

Mi amor por los trenes empezó, como la mayor parte de las cosas que recuerdo, en un libro que leí con ocho o nueve años: lo escribió Julio Verne, se llama Claudio Bombarnac, y cuenta la historia de un periodista francés que en 1892 viaja de Bakú a Pekín en un imaginario ferrocarril Transasiático, en cuya ruta le ocurren innumerables peripecias, incluido el conocimiento de interesantes y misteriosos compañeros de viaje. Añadan a eso otros libros leídos muy pronto, como los relatos viajeros de Paul Morand, las novelas de crímenes en trenes de Agatha Christie y Orient Express de Graham Greene, y comprenderán fácilmente hasta qué punto la imaginación de un niño y más tarde un muchacho lector quedó fascinada por ese ambiente. Y a eso hay que añadir, por supuesto, el cine: Alarma en el expreso, de Hitchcock, por ejemplo. También Berlin Express, Desde Rusia con amor y, sobre todo, El expreso de Shanghai, donde en mi juventud –y juro que no sólo entonces– habría dado cualquier cosa por ser durante cinco minutos Clive Brook fumando junto a Marlene Dietrich («Hicieron falta muchos hombres para llamarme Shanghai Lily») en la plataforma trasera del vagón que cruza la turbulenta China. 

Por el tiempo que me ha tocado vivir llegué tarde a muchas cosas; pero algunas pude conocerlas cuando estaba a punto de apagarse la luz y todavía sonaba la música. Eso incluye esa clase de trenes, aquellas paradas nocturnas en andenes cubiertos de niebla a los que bajabas a estirar las piernas o a tomar un café en la cantina de la estación. Nunca viajé en el Orient Express como tal; pero a finales de los años 70 fui de Viena a Belgrado y Estambul por la misma vía por donde poco antes aún circulaba ese tren mítico, y me alojé en el Pera Palace y en otros hoteles vinculados a su centenaria historia y a los viajeros que la protagonizaron. También viajé siempre de Madrid a París en coche cama (Cie. Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Europeens), hasta que RENFE –golpe bajo que jamás perdoné– suprimió el servicio y me obligó a tomar el maldito avión. Lo mismo hice hasta hace poco en los viajes Madrid-Lisboa, postrer reducto de los entrañables coches cama españoles y portugueses, aunque en los últimos tiempos con un servicio decaído, rancio y miserable, que a la hora de teclear esta página ignoro si sigue funcionando o falleció de muerte natural. 

 Y, bueno. El tiempo pasa y las cosas cambian. Ya no puedo dar una propina al encargado para que me atienda bien durante la noche, ni abrazar a una mujer en la estrecha litera mecido por el sonido de los bogies, ni fumar un Players apoyado en una ventanilla del pasillo, ni sentarme sin prisas, correctamente vestido, en la mesa de un vagón restaurante y disfrutar de un buen vino mientras observo el paisaje o a los pasajeros; aunque me desquito procurando que ahora lo hagan los personajes de algunas de mis novelas, como Lucas Corso en El club Dumas o Lorenzo Falcó en Sabotaje. Hoy los trayectos duran pocas horas, pues todo exige –lo exigimos, con afán a veces innecesario– un transporte más veloz y más práctico. Obligados, además, a soportar la charla impertinente de los imbéciles que vocean su vida e intimidades mediante teléfonos móviles. Pero aun así, viajar en tren me sigue produciendo una felicidad singular: una especie de estado de gracia sereno y expectante. En Francia, Italia, España, Europa, los trenes rápidos son excelentes y los lentos dejan tiempo para pensar. Es otro mundo. Todavía se aprecian maravillosas vistas desde la ventanilla de un vagón de ferrocarril, sobre todo cuando lo haces levantando la mirada del libro que tienes en las manos. Esos libros que cuentan cómo era viajar en tren en otro tiempo, y te enseñan a disfrutarlo ahora. 

17 de noviembre de 2019 

domingo, 10 de noviembre de 2019

Los hijos del taxista

A menudo, cuando a uno se le sube la pólvora al campanario y mira en torno deseando que caiga el meteorito, encuentra analgésicos que hacen a España soportable y devuelven las cosas a su sitio. Hay días en los que tras ver la tele, mirar los periódicos o escuchar la radio, cualquiera que pueda hacerlo se pregunta qué hace aquí en vez de estar viviendo en otro sitio. Y cuando eso ocurre, como supongo que les pasa a otros, hay un truco que no me falla casi nunca: voy a un bar de barrio, me apoyo en el mostrador, pido una cerveza y un pincho de tortilla, tiendo la oreja y a los cinco minutos una sonrisa me despeja el horizonte. Los españoles, acabo diciéndome, somos unos hijos de la gran puta pero somos nuestros hijos de la gran puta. Y aunque a veces deseas que nos lleve el diablo, hay momentos gloriosos en que no nos cambiarías por nadie. 

Me pasó ayer con un taxista. Había estado oyendo por la radio a un político embustero, analfabeto y sin complejos, especie cada vez más abundante. Luego me subí al taxi con la nube negra ofuscándomelo todo, pero me tocó un conductor locuaz –a veces son un martirio y otras una bendición–, y al poco estaba yo fascinado por un monólogo que para sí lo habría querido el gran Leo Harlem. Tenía dos hijos adolescentes, dijo: hija mayor, de 16 años, e hijo menor, de 14. Acababa de hablar con ellos por teléfono y estaba tan desesperado como si estuviera echando las muelas. Y el relato que me hizo entre Atocha y Diego de León fue una antología de hijos y padres; un retrato sociológico perfecto en el que cualquiera que haya tenido o tenga vástagos de esa edad puede reconocerse y reconocerlos. 

La hija, aseguraba el taxista, es clásica de manual: de las que tecleas en Google hija adolescente y sale su foto: «Digo por ejemplo que algo es rojo, y sin ni siquiera mirarlo me dice que no tengo ni idea de colores. Luego argumenta como una catedrática, hasta volverme loco, por qué lo que yo veo rojo no es rojo. Y después de ponerme la cabeza hecha un bombo, acaba diciendo que tal vez sea de color burdeos». En cuanto al hijo quinceañero, también es otro clásico, pero en estilo muchacho: «Le digo que esto es rojo, se lo queda mirando y me pregunta qué gana él con eso. Le respondo que es importante diferenciar los colores, y el tío me mira como si yo fuera gilipollas y comenta ‘si tú lo dices…’ antes de seguir dándole al mando de la Play». 

En cuanto a los amigos de una y otro, no fallan. Ella tiene dos o tres amigas muy amigas y siempre están mandándose mensajitos y enfadadas entre ellas: «Le habla a ésta y no le habla a aquélla, se pelea y se reconcilia con una u otra». Con el chico, sin embargo, ocurre lo contrario: «Todos los amigos, hasta los más cabroncetes, le caen bien. Es majo, dice todo el rato de todos. Fulano le ha dado un navajazo a un profesor, pero es un tío majo». 

Uno de los pulsos más difíciles, sigue contando el taxista, se lo echan sus hijos cuando les pide que bajen a comprar algo al súper de la esquina: «Si se lo digo a ella, inevitablemente escucharé una de estas tres preguntas: ¿Cómo voy a ir si he quedado con una amiga? ¿Qué me pongo para bajar? o ¿Cómo voy a ir si no tengo ropa?… Pero si se lo digo al chico, el diálogo será el siguiente: 

 -Baja al súper, hijo. 
-Vale. 
-¿Así vas a ir a la calle? 
-Sí, ¿qué pasa? 
-Arréglate un poco, ¿no? 
-Paso, papá. 

Y cuando ya creo –continúa el taxista– que se ha ido al súper, vuelve y me dice que su hermana le ha quitado la camiseta. 

Otro de los momentos estelares, sigue contando, es cuando se atreve a entrar en sus cuartos: «Si ella se dispone a salir estará encerrada con pestillo, tendrá veinte prendas de ropa distintas sobre la cama y se las estará probando todas. En cuanto al chico, lo normal es que se le haya olvidado cerrar bien la puerta, tenga el ordenador encendido y se esté haciendo una paja… Le juro a usted que si no los mato es porque no tengo tiempo». 

«La vida del taxista es dura», intento consolarlo mientras le pago la carrera, pues hemos llegado al fin del trayecto. Y entonces él me dirige por el retrovisor una mirada de resignación, suelta una risita sardónica y responde: «¿Dura, dice usted?… Para duro lo que tengo yo en casa». 

10 de noviembre de 2019 

domingo, 3 de noviembre de 2019

El torero que creía en Dios

Paseo por Sevilla, sin prisa, en uno de esos anocheceres tibios y tranquilos que ni siquiera las hordas de turistas en calzoncillos, que todo lo arrasan como plaga de langosta, logran desgraciar. Vengo de tapear en Las Teresas, camino del hotel Colón, que es mi casa aquí de toda la vida, y en un semáforo me encuentro con un fulano rubio que está hablando por teléfono y que, al verme, se lo mete en un bolsillo y los dos nos fundimos en un abrazo muy fuerte. Una de las razones de ese abrazo es que hace demasiados años que no nos veíamos. La otra es que, sin ser amigos, nos queremos mucho. Hace tiempo pasamos juntos dos semanas, cuando yo aún hacía reportajes. Se llama Juan Ruiz Espartaco, y fue torero. Suponiendo que un torero deje de serlo alguna vez. 

Ya no me gusta ir a los toros. En mi juventud fui razonablemente aficionado, pero a los 68 tacos de almanaque la vida ha dado muchas vueltas y altera ciertos puntos de vista. Supongo que el vivir con perros cambia la mirada que uno tiene sobre los animales. No sé. Conmigo lo hizo. El caso es que, aunque respeto a quien lo hace, llevo años sin pisar una plaza, ni volveré a pisarla. Lo que siempre tuve y conservo, sin embargo, es un profundo interés por la gente valiente. Por los hombres y mujeres que se juegan la vida. Y en ese punto fríamente objetivo, por decirlo de algún modo, estuvieron y siguen estando los toreros. Esto fue lo que me llevó hace dos décadas y media a acompañar a Espartaco y su cuadrilla durante dos semanas de carreteras, ventas, hoteles y corridas, para luego contar su vida en un reportaje que se publicó aquí, en XLSemanal, y que titulé Los toreros creen en Dios porque, como él me dijo, «en cualquier corrida ocurren milagros. El público no se da cuenta, pero tú estás a un palmo del toro, lo ves y dices: huy»

Fue una experiencia fascinante: penetrar en los motivos, los miedos, la entereza, el pundonor, del hombre de origen humilde, flaco, rubio, con cara, sonrisa y ojos de crío, con doce cicatrices de cornadas en el cuerpo, que una de aquellas noches de confidencias me dijo: «Soy el más medroso del mundo y habría preferido ser futbolista; pero éramos seis hermanos y yo pensaba: Juan, hay mucha gente que depende de ti». Y que otro día de viento y malos toros, antes de una corrida que iba a ser peligrosa, señalando a su padre, antiguo torero, que estaba con la cuadrilla y no probaba bocado por la preocupación, comentó: «Míralo. Toda la vida luchando por comer, y ahora que puede comer, no come»

Durante aquel tiempo juntos aprendí muchas cosas de él: lecciones de sencillez, de naturalidad, de valor, de dignidad profesional, útiles tanto para los toreros como para la vida: «Hay cosas que cuando eres más joven e ignorante no las ves. Ahora le miras la cara al toro y sabes lo que antes no sabías. Y por el conocimiento se te cuela el miedo»… De todo eso me quedó, como digo, un profundo respeto. Una especie de amistad lejana que, siempre honrado y cumplidor, Juan mantuvo viva mediante alguna llamada telefónica, o asistiendo puntual a varios actos públicos que la ciudad de Sevilla tuvo a bien dedicarme por la novela La piel del tambor. Por eso me dio tanta alegría encontrarme con él en la calle y darnos un abrazo, y conversar durante cinco minutos antes de seguir de nuevo cada cual su camino. Seguros, ambos, de que el antiguo afecto, esa vieja y singular relación fraguada en las dos intensas semanas que pasamos juntos, sigue vivo e intacto. 

Y mientras me alejaba, todavía con una sonrisa en la boca, rememoré unas palabras suyas que nunca he olvidado: «A veces te la juegas por vergüenza mientras la gente te grita y te insulta, porque los toros son así y el público tiene derecho a no saber». Me las dijo una noche casi a oscuras, sentados en el porche de una venta de carretera, un día antes de que a un banderillero de su cuadrilla, Rafael Sobrino, un toro le diera once cornadas en Segovia. Me estaba contando algo que me pidió no incluyera en el reportaje, pero que ahora no tengo reparo en contar: cómo días atrás, en una corrida desastrosa en la que después de varios pinchazos no lograba matar al toro, con el público gritándole de todo, sinvergüenza, cobarde y estafador, al ir a cambiar el estoque, que se había doblado, oyó la voz de su hija Alejandra, de cuatro o cinco años, que estaba en la barrera con Patricia, su madre, gritarle angustiada: «¡Vámonos a casa, papá!». Y entonces, con los ojos tan llenos de lágrimas que no veía al toro, levantó el estoque mientras pensaba «o me mata, o lo mato». Y se lanzó a fondo, casi a ciegas, para acabar con aquello. 

3 de noviembre de 2019 

domingo, 27 de octubre de 2019

“No es no, machirulo”

Me lo cuenta mi amigo Dani, que aún no se ha repuesto de la impresión. Le da un sorbo a la cerveza, me mira con cara de panoli, pasea la vista por el bar y me mira otra vez. Es que todavía no me lo creo, dice. Lo que me pasó la otra noche. Estoy en una discoteca, y en la pista hay una chavala que baila, me sonríe y sigue bailando. Y yo, pues bueno. Lo normal. Me voy acercando a ella, bailoteo por aquí y por allá. Y como me sigue sonriendo y se mueve que da gusto, pues me sitúo a distancia de combate, o sea, a un metro, y nos seguimos el ritmo de puta madre. ¿Comprendes? Y al rato largo, como me sigue sonriendo y las contorsiones son ya de ponerme más caliente que el pico de una plancha, y ella está de espaldas meneándose a medio palmo de mi bisectriz, intento meter cuello, vamos, nada irrespetuoso, un poquito de cara por si se anima al roce. En plan bien y probando. Y entonces la tía aparta de pronto el bullate que me está restregando en plena cebolleta, se da la vuelta, me pega un empujón que me echa cuatro pasos atrás y grita: «¡No es no, machirulo!». Y se va con sus amigas mientras me quedo con cara de idiota. 

Y al llegar a ese punto, a lo de la cara de idiota, Dani le da otro sorbo a la Cruzcampo. A ver si me lo explicas, dice. Que yo no le he faltado a una tía en mi vida, ya me conoces. De qué iba la chavalita. Y como Dani tiene treinta años y yo sesenta y ocho, y hoy me pilla de buenas, me apoyo en la barra y se lo explico. Son daños colaterales, le digo. Reajustes inevitables de un mundo secularmente injusto que, más para bien que para mal, cruje hoy por las costuras. Y a veces se nos va de las manos. Sin embargo, como siempre digo, lo nuevo es lo olvidado. Así que tómalo por su lado bueno, que tiene su pimienta histórica. Su puntito educativo. 

Pues a mí no me educa un carajo, masculla Dani. Entonces lo miro a los ojos, le clavo un dedo en la clavícula y le digo te equivocas, compadre. Ya verás como de ésas no te pasa otra. Porque la próxima vez que te arrimes a una contorsionista que sonría en la discoteca, lo harás sobre seguro. O más que sobre seguro, con la saludable precaución del marino que tiene una costa peligrosa a sotavento; sabiendo que los tiempos han cambiado –aunque como te dije antes nada cambia nunca del todo–, y ese viejo ajuste de cuentas que la mujer tiene pendiente con el hombre, resultado de siglos de ser rehén y víctima suya, tiene ahora nuevos cauces. Nuevos escenarios donde pasar factura. Y toca zampárselos sin pelar. 

Así que no te deprimas, chaval –prosigo–, porque tampoco es eso. Sólo estás pagando peaje. Eres un tío normal, simpático. Buena gente. Te gustan las tías como a ellas los tíos, aunque a ellas (que pueden ser tan torpes o idiotas como tú) la propaganda y la demagogia fácil de estos tiempos también las tenga hechas un lío, trastornadas por la nueva Sección Femenina de la eterna Inquisición oportunista y fanática: esa misma que antes censuraba escotes y longitud de falda con un rosario incrustado en los ovarios, y que ahora, en versión laica pero también disparatada, pone aparte a las gallinas para que no las violen los gallos, prohíbe beber leche de vacas explotadas, equipara sexo con violación y te llama machista, incluso fascista, si te niegas a decir en plan inclusivo les niñes me toquen los cojones y las cojonas. Alentada, claro, por no pocos cantamañanas varones que jalean a las nuevas inquisidoras; la mayoría no porque se lo crea un carajo, sino para congraciarse con ellas, para medrar donde ellas mandan, o creyendo que así van a conseguir más votos, e incluso mojar más, los muy gilipollas. 

Así que, como se decía cuando Alatriste, cuidado que asan carne. Y recuerda, además, que tu masculina simpleza –cuando tú vas, ellas han vuelto veinte veces– está a años luz de cómo les funciona el coco a tus prójimas. Porque no es que la de la discoteca fuese a por ti en concreto. A lo mejor, compañero del metal, es que tu partenaire del bullate móvil estaba esa noche harta de babosos, que abundan, y pensó: al primero que se arrime con babas o sin ellas lo voy a crujir vivo. O igual lo que pasó fue que estaba deseando decirle no es no a alguien y contárselo a sus amigas, no os lo vais a creer, etcétera, antes de colgarlo en Twitter o Facebook o Instagram acompañado de un selfi. Y buscaba un pringao. Uno cualquiera, vamos. Uno de infantería. Y allí apareciste tú haciendo el gamba. En cualquier caso, colega, no lo tomes como algo personal. No te disminuyas, que peor lo tiene Plácido Domingo. Pero siempre que estés ante una mujer, tenga ésta la edad que tenga, recuerda que si miras alrededor y no ves a ningún pringao, es que el pringao eres tú. Y esa noche te tocó serlo. 

27 de octubre de 2019 

domingo, 20 de octubre de 2019

La maldita cola de cigala

La verdad es que no soy gran aficionado a la comida, pero me gusta despacharla a solas: hacerme un plato de pasta en casa, o una tortilla francesa, o lo que sea, y comerlo sin protocolos mientras echo un vistazo al Hola o a los periódicos del día. Sin estar pendiente de nadie. Y eso incluye los restaurantes: sentarte a una mesa tranquila, abrir un libro y comer a tu aire mientras lees El diamante de Moonfleet, por ejemplo. O El prisionero de Zenda, que se acaba de reeditar en una edición estupenda. Incluso, si el sitio y la clientela son adecuados, pedir un aguamanil con una rodaja de limón dentro y unas chuletillas de cordero levemente churruscadas y zampártelas cogiéndolas con los dedos, como debe ser, para disfrutarlas de verdad. Sin protocolos y sin darle conversación a nadie. Comer sin Dios ni amo. 

La excepción es la familia, claro. Y los amigos. Eso es otra cosa, y las comidas con ellos son agradables. Aunque tampoco es bueno abusar de los afectos. Sobre todo cuando, como en mi caso, no eres aficionado a sobremesas largas excepto en casos singulares. Ahí, la ventaja de cuando algunos compadres vienen a cenar a casa (recuérdenme que un día cuente lo de Jabois con la botella de ginebra Plymouth de mi frigorífico, o cómo Antonio Lucas me vacía sin escrúpulos las botellas de vodka Beluga) es que cuando a las dos de la madrugada me entra sueño, hay confianza de sobra para decir «a la calle, cabrones, que os llamo un taxi», y todos, con Edu, Gistau, Raúl, Juan Eslava y las legítimas, cuando vienen, se levantan y se largan sin protestar ni enfadarse. 

Con todo y con eso, lo que no soporto, ni en los amigos, ni en los enemigos, ni en los que me dan lo mismo, es lo de compartir platos. Sobre todo en los restaurantes. Ahí me llevan los diablos. Eso de llegar, sentarnos varios y que cuando se acercan el maître o el camarero alguien proponga «algo en el centro para compartir, ¿no?», me repatea los higadillos. Lo del jamón ibérico o unas gambas tiene su pase, pero alto ahí. Poco más. Del resto, prefiero meter cuchara o tenedor en mi propio plato. Así que cuando alguien sugiere el picoteo común –el pintor de batallas Ferrer Dalmau es muy de eso–, me pongo en plan Scrooge gruñón y digo «yo no comparto nada, lo mío lo pido para mí». Entonces siempre hay alguien que me mira extrañado y pregunta: «¿Y los demás?». A lo que suelo responder: «Los demás podéis iros a hacer puñetas». 

Pero el colmo de los colmos, lo que altera mis sentimientos gastronómicos hasta convertirlos en impulsos homicidas, llega cuando estás sentado a la mesa con más gente y alguien que come a tu lado, hembra o varón, dice esa enorme chorrada de «prueba de lo mío, que está buenísimo», ofreciéndote meter el tenedor en su plato. Y da igual que digas que no con toda cortesía, porque algunos pelmazos insisten en el asunto. «No, en serio, prueba», dicen, e incluso pinchan algo y lo ponen en el borde de tu plato para obligarte a catarlo, te apetezca o no. Sin contar los que, no contentos con eso, y sin que los disuadan tus negativas reiteradas, tu reticencia manifiesta ni tus miradas entre furibundas y criminales, tienen los santos huevos de meter el tenedor en tu plato y pinchar algo. «A ver, déjame ver qué tal está lo tuyo», dicen. Los grandísimos cantamañanas. 

A veces, alguno llega a casos extremos. De entre todas las experiencias penosas que recuerdo sobre ese particular, hay una que sigue royéndome la memoria. Me encontraba en una comida razonablemente formal, con la desgracia de que a mi derecha se hallaba una señora de buenas intenciones pero más pesada y plasta que una novela de Belén Gopegui. Y la señora se empeñaba en que probase las colas de cigala al curry de su plato. «Están maravillosas», decía la prójima. Yo me negaba, defendiendo mi territorio. «No me apetece –le repetía–. Gracias, pero no me apetece». Sin embargo, inasequible al desaliento, ella insistía. Y como al final yo, desesperado, ponía los brazos en torno a mi territorio para protegerlo de su empeño, a la buena mujer no se le ocurrió otra cosa que, con un movimiento rápido, pinchar una de sus cigalas y echármela en el plato por encima del brazo, de manera que al caer en la salsa de mi estofado me salpicó la camisa. «Huy, perdón», dijo la tía. Y acto seguido, con su servilleta, queriendo limpiarme, acabó de restregar las manchas por toda mi pechera mientras yo, paralizado por el asombro, dudaba entre darle un puñetazo a ella –violencia machista, ruina absoluta– o al marido, que estaba sentado enfrente y sonreía bobalicón y aprobador. El muy gilipollas. 

20 de octubre de 2019

domingo, 13 de octubre de 2019

Menos Camboyas, Caperucita

Hay artículos que se escriben en defensa propia, como éste: para alejar, o intentarlo, el zumbido de ciertos enjambres que, aunque no te pican ni estropean la vida, irritan y exasperan. O al menos, cuando no se consigue ponerles límites, para desahogarse uno mismo. Para llamar tontos a los tontos, con sus seis letras exactas, y luego seguir ocupándose de otras cosas. 

Hace tiempo que se repite en las redes sociales y en ciertos medios informativos esta absurda afirmación: Sólo Camboya tiene más fosas comunes que España; refiriéndose, naturalmente, a los enterramientos de la represión franquista durante la Guerra Civil. Y en estos tiempos en que 280 caracteres de Twitter se consideran información completa y contrastada, resulta asombrosa la cantidad de gente que se hace eco y lo repite una y otra vez, sin más contenido ni análisis. Como si fuese una verdad histórica incontestable. 

Así que me van a permitir que también yo opine sobre fosas comunes, porque alguna he visto; y no cuando las vaciaban, sino mientras las llenaban. Por eso sé que las hay de muchas y de pocas personas, y que el número de fosas no importa tanto como lo que tienen dentro. También hay gente a la que matan y queda sin enterrar, y otra que, tras su asesinato, es situada e identificada. Tampoco son lo mismo asesinados que desaparecidos o ejecutados. En España, donde según historiadores solventes el número de víctimas en represión, combates, hambre y enfermedades se situó en algo más de medio millón, hubo unas 150.000 víctimas de las matanzas franquistas y otras 50.000 de las republicanas –esto incluye ajustes de cuentas internos entre comunistas, trotskistas, socialistas y anarquistas–. O sea, que dos de cada cinco muertos de la guerra habrían sido asesinados por rojos o por nacionales. La mayor parte de los asesinados en zona republicana fueron desenterrados por los vencedores; pero se dice que los desaparecidos y enterrados por los franquistas, que aún quedan por encontrar e identificar, son unos 115.000. 

Ésas, con la lógica poca fiabilidad de tales casos, son las cifras del horror español durante los tres años de guerra civil –las ejecuciones posteriores se documentaron con nombres y apellidos–. Y convendrán conmigo, aunque yo sea torpe en matemáticas, que situar a un país con 115.000 supuestos desaparecidos en fosas comunes en segundo lugar detrás de Camboya, donde los jemeres rojos exterminaron a 1.700.000 personas –el 33 por ciento de los hombres y el 15 por ciento de las mujeres– resulta un poco forzado y síntoma de poca memoria o mucha ignorancia; sobre todo si consideramos que, entre 1921 y 1953, la Unión Soviética metió en fosas comunes con toda naturalidad a tres millones de personas, asesinadas directamente, sin contar a las víctimas de las grandes hambrunas, que entre 1932 y 1937 fueron diez millones. Pero si las fosas de Stalin –700.000 rusos y 200.000 polacos por lo menos, entre otros– fueron gigantescas, tampoco quedó atrás un país hoy miembro de la Unión Europea, Alemania, que aparte del holocausto de seis millones de judíos en campos de exterminio y matanzas diversas, horadó de tumbas su suelo y el de Europa, metiendo en ellas a tres millones de prisioneros soviéticos, millón y medio de polacos y diez o doce millones más de víctimas de asesinatos directos. 

Y no acaba ahí la cosa. Porque puestos a situar fosas comunes, calculen cuántas habrá en Turquía y aledaños, donde tuvieron lugar las matanzas de griegos y armenios de principios del siglo pasado. O en China, donde el maoísmo pasó por la picadora a más de 10 millones de personas, y los japoneses, sólo entre 1942 y 1945 y en esa misma China, a otros tres millones. O en las ex colonias alemanas, belgas y británicas de África. O en las fosas comunes de apaches y otros indios en los EE.UU. Y, más cerca ya en el tiempo y el espacio, podemos también echar un vistazo a la ex Yugoslavia, donde hace sólo 25 años fueron asesinados y enterrados en fosas comunes 200.000 musulmanes bosnios, a buena parte de los cuales aún están buscando. O intentar el imposible cálculo de cuántas de tales fosas habrá dejado el yihadismo islámico en Iraq y Siria en los últimos años. Por ejemplo. 

Así que se lo ruego a quien corresponda: hágame el favor. No ofenda la historia ni la inteligencia del prójimo. No vuelva a decir, se lo suplico, que España es el país con más fosas comunes después de Camboya, etcétera. Tenemos demasiadas, en efecto. Nadie lo niega. Pero, evíteme, como decía Chiquito de la Calzada, el natural impulso de decirle a usted trigo por no llamarlo Rodrigo. Pedazo de idiota. 

13 de octubre de 2019 

domingo, 6 de octubre de 2019

Amenábar, en el club de los fusilables

Hace unos días vi Mientras dure la guerra, la película de Alejandro Amenábar sobre Miguel de Unamuno y la Salamanca de 1936. Y debo decir que me gustó mucho, sobre todo porque me parece un intento irreprochablemente honrado de ser ecuánime al abordar un asunto como ése. No digo equidistante, ojo, pues Amenábar sabe muy bien dónde están él y cada cual, sino ecuánime: palabra que define a quien tiene, o procura tener, imparcialidad de juicio. A la hora de teclear esta página la película aún no está en salas comerciales, y no sé cómo será recibida. Me temo que no dejará satisfechos, ya que de Unamuno hablamos, a los hunos ni a los hotros. La noble y benéfica influencia de Manuel Chaves Nogales (ese prólogo de A sangre y fuego que debería estudiarse en los colegios) sitúa el relato por encima de las convenciones habituales del género. O, por decirlo en plan chavesnogalesco, hace ingresar a Alejandro Amenábar, con todos los honores, en el club de los españoles perfectamente fusilables por un bando y por el otro. 

Después de ver la película, pasando revista a lo que de cine sobre la Guerra Civil conoce uno, me quedé pensando en lo mucho que el tiempo cambia las cosas: Raza, El santuario no se rinde, Sin novedad en el Alcázar –italiana pero en sintonía con el ambiente de la época– y algunas otras encajan en un cine franquista, maniqueo, donde el combatiente nacional solía ser guapo, honrado y elegante, y sus adversarios rojos, groseros, sucios, desalmados y criminales. Excepto en una obra maestra –maldita para el Régimen– como la extraordinaria Rojo y negro de Carlos Arévalo, todas esas películas pintaban con trazo grueso; y los únicos límites consistían en que, al tratarse de algo que los espectadores conocían por haberlo vivido, ciertos detalles eran imposibles de falsear o manipular. 

Hoy, aunque no falta quien parece lamentarlo, estamos lejos de todo aquello. Y quizá precisamente por eso, con la excepción de Amenábar y de algún otro director solvente, el cine sobre la Guerra Civil y el primer franquismo incurre en los mismos vicios que el de entonces, sólo que con un punto de vista opuesto. Desde hace ya décadas, los varones republicanos en el cine y la televisión casi siempre son intelectuales educados o proletarios de nobles sentimientos, valientes, guapos o agradables, afeitados o con barba de tres días, de habla grave y mesurada, mientras que los nacionales, casi todos con bigote y peinados con gomina, incapaces de articular un razonamiento inteligente, hablan a gritos y se pasan el día diciendo Viva España. Lo que precisamente, dicho sea de paso, hace tan singular y formidable la interpretación llena de matices del general Millán Astray que logra el gran Eduard Fernández en la película de Amenábar. 

Pero es que, además, la injustificable ignorancia de algunos directores, guionistas y directores artísticos o de vestuario sobre nuestra Guerra Civil suele empeorar las cosas: actores con el pelo increíblemente largo para la época, a los que sientan la gorra y el uniforme como una patada en los huevos; guardias civiles que en el año 40 se llamaban Jordi y Aitor; ropa limpia recién planchada en vez de caqui arrugado o monos azules; botas en lugar de alpargatas; curas sudorosos que bendicen a pelotones de fusilamiento mientras que nunca se alude a los miles de religiosos ejecutados por los otros… Entre los falangistas y carlistas hay cuadrillas de asesinos, naturalmente, como así fue en la realidad; pero raro es que se muestre a milicianos rojos de retaguardia dándole el paseo a nadie, o matándose entre ellos cuando comunistas, trotskistas y anarquistas ajustaban cuentas. Por no hablar de la palabra cheka, que parece proscrita del cine como si esas cárceles y centros de tortura republicanos no hubieran existido jamás. En cuanto a las mujeres, las fieles a la República suelen ser sobrias, sensatas y hablan con grave conciencia de clase; mientras que las del otro lado son aristócratas o burguesas enjoyadas, frívolas, piadosas y tratan mal a las sirvientas. Y tampoco perdamos de vista a esas milicianas politizadas y heroicas, siempre fusil al hombro, siempre dispuestas a combatir en las trincheras y en las calles, siempre respetadísimas y valoradísimas por los compañeros de lucha. Tanto, que le hacen lamentar a uno que su madre o su abuela, incluso su hermana o su propia hija, no fueran una de ellas. 

Amenábar, como digo. Créanme. Lo ha intentado con mucha dignidad y mucho atrevimiento. Su Unamuno ambiguo, contradictorio, asustado por rojos y nacionales, desbordado por la tragedia –extraordinario Karra Elejalde– merece que le echen un vistazo. Y después, como debe ser, que cada cual saque sus propias conclusiones. 

6 de octubre de 2019

domingo, 29 de septiembre de 2019

Los que cortan el cable rojo

La primera vez que tuve contacto con ellos fue a principios de los 80, cuando el diario Pueblo nos envió al fotógrafo Miguel Garrote y a mí al País Vasco, para contar cómo trabajaban. Convivimos con ellos durante algunos días, acompañándolos en sus misiones –que en esa época eran frecuentes– y conociéndolos a fondo. Como anécdota de esos días recuerdo que había un artefacto de mediana potencia dejado por ETA, que se decidió detonar a distancia. Pedí situarme junto al artificiero más próximo, debidamente protegido, para ver cómo se sentía de cerca uno de aquellos cebollazos. Éste resultó más potente de lo previsto, el escudo con el que yo me cubría quedó hecho trizas y estuve sordo unos días, por gilipollas. Pero, en fin. Eran gajes del oficio. El reportaje se publicó en primera página con gran despliegue, pues las fotos de Miguel fueron espectaculares, y recuerdo que lo titulé Diez hombres tranquilos

Después, por esos mundos, tuve ocasión de conocer a otros del oficio. En África, en países árabes, en los Balcanes, me los topé a menudo y siempre observé su trabajo con fascinada admiración. Recuerdo a una gringa de los Marines en la primera guerra del Golfo –bastante atractiva, por cierto– que retiraba una mina tumbada en el suelo con la misma calma que si se estuviera zampando una hamburguesa (José Luis Márquez la grabó después con su cámara en la piscina del hotel de Dahran reservado a las tropas norteamericanas, en bikini, y llevaba el emblema de los marines tatuado sobre la teta izquierda). También en Bosnia vimos trabajar a concienzudos artificieros ingleses, con la fría y eficiente profesionalidad que tienen esos cabrones, y también a cascos azules españoles que se jugaban la vida para que los niños de éste o aquel pueblo pudieran jugar en el campo sin perder una pierna o la vida. 

Los conozco hasta cierto punto, como digo. Y una cosa que siempre me llamó la atención de esa gente es cierto puntito, en algunos, más bien friki. O por decirlo para que no se ofendan los delicados, ligeramente obsesivo. Hay que serlo, de todas formas, para jugársela como se la juegan. Para trabajar con su estabilidad emocional y su impecable frialdad técnica. Sentido del deber aparte, algunos son verdaderos adictos a su trabajo y viven obsesionados con él. Conozco a uno, ya retirado, que pasaba los ratos libres ideando bombas trampa complicadas y cómo desactivarlas, y cuando su mujer se despertaba a las tres de la madrugada y no lo encontraba en la cama, lo encontraba en la cocina con un destornillador y unos alicates, trajinando artefactos. Y puedo añadir que, no hace mucho, sentí una agradable satisfacción cuando un respetado artificiero de la Policía Nacional dio el visto bueno al artefacto que ideé –cuando miras mucho siempre aprendes algo– para que mi espía Lorenzo Falcó reventase el taller parisino de Picasso en la novela Sabotaje

Y ya que hablamos de mirar, les cuento una anécdota divertida. En Melilla, cuando los conflictos callejeros de finales de los 80, que cubrí para los telediarios siendo delegado del Gobierno mi amigo y compadre Manuel Céspedes, apareció un día un artefacto explosivo en la calle principal de la ciudad. Se aisló todo con un cordón policial, y un artificiero bien equipado se encaminó allí, arrodillándose junto al chisme para desactivarlo. Y justo cuando estaba alicates en mano, a punto de meterle mano al asunto, oyó a su espalda un clac que le hizo dar un respingo. Y al volverse vio, encima de su hombro, al cámara Márquez, a su ayudante de sonido –creo recordar que era Ovalle, aunque no estoy seguro– y al reportero de TVE, o sea, yo, que nos habíamos colado por un callejón sin controlar y tras acercarnos sigilosos estábamos detrás, a dos palmos, grabándolo todo. Y entonces, poniéndose bruscamente en pie, quitándose el casco para tirarlo con fuerza al suelo con los alicates, el artificiero se volvió hacia la gente que estaba lejos, agolpada tras el cordón policial, abrió los brazos y gritó, furioso: «¡Así no se puede trabajar!». 

29 de septiembre de 2019

domingo, 22 de septiembre de 2019

Los rojos no usaban sombrero

Lo digo de guasa, naturalmente. No se alarmen. Es un título trampa, para que me lean. Me limito a recordar la frase publicitaria de un sombrerero de Madrid de los años 40, sectaria pero impactante, Los rojos no usaban sombrero: un clásico en la historia de la publicidad en España. Me viene a la memoria porque varias veces mencioné los sombreros en esta página, y un lector pregunta la causa; por qué los uso y desde cuándo. Y como hoy no se me ocurre nada mejor, hablaré del asunto. 

Los sombreros me son familiares desde hace mucho, por razones profesionales. En mis tiempos de reportero dicharachero de Barrio Sésamo, el trabajo lo realizaba con frecuencia en lugares donde el sol era un castigo. Así que en los años 70 empecé a utilizar lo que entonces llamábamos sombrero de jungla, hoy conocido bajo otros nombres, pero entonces de uso casi exclusivamente militar. Tenía uno de lona verde, del ejército inglés. Y en el Sáhara, en Eritrea, en el Líbano, en Chad, en Iraq, me ahorró muchas insolaciones, sobre todo en esas duras caminatas en las que durante semanas la única sombra que encontrabas era la de tu sombrero. 

Aquella vida, como digo, me habituó a ir cubierto. Después, el cambio de costumbres relegó esa prenda al campo y al mar. Pero hace unos diez años, el sombrero volvió a formar parte de mi vida. Las razones son varias. De una parte, aunque suelo vestir de modo informal, con chaqueta y pantalones chinos en verano y con pantalones de pana y chaquetas de tweed en invierno, cuando salgo a la calle o viajo intento mantener una apariencia correcta, por respeto hacia mí mismo y hacia mis lectores. Y el sombrero aporta utilidades específicas. Por una parte, protege del frío y la lluvia. Por otra, tengo 68 tacos de almanaque, el pelo ya me clarea y lo llevo muy corto, lo que me expone a los rayos del sol, y eso no es bueno. Además no me gustan las gorras de béisbol, ni esos gorros de pescador que se llevan para el sol o la lluvia. Así que el sombrero clásico es una solución práctica. Y también, en estos tiempos de general desaliño, gorras al revés, chanclas y calzoncillos, tiene su punto complementario de desafío. De personal chulería. 

Un sombrero, si me permiten que lo diga, no puede llevarlo cualquiera. Ni de cualquier manera. Ni cualquier sombrero. Es ridículo en quien no sabe llevarlo y delicado en quien sabe. Hay fulanos que se lo ponen como si llevaran un gorro y quedan como para darles un escopetazo, por no hablar de quienes lo conservan puesto, o la gorra, cuando están en un restaurante. Y lo de usar el sombrero adecuado para cada uno y cada situación no es ninguna tontería. Hay cabezones a los que van bien alas más anchas tipo Fedora, mientras que otros preferimos el ala mediana de un Trilby de copa no demasiado baja –de ese otro de ala cortísima que usan cantantes y músicos tengo orden de alejamiento–. Hablo de fieltros para el invierno, mientras que en verano la prenda obligada es un panamá, del que los mejores son los ecuatorianos Montecristi, aunque hay otros asequibles de buena calidad. En cuanto a los fieltros, conviene tener un par de los que duran toda la vida –aunque encogen ligeramente con el uso–, de colores discretos y combinables con abrigos y chaquetas. Un Borsalino, por ejemplo, que no es un modelo sino una marca, o un Bates o un Lock ingleses, aunque hay marcas menores muy buenas y elegantes. Yo uso mucho cuando viajo los ligeros de gabardina, válidos para el invierno y para el verano, que son sufridos, baratos y protegen de la lluvia. 

Y, bueno. Cubrirse con un sombrero como Dios manda también tiene algo de arte, supongo. De técnica depurada por décadas y centurias de uso masculino. Hasta la forma de colocárselo tiene su aquél. Por supuesto, ni se me ocurre aspirar a manejarlo como hacían mi padre o mi abuelo, con su inimitable forma de tocarse el ala al saludar a alguien de paso, tenerlo en una mano mientras conversaban o ponerlo bajo la silla cuando no había donde colgarlo, con una naturalidad admirable y elegante. Así aprendimos muchos de quienes usamos sombrero las maneras adecuadas, que son casi códigos: descubrirse al saludar a una señora o a un desconocido, saber cómo tenerlo en las manos o dónde dejarlo, quitárselo siempre bajo techo excepto en aeropuertos y estaciones de tren, y todos esos detalles que convierten el sombrero no en un adorno superfluo ni un estorbo, sino en algo útil y, al mismo tiempo, seña de educación de cada cual. En prueba de que en los tiempos que corren, aunque es cierto que todos somos iguales, algunos resultan más iguales que otros. 

22 de septiembre de 2019 

domingo, 15 de septiembre de 2019

El convoy PQ-17

El convoy PQ-17 Alguna vez he escrito que una de las cosas –persona en este caso– que más respeto en el mundo es un marino mercante. Me crié en un puerto mediterráneo y eso imprime carácter; pero también tuve ocasión de navegar con algunos de ellos, y de todos conservo recuerdos admirados y precisos. A su lado aprendí, por ejemplo, que un barco no es una democracia. Ni debe serlo. Aquél es un mundo con reglas aparte. Y aunque ahora, gracias a la tecnología moderna, un marino sólo es un empleado sin decisión propia, sometido al control directo de su armador, yo aún tuve el privilegio de conocerlos cuando las cosas eran distintas. Cuando el mar era un lugar remoto donde un ser humano tomaba sus propias decisiones y un capitán era responsable único de su barco, su carga, su pasaje y su tripulación. 

Me crié entre ellos, como digo. Varios familiares y amigos íntimos de mi padre, que navegó algún tiempo en petroleros, eran capitanes de la marina mercante, y mis recuerdos infantiles están poblados de sus charlas tomando café o unas copas en casa, jugando al ajedrez, echando humo por sus pipas; de las historias que acicateaban mi imaginación y fraguaron el respeto del que antes hablé: maniobras, tragedias, el naufragio del Castillo Montealegre, la gran pelea del puerto de Rotterdam… Y uno de los relatos que me impresionaron entonces fue el del convoy PQ-17, en el que un conocido de mi padre –creo recordar que se apellidaba Viñas– aseguraba haber estado a bordo de un barco de bandera panameña. Después, con los años, indagué sobre esa historia hasta conocerla mejor. Y ayer mismo, mirando unas viejas fotos de mi padre y sus amigos, me acordé de ella. Una historia dura y cruda de mar y de guerra. De marinos de los de antes. 

Escoltado por buques de guerra británicos y norteamericanos, el convoy PQ-17, compuesto por 33 mercantes, salió en junio de 1942 de Reykiavik hacia Murmansk, en Rusia, llevando ayuda para los aliados soviéticos. Las fechas eran malas, pues al frío y al hielo de esas aguas se unía el hecho de que en tal época del año el sol apenas se ocultaba tras el horizonte, y 18 horas de luz diurna facilitaban la localización por la aviación y la marina alemanas, cuyas bases estaban cerca. Y así ocurrió. A partir del 1 de julio, una vez al este de la Isla de Los Osos, empezaron los ataques de aviones y submarinos. Amparándose en bancos de niebla, defendidos por la escolta, los mercantes navegaban agrupados, despacio, a sólo ocho o nueve nudos, encajando con estoicismo la ofensiva enemiga. Todo parecía ir bien hasta que el 4 de julio la inteligencia británica creyó –erróneamente– que los acorazados alemanes Tirpitz y Scheer y el crucero Hipper habían zarpado de Noruega para atacar el convoy. Y entonces, ante el temor de que fuesen destruidos los buques de guerra de la escolta aliada, necesarios para otras misiones, se dio orden a éstos de abandonar a su suerte al convoy; y a los capitanes de los mercantes, la de dispersarse e intentar alcanzar Murmansk cada uno por su cuenta. 

Ése, el del abandono, es el momento que de niño me puso los vellos de punta al escucharlo y aún hoy al evocarlo: aquellas tripulaciones de indefensos mercantes viendo alejarse la escolta, rompiendo la formación para dispersarse lentamente y correr cada cual su propia suerte, solos en la inmensidad gris de unas aguas donde un náufrago no sobrevivía más de un par de minutos. Puedo imaginar perfectamente a los capitanes de pelo cano y arrugas en el rostro inclinándose angustiados sobre las cartas náuticas, calculando con el compás de puntas cómo navegar las 800 millas restantes, qué ruta seguir, cómo llevar a puerto a sus barcos, sus tripulantes y su carga. Me conmueven el desamparo y la grandeza de esos marinos sentenciados, dispersos, tenaces, que pese a todo siguieron adelante, cumpliendo con su deber incluso cuando los aviones y los submarinos alemanes les cayeron encima. Porque lo que vino a continuación fue una matanza: una cacería sin misericordia. Artillados algunos con sólo pequeños cañones ligeros y ametralladoras –las mujeres tripulantes del petrolero ruso Azerbaijan se defendieron y combatieron su incendio como leonas–, los solitarios mercantes fueron localizados y hundidos uno tras otro: de los 33 que habían zarpado de Reykiavik, sólo 10 llegaron a puerto. El resto se hundió en las aguas del Ártico. 

Y, bueno. Ésa es la breve historia del convoy PQ-17. La que oí contar de niño y la que a ustedes les cuento ahora: una historia de navegantes en tiempos en los que aquéllos aún lo eran de verdad. Capitanes y tripulantes que parecían personajes de un libro de Joseph Conrad. Auténticos y admirables marinos de leyenda. 

15 de septiembre de 2019

domingo, 8 de septiembre de 2019

El ferroviario impasible

Varias veces he comentado aquí lo mucho que me gusta Italia. O para ser más exacto, los italianos. Quizá porque he visto muchísimo cine italiano de antes y de ahora, o porque los miro desde fuera y los vivo como privilegiado extranjero cuando estoy entre ellos; pero son mi debilidad. Me caen verdaderamente simpáticos. Siento una enorme indulgencia por sus defectos y una enorme admiración por sus virtudes. Me agrada esa especie de patriotismo cultural instintivo que se detecta incluso entre los analfabetos, conscientes de que alguna vez, en el pasado, fueron romanos y fueron muchas otras cosas. Me gusta esa dignidad guasona, ese choteo irreductible que siempre conservan por debajo del servilismo que los menos afortunados aparentan a veces para ganarse la vida. Me conmueve su orgullo de ser italianos, pese a todo cuanto les cae encima, pese a los Berlusconis y los Salvinis, pese a su variopinto pelaje, pese a lo maltratados que siempre fueron históricamente por los de fuera y por los de dentro. Me divierte su chulería macarra cuando tocan ese palo, o su elegancia cuando tocan el otro. 

Todo eso proviene, creo –o me gusta creer–, de que son viejos, cínicos y sabios. De que por allí lleva casi tres mil años pasando de todo, y a estas alturas los italianos distinguen muy bien lo que de verdad es importante de lo que no. Con una clase política corrupta e infame como pocas en Europa, muy conscientes todos de ello, la vida oficial va por un lado y la vida real por otro, y ambas coexisten con asombrosa naturalidad. Por eso lo que me fascina, sobre todo, es su sentido práctico; su extraordinario manejo de l’arte di arrangiarsi; de entenderse entre ellos cuando se trata de buscarse la vida. Hoy por ti y mañana por mí, Bruno, Luzia, Giovanna, Doménico. O sea. Tú a Boston y yo a California, y entre bomberos no vamos a pisarnos la manguera. Un país donde, como en Nápoles, uno pasa todos los días ante el Palazzo della Posta, el edificio de Correos construido por Mussolini, y a nadie importa un carajo que la inscripción Anno 1936 XIV E. Fascista siga bien visible allá arriba, porque lo que cuenta es que se trata de un edificio cojonudo. 

Y es que, como he dicho antes, son muchos siglos para andarse con taquicardias. Pienso en eso mientras estoy en la estación Términi de Roma, esperando para sacar un billete de tren precisamente a Nápoles. Hay ambiente, mucho turista arrastrando maletas y la parafernalia habitual, incluidas patrullas de militares que pasean arma en mano, sin complejos, echando un vistazo sin que nadie los llame provocadores, militaristas ni nada de eso. En las taquillas se ha estropeado la máquina de los numeritos; la cola es larga y abunda en italianos que intentan colarse y en guiris que se empeñan en hablar sólo en inglés aunque no los entienda nadie. Y sentado tras su mostrador, tranquilo, impasible, un empleado de ferrocarriles cincuentón y de bigote canoso los despacha con mecánica parsimonia, clic, clic, clic, billete a Pisa, a Milán, a Venecia, a donde sea. Mientras me acerco observo su cara imperturbable, la indiferencia con que escucha lo que le dicen, el hastío secular con que encara las prisas de quienes van mal de tiempo, llegan tarde, están a punto de perder el tren. Él sigue a su ritmo; y cuando un guiri suelta una larga parrafada en inglés o protesta por algo, el ferroviario lo mira sin pestañear; y cuando el otro termina, le da el billete y mira al siguiente. 

Me toca el turno y pido un billete para Nápoles en el próximo tren. Y por la forma en que me atiende ese hierático fulano, comprendo perfectamente lo que tiene en la cabeza –seguramente el partido de ayer del Lazio contra la Roma– y lo que significo para él, que lleva veintinueve siglos despachando billetes para Nápoles, para el mar Jónico o para las islas Casitérides. Y sé con toda certeza que si en vez de un tren a Nápoles le hubiera pedido una trirreme para Siracusa, él no habría alterado el gesto, sin sorprenderse en absoluto; y con la misma naturalidad habría tecleado clic, clic, clic en su ordenata. Como mucho, si lo pillaba de buenas, habría preguntado si el pasaje lo deseaba en una trirreme de César o de Pompeyo. «¿Qué me aconseja?», habría preguntado yo en italiano, que siempre ayuda a caer simpático y ellos lo agradecen bastante. Y el ferroviario impasible, con la misma estoica indiferencia con que despachó billetes a ostrogodos, a normandos, a españoles, a franceses, a austríacos, a alemanes, a norteamericanos y a su puta madre, habría respondido: «Le recomiendo una de las trirremes de Octavio, que tienen más futuro». 

8 de septiembre de 2019

domingo, 1 de septiembre de 2019

La mejor novela de tu vida

Para alguien como el arriba firmante, cuyo oficio es contar historias, o sea, escribir novelas, terminar una incluye cierto peligro. Después de uno o dos años metido en ello hasta las trancas, dándole a la tecla durante ocho horas diarias, enfrascado en lecturas que documentan o estimulan, conviviendo con los personajes hasta que acaban siendo parte casi real de tu vida, poner punto final a todo eso puede tener, incluso, efectos traumáticos. Pasas de vivir en un mundo que has elegido, controlas y conformas a tu voluntad y tu medida, a salir de él y encontrarte en otro menos agradable e incluso hostil, como esos niños saharauis que, tras pasar una larga temporada con familias de acogida europeas, deben regresar a la dura realidad del desierto y los campos de refugiados. 

Dirán ustedes que no puede ser tan dramático, pero les aseguro que sí. Que puede serlo. Afortunadamente hay una etapa de transición que ayuda un poco, pues una novela terminada no significa una novela entregada y olvidada. En mi caso, los últimos meses los dedico a las últimas correcciones y detalles, volviendo una y otra vez sobre lo escrito. Eso hace posible, como digo, un saludable período de desintoxicación. Y como a esas alturas del texto no hay nada realmente creativo en lo que haces, y tras la larga convivencia sueles estar harto de los personajes y la trama, que conoces hasta por el forro y no aportan ya novedad alguna, la cosa tiene cierta semejanza con esa mujer que dice ahí te pudras, imbécil, y te deja justo cuando empiezas a preguntarte si no es el momento de dejarla a ella. O viceversa. 

El problema de todo esto, cuando eres un novelista profesional que vive de cuanto escribe, radica en lo que pasa inmediatamente después de que la historia recién escrita se vaya a vivir su propia vida. El vacío que te deja. Y les aseguro que se trata de un vacío peligroso, porque incluye la tentación letal de descansar un rato largo. Ahora que he acabado, piensas, voy a tomarme un período de vacaciones antes de empezar otra. Voy a relajarme mientras entro de nuevo en campaña. Y ahí es donde acecha el peligro, porque toda la disciplina, la concentración, el adiestramiento, la capacidad de esfuerzo y sacrificio de los últimos tiempos –«Escribir mata más que las bombas», me dijo Oriana Fallaci durante la primera guerra del Golfo, poco antes de morir– puede diluirse en pocas semanas. Plaf. Adiós, chaval. Visto y no visto. Puede hacerte perder esa tensa incertidumbre que necesita el novelista, semejante a la del marino. Situarte fuera del necesario estado de gracia y vigilia. Dejarte hecho una piltrafa. 

Por eso, del mismo modo que cuando te caes del caballo o la moto debes volver a subir en cuanto puedas, para no coger miedo, cuando acabo una novela, e incluso mientras trabajo en las últimas correcciones, procuro tener ya otra en la cabeza. A veces es la que luego escribo y otras no. Por lo general, cuando creo haber elegido una historia buena para contar, paso un tiempo haciendo pruebas. Escribo veinte o treinta páginas para establecer si soy capaz de crear los personajes adecuados, dar con el tono narrativo, elegir bien el punto de vista y, sobre todo, averiguar si es con ella con la que deseo convivir durante los próximos meses o años de mi vida. A veces comprendo o intuyo que no es la adecuada, o el momento oportuno para ella, y esas páginas pasan al cajón de Nunca Se Sabe; porque un novelista de verdad nunca descarta nada del todo, nunca lo da por muerto. Hay novelas que esperan su tiempo adecuado, y todo puede resucitar o recomponerse un día, como ocurrió con El tango de la Guardia Vieja, cuyos primeros treinta folios tardé veinte años en recuperar y completar. 

Y en eso estoy ahora, aquí donde me ven, o me leen. Entregué una novela antes del verano y en seguida hice un tanteo con una trama que me tenía caliente; y con ella estuve hasta que otra, que lleva quince años agazapada en mis papeles y mi cabeza, empezó hace unas semanas a decir aquí estoy, cortándole el paso. Así que, resuelto a subirme cuanto antes al caballo o la moto, me encuentro otra vez en ese momento maravilloso en que cualquier cosa es posible: cuando todo lo que lees, imaginas, capturas alrededor y echas al zurrón de la imaginación, combinado con los libros leídos y la propia vida, renueva el estado de felicidad que perdiste con el punto final de la anterior historia. Y cada noche, otra vez, te duermes pensando en lo que escribirás cuando despiertes. Y por la mañana despiertas ilusionado, tenso y lúcido; dispuesto, como cada día desde hace treinta años, a escribir la mejor novela de tu vida. 

1 de septiembre de 2019