Estoy en Nueva York, tomando una cerveza en un bar que acabo de convertir en mi favorito: un acogedor antro del Village con una barra en la que a media mañana se alinea una fila de bebedores tempranos con pinta de tipos duros, incluido un guaperas sesentón que se pasa el tiempo mirando en el móvil fotos que le mandan sus novias. El bar tiene pinta de pub irlandés con madera oscura y chimenea, incluida una camarera perfecta para el sitio, simpática, rubia, guapa, grandota y maternal, a la que supongo, porque da el tipo y es el lugar idóneo, diversos tatuajes repartidos de modo estratégico por su abundante anatomía. Cualquier intento de despejar la curiosidad sobre el asunto, dadas las notables dimensiones de la señora, sería agotador a mi edad, y me temo que a la de cualquiera; así que me limito a los cálculos intelectuales distantes mientras estoy en el bar, como digo, trasegando una Heineken después de haberme tomado un Actrón, disfrutando del sitio y de la compañía, y pensando que, aun con todo eso, lo que más me gusta de este bar es el nombre: The Blind Tiger, el tigre ciego. Que es un nombre cojonudo.
A lo mejor es el efecto combinado del ácido acetilsalicílico con el paracetamol y la cerveza, o la rotunda camarera, o la pinta de los parroquianos alineados hombro con hombro en la barra –una especie de Village People en versión macho–, pero empiezo a reírme por dentro porque el nombre del sitio y la concurrencia me traen a la memoria una de las más sobadas leyendas urbanas de mi juventud hispana: el salto del tigre. Ciego o con buena vista, lo del tigre, desaparecido hace tiempo del habla coloquial, fue un punto recurrente en otra época, cuando las conversaciones entre varones giraban en torno al sexo y su práctica, en aquel tiempo escasa, cuyas heterodoxias se conocían más de oídas que de otra cosa. Alguien llegaba al bar, y mientras daba un sorbo al vermut y pinchaba una aceituna decía, solemne: «Anoche le hice a mi señora –o a quien fuera– el salto del tigre». Y los amigos o compadres lo miraban expectantes, ansiando pormenores.
Qué tiempos, oigan. Y no precisamente maravillosos. El salto del tigre era como el unicornio: todos hablaban de él pero nadie lo había visto. En esos grises años era el mito sexual por excelencia, la proeza de la que un varón ibérico debía alardear en el bar o el casino. Equivalía, más o menos, al también clásico «tres sin sacarla» que con «a la madre y a la hija» era el triple arsenal de proezas eróticas que todo fantasma imbécil manejaba de boquilla para tirarse pegotes sobre la materia. Técnicamente y sin detallar demasiado, lo del salto del tigre consistía en situarse la parte actuante a una distancia razonable –dos o tres metros como mínimo– de la parte recipiendaria, y tras tomar impulso arrojarse desde esa distancia, para con puntería infalible acertar en plena bisectriz de la dama. «Te voy a hacer el salto del tigre», anunciaba uno, sobrado y seguro de sí. Y la cosa mejoraba, en lo espectacular, si se situaba antes de pie sobre la cómoda, o sobre el armario, para lanzarse desde allí con el poderoso impulso de una fiera, en plan híbrido de Tarzán y Alfredo Landa. Por supuesto, en la posterior narración de la hazaña todas las mujeres objeto del salto quedaban satisfechas y agradecidas, y algunas incluso pedían un bis extra, o varios, antes de la ovación final y vuelta al ruedo. Luego, naturalmente, tres sin sacarla. Y etcétera.
Por fortuna los tiempos cambiaron hace mucho. Los bocazas de bar son personajes anticuados y ridículos, y la vida íntima ya no se controla desde ministerios, cuarteles, comisarías, púlpitos y confesonarios. El sexo no es ahora algo que el personal suela conocer de oídas, y el salto del tigre, o lo rancio que representa, quedó relegado al baúl de aquella España casposa y gris de la que tanto nos costó salir y a la que algunos –sin distinción de ideologías, cada cual a su estúpida e inquisitorial manera– pretenden hoy devolvernos por otros e indirectos caminos. Si un cretino dice a los amigos «Ayer le hice a Concha el salto del tigre» pueden ocurrir tres cosas: que los oyentes ignoren de qué puñetas les habla, que es lo más probable; que lo miren como si fuera –y en este caso efectivamente es– completamente gilipollas, o que se lo tomen a coña marinera. «¿Y no se te engancharon los huevos en la lámpara del techo?», pueden preguntarle con mucha y natural guasa. Y pensando en todo eso, con una sonrisa interior, sigo suponiendo tatuajes ocultos en la voluminosa y guapa camarera del Blind Tiger mientras le pido otra cerveza y el Actrón empieza a hacer su benéfico efecto.
29 de diciembre de 2019